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CineBiografía

Mann, Anthony (1906-1967).

Director de cine estadounidense, nacido en San Diego (California), el 30 de junio de 1906, y fallecido en Berlín (Alemania), el 29 de abril de 1967. Su verdadero nombre era Emil Anton Bundmann.

Vida

Cuando todavía no contaba con 20 años, Anthony Mann fue contratado por una compañía del off-Broadway como actor y decorador, primero, y como director, poco más tarde, en los primeros años de la década de los treinta. En 1938, cambió los escenarios de Broadway por las soleadas tierras californianas de Hollywood, al ser contratado por David O. Selznick para que se encargara de los castings, supervisara las pruebas a actores de renombre y fuera uno más de los muchos cazatalentos que la Selznick Company tenía a sueldo por aquellos años. Conocido todavía por su verdadero nombre, Emil Anton Bundmann, se marchó al año siguiente, contratado como ayudante de dirección, a la Paramount, donde trabajó, entre otros filmes, en la inolvidable Los viajes de Sullivan (1941), de Preston Sturges.

Atraído por la posibilidad de ponerse detrás de la cámara, se marchó a trabajar a modestas compañías, como la RKO y la Republic, para las cuales dirigió, entre 1942 y 1949, bajo su nombre ya de siempre, Anthony Mann, películas de muy modesto presupuesto, la mayoría de ellas dentro del género policíaco o el melodrama, aunque también dirigió algunas comedias musicales, francamente olvidables. Desde sus primeras realizaciones policíacas, destacó por la violencia con la que imprimía carácter a ciertas escenas, por la tremenda belleza de las imágenes en blanco y negro (gracias a los excelentes directores de fotografía con los que trabajó: John Alton, Guy Roe, George E. Diskant, etc) y por cómo sabía sacar partido a las interpretaciones de habituales secundarios, convirtiéndoles en estrellas por un día (John Ireland, Charles McGraw, Raymond Burr, Tom Conway).

Trampa para un inocente (1947), un policial de serie B, resuelto con ejemplar economía de medios, donde narra la crónica del atraco a un establecimiento comercial de apariencia legal y que, sin embargo, encubre un negocio de apuestas clandestinas; Border Incident (1949), en la que Mann pone al descubierto el problema de la inmigración y la explotación de la mano de obra mexicana, o La brigada suicida, donde el director, en estilo semi-documental, trata de llegar hasta el fondo de la ilegalidad reinante en el mundo del boxeo, son algunos ejemplos de su ya sorprendente maestría.

En 1950, y tras una entretenida incursión en la revolución francesa, con El reinado del terror (1949), maravillosamente fotografiada por John Alton, Anthony Mann inició su magistral ciclo de westerns. La puerta del diablo (1950), el primero de ellos, y primero también de los tres que rodó en 1950 en blanco y negro, es el relato fatalista de un indio a quien, tras haber combatido en la guerra (y de haber obtenido en ella la medalla del Congreso), se le niega el trato que la ley dispensa a los blancos. Western negro, fotografiado de nuevo sobresalientemente por John Alton, en el que ya se puede apreciar el vigor de la narración de Mann, la fuerza dramática de los movimientos de cámara y el valor humanista del discurso pro-indio (el mismo año, por cierto, de Flecha Rota, de Delmer Daves, otro filme antirracista).

A resaltar la curiosa tendencia de Mann, visible aquí perfectamente, a colocar rostros en primer término en un lateral del encuadre, que da origen a más de un momento de rara concentración dramática. Ese año rodó también Winchester 73, una magistral película con la que comenzó su colaboración con James Stewart, el guionista Borden Chase (que se prolongó durante dos inolvidables westerns más: Horizontes lejanos y Tierras lejanas) y el director de fotografía William Daniels, equipo que dio un giro de 180 grados al western.

Mann y Stewart fueron figuras esenciales al tratar de dar en sus filmes un carácter más complejo y humano a los héroes y villanos tradicionales, y no sólo sin perder un ápice de los valores de espectáculo de acción y paisajístico, sino que, además, los agrandaba trabajando en parajes naturales. Aquí, Stewart es un hombre que, sediento de venganza por la muerte de su progenitor, llega a la ciudad sin ley, Dodge City, para formar parte del concurso de tiro cuyo premio es el ya legendario Winchester 73. Mann realizó un precioso y vibrante filme con personajes absolutamente convincentes.

Sus obras maestras no tardaron en llegar: en 1952 rodó Horizontes lejanos, un año más tarde Colorado Jim y, en 1955, Tierras lejanas y El hombre de Laramie, todas con James Stewart como protagonista. Se han tachado estos westerns de ser un poco fríos, afirmación que no es del todo desacertada. Es posible que esto se deba a la perfección que todos presentan, siendo el último de ellos quizá el más emocionante y sensible de todos, pero bien es cierto también que todos ellos dan mayor relevancia a sus personajes que a la naturaleza que los rodea, algo que hasta entonces era poco habitual. Horizontes Lejanos se sitúa en un contexto fabuloso dentro del western: el descubrimiento y la fiebre del oro.

En algunos días, si no en algunas horas, apacibles arroyuelos se convierten en la presa de los buscadores de oro, los establecimientos de juego y placer se instalan en las mismas zonas. Comienzan las peleas. Anthony Mann hace revivir aquella fulgurante época en la que vio enfrentarse a amigos o a miembros de una misma familia que ya no se interesaban en más que en el metal amarillo. La dulzura de Julie Adams, la violencia contenida de James Stewart (la escena en la que Stewart, Arthur Kennedy y Rock Hudson salen de un salón con las armas en la mano es absolutamente memorable) y el esplendor de los paisajes no son sino algunos de los elementos que constituyen esta apasionante aventura.

En El Hombre de Laramie (1955) se puede ver, recapitulado, la esencia de las colaboraciones, las situaciones y los temas hasta el paroxismo, de Mann con James Stewart. Menos truculento que Horizontes lejanos, menos trágico que Colorado Jim o Winchester 73, El hombre de Laramie posee la falsa indolencia de los grandes westerns. Detrás de cada plano, sentimos la presencia de Anthony Mann, en la manera de utilizar el cinemascope, en la de dirigir a Stewart. La banal historia de venganza que, en principio, es la base del filme, se transforma de repente en una parábola sobre la violencia, una reflexión sobre aquel viejo oeste americano, del cual Mann fue uno de sus más maravillosos diseñadores. Una Obra de arte.

Con James Stewart, Anthony Mann formó una pareja indispensable para entender el cine norteamericano. En Música y Lágrimas (1954), Mann puso imágenes a la incesante búsqueda de Glenn Miller por algo nuevo en su música. Stewart fue un Miller único y nunca un cineasta antes había mostrado con tanta emoción y sensibilidad el verdadero sueño americano. En Bahía Negra (1953), Stewart es un ingeniero que ensaya un nuevo método de perforación para la extracción de petróleo en una bahía que se encuentra en medio del enfrentamiento entre la compañía para la que trabaja y los pescadores de la zona. Sin ser una película memorable, Mann tejió un espectacular entretenimiento, convenientemente encuadrado en formato panorámico.

Demostró que era capaz de habituarse a cualquier encargo, los dos citados anteriormente lo eran, e hizo todo lo que pudo en Dos pasiones y un amor (1956), un vehículo de lucimiento del célebre Mario Lanza, y donde encontró a uno de sus grandes amores: la actriz española Sara Montiel, con la que se casó un año después. Y salió más que airoso de una típica producción bélica de aquellos años, La colina de los diablos de acero (1957), un filme que con el tiempo se ha convertido en un clásico del género.

La meticulosa destreza y el personal sentido de Mann para fotografiar los conflictos internos de sus personajes se vio acrecentada en otro magnífico western, El hombre del oeste, donde se puede apreciar a un agonizante Gary Cooper (enfermo ya de cáncer) en una de sus últimas apariciones en la pantalla.

La reputación de Mann bajó algunos enteros cuando en 1960 decidió abordar grandes presupuestos en suntuosos espectáculos, como el remake de Cimarron (1960), o las superproducciones de Samuel Bronston en España: El Cid (1961) y La caída del Imperio Romano (1964). Curiosamente, El Cid es hoy reconocida como una obra maestra, más intimista que espectacular, gracias al tratamiento de western que de la historia realizó Mann; al tiempo que su trabajo en la segunda, la convierte en, quizá, la mejor producción de Bronston.
Anthony Mann fue un cineasta clásico, un maestro en la construcción de sus películas, a las que dotaba de una claridad y una simplicidad realmente prodigiosas y un hombre de cine. Murió con las botas puestas, mientras rodaba en Berlín Sentencia contra un dandy (1968). Su protagonista, Laurence Harvey, se encargó de terminar el último aliento de genialidad del maestro.

Filmografía.

Como ayudante de dirección:

1941: Los viajes de Sullivan.

Como Director:
1942: Dr. Broadway; Moonlight in Havana.
1943: Nobody’s Darling.
1944: My Best Gal; Strangers in the Night.
1945: El gran Flamarión; Two O’Clock Courage; Sing Your Way Home.
1946: Extraña interpretación; The Bamboo Blonde.
1947: Desperate (y coargumento); Trampa para un inocente/El último disparo.
1948: La brigada suicida; Rawl Deal; He Walked By Night (codirector no acreditado)
1949: Side Street; El reinado del terror; Border Incident; Follow Me Quietly (sólo coargumento).
1950: La puerta del diablo; Las furias; Winchester 73.
1951: The Tall Target; Quo Vadis? (sólo algunas escenas).
1952: Horizontes lejanos.
1953: Colorado Jim; Bahía negra.
1954: Música y lágrimas.
1955: Tierras lejanas; Comando aéreo estratégico; El hombre de Laramie.
1956: Dos pasiones y un amor; The Last Frontier.
1957: La colina de los diablos de acero; Cazador de forajidos; La última bala (codirector).
1958: La pequeña tierra de Dios; El hombre del Oeste.
1960: Cimarrón.
1961: El Cid (y coproducción).
1964: La caída del Imperio Romano.
1965: Los héroes de Telemark.
1968: Sentencia para un dandy.

Juan Carlos Paredes

Autor

  • Juan Carlos Paredes