Fernando IV. Rey de Castilla y León (1285-1312)
Rey de Castilla y León desde el año 1295 al 1312, apodado el Emplazado. Hijo primogénito del rey Sancho IV y de María de Molina; nacido en Sevilla el 6 de diciembre de 1285, y muerto en Jaén el 9 de septiembre del año 1312, víctima de una repentina enfermedad, cuyo reinado se desenvolvió en medio de grandes dificultades debido a su minoría de edad cuando sucedió a su padre.
En 1295, a la muerte del rey Sancho IV, todas las fuerzas de oposición a la monarquía, que hasta entonces habían estado aletargadas, se desataron con tremenda violencia. María de Molina, en su calidad de reina madre, quedó encargada de la regencia de su hijo, ocasión que fue enseguida aprovechada por los infantes de la Cerda para reivindicar nuevamente el trono castellano-leonés, a lo que se unía la presión de los otros personajes poderosos del reino, quienes también intentaban sacar provecho de la débil situación que atravesaba la corona. El infante don Juan, hermano de Sancho IV, reclamó sus derechos al trono. Por su parte, el infante don Enrique el Senador, hermano de Alfonso X, pidió la regencia y tutoría del niño rey. A los parientes del rey se sumaron en la rebeldía los nobles don Diego López de Haro, don Juan Núñez y don Nuño González de Lara. Todos estos intentos de rebeldía fueron apoyados y alentados por las dos grandes monarquías limítrofes a Castilla-León, Aragón y Portugal, cuyos reyes, Jaime II y don Dionís vieron la oportunidad de reducir la preponderancia política y territorial que Castilla y León venía ejerciendo en el panorama reconquistador peninsular durante todo el siglo XIII.
La facción opositora contra el nuevo rey atacó por el lado más débil de la corona castellano-leonesa, destacando la ilegalidad de Fernando IV en el trono, puesto que el matrimonio de sus padres, Sancho IV y María de Molina, no fue reconocido por el rey Alfonso X ni por el Papado, quien lo decretó nulo por lazos directos de consanguinidad entre los cónyuges. Así pues, en las cortes de Valladolid, celebradas en el año 1295, el infante don Enrique consiguió ser nombrado regente del rey, mientras que su madre María de Molina pudo conservar la custodia directa de su hijo, gracias al apoyo de las ciudades más importantes del reino, las cuales se habían constituido en una poderosa Hermandad, cuyo principal objeto era defenderse de los constantes ataques y arbitrariedades de los nobles poderosos.
Una circunstancia importante que hizo precipitar dichas disposiciones fue la autoproclamación como rey de Castilla y León por parte del infante don Juan, en el verano de ese mismo año, arropado en sus pretensiones por el rey portugués don Dionís. El nuevo regente, don Enrique el Senador, marchó hacia Portugal para negociar la paz con el infante don Juan, tras la cual éste pudo recobrar todas sus tierras leonesas, además de ceder al rey portugués los castillos de Gorpa y Moura, junto con otras villas más. Don Diego López de Haro y los infantes de Lara juraron fidelidad al nuevo rey, una vez que la corona le hubo devuelto todas sus posesiones anteriores. Aunque el arreglo firmado en Ciudad Rodrigo parecía traer la solución al conflicto, lo cierto es que lo único que hizo fue reforzar aún más a la siempre insatisfecha nobleza castellana en detrimento del poder de la monarquía, además de instalar en el reino un equilibrio político escaso y muy frágil, el cual podía volver a romperse en cualquier momento. Para reforzar lo pactado por ambas coronas, se concretó el matrimonio de Fernando IV con doña Constanza, hija del rey portugués.
Al año siguiente, en 1296, volvió a estallar en Castilla otra revuelta nobiliar, mucho más seria que la anterior y con intenciones políticas más amplias. Jaime II de Aragón trabajó con velocidad para montar una potente coalición contra Fernando IV y su madre, en colaboración con los infantes de la Cerda. El monarca aragonés emprendió un ataque directo contra Castilla, cuyo objeto primordial era derribar del trono al rey niño y a todos sus consejeros. A la intentona militar también se sumó el infante don Juan.
El plan entrañaba la división del reino: León sería heredado por el infante don Juan, mientras que Castilla sería dada a los infantes de la Cerda, por último, el reino de Murcia sería el trofeo conquistado por el rey aragonés quien, de ese modo, alcanzaría la tan deseada frontera con Granada. En la trama se tuvo en cuenta la participación de Francia y Portugal, reinos a los que se les concederían varias compensaciones territoriales sustanciosas.
El comienzo de los ataques no pudo ser más nefasto para los intereses de Castilla y León, ya que las tropas coaligadas de los sublevados penetraron por varios frentes castellanos a la vez. Don Juan llegó hasta la ciudad de Palencia, donde convocó cortes. A su vez, el rey aragonés, Jaime II, encabezó en persona un ejército que penetró por Murcia. Las tropas portuguesas avanzaron por la ribera del Duero. María de Molina y Fernando IV aguantaron parapetados en Valladolid, rodeados por el enemigo, pero protegidos por la fidelidad absoluta del concejo de aquella ciudad. Alfonso de la Cerda logró tomar Sahagún, en la que se proclamó rey de Castilla.
Pero la suerte se alió con la causa de la reina madre y de su hijo. Gracias a la gran heterogeneidad de los coaligados, así como al temple demostrado por María de Molina, que supo atraerse a su causa a las ciudades del reino, junto con la fidelidad de algunos de sus más valerosos caballeros, como don Alfonso Pérez de Guzmán, la crisis pudo ser superada con éxito, obligando a las tropas rebeldes a retroceder en sus posiciones ganadas, estragadas por el cansancio de una campaña tan prolongada y costosa. Para completar el triunfo castellano-leonés, se firmó la paz de Alcañices, por la que se renovó el anterior arreglo matrimonial entre Fernando IV y Constanza de Portugal, a lo que se sumó la estipulación de otro acuerdo matrimonial entre doña Beatriz, hija de María de Molina y de Sancho IV con el infante heredero portugués, don Alfonso.
Antes de ser declarado mayor de edad, Fernando IV y su madre tuvieron que hacer frente a la tercera y última intentona de sublevación por parte de la nobleza, en el año 1298, la cual fue mucho más débil que las anteriores. Jaime II volvió a atacar las posesiones castellanas de Murcia, apoderándose de gran parte de su territorio, incluyendo las importantes ciudades de Elche y Alicante, que no fueron debidamente defendidas por don Juan Manuel.
María de Molina, asesorada por don Enrique, volvió a reunir cortes en Valladolid para recabar el subsidio necesario para la campaña contra el aragonés. Mientras tanto, los procuradores de León pidieron al rey portugués que acudiera en auxilio de Fernando IV, a lo que el monarca luso accedió. Pero las intenciones reales de don Dionís seguían derroteros muy distintos, puesto que enseguida negoció con el infante don Juan y con don Enrique el Senador un nuevo reparto del reino de Castilla y León.
María de Molina, acorralada nuevamente, no tuvo más remedio que pactar con el monarca portugués su retirada, a la vez que pagó un precio excesivamente alto por recobrar la fidelidad de don Enrique el Senador, al que otorgó el señorío de Écija, Roa y Medellín. El infante don Juan, al verse solo, hubo de ceder al consejo de don Enrique el Senador y pedir perdón al rey, al que prestó homenaje público de vasallaje en Valladolid, en el año 1300.
Aunque a primera vista, María de Molina volvió a obtener la victoria final y pudo conservar el trono íntegro para su hijo, lo cierto es que durante el dilatado período de guerras civiles fue la nobleza la auténtica ganadora y beneficiada, puesto que de cada enfrentamiento salía más reforzada en su poder. Lo esencial para estos linajes fue afirmar su preeminencia junto al rey Fernando IV, puesto que no había sido posible hacerlo contra él.
En el año 1301, Fernando IV accedió a la mayoría de edad, con tan sólo catorce años de edad. El apoyo nobiliar del rey fue el otrora partido enemigo, formado por el linaje de los Lara y por el infante don Juan. En contraposición, se volvió a constituir un partido nobiliar contra Fernando IV, comandado por el anterior regente del reino, don Enrique el Senador, al que se sumaron don Diego López de Haro, don Juan Alfonso de Haro, señor de los Comeros, y don Juan Manuel, quien se intitulaba como infante sin tener derecho a ostentar tal dignidad. La providencial muerte del infante don Enrique, antes de acabar el año 1302, privó a este núcleo opositor de su cabeza rectora, acontecimiento que propició la eliminación de uno de los principales obstáculos de Fernando IV.
La nueva coyuntura política que ofreció la muerte del regente fue aprovechada por Fernando IV para renovar la amistad con el rey luso don Dionís y con Muhammad III de Granada, el cual, presionado seriamente por una serie de revueltas internas, se avino a firmar un tratado de paz con el monarca castellano-leonés, donde renunció para siempre a sus pretensiones sobre Tarifa, Cazalla, Medina Sidonia, Vejer y Alcalá la Real. Acto seguido, Fernando IV firmó con la corona de Aragón el tratado de Ágreda, en el año 1304, por el que Aragón renunció a sus pretensiones sobre los territorios murcianos anteriormente conquistados, a cambio de incorporar a sus dominios una amplia zona de la actual provincia de Alicante. Por su parte, Alfonso de la Cerda abandonó para siempre sus derechos al trono castellano-leonés a cambio de una extenso señorío, aunque muy diseminado y esparcido, que comprendía las poblaciones de Alba, Béjar, Valdecorneja, Lemos y el Real de Manzanares, los cuales sirvieron posteriormente de base a numerosas casa nobles castellanas.
La paz firmada con Aragón trajo consigo nuevas escisiones y querellas entre la nobleza castellano-leonesa. El infante don Juan, seguro de su postura, reclamó el señorío de Vizcaya, alegando los derechos de su mujer, María, los cuales debían anteponerse a los de don Diego López de Haro, que heredó el señorío por parte de su sobrino. La disputa entre ambos nobles derivó en una auténtica guerra civil que implicó a toda la nobleza del reino, que acabó por resolverse tras la firma de una tregua firmada en la localidad de Pancorbo, en junio del año 1306, acordando ambas partes llevar el pleito a una convocatoria de cortes. En las cortes de Valladolid, celebradas al año siguiente, Fernando IV actuó como árbitro del litigio, dictando la siguiente sentencia: hasta la muerte, don Diego López de Haro conservaría el señorío, pasando luego al infante don Juan.
En las cortes de Burgos, celebradas en el año 1308, Fernando IV y el resto de la nobleza castellana decidieron reanudar el proceso de reconquista contra el reino nazarí, aprovechando las discordias surgidas entre el emir Muhammad III y el reino marroquí de los benimerines. Jaime II de Aragón se sumó gustoso al proyecto castellano. Ambos monarcas celebraron una entrevista en Santa María de Huerta, en diciembre del año 1308, en la que concretaron una acción conjunta. El pacto militar fue luego ratificado en otro tratado, firmado en la localidad de Alcalá de Henares, al año siguiente. Fernando IV reconoció al rey aragonés el derecho de conquista de Almería, mientras que él se reservó la conquista de Algeciras, empeño en el que fracasó estrepitosamente. No obstante, durante el asedio castellano sobre Algeciras, las tropas de Fernando IV pudieron hacerse con el control de la importante plaza de Gibraltar, tomada gracias a la acción, nuevamente, valerosa de don Alfonso Pérez de Guzmán, que fue apoyado desde el mar por buques aragoneses. Las posteriores negociaciones con Granada condujeron a la firma de la paz de Algeciras, en el año 1310, por la que el nuevo emir Nasr devolvió a Castilla y León las plazas de Quesada, Bedmar y Alcaudete, a la vez que volvió al vasallaje castellano, obligándose al pago de un tributo anual a la corona y la promesa de respetar a los comerciantes castellano-leoneses en la zona.
La firma del tratado de Algeciras, oneroso para los intereses del reino nazarí, despertó un gran partido opositor contra el emir que desembocó en una nueva guerra civil. El emir Nasr pidió auxilio a Fernando IV, quien reunió cortes en Valladolid en demanda de nuevos subsidios que permitieran levantar un ejército para acudir en socorro de su vasallo. Pero Fernando IV murió, víctima de una trombosis, el 9 de septiembre del año 1312, a la edad de veinticinco años, cuando se disponía a partir hacia Granada. Según cuenta la leyenda, el sobrenombre del Emplazado se debió al emplazamiento hecho por dos caballeros de la familia Carvajal, a quienes el monarca condenó a muerte por un homicidio que no habían cometido. Los hermanos, a la vista de la injusticia cometida contra ellos, emplazaron al rey a comparecer muerto ante un tribunal de Dios en el plazo de un mes.
La muerte de Fernando IV dejó como sucesor al trono a un niño de apenas un año de edad, el futuro Alfonso XI, por lo que fue preciso organizar nuevamente un gobierno de regencia encabezado por la reina madre María de Molina. El reino de Castilla y León volvió a sufrir un período largo de guerras civiles alimentadas por la ambición sin límites de la nobleza castellano-leonesa, ávida de poder y sin límite alguno a la hora de luchar por incrementar sus ya de por sí extensos patrimonios. El orden político y social no se volvió a restablecer hasta el año 1325, fecha de la mayoría de edad de Alfonso XI.
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