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PinturaBiografía

Dalí, Salvador (1904-1989)

Pintor español del siglo XX, nacido el día 11 de mayo del año 1904, en Figueras (Girona), y muerto en su castillo-retiro de Púbol, en la región del Ampurdán, el 23 de enero del año 1989.

Salvador Dalí.

Hijo de un notario de la localidad, ya durante los primeros estudios, el joven Salvador Dalí dio muestras de una precocidad artística increíble, destacando en especial su innata habilidad para el dibujo, pasión ésta debidamente impulsada por sus maestros que veían en el alumno a una futura figura de la pintura. Tras cursar los estudios básicos, con notas bastante mediocres, Dalí se trasladó a Madrid, en el año 1921, con la intención de inscribirse en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en cuya prueba de ingreso reveló ya su habilidad, además de dar muestras de un carácter extravagante que más tarde le daría problemas con la institución. Su peculiar forma de ser y de actuar se puso de manifiesto en el año 1923, al ser separado del centro docente durante un curso a causa de una falta grave de disciplina y, de nuevo en el mismo año, al ser expulsado definitivamente de la Escuela después de haber declarado incompetente al tribunal que había de examinarlo.

Durante sus años de estancia en la capital, el artista vivió en la Residencia de Estudiantes, donde pronto entró en contacto estrecho con jóvenes que apuntaban lo mejor en las artes del país, como Luis Buñuel, Dámaso Alonso, Rafael Barradas, Federico García Lorca, etc. Gracias a su amistad con este último surgió la ejecución de varias escenografías hechas por Dalí para las composiciones teatrales del genial poeta granadino. Dalí accedió en Madrid a un ambiente totalmente nuevo para él, a un Madrid bohemio que le cautivó y que le abrió a las nuevas corrientes artísticas que se estaban preparando y ensayando. La pintura del joven artista catalán se vio influida por todas estas heterogéneas vivencias. Si hasta el momento Dalí había enmarcado sus pinturas dentro de la más pura tradición académica, con su estancia en Madrid evolucionó hacia todo tipo de vanguardias, desde el cubismo hasta la pintura metafísica de Chirico. Precisamente, a la influencia de este último se debió una de las pinturas más conocidas del Dalí presurrealista, Muchacha de espaldas mirando por la ventana, del año 1925. En esta obra Dalí mostró su gran maestría pintando un conjunto de exquisita sobriedad, sin por ello restar un ápice del misterio que envuelve a la figura femenina, oculto su rostro al espectador. Dalí mostró su personalidad en la interpretación realista del tema y en la solidez y precisión de los contornos y formas de la figura femenina.

Muchacha de espaldas mirando por la ventana, de Salvador Dalí (1925).

Con obras como ésta, en la que da muestras de su excepcional virtuosismo técnico, participó en este período en varias exposiciones, como las organizadas por la prestigiosa Galería Dalmau, en Barcelona, y por el Salón de Artistas Ibéricos, de Madrid.

En el año 1926, Dalí hizo su primer viaje a París, adonde volvió poco después. En la capital francesa entró en contacto con los ambientes artísticos, en los que conoció a figuras como Picasso, Paul Eluard y Tristán Tzara. Su llegada a la ciudad del Sena coincidió con el momento de máxima plenitud del movimiento surrealista, el cual ya conocía por medio de las obras del pintor Tanguy, publicadas en la revista Minotaure. El término surrealismo fue utilizado, por primera vez, por Apollinaire, en el año 1917. Posteriormente lo usaron asiduamente escritores de la talla de André Bretón, autor del Manifiesto del Surrealismo, publicado en el año 1924, y por Paul Eluard. Dicho movimiento enseguida consiguió un éxito rotundo, agrupando en torno de sí a un grupo de literatos y de artistas interesados en la superación del realismo externo imperante para llegar a niveles más profundos de la realidad, los cuales se buscarán y se hallarán en lo mágico, en los sueños, en el inconsciente. El surrealismo fue la culminación de la exploración de los misterios interiores del ser humano; como un desnudarse ante la realidad.

Los antecedentes del surrealismo eran lejanos, sobre todo en pintores de principios del siglo XIX, que intentaron una aproximación a los poderes del sueño, como así lo demostraron pintores como el español Francisco de Goya y Lucientes y el francés Odilon Redon. Siglos atrás también se puede entrever un cierto toque de surrealismo en las pinturas delirantes de El Bosco. Pero el movimiento surrealista de principios del siglo XX se diferenció de aquellas manifestaciones artísticas primigenias en que fue una fórmula conscientemente buscada por los artistas, nacida y alimentada en el ambiente filosófico y científico de autores como Bergson, Freud o Jung. En el terreno puramente artístico, sus antecedentes inmediatos los encontramos en Rousseau, Chagall y Chirico, y especialmente en todos los artistas de la escuela dadaísta, surgida en la ciudad suiza de Zurich, durante la Primera Guerra Mundial, y la cual tuvo importantísima influencia en las posteriores manifestaciones artísticas del siglo, ya que pretendía, no ya la crítica o negación de tal o cual manifestación artística, sino las del arte y la cultura como tales. Lo esencial de Dadá como precedente inmediato del surrealismo fue que propuso la total destrucción de todo convencionalismo realista y racional en el arte, por lo que abrió enormes expectativas y campo de acción a los jóvenes y entusiastas artistas que venían detrás. Desde el año 1924, esa búsqueda se hizo ya consciente y programática dentro del movimiento surrealista. El manifiesto lanzado por André Bretón propuso, sin género de dudas o ambigüedades el “automatismo psíquico puro, fuera de todo control ejercido por la razón”. En el año 1925 se presentó al público el grupo de pintores surrealistas: Paul Klee, Chirico, Arp, Ernst, Joan Miró, Man Ray... al que con posteridad se unieron Duchamp, Picabia, Magritte, etc.

Salvador Dalí no tardó mucho en unirse al grupo de los surrealistas de una manera entusiasta e inmediata. En el año 1929 fue rápidamente aceptado, avalado por la película que había realizado junto con Luis Buñuel el año anterior, Un perro andaluz, y también por una serie de cuadros que representaban un auténtico medio liberador de las ansiedades y traumas del artista; que eran muchos. Dalí se convirtió, de forma rápida, en el máximo representante de una de las corrientes del surrealismo, la figurativa, que se basaba en la representación de las apariencias normales, utilizando las convenciones de la perspectiva renacentista, pero sometiendo los objetos a asociaciones y relaciones del todo absurdas y delirantes, y obteniendo como resultado obras radicalmente oníricas, dotadas de un gran poder de emoción y de asombro.

Sin duda alguna, la etapa que Dalí pasó dentro del movimiento surrealista fue la más creativa y original del pintor. Fue cuando pintó sus más grandes obras, poniendo en ellas en práctica lo que él mismo llamó su método paranoico-crítico, definido por el pintor como un vehículo o medio espontáneo de conocimiento irracional, basado en la asociación interpretativo-crítica de los fenómenos delirantes, y que expresará en la asociación paranoico=blanco, y crítico=duro, como muy bien demuestra su genial pintura La persistencia de la memoria, donde aparecen los elementos espaciales representados como duros, y los temporales, en este caso los relojes, como figuras blandas o derretidas. Son imágenes producidas, no tanto por el efecto del sueño, como por la búsqueda lúcida de fotografiar el propio sueño. Serán cuadros en los que predomina un gusto inmediato por lo enfermizo y lo repulsivo, por obsesiones de tipo sexual estrechamente ligadas a las conclusiones de Freud. Sus pinceles plasman un mundo deformado y aberrante, de elementos reiteradamente repetidos en interminables extensiones de terreno, iluminados por una luz ardiente y deslumbradora, logrando escenas imbuidas de inquietud y misterio.

Todas estas características quedan perfectamente reflejadas en obras como El juego lúgubre (obra dedicada al tema de la castración), El gran masturbador, El hombre invisible, Alucinación parcial, Seis apariciones de Lenin sobre un piano (en el que encontramos la claridad compositiva de Dalí junto a una delirante fantasía del subconsciente, centrada en un reiterado rostro de Lenin).

Finalmente, en el año 1934 fue expulsado del movimiento surrealista por el propio André Bretón, cansado éste de las continuas excentricidades del pintor catalán y de su técnica un tanto retrógrada. Sin embargo, Dalí mantuvo la práctica del surrealismo explícito durante varios años más. A la hora de analizar la obra y trayectoria de Dalí, nunca hay que olvidar que el factor determinante de sus pinturas es su propio carácter egocéntrico y propenso a la exageración obsesiva.

La llegada del pintor a las filas surrealistas había revitalizado enormemente el movimiento, gracias a la gran novedad que representó para el público sus constantes invenciones que además eran expresadas con un lenguaje realista que le permitió describir el mundo psíquico de nuestro siglo en términos totalmente cotidianos (teléfonos, relojes, pianos). Sin embargo, y aunque el surrealismo se apoyó siempre en la total libertad de expresión de sus artistas, la peculiar personalidad de Salvador Dalí, extravagante y deseosa de protagonismo, le impulsó pronto a apartarse del grupo para mantener una actividad independiente y ser así el único y exclusivo personaje de su fabuloso mundo artístico, el único centro de atención y de gravitación.

Las obras de los años previos a la Segunda Guerra Mundial se caracterizaron por ahondar aún más en el personal método paranoico-crítico, creando un mundo particular, alucinante, fantasmagórico y delirante, en el que Dalí no sólo pretendió alcanzar la verosimilitud sino también la disimilitud, haciendo coincidir objetos aparentemente irreconciliables. Tal vez, su obra más conocida de este momento fue Construcción blanda con habichuelas cocidas: premonición de la guerra civil, cuadro éste verdaderamente profético en el que los extraños miembros de la figura representada simbolizan el horror de la violencia causada por la guerra. La trivialidad de la primera parte del título contrasta con el gran impacto emocional que produce su contemplación, aunque el artista se mantuviera al margen de cualquier actitud política definida.

En el año 1948, Dalí regresó a España tras una larga temporada en los Estados Unidos de América. Salvador Dalí, que siempre había hecho gala y ostentación de su carácter sacrílego, revolucionario y blasfemo, sorprendió a propios y extraños con la afirmación sorprendente de hacerse católico, apostólico y romano, además de ferviente admirador de Francisco Franco y seguidor de los más tradicionales caminos de la pintura. En esta época, Dalí se volcó en renovar su nunca oculta admiración y devoción hacia los grandes genios de la pintura universal, como Miguel Ángel, Leonardo, Rafael, Vermeer y Velázquez. Dio inició, de esa manera, a una nueva etapa que algunos críticos han calificado como mística y pseudoclásica. Esta sorprendente fase religiosa, plena de misticismo y de recogimiento, se caracterizó por centrarse en los grandes temas de la cristiandad, reflejados en obras como La madonna de Port Lligat, El crucificado de San Juan de la Cruz, Santiago Apóstol, La última cena... En todas estas obras podemos observar cómo las visiones alucinantes anteriores dejan paso a una concepción pseudoacademicista definida por un realismo preciso y una técnica minuciosa que le permitieron a Dalí mostrar su indiscutible valía de dibujante. Sin embargo, nunca abandonó del todo el lenguaje simbólico, como huella indeleble de su pasado surrealista. Dalí, en esta época, despreció los elementos anecdóticos para presentarnos unas escenas desnudas de detalles, donde ante todo imperaba un profundo sentimiento místico realzado por una luz clara y luminosa. Estos detalles compositivos confirieron a sus nuevos cuadros un aspecto irreal y divino.

A partir de los años 60, Dalí inició un período final en el que, agotado su genio inventivo, cayó en la repetición de sus anteriores fórmulas estéticas, y en la que su descarado interés por la comercialización restó validez a la mayor parte de su producción artística. El interés de la crítica por su obra fue disminuyendo paulatinamente a causa de un laborioso vacío academicista que le alejó de la modernidad. De todos modos, su actividad fue incesante en pintura, en ilustración de libros y en diseño de joyas. Dalí siempre mantuvo su popularidad, impulsada además por las diferentes exposiciones retrospectivas que le dedicaron con la inauguración del Museo Dalí en Figueras, y por su ingreso en la Academia de Bellas Artes francesa, además de por la continua autopublicidad que el propio artista hacía en todo tipo de medios, mediante actuaciones cada vez más inverosímiles que seguían alimentando al mito que ya era.

Los últimos años de su vida los dedicó a lo que el propio artista llamó pintura hipertereoscópica y en cuatro dimensiones. Una larga enfermedad acabó con su vida, el 23 de enero del año 1989, en su casa de Figueras.

Obra

La primera manifestación pictórica del talento de Salvador Dalí data del año 1915, cuando con apenas once años pintó Interior holandés, tema tomado de una postal, donde reveló un talento fuera de lo común. El cuadro fue realizado con verdadero instinto, con una pincelada difusa pero capaz de construir las formas, su atmósfera cálida, la esencia de la escena. En el año 1922 pintó la obra Naturaleza muerta, donde Dalí ya representa un mundo y una realidad influida por los grandes maestros de la pintura vanguardista del momento, como Cézanne, en el que se inspiró para dar forma a esta obra. Dalí intentó captar la sensibilidad de los impresionistas, la técnica del puntillismo, muy en boga en aquel tiempo, incluso realizó algunos esbozos de lo que luego sería el futurismo y el fauvismo. En esta época, de transición, Dalí bebió de todas las fuentes posibles, modernas o pasadas, que habían recorrido Europa.

En el año 1923 pintó su Escena de cabaret, ejemplo más de esta etapa de tanteos, pero de unos tanteos cargados de destreza absoluta. La obra estaba ya plenamente imbuida por la atmósfera del Dadaísmo expresionista centroeuropeo. Dalí demostró con esta pintura su decidido empeño en incorporarse a la vanguardia radical que sacudía a Europa. Ese mismo año también pintó Autorretrato cubista, en el que intentó condensar apresuradamente las enseñanzas proporcionadas por su contacto con el genial pintor malagueño, Pablo Picasso, y con Braque, pero también del italiano Severini, quien había practicado el Futurismo en Italia y el Cubismo en París. En esta obra, Dalí conjugó a la perfección el volumen, la forma y el movimiento. Como se observará, Salvador Dalí parecía una auténtica esponja a la hora de alimentarse de cualquier movimiento artístico que le interesase.

Entre los años 1924-27, Dalí experimentó con la llamada pintura verista, en obras como Retrato de su padre y Retrato de Luis Buñuel, donde ejecutó unos contornos duros, colores fríos y distanciadores, objetivos, pero llenos de una extraña seducción; todo ello como herencia del Realismo Mágico alemán o de los melancólicos paisajes metafísicos que los pintores italianos venían ofreciendo después del tumulto futurista.

En el mismo año 1927, Dalí volvió a dar una vuelta de tuerca a su estilo, al pintar su cubista Naturaleza muerta al claro de la Luna. En esta obra Dalí captó la fase terminal del Cubismo, cuando éste ya derivaba hacia una valoración del color y de las grandes superficies decorativas en detrimento de la línea pura. Pero, a finales de ese mismo año, Dalí se topó de bruces con el Surrealismo. Con obras como La miel es más dulce que la sangre, Cenicitas, Carne de pollo inaugural y Aparato y mano, Dalí demostró su decidida voluntad de explorar todos los caminos posibles de la sensibilidad a través del Surrealismo. Son cuadros llenos de formas blandas, sanguinolentas, que flotan en una atmósfera de diafanidad aterradora. También abundaron las formas óseas o viscerales, putrefactas. Todas estas obras constituyen el nacimiento de una mitología plástica producto de sus propias obsesiones y sueños infantiles, aleados con la información visual que sobre pintores como Ives Tanguy o Giorgio de Chirico le aportaban las revistas. En el año 1928 pintó El asno podrido, donde también reflejó uno de sus temas recurrentes, realizado con una sensibilidad más próxima a la abstracción y a la valoración de lo "matérico", que deja ver la influencia de algunas de las obras del surrealista Max Ernst.

En el año 1929 pintó El gran masturbador, obra que representa su madurez artística. La capacidad de instrumentar las sensaciones, el tormento de la moral convencional o la asociación de imágenes que el psicoanálisis freudiano estaba consagrando es prodigiosa. Dicha transformación la llevó Dalí no sólo hacia la pintura, sino también en sus escritos literarios, en sus diferentes participaciones cinematográficas y en su labor como agitador en conferencias, actos y exposiciones. Sus exposiciones individuales o su participación en las muestras programáticas del Surrealismo se multiplicaron durante los años treinta. Dalí fue un maestro insuperable para hacer aflorar las diferentes mitologías visuales que aún permanecían en la conciencia cultural de occidente, asociando así su pintura con lo más íntimo de nosotros mismos. Obras como Guillermo Tell, El hombre invisible, Hombre de una complexión malsana escuchando el ruido del mar, reflejaron a la perfección gran parte de estos mitos universales.

El gran masturbador, de Salvador Dalí, pintado en 1929.

En el año 1929, Dalí tuvo un encuentro con Paul Eluard y con su mujer Gala que marcaría decisivamente la trayectoria artística y vital posterior del pintor catalán. Eluard y Gala fueron dos llaves que le abrirían la puerta hacia el futuro. El primero la de su acceso al grupo surrealista; la segunda, la de toda su posterior vida. Ese mismo año los inmortalizó en sendos retratos. A Eluard lo sumergió en un estanque de símbolos, entre los que su careta-autorretrato, el león de la libido, el deseo cosquilleante de las hormigas o de la langosta que visualiza el contacto previo al orgasmo le rodean de una atmósfera cargada de premoniciones. Símbolos muy similares a los que aparecen en el retrato de Gala, titulado significativamente Monumento imperial a la mujer-niña, donde muestra a una Gala destinada a redimir al pintor de sus obsesiones infantiles, encarnadas por todas esas formas recurrentes que, con el tiempo, fraguaron un lenguaje universal. La concreción total de todas esas obsesiones, sobre todo las de tipo sexual, las mostró Dalí en dos de sus obras maestras, El juego lúgubre y Torre de placer, donde se muestra una sexualidad daliniana siempre dolorosa, frustrada, insatisfecha y difícilmente calmable. Eyaculación, masturbación, deseo insatisfecho y aterrorizado que no es capaz de apartarse de la repugnancia-atracción por todo lo putrefacto, por la sangre e incluso por excrementos y por una voracidad de tipo cuasi caníbal. Son cuadros realizados con una maestría insuperable, con una técnica sobre la luz increíble, que aprendió de los pintores flamencos que estudió durante su estancia estudiantil en Madrid, visitando el Museo del Prado. Son imágenes fantasmagóricas, sí, pero ejecutadas con un verismo impresionante e impecable. En el año 1931 pintó quizá su cuadro más famoso, La persistencia en la memoria, con un Dalí metamorfoseado en el gran masturbador que duerme plácidamente al pie de varios relojes blandos.

Aunque sin un compromiso transparente con el drama que se estaba desarrollando en España, debido a la Guerra Civil, Dalí no pudo dejar de sentir en su pintura la tensión del momento que se avecinaba y el horror de una contienda entre hermanos. Su Construcción blanda con habichuelas cocidas: premonición de guerra civil, del año 1937, se venía ya anunciando en composiciones o bocetos anteriores del pintor, que datan del año 1934, y que dan forma visual a toda la tensión acumulada en la sociedad española de la época, al igual que ocurre con su otra obra Canibalismo de otoño, del año 1936-37.

En el año 1937 pintó El enigma de Hitler, obra en la que el pintor mostró el rumbo ético a partir del cual Dalí interpretaría al mundo circundante. Dalí tomó el auge del nacionalsocialismo alemán tan sólo por el camino estético, morboso, sin mostrar ninguna significancia política. En El enigma sin fin, del año 1938, Dalí hizo, si cabe, su composición anamorfósica más compleja y delirante. La tela muestra a Freud, Gala, un perro, un caballo, una figura acostada, una mandolina y otras múltiples formas, entrelazándose sin solución de continuidad sobre el escenario del paisaje. Es un auténtico delirio paranoico-asociativo llevado a sus últimas consecuencias. La importancia de la obra se demostró en las numerosísimas versiones de la obra. Con Atómica melancolía, pintada en el año 1945, Dalí mostró una de las pocas miradas conmovidas del espectáculo aterrador del conflicto. La pintura alude directamente a los bombardeos nucleares y a sus consecuencias en la población civil indefensa. La alusión al béisbol lo es hacia Norteamérica; las esferas que revientan como bubones pestilentes hacen referencia a los mismos hombres. Finalmente, el rostro melancólico de la figura central compone sus rasgos con la silueta de un bombardeo, envuelto en un clima de destrucción total, con el reloj-tiempo convertido en sexo dolorido. El cuadro parece ser una especie de altar dedicado a la desaparición del género humano. Es quizá esta época la del Dalí más pesimista y retraído.

La granada fue siempre una fruta cuya imagen constituyó para Dalí una constante inquietud, como así lo demuestra su obra, del año 1944, Sueño causado por el vuelo de una abeja alrededor de una granada, donde es el propio interior el que se abre totalmente, es el sexo que libera las pasiones escondidas y que muestra la voracidad, la ferocidad y el frío puntual de una penetración hiriente sobre la conciencia oculta.

En la trayectoria daliniana La cesta de pan, pintada en el año 1945, señaló un reencuentro con el origen y con la tradición intemporal. Es a partir de esta época cuando su pintura recupera el rigor descriptivo y la verosimilitud, alejándose momentáneamente de las deformaciones surrealistas. Leda atómica, pintado en el año 1949, es un retrato idolátrico de Gala, obra capital de este momento de transformación, tras el que su pintura rastreará los mitos del mundo clásico, del pensamiento geométrico y simbólico de los renacentistas, del rigor de las leyes ópticas, simbolizadas de alguna manera por esas lentes planoconvexas. Su amada Gala, definitivamente, se había convertido en el único referente moral y religioso del pintor. Dalí se vuelca con verdadero fervor en lo místico y lo clásico, como en la obra La Virgen de Port Lligat, del año 1949, que no es sino un retrato preciso de su venerada Gala, idolatría de lo real por un lado, mórbida sexualización de lo religioso por otro, en una arriesgada fusión de conceptos contrarios. Su Cabeza rafaelesca que explota, del año 1951, es uno de los mejores ejemplos de este uso de elementos simbólicos de la deslumbrante cultura del Renacimiento italiano. La cabeza es transparente y vemos centrifugarse un interior que alude a la cúpula de media naranja con casetones, elemento crucial del pensamiento arquitectónico de los grandes clasicistas.

Dalí, imbuido en un ambiente clasicista y místico, nunca olvidó por completo sus veleidades surrealistas, como en el caso de su explosivo cuadro Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad, del año 1954, donde retomó el tema de la muchacha asomada a la ventana, pero con una carga de erotismo espectacular. El tema del cuerno de rinoceronte, con tradición popular de sustancia afrodisíaca, le sirve para una carambola visual entre muslo-cuerno-pene-masturbación anal-flotación en el espacio. Es una especie de contragolpe irónico en tiempos de ese catolicismo imperial y monárquico con que provocaba al público en la definición de sí mismo.

En el año 1954 pintó su Crucifixión, Cuerpo hipercúbico, obra en la que demostró una impecable realización de virtuosismo académico. Es un Cristo espacial y profundo, flotando sobre una cruz obsesivamente geometrizada. Gala aparece al pie del calvario, superponiendo sobre sí misma los papeles de Virgen y de San Juan Evangelista en una especie de sintetización bisexual.

La idea de la muerte siempre estuvo presente en el ideario estético e intelectual de Dalí. En el año 1954 pintó El cráneo de Zurbarán, homenaje al gran pintor extremeño, entroncando más aún con las constantes del misticismo tradicional español, cuyos tópicos explotaba Dalí descaradamente durante estos años. En Retrato de mi hermano muerto, del año 1963, Dalí pintó a su hermano, muerto antes de que él naciera, transformándolo también en un mito sobre el que refleja la región de la muerte, doblemente angustiosa, porque significa la desaparición de aquello que ni siquiera se ha conocido.

Su obra Mi esposa desnuda mirando como su propio cuerpo se convierte en peldaños, tres vértebras de una columna, cielo y arquitectura, pintada en Nueva York en 1945, se subastó en diciembre de 2000 en la casa Sotheby's de Londres por 779 millones de pesetas. Un comprador anónimo pagó la suma más alta hasta el momento por una obra del artista.

Dalí y las demás artes plásticas

Sin duda alguna, la pintura fue el eje vertebral de la actividad artística de Salvador Dalí. Pero ya desde sus primeros años la expresión de sus ideas, de sus sensaciones estéticas, o incluso la publicidad de su propia existencia como artista, la canalizó a través de las fórmulas culturales más diversas.

La poesía, la prosa, el texto autobiográfico, el teórico o el manifiesto, como el Manifiesto antiartístico catalán (1928), fueron medios escritos que cultivó con fruición. Escribió "Posición moral del superrealismo", "El asno podrido" y "Ensueños", artículos publicados en 1930 y 1931 en las revistas Helios y El superrealismo al servicio de la revolución, así como varios más en la revista Minotauro. Cultivó la novela y la poesía, siempre dentro de los cauces del Superrealismo, con títulos como Vida secreta (1942), Rostros ocultos (1944) y El mito trágico del Ángelus de Millet (1963).

En noviembre de 2003, la Fundación Gala-Salvador Dalí inició la publicación de la obra literaria completa de Salvador Dalí en ocho tomos. Tras los dos primeros volúmenes, dedicados a la obra autobiográfica del pintor, en septiembre de 2004 apareció el tercer volumen, dedicado a su poesía, obra narrativa y textos para el teatro y el cine. [En diciembre de 2005 se publicó la noticia de que la Fundación Gala-Salvador Dalí había comprado un manuscrito de una pieza teatral inédita hasta la fecha basada en el mito trágico de El ángelus de Millet y que lleva por título Admosféric-Animals-Tragédie; es una versión escénica de su interpretación paranoico-crítica de la obra de Millet, y cuyos protagonistas son una madre y su hijo que hablan de sus perversiones sexuales.]

También cultivó las artes tridimensionales, ya fuese bajo el concepto tradicional de escultura o componiendo objetos a la manera en que lo habían hecho dadaístas y surrealistas. También el diseño en toda su extensión fue objeto de su dedicación: muebles, joyas, envases de perfumes y bebidas, carteles publicitarios... En lo referente a las artes gráficas, su producción fue desbordante, con grabados, ilustraciones de libros, litografías.

Un capítulo aparte y fundamental fue la participación de Dalí en el mundo del espectáculo, para el que realizó decorados y figurines de numerosas obras teatrales, óperas y ballets. Muy especialmente hay que señalar su participación en el cine, para el que colaboró con figuras de tanto relieve como su amigo Luis Buñuel, los hermanos Marx, Hitchcock o incluso Walt Disney. Estas contribuciones al cine fueron breves y esporádicas, pero dejaron una gran impronta en el llamado séptimo arte, con jalones inolvidables como la película surrealista por excelencia que filmó con Buñuel en el año 1929, Un perro andaluz. Precisamente, para resaltar la relación de Dalí con el cine, la Sociedad de Conmemoraciones Culturales, la Fundación Gala-Salvador Dalí y Talent Television produjeron en 2004 (coincidiendo con el centenario del nacimiento del artista) un largometraje que, con el título de Dalimatógrafo, mostró la evolución de esta relación desde su infancia hasta su obsesión de los últimos años de vida para plasmar todo en celuloide.

El surrealismo y Dalí

Pese a los numerosos artistas surrealistas y a la riqueza y variedad de matices del movimiento, entre el gran público la obra de Salvador Dalí ha sido siempre, si no la más destacada, sí una de las más identificadas con el surrealismo. Por ello, si alguna de las aportaciones y etapas de los protagonistas de este concurrido y popular “ismo” de la vanguardia histórica merecen cierta insistencia y aclaraciones (que al tiempo ilustren sobre la importancia y trascendencia de su presencia y oportunidad en el grupo), esa es sin duda la del citado pintor catalán, sobre todo la que produjo durante el período en el que anduvo unido al grupo surrealista parisino, que en lo artístico fue el momento más épico y osado del pintor. Cronológicamente, este período abarcó entre la llegada a París en 1929 del figuerense y su definitiva expulsión del grupo, consumada diez años después. Debe recapitularse, por tanto, algunas líneas sobre el bagaje con el que partía y la imparable trayectoria daliniana, que ya se vislumbraba antes de ese momento.

De Madrid a París

Dalí, procedente de la burguesía catalana, había llegado a aquel Madrid a los diecisiete años para formarse. Se instaló en la prestigiosa Residencia de Estudiantes, donde convivió, como ya se ha mencionado antes, con Federico García Lorca, Luis Buñuel, José Moreno Villa y otros inquietos creadores, e ingresó en la Escuela de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de donde fue definitivamente expulsado en 1926. Paralelamente, en 1925, había participado en Madrid en la importante Exposición de Artistas Ibéricos, donde la incipiente vanguardia española recibió su primer impulso realmente significativo y trascendente, y había celebrado su primera muestra individual en la Galería Dalmau de Barcelona, para viajar al año siguiente (tras la expulsión) a París, donde visitó a Picasso. Mientras tanto, la meteórica carrera daliniana asimiló las más diversas influencias locales y foráneas (el impresionismo, el ultraísmo, el cubismo, el futurismo, la metafísica italiana, etc.) hasta desembocar en el surrealismo.

En 1927 expuso en Barcelona La miel es más dulce que la sangre, considerada su primera obra surrealista y, al año siguiente, publicó con Sebastià Gasch y Lluis Montanyà el Manifest groc o Manifest antiartístic catalá, en el que se atacaba a la cultura tradicional catalana en favor del esprit nouveau y la modernidad, aunque a finales de año volvió a París, donde entró en contacto con los surrealistas y colaboró con Buñuel en el guión del film Un chien andalou (Un perro andaluz).

Así, en ese emblemático 1929, en medio del escándalo provocado por la presentación de esta pionera película (obra maestra del surrealismo) y la celebración en la Galerie Goemans de su primera exposición individual parisiense (donde colgó realizaciones tan llamativas como El gran masturbador, El juego lúgubre, Los placeres iluminados o Las acomodaciones del deseo), Dalí finalmente se instalaba en la capital gala y se integraba plenamente en el grupo surrealista.

El escenario surrealista parisino: de la entrada triunfal daliniana a su expulsión definitiva

El famoso año en el que en Barcelona y Sevilla se inauguraban, respectivamente, las Exposiciones Universal e Iberoamericana (véase Exposición Universal); en el que en Nueva York el crack de la Bolsa (véase Crisis de 1929) y la apertura del Museum of Modern Art daban paso, por un lado, a una aguda depresión económica (pronto exportada a Europa) y, por otro, a la sanción museística del arte de vanguardia; en el que en París los surrealistas publicaban su Segundo Manifiesto del Surrealismo; ese 1929, pues, en el que se puso fin a los en aparencia felices, frívolos y excesivos años veinte, fue también el año del establecimiento de Salvador Dalí en París y el de su inclusión en el selecto grupo surrealista galo.

El figuerense venía avalado para estos surrealistas por una exposición individual altamente inquietante, como fue la que había inaugurado en noviembre en la citada galería de Goemans, presentado obras de gran impacto, al modo de El gran masturbador, una de las más comentadas y conocidas. El destacado éxito de público de esta muestra, además, había estado apoyado en un gran escándalo precedente: Dalí, encargado del guion, junto a Luis Buñuel, que tuvo a su cargo la dirección, habían inaugurado en octubre de ese año, en el Studio 28, la convulsa y sorprendente película Un chien andalou, considerada (hay que insistir) como la primera y la más lograda película surrealista. Dalí, con ello, tenía ya el paso franco entre los surrealistas parisinos y no tardó en dar un gran vuelco revitalizador al surrealismo con la concreción del que llamó “método paranoico-crítico”.

Efectivamente, el grupo surrealista galo, hacia esta fecha, andaba situado en una doble crisis, tanto estética como moral, y la llegada en este contexto de Dalí, puso fin al que se ha llamado “periodo reflexivo” del movimiento, que había ocupado la segunda mitad de los años veinte. Si embargo, gracias al citado método paranoico-crítico que desarrolló, el figuerense abrió nuevas perspectivas investigadoras al surrealismo de los años treinta; si bien, en cuanto a lo moral, el ascenso del fascismo y la tensa situación política internacional vivida a largo de la nueva década, que llamaron más que nunca al compromiso y la politización intelectual y artística, no hicieron sino agravar la situación y las divisiones en el seno del grupo.

Es decir, por el lado estético y artístico, a pesar de que las opciones que ofrecía el movimiento eran variadas, a partir de la primera exposición colectiva de los surrealistas, celebrada en la galería Pierre de París en 1925, como observó el propio papa del surrealismo, André Breton, los caminos que se abrieron fueron fundamentalmente dos: el automatismo psíquico y la expresión de los sueños, que han sido luego los dos grandes compartimentos en los que, tradicionalmente, se ha venido dividiendo la labor de los protagonistas del movimiento, aunque en realidad ambos abarcan un amplio abanico de posibilidades.

De este modo, por la senda del automatismo, además de la adaptación de juegos literarios y plásticos de sociedad (como, a partir de 1925, el denominado por los surrealistas cadáver exquisito, basado en el azar y el factor lúdico para trascender la realidad y explorar lo insospechado y consistente en la realización conjunta de una frase o dibujo mediante aportaciones individuales yuxtapuestas, sin conocimiento mutuo ni programa previo), entre la larga y llamativa carrera de nuevos métodos desarrollados, destacan los tempranos trabajos de André Masson, quien en el invierno de 1923-1924 produjo una serie de dibujos a lápiz y a pluma (y, más adelante, algunas pinturas “de arena”) que se hallan entre las obras más puramente automáticas del surrealismo. Pero también Max Ernst, tras sus experiencias con el colage, en 1925 descubrió la técnica del frottage o frotamiento, (consistente en restregar con un carboncillo o un lápiz sobre un papel para registrar la textura del material, que previamente se habría puesto debajo, y lograr así una imagen inédita), insistiendo en la analogía de este método con el de la escritura automática. Además, sus experiencias con este procedimiento le llevaron a descubrir, alrededor de 1927, el grattage o raspadura (técnica basada en extender sobre una superficie pictórica varias capas de color, que una vez secas son raspadas caprichosamente, obteniendo formas imprevistas definidas por el colorido estratificado y la abrupta textura final). Incluso, culminando sus investigaciones basadas en los principios del automatismo, en 1942 inventó la técnica que llamó oscilación (dejaba gotear la pintura sobre el lienzo desde una lata agujereada y balanceada sobre una cuerda), anticipadora del dripping y la pintura de acción norteamericana. No obstante, ya para entonces se exploraban muchas otras técnicas surgidas en los años treinta, pues el español Óscar Domínguez había inventado en 1935 la decalcomanía (mediante la cual se comprimían dos papeles o lienzos impregnados de pintura untuosa, surgiendo al separarlos inesperadas e interesantes imágenes); el austriaco Wolfgang Paalen, dos años después, había encontrado la técnica del fumage (consistente en pasar el humo de una vela sobre una superficie recién pintada e interpretar luego con el pincel las huellas dejadas por el humo) o Esteban Francés, también español, a partir de 1937 había perfeccionado el procedimiento del grattage (Ernst sólo lo usó para obtener ciertos efectos de materia y trasferir los efectos del frottage en dibujo a la pintura al óleo; pero fue Francés, que utilizó una cuchilla de afeitar para trabajar la capa superior de pintura, de manera que en las inferiores surgieran formas imprevistas, creando brillos e irisados, quien lo acreditó como un método exhaustivo de procedencia automática).

Del mismo modo, el automatismo sirvió a algunos de estos pintores y a otros, como especialmente se evidencia en el caso de Joan Miró, para liberar su obra de las estrecheces del estilo ortodoxamente figurativo y ahondar en el mundo de los sueños y la fantasía infantil y popular. Con todo, también hay que considerar, como muestra la misma producción de Miró, como ocurre a lo largo de la de Max Ernst o Jean Arp, miembros igualmente del grupo surrealista parisino, que no se puede delimitar rígidamente en el arte surrealista la senda del automatismo y la de los sueños, puesto que a veces se mezclan hasta en una misma obra, o bien su amalgama se advierte en el conjunto de la producción del artista, que presenta diferentes etapas marcadas por una u otra vía.

A pesar de estas matizaciones, junto al automatismo, también fue evidente entre los artistas surrealistas el señoreo de otra opción: la “pintura de sueños” o su equivalente de la concreción de la irracionalidad, ejecutada a través de una predominante técnica ilusionista. Ello no quiere decir que estos creadores se limitaran a hacer la guerra a la vigilia o a la razón, para luego transcribir, meramente, el mundo de los sueños o de lo inconsciente. Un caso claro de la riqueza del sendero fue la pintura de Yves Tanguy, incorporado al grupo en 1925 y cuyos característicos paisajes, más que trasladar unos sueños, parecían intentar llevar al lienzo la ensoñación de unos panoramas interiores. También, dentro de este dominio surrealista, la pintura de René Magritte, quien se sumó a los surrealistas dos años después, resulta desconcertante. No se trata ahora, como en Tanguy, de ensueños particulares, sino de cuestionar las bases en las que se sustenta la relación entre lo pintado y lo real y subrayar, mediante la sorpresa o la yuxtaposición, sus incongruencias. Sin embargo, aunque unido a los surrealistas cuando la década tocaba a su fin, sin duda es la obra de Dalí la que mejor refleja, con su cuidado realismo ilusionista (perfectamente conjugable con su fundamental contribución renovadora del mencionado “método paranoico-crítico”, del que ahora se hablará), esta vía del surrealismo en su doble vertiente de “sueño” e “irracionalidad”; habiendo conseguido, incluso, que su obra fuera la que el gran público más identificara con el movimiento.

Resumiendo, pues, al cabo del segundo lustro de los años veinte, el mundo de las imágenes surrealistas, a primera vista, parecía haber desarrollado sus investigaciones y concretado sus resultados en dos ramas, que lo dividían. Por un lado, la de las imágenes más orgánicas o biomórficas, provenientes de la experimentación con el automatismo y las reacciones espontáneas (como en la obra de Masson, Miró y la mayor parte de la de Max Ernst), cuyo curso lógico parecía ir dirigido hacia la abstracción. Por otro, la rama del realismo o naturalismo, más descriptivo y representativo, cuya investigación se había ido centrando en el mundo de las imágenes oníricas y las metáforas visuales (tal como ocurre en la producción de Tanguy, Magritte o Dalí) y que abriría el camino a la exploración de las futuras opciones figurativas. El público mayoritario identificó antes con el surrealismo las creaciones de estos últimos que las de los primeros; sin embargo, frente a la insistencia realista, el ímpetu, la libertad y la fuerza de la primera opción prestaron mayor base creativa a la abstracción expresionista, que no tardaría en llegar e imponerse.

En cualquier caso, en ese momento, cuando la década de los veinte llegaba a su fin, tanto una como otra vía, temática y técnicamente, parecían haber llegado al límite de lo que podían dar de sí, sumiendo al arte surrealista en una auténtica crisis, necesitada de nuevas fórmulas e ideas revitalizadoras que vendrían de la mano de los nuevos miembros incorporados al grupo surrealista parisino. En este oportuno momento se produjo la sonada llegada de Salvador Dalí ya referida.

Pero su contribución más importante al movimiento no fue esa entrada triunfal que le aportaron la película y la exposición de 1929, sino la innovación que aportaba su método “paranoico-crítico”, definido a partir de entonces. El recién incorporado y sus propuestas, rápidamente actuaron sobre las fórmulas y hábitos artísticos surrealistas como un verdadero revulsivo. Dalí, en esencia, proponía con su nuevo método, basado en la adaptación de los trabajos sobre la paranoia del joven psiquiatra Jacques Lacan, sustituir la condición pasiva de las alucinaciones autoinducidas, impulsadas por los surrealistas, por la acción activa y paranoica de la mente, que extraería del inconsciente imágenes de tan gran fuerza que, a su vez, repercutirían sobre éste. Es decir, había que convertir la irracionalidad general de los sueños y los procesos automáticos en la irracionalidad concreta y sistémica del delirio paranoico que sobrevive al sueño y se proyecta en la realidad.

La actividad paranoico-crítica, definida por el propio Dalí como “un método espontáneo de conocimiento irracional basado en la asociación interpretativo-crítica de los fenómenos delirantes”, incorporaba a la creación surrealista el potencial de los nuevos aspectos delirantes y la evocación simbólica que, asimismo, posibilitaba las analogías y las trasposiciones inesperadas. De aquí, pues, la apertura a innovadoras experiencias surrealistas no sólo en pintura, sino también en el terreno de la producción de objetos, la ambientación de espacios o recintos y la realización cinematográfica. Aunque, asimismo, se asumían riesgos, como la acusación de originar creaciones demasiado “literarias” o las transgresiones en lo político y lo ideológico que protagonizó el mismo Dalí.

Pero la crisis del surrealismo, a la llegada del pintor figuerense, era doble, como se dijo más arriba, teniendo también una vertiente moral. Dentro de esta última, la cuestión del compromiso político del grupo, como no podía ser de otro modo en una década y con unos integrantes tan fuertemente politizados, fue la más importante y uno de los principales problemas en su interior. En realidad, resultaba bastante difícil combinar el doble objetivo surrealista de explorar y liberar el inconsciente creativo, por una parte, y de formular una política de acción práctica tendente a mejorar la sociedad, por otra. De hecho, desde que, a mediados de la década de los veinte, los surrealistas habían empezado a participar en las actividades políticas de la izquierda francesa (casi todos habían ido acercándose al comunismo), la cuestión de la acción política fue la principal fuente de disputas en el seno del grupo.

Efectivamente, en 1926, Breton había publicado en París un opúsculo titulado Légitime défense, donde afirmaba que el surrealismo estaba listo para ayudar a la revolución proletaria, aunque insistía en que los surrealistas tenían que conservar su independencia. Y, a pesar de que ésta no estuviera garantizada, él y varios surrealistas más ingresaron en el Partido Comunista Francés al año siguiente. Pero, además, los acontecimientos políticos de la propia Unión Soviética también vinieron a afectar a los surrealistas, en especial cuando entre 1928 y 1929 se consumó la expulsión por los estalinistas de Trotsky, admirado por Breton y sus más directos seguidores, y Moscú decidió controlar las actividades de los surrealistas, quienes reafirmaron entonces su compromiso con la Tercera Internacional y el Partido Comunista Francés, dando pruebas de ello con la inauguración de una nueva etapa del que hasta entonces había sido su órgano de expresión, la revista La Révolution Surréaliste, cuyo último número se publicó en diciembre de 1929 conteniendo el Segundo Manifiesto del Surrealismo. Este texto, en realidad, era una clara reacción ante la situación de crisis en la que se encontraba el movimiento, pero una reacción que Breton pretendía aprovechar para hacer una depuración interior y un llamamiento a la lucha política, por lo que, en relación a la exposición y confirmación de los principios creativos, se daba una importancia desproporcionada a las acusaciones y al cuestionamiento de la moralidad de sus miembros. En consecuencia, con tales planteamientos estuvo también el título mismo adoptado para la publicación que abriría la nueva etapa del grupo: Le Surréalisme au service de la Révolution, sumamente ilustrativo del nuevo rumbo del "ismo", el cual, desde este momento, se ponía al servicio de la revolución, en el doble aspecto de oposición tanto al imperialismo, en favor de lo social, como a los propios revolucionarios (si fuera preciso) para defender el surrealismo mismo.

Entretanto, arreciaban las divisiones dentro del grupo surrealista, ya que sus miembros muchas veces se veían obligados a escoger no sólo entre la experiencia colectiva de grupo y la individual de artistas, sino también entre el compromiso político y la libertad creativa. Así, a la altura de 1930, como recordó D.D. Egbert (1981, pág.284), la incorporación revitalizadora de artistas como Dalí, más preocupado por introducir en el surrealismo métodos personales que responsabilidades revolucionarias, o la postura de referentes tan caros al surrealismo como Freud, que en ese año publicaba su libro El malestar de la cultura (donde mantenía que desde la psicología el marxismo era insostenible), no hicieron sino ahondar en las divisiones. Además, surrealistas como Louis Aragon y Georges Sadoul, fueron captados para el comunismo estalinista y denunciaron el trotskismo y el idealismo contenido en el freudianismo, lo que fue visto por el grupo como una traición. Resultaba muy difícil, con todo, evitar tomar postura o hacerlo y no chocar. El triunfo en 1933 de Hitler en Alemania; la formación del Frente Popular francés en 1934; el Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura contra el Fascismo (celebrado en 1935 en París, con nuevas ediciones en Londres y Valencia en los años siguientes); el estallido y desarrollo de la Guerra Civil Española entre 1936 y 1939; el pacto germano-soviético de 1939; la Segunda Guerra Mundial; etcétera, fueron otros tantos acontecimientos de relieve que requirieron el posicionamiento de los surrealistas y que, nuevamente, dieron ocasión a los enfrentamientos y las escisiones ante las formas de actuación.

Por otra parte, en paralelo a nuevas incorporaciones como la de Dalí, que siempre tuvo el movimiento a modo impremeditadamente regulador de sus filas, el descrito proceso de politización del surrealismo, creciente desde mediados de los años veinte, a su vez fue dando origen a una serie de expulsiones y autoexclusiones (por lo general suscitadas por la intransigencia y el autoritarismo bretonianos y ejecutadas de forma apasionada y tempestuosa) que prosiguieron a lo largo de toda la historia del movimiento, lo que convirtió a tales acciones en parte integrante de las señas de identidad del surrealismo. Entre los artistas plásticos, los casos de Masson y Dalí, sin duda, están entre los que mejor ejemplifican tales rupturas.

El primero de ellos se remonta a 1928, fecha en la que André Masson ya guardaba sus distancias con el grupo surrealista, invocando argumentos psicológicos y estéticos. Cuando, a comienzos de 1929, Breton invitó a los surrealistas a elegir entre una actividad individual o una acción política colectiva, algunas respuestas, como la de Masson, reflejaron ya una ruptura definitiva expresada violentamente en el Segundo Manifiesto.

En cuanto a Dalí, en cambio, no se trató de una autoexclusión, ni tampoco habría un reencuentro amigable, como el que volvió a unir a Breton y Masson en 1936. Además, la expulsión del pintor catalán, cuyas bufonadas llegaron a provocar al propio surrealismo (movimiento tan provocador él mismo), en realidad no se materializó hasta 1939, a pesar de haber sido juzgado en 1934. Antes incluso de esta última fecha, los comunistas habían manifestado al grupo surrealista sus sospechas sobre la admiración por Hitler que sentía Dalí, cuyas representaciones de Lenin, además, resultaban poco ortodoxas. Y, en efecto, Dalí, que en 1931 ya había evocado al político en su cuadro Seis apariciones de Lenin sobre un piano, en 1933 realizó El enigma de Guillermo Tell (la primera parte de cuyo título, en francés, jugaba con la pronunciación de Lenin), obra que expuso en el Salón de los Independientes y en la que mostraba al líder ruso arrodillado, descamisado, tocado con una larga gorra, sin pantalones y con una enorme y alargada nalga que descansaba sobre una muleta.

Esto le pareció intolerable a Breton, que a pesar del previo propósito de enmienda daliniano, en febrero de 1934 convocó al grupo en su taller con una carta que decía: “Orden del día: habiéndose encontrado culpable a Dalí de diversas insolencias, de actos contrarrevolucionarios tendentes a la glorificación del fascismo hitleriano, los abajo firmantes [Breton, Ernst, Hérold, Hugnet, Meret Oppenheim, Péret y Tanguy] proponen [a pesar de la declaración del 25 de enero] excluirlo del surrealismo como elemento fascista y combatirlo por todos los medios”. El juicio dio a Dalí la ocasión de montar un gran número, que contenía una humorística puesta en escena, con la que pretendía defenderse de la acusación invocando el carácter surrealista de su interés por Hitler, insistiendo en que se limitaba a transcribir sus sueños. La sesión, pues, terminó sin acuerdo alguno y, en los días siguientes, el levantamiento derechista galo (que acabó siendo contrarrestado con la formación en julio del Frente Popular) reclamó la atención de los surrealistas, lo que ayudó a que la expulsión de Dalí quedara en suspenso.

Este conocido episodio de la biografía daliniana resulta altamente ilustrativo de la situación que se vivía y los momentos por los que estaban atravesando los surrealistas y, estuviera o no Dalí a la altura de las circunstancias, lo cierto es que el figuerense, como artista y teórico, había dado tanto (al menos) como había recibido del grupo surrealista. Este último, ciertamente, se había instalado en una crisis permanente, a causa de esas continuas colisiones respecto al compromiso político y moral del movimiento. Su reflejo más claro se pudo observar tanto en las difíciles relaciones de colaboración mantenidas con el Partido Comunista Francés (pues Breton se opuso a una asociación tan estrecha que ahogara la independencia de acción surrealista), como en las citadas divisiones internas y esas excomuniones promovidas por el "papa" del surrealismo, aunque siempre hubo reencuentro y laxas aplicaciones, como en el caso de Dalí. Pero, asimismo, esta situación de fondo venía teniendo un brillante contrapeso con el rejuvenecimiento que supusieron algunas incorporaciones, comenzando por la del propio Dalí, cuya unión al grupo surrealista en 1929 había provocado de inmediato una auténtica subversión de los hábitos y fórmulas artísticas del grupo plástico, superviviente a las purgas a que venía siendo sometido.

La fase central del arte daliniano

Durante los años treinta, pues, se desarrolló la fase central del arte daliniano, que también dio de sí para publicar diversos escritos y participar con textos, ilustraciones y obra plástica en diversas publicaciones y exposiciones surrealistas. No obstante, entre lo variado de la actividad de Dalí, en 1930 hay que contar con su nueva colaboración junto a Buñuel en la película L’Age d’Or, financiada por el vizconde de Noailles y cuya irreverencia religiosa y hostigamiento a los valores burgueses provocaría un nuevo escándalo desde su estreno.

Al año siguiente, con su famoso cuadrito La persistencia de la memoria (o Relojes blandos), Dalí presentó una acabada prueba de su minucioso realismo ilusionista y sus invenciones paranoicas. A través del virtuosismo en la técnica figurativa y el desconcierto y transmutación de las sustancias y su función, con la insólita ideación y presentación del estado y contexto de esta maquinaria cotidiana, animó, distorsionó y confundió en una imagen, de intenciones oníricas, lo orgánico y lo inanimado, presentando como una verdad visual la imagen de unos inesperados relojes que se adaptaban al “mobiliario” de un paisaje tan imaginario como evocativo de Cadaqués. Un paisaje que también insertaba fijaciones obsesivas dalinianas, ya aparecidas en El gran masturbador, El juego lúgubre o el Retrato de Paul Éluard, como ocurría con las hormigas de uno de los relojes o la cabeza que apoyaba la nariz contra el suelo, alusivas unas a su obsesión por la muerte y la putrefacción, procedente la otra (a través de los citados lienzos de 1929) de previos autorretratos de perfil, lo cual marcaba nuevas implicaciones autobiográficas.

La persistencia de la memoria (Óleo sobre lienzo, 1931). Metropolitan Museum of Art (Nueva York).

Cierto es que Dalí manifestó siempre su obsesión por lo blando y las distorsiones orgánicas, cuya presencia se llegó a convertir casi en una constante en su producción de estos años. Así pasó, por ejemplo, en Construcción blanda con habichuelas hervidas. Premonición de la guerra civil (1936), notable obra donde puso el procedimiento y la obsesión al servicio de la representación monumental de unos horrores que el conflicto al que alude su subtítulo no tardaría en suscitar. No obstante, no es menos cierto que, el conjunto de la pintura daliniana, resultaba (y resulta) demasiado premeditada e intelectualizada como para provenir meramente de la alucinación y los fenómenos delirantes. En realidad, esta pintura correspondía a una deliberada escenificación del propio estado psicológico daliniano, inducido por sus propias lecturas y conocimientos sobre psicología.

Construcción blanda con judías hervidas (Premonición de la guerra civil) (Óleo sobre lienzo, 1936). Museo de Arte de Filadelfia.

Resultaría difícil, de otro modo, ver fuera de este marco otra obsesión, como la de la relación sexual, ampliamente presente en la producción daliniana. De esta forma, tanto en sus obras sobre el Angelus de Millet, que el figuerense interpretaba como una imagen de la sexualidad reprimida, como en las referidas a la leyenda de Guillermo Tell, entendida por este mismo artista como un mito de la castración, Dalí nos proporcionaba la clave interpretativa de su inconsciente con demasiada evidencia, como para no sospechar del grado de consciencia de la representación. Por otro lado, el visionado de imágenes dobles o múltiples en una misma representación, como entre otras obras ocurre en su óleo Mercado de esclavos con el busto invisible de Voltaire (1940), donde varias figuras centrales de la escena, a su vez, conforman el busto del filósofo, debe más a la capacidad visionaria del artista y a la preparación de su re-presentación como una realidad verdadera que a una aplicación rigurosa del método paranoico-crítico, al que las atribuía Dalí.

Su influencia y otros hallazgos y contribuciones

Su pintura, no cabe duda, era un producto cultural, intelectualizado. Aun así, tanto su método, puesto al servicio de las búsquedas oníricas, como luego su estilo, altamente naturalista (especialmente tras su decisión, a finales de los años treinta, de reforzar su clasicismo), ejercieron a lo largo de la década una gran influencia en otros jóvenes pintores, como sus compatriotas Esteban Francés u Óscar Domínguez. Sin embargo, además del estilo y el método (aunque en parte debido a este último), entre sus más relevantes contribuciones al surrealismo, también hay que destacar sus “objetos” y la capacidad que ofreció para interpretar este tipo de obras a través de su “función simbólica”. Algunos de ellos se exhibieron en 1936, en la importante Exposition surréaliste d’objets de la Galerie Charles Ratton de París, realizada con la intención de hacer balance colectivo, en el terreno de las posibilidades de la escultura surrealista, y que marcó el momento en el que este tipo de piezas comenzó a alcanzar verdadero eco internacional.

Es decir, en relación a la pintura y su entorno, la escultura y el suyo tenían sus propios problemas, pero encontraron sus respuestas específicas. Y es que el surrealismo tardó más en descubrir lo onírico, el azar, la libre asociación o el procedimiento automático en una escultura que en una pintura. El proceso de exploración que llevó a las formas tridimensionales a un rango de equidad (cuanto menos) con el de otras manifestaciones surrealistas, como la poesía o la pintura, fue, pues, algo más lento, aunque constante y de tanta o mayor importancia y trascendencia que en el resto de las manifestaciones creativas del movimiento. Sin embargo, este proceso, en realidad, venía de más lejos, hallándose íntimamente unido al nuevo entendimiento del “objeto” y a la nueva consideración de su entidad artística.

En este sentido, por tanto, hay que recordar que, al igual que el colage, la incorporación al mundo creativo del “objeto”, independientemente de su realización material, había comenzado su andadura en las vísperas de la Primera Guerra Mundial. Pablo Picasso, en 1912, había realizado su Guitarra de latón y, un año después, Marcel Duchamp había ejecutado su Rueda de bicicleta. En la obra del primero, aunque había mucho de ironía, persistía la identificación con lo que se entendía por creación artística, pero en el ready-made del segundo, esto es (según la propia definición duchampiana de este tipo de creaciones), en el “objeto usual promovido a la dignidad de objeto de arte por la simple elección del artista”, se iba mucho más allá. Duchamp, pese a utilizar estos objetos como anti-arte (más que como arte, en sentido tradicional), proclamaba que el arte era una cuestión de definición y que la creación se podía dar también en el mismo acto de manipular o descontextualizar objetos, cosas o ideas. Desde entonces, la historia del objeto discurrió entre estas dos concepciones, hasta que el surrealismo, con sus yuxtaposiciones y sus poéticas de lo insólito y lo incongruente, logró unir ambas posiciones en una magnífica síntesis: el llamado “objeto surrealista”.

El surrealismo de los años treinta no hizo, por tanto, sino asumir y complementar la línea de pensamiento anterior respecto al objeto, especialmente la dadaísta. Utilizó para ello, fundamentalmente, el objet trouvé u “objeto encontrado”, es decir, se sirvió creativamente de materiales u objetos desechados, sorpresivos o descontextualizados, y los reempleó con intención de ampliar el campo de las relaciones y de la imaginación en el arte. El objet trouvé, así, se convirtió en fundamento esencial para la definición del objeto surrealista, el cual, a su vez, fue la contribución más importante de este movimiento a la escultura, suponiendo un nuevo avance en la línea de exploración del arte objetual, que efectivamente alcanzaría un gran desarrollo unas décadas más tarde.

El conocimiento entre el público de estas investigaciones surrealistas, con todo, no empezó a ser realmente palpable hasta marzo de 1926, cuando la Galerie Surréaliste de París presentó la muestra Tableaux de Man Ray et Objets des Iles, donde se expusieron, por primera vez unidas, pinturas de espíritu dadá y obras primitivas procedentes de Oceanía, cuya “indecencia” escandalizó a la prensa y entusiasmó al mundillo vanguardista. La poética surrealista de lo insólito estaba ya en marcha. Acaso ante este éxito, en diciembre del mismo año, la revista La Révolution Surréaliste anunció una exposición de “objetos surrealistas” que, en realidad, tardó más de diez años en llegar. Durante éstos, de todos modos, la actividad teórica siguió avanzando y definiendo las amplias expectativas que abría al mundo surrealista este tipo de creación.

Así, en diciembre de 1931, Le Surréalisme au service de la Révolution publicó el texto de Dalí “Objetos surrealistas: catálogo general”, en el cual éste describía cinco objetos de “funcionamiento simbólico”, creados por Albert Giacometti, Valentine Hugo, Breton, Gala Éluard y él mismo (en el marco de la reflexión también incluía a Tanguy y a Miró), además de ofrecer ilustraciones de objetos por ellos ideados. La sistematización propuesta aquí por el figuerense dividía en diversas categorías al objeto surrealista, aunque estimaba que todos ellos, en general, representaban un arma “contra las narraciones de sueños y la escritura automática”. Mas, en realidad, lo que Dalí perseguía era la renovación de los viejos métodos surrealistas del automatismo a través de su sistema paranoico-crítico, el cual intentaba obviar la pasividad y la represión, defendiendo la intrusión agresiva en el mundo de los deseos por medio de los objetos de funcionamiento simbólico.

A tal actividad teórica se añadió la del propio Breton, quien tanto en Bruselas como en Praga, en 1934 y 1935, insistió, por escrito y en conferencias, en la importancia del objeto surrealista, destacando (en la primera capital) la importancia del “objeto hallado” y su papel de catalizador en la elaboración creadora y avanzando (en la segunda) la noción del “poema-objeto”. Y, prosiguiendo su reflexión sobre el objeto, en 1936 Breton no sólo manifestó su permanente interés por los ready-made duchampianos, sino que también publicó un famoso texto (“Crisis del objeto”, aparecido en el número 1-2 de Cahiers d’art) en el que marcaba las pautas para llevar a efecto la “revolución total del objeto”, lo cual veía realizable mediante la transformación del papel que habitualmente venía cumpliendo éste, de modo que se pudieran considerar desde la misma perspectiva, por ejemplo, los objetos poéticos y los matemáticos.

Al mismo tiempo, en la línea expositiva, durante los diez años aludidos, aparte de algunas muestras colectivas de los surrealistas con una presencia interesante de ese tipo de objetos intercalados entre la pintura, poco más hubo, aunque llegados a 1936, al mismo tiempo que aparecía el citado texto de Breton, éste concibió la Exposition surréaliste d’objets, celebrada en la galería Charles Ratton, entre el 22 y 29 de mayo. Se trató de una gran muestra a la que, sin duda, podemos considerar como la más importante y trascendente dedicada hasta entonces por los surrealistas al objeto de un modo específico. Se reunieron casi doscientos, agrupados (a propuesta bretoniana) en “matemáticos”, “naturales”, “encontrados e interpretados”, “móviles”, “irracionales” y “salvajes u objetos de América y Oceanía”, unidos a los propiamente llamados “surrealistas”, cuya creación había promovido entre los artistas el propio Breton. Todos estos objetos, fuera cual fuese su nominación o su categoría, participaban de lo que Eluard definió como la creación de una “física de la poesía”. No se trataba de objetos decorativos o utilitarios (en realidad, todo objeto descontextualizado o sin uso específico podía ser un objeto surrealista); se trataba de encontrar su lado poético. A partir de aquí, este tipo de exposiciones comenzó a ser más general, como ocurrió en París, Londres, Nueva York y otros lugares, en los que fue bastante habitual la presencia de objetos dalinianos, aunque tampoco solieron faltar en cualquier colectiva dedicada al surrealismo.

Hay que reparar, con todo, en que el descubrimiento de los valores del objeto no fue, por otra parte, algo ajeno a los pintores ni a la pintura. Éstos no sólo asistieron al proceso de su puesta en valor, sino que igualmente los construyeron o “encontraron” ellos mismos y contribuyeron a su difusión; aunque a veces el trayecto fue inverso, pues fueron dichos objetos o su construcción los que luego inspiraron a la pintura, como parecía deducirse de muchas de las estructuras que aparecen representadas en los paisajes de Tanguy y en algunos de Dalí, por ejemplo. Por otro lado, esto no quita para que las producciones de estos artistas, formal y expresivamente, fueran con frecuencia bastante dependientes de sus ideas pictóricas, como ocurría con ciertas experiencias de Ernst, Miró o Dalí, quienes crearon esculturas y realizaron puestas en escena en las que aplicaron extrañas combinaciones de elementos, materiales e imágenes, procedentes tanto, unas veces, de sus previas indagaciones pictóricas como, otras, de la aplicación de los valores y enseñanzas respecto al objeto del surrealismo; influyendo con ello, a su vez, en otros artistas. Pero, por muchas que fueran las deudas con su actividad principal, la obra escultórica de estos artistas (y especialmente la de Dalí), no debe considerarse como una mera incursión indagadora de un pintor en otro medio, puesto que detenta la suficiente entidad, importancia y trascendencia como para ser considerada en sí misma.

De este modo, respecto a la amplia producción del figuerense, podemos recordar su Objeto escatológico de funcionamiento simbólico (1931), que se reprodujo junto al citado texto daliniano referente al objeto surrealista. Se trataba de una articulación de objetos (un zapato rojo de tacón, un vaso de leche, pasta en forma de excremento, tres terrones de azúcar con dibujitos de zapatos -suspendido uno de una polea, de la que también pendía un objeto de evocación fálica-, vello pubiano, una cuchara de madera y una pequeña fotografía erótica), que a su vez aparecían desplazados de su funcionamiento habitual y cumpliendo, mediante el fetichismo y la metáfora, una nueva misión. Es decir, para Dalí, el objeto surrealista encarnaba el deseo y sus elementos no podían verse por separado, puesto que era en el conjunto (a través de la sustitución y la metáfora) donde aquél se objetivaba. La reunión, pues, funcionaba como un objeto ritual sustitutivo, al que habían sido desplazadas las obsesiones del deseo.

Estos mecanismos de objetivación de sus obsesiones siempre estuvieron presentes en su obra, pero aún con ello, Dalí también fue capaz de sorprender lo mismo dotando a una Venus de Milo de escayola de cajones adaptados a su cuerpo (Venus de Milo de los cajones, 1936), como yuxtaponiendo una langosta al auricular de un teléfono (Teléfono-Homard, 1936); bien que tales hallazgos (como exponentes de obsesiones) sufrieran frecuentes transposiciones dentro de su producción general.

En otro orden, no debe olvidarse la frecuente actividad daliniana de la puesta en escena del objeto mismo, obras no menos importantes, en muchas ocasiones, que sus pinturas y sus piezas tridimensionales. Aunque después Dalí tuvo numerosas ocasiones de diseñar escenificaciones, sin duda una de las más importantes fue su Taxi lluvioso, dispuesto en 1938 a la entrada de la Exposición Internacional del Surrealismo, en el cual, como en sus pinturas y esculturas, la incongruencia de los objetos reunidos y de la escenificación de una situación formaban un todo (escena-cuadro-objeto) sorprendente tanto por los elementos de la objetivación metafórica como por lo imprevisible de su ritual. Pero es más, la importancia de la ocasión también viene dada tanto porque no era mucho el tiempo que le faltaba a Dalí para su expulsión definitiva del grupo surrealista parisino (límite trazado para este comentario), como que aquella muestra sería la de apoteosis del movimiento surrealista.

En efecto, la Exposition Internationale du Surréalisme de 1938 sin duda viene siendo considerada la muestra más destacada del surrealismo, en cuanto al ensalzamiento del movimiento y demostración de su vitalidad creativa e irradiadora. Fue organizada por Éluard y Breton en la parisiense Galerie de Beaux-Arts, de Georges Wildenstein, contando con la ayuda de Georges Hugnet y la colaboración escenográfica de Marcel Duchamp, que ideó la colocación de mil doscientos sacos de carbón suspendidos del techo de la sala central, la cual también presentaba una charca con nenúfares, cuatro camas en las esquinas, un brasero en el centro, etcétera. Dalí ofrecía al visitante el primer impacto de la muestra con su Taxi lluvioso (1938, recreado luego en el patio central de su Teatro-Museo de Figueras), el cual recibía al visitante en el vestíbulo. Se trataba de un viejo coche en el que el artista había colocado los maniquíes de un chofer y una pasajera rubia en traje de noche, sentada detrás, entre escarolas, lechugas y otras plantas sobre las que, a su vez, se movían docientos caracoles; todo ello regado por un violento aguacero interior. Luego se accedía propiamente a la galería atravesando un corredor poblado con veinte maniquíes que habían sido vestidos por veinte artistas (el propio Dalí, Tanguy, Masson, Kurt Seligmann, Jean Arp, Óscar Domínguez, Maurice Henry, Man Ray, Duchamp, Miró, Ernst, Roberto Matta, etc.). Pero, además, tras la llamativa ambientación, que era lo que más sorprendía, la muestra acogía unas trescientas pinturas, esculturas, objetos, colages, fotos y dibujos de más de sesenta artistas de quince países diferentes.

Su inauguración, el 17 de enero, y su desarrollo, durante éste y el siguiente mes de 1938, supusieron un auténtico acontecimiento en el mundo artístico parisino; acontecimiento que, a la vez, actuó de escaparate y trampolín del movimiento surrealista y sus ideas. Fue, además, la ocasión de descubrimiento de algunos creadores, como el chileno Roberto Matta o el anglo-norteamericano Gordon Onslow-Ford; la de revelación pública de otros, como Victor Brauner, Óscar Domínguez, Wolfgang Paalen, Paul Delvaux, Esteban Francés, Kurt Seligmann, Richard Oelze, etcétera; y, en fin, la de consagración de Ernst, Masson, Miró, Tanguy, Magritte y Dalí. El éxito de esta exposición fue manifiesto, y ello mismo hizo que se prolongara en la galería Robert de Amsterdam, en una versión reducida gestionada por Hugnet. En definitiva (y a pesar de las crisis y los replanteamientos), Dalí había recorrido con ese movimiento surrealista (que en 1938 celebraba con esta exposición internacional su momento estelar) el ancho y largo camino de unos años treinta que llevaron al movimiento y a sus protagonistas del afianzamiento al esplendor.

Tras aquello, poco le quedaba ya por hacer a Dalí en París. Huyendo de la guerra (y en consonancia con lo ocurrido de forma genérica al movimiento, que para entonces iniciaba ya su fase de expansión internacional), en 1940 se instaló en Estados Unidos, donde el figuerense permaneció ocho años pintando, ideando ambientaciones teatrales, ilustrando libros y realizando variados diseños. De entonces data una de sus más famosas publicaciones, The Secret Life of Salvador Dalí. En 1948 regresó a España y se instaló en Port Lligat, iniciando su “etapa mística” y, ya en 1974, inauguró el citado Teatro-Museo de Figueras, en el que no sólo recogió diferentes aspectos de su trayectoria artística hasta el momento, sino que también hizo una verdadera puesta en escena de su portentosa imaginación.

En septiembre de 2004 una gran retrospectiva celebrada en el Palazzo Grassi de Venecia reunió más de 300 obras del artista procedentes de 130 colecciones de todo el mundo. La exposición fue organizada por la Fundación Gala-Dalí. En marzo de 2006, por su parte, la Residencia de Estudiantes y el Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM) coeditaron el volumen El primer Dalí, 1918-1929, realizado por el historiador, poeta, crítico y editor Rafael Santos Torroella y publicado cuatro años después de su fallecimiento; en él se incluye un catálogo razonado de ciento setenta fichas, con un análisis iconográfico de las obras que supone, en palabras de Ricard Mas (colaborador de Santos Torroella), el "código genético" de los primeros años de carrera del artista.

La más grande retrospectiva sobre la obra de Dalí se presentó primero en el Centro Pompidu de París, entre noviembre de 2012 y marzo de 2013, y después en el Museo Reina Sofía de Madrid, entre el 27 de abril y el 2 de septiembre de 2013, bajo el título "Dalí. Todas las sugestiones poéticas y todas las posibilidades plásticas".

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Obra

Galería multimédia

Enlaces en Internet

http://www2.iinet.com/art/artists/artists1.htm:39 obras del artista.

Autor

  • Carlos Herráiz García / Miguel Cabañas Bravo (CSIC)