Castilla, Isabel de. Reina de Portugal (1470-1498).
Princesa española, hija primogénita de los Reyes Católicos, nacida en Dueñas (Palencia), el 1 de octubre de 1470, y fallecida en Zaragoza, el 23 de agosto de 1498. Merced a su segundo matrimonio, con Manuel el Afortunado, también fue reina de Portugal, aunque sólo durante un año (1497-1498).
Infancia y primeros años
Al igual que el resto de sus hermanos, la princesa Isabel recibió una educación exquisita, versada en las artes, la literatura y los quehaceres femeninos de la época. Tuvo como preceptor a un famoso maestro dominico, Pascual de Ampudia, y es de suponer que el latín, la Biblia y los textos litúrgicos fueran la piedra angular de su proceso formativo. Una de las fuentes más importantes para el estudio de su figura, la anónima traducción al castellano del Llibre de las donas del escritor Francesc Eiximenis (llamada Carro de las donas e impresa en 1542), contiene una excelente descripción de la valía de la princesa y, sobre todo, de la alta estima con que Isabel contaba dentro del entorno paternal:
"De la sereníssima reyna de quien hemos hablado [i.e., Isabel la Católica], la primera hija fue la infanta doña Ysabel, la qual fue quando donzella tan sancta y devota y tan sabia y tan perfecta que subió en todo grado de perfectión, de honestidad. Dotada en dones de gracia, en rezar e ayunos e limosnas y devotas contemplaciones y sentimientos de nuestro señor Jesuchristo, fue dotada en los bienes de natura de excelentíssimo ingenio y grande saber: esto hera cosa muy cierta que, quando sus padres tenían algún consejo arduo, siempre su consejo [i.e, el de la princesa Isabel] y parescer hera muy estimado de todos quanto allí estavan."
(Recogido por J. L. Martín, op. cit., p. 101).
Muy pronto, dentro de la política de alianzas matrimoniales de los Reyes Católicos, la infanta Isabel pasó a ser objeto de preparativos de boda. Además, su mano fue activamente solicitada por los príncipes de la época, ya que Isabel destacaba por su gran belleza. Según testimonios coetáneos, había heredado los rasgos físicos de su abuela paterna, Juana Enríquez, ante cuyos encantos había quedado prendado Juan II de Aragón. De hecho, el parecido físico entre abuela y nieta era tan acusado que la propia Reina Católica, de manera jocosa, solía llamar a su hija homónima como "mi suegra" (Gómez Molleda, art. cit., p. 167). Esta especial relación materno-filial hizo que la reina Isabel, desoyendo otras peticiones de mano, como las efectuadas por el rey de Francia y el de Nápoles, prefiriese sellar la paz con el monarca luso, Juan II, mediante el matrimonio entre su primogénito y heredero, el príncipe Alfonso, y la infanta Isabel.
De esta forma se llegó al tratado de Moura, ratificado el 6 de marzo de 1480, mediante el cual quedaba establecido el compromiso de que las bodas se celebrarían cuando el príncipe contase con la mayoría de edad, catorce años, es decir, en 1489. En el tratado también quedaba especificado que la princesa Isabel contaría con una elevada dote (cuarenta contos de reis), cantidad en que iba incluido un porcentaje, cercano a la mitad, considerado como indemnización portuguesa a la guerra entre ambos estados.
Al ser una boda pactada con claros tintes de paz, ambos pretendientes, a modo de rehenes en tercerías, pasaron a residir en los países vecinos. De esta manera, la princesa Isabel fue entregada a su tía-abuela, la infanta doña Beatriz, duquesa de Viseo, que se haría cargo de la educación y mantenimiento de su sobrina. El séquito castellano, encabezado por Alonso de Cárdenas, maestre de Santiago, efectuó la entrega en Évora, el 11 de mayo de 1481, tras algunos roces diplomáticos con los agentes de Juan II designados para recogerla. Apenas un año más tarde, sin que todavía se sepan muy bien las razones, el embajador portugués Rui de Pina (que sería más tarde famoso cronista) llegó a Castilla para negociar una curiosa relectura de los acuerdos de Moura: sustituir a la princesa Isabel por su hermana pequeña, la infanta Juana, más cercana en edad a Alfonso. Como quiera que los Reyes Católicos tenían otros planes matrimoniales para Juana, pero no querían mostrarse descorteses con el embajador luso, acordaron respetar su propuesta, salvo que, a la fecha de la boda, la princesa Isabel continuase soltera, en cuyo caso sería ella la elegida para el matrimonio. Como es lógico pensar, ya se encargarían los Reyes Católicos de que su hija no contrajese matrimonio, como, efectivamente, ocurrió.
Para evitar cualquier posible malentendido, Fernando e Isabel comisionaron para la negociación a fray Hernando de Talavera, uno de sus hombres de confianza, que fue enviado en mayo de 1483 a la corte portuguesa, residente en Avís, para limar los detalles finales del compromiso. Estas conversaciones finalizaron con el abandono de las tercerías, es decir, la calidad de rehenes de ambos futuros cónyuges, por lo que la princesa Isabel regresó a Castilla en el mismo año de 1483, para preparar su boda con el príncipe Alfonso. Desde este momento, Isabel residió en la itinerante corte de los Reyes Católicos, establecida preferentemente en Andalucía por motivo de las campañas granadinas, hasta que, en 1488, el embajador portugués, Rui de Sande, llegó a Sevilla con la noticia de la aprobación de la boda por el rey Juan II y su consejo. Los preparativos comenzaron inmediatamente.
El matrimonio con el príncipe Alfonso (1490)
Tras la aprobación del matrimonio por las cortes portuguesas celebradas en Évora (marzo de 1490), una delegación diplomática de este reino viajó hacia Sevilla, donde se había establecido la corte de los Reyes Católicos, para recoger a la princesa. La delegación, encabezada por tres de las más altas dignidades del reino (Fernán de Silveira, regidor de la Casa de Suplicación, Juan Teixeira, canciller mayor, y el ya citado Rui de Sande), traía, entre otros regalos, un retrato del príncipe Alfonso. De esta forma, el 18 de abril de 1490, Fernán de Silveira, por poderes, tomó la mano de la princesa Isabel en la catedral de Sevilla, ceremonia apadrinada por el arzobispo de Toledo y cardenal Pedro González de Mendoza. Seguidamente, tuvieron lugar las que serían primeras justas, fiestas y celebraciones del enlace, descritas con profusión por los cronistas castellanos.
Después de las fastuosas celebraciones, los reyes acompañaron a su hija hasta Constantina, donde la despidieron, no sin antes dejarla en compañía de un séquito de lo más granado de la nobleza castellana, encabezado por el conde de Feria, Gómez Suárez de Figueroa, el conde de Benavente, Rodrigo de Pimentel, Pedro Portocarrero y Rodrigo de Ulloa, contador mayor de Castilla. Ellos serían quienes la entregarían en Badajoz al duque don Manuel, tío del príncipe Alfonso y primo de la Reina Católica. Este encuentro, efectuado el 22 de noviembre de 1490, fue el primer contacto entre Manuel e Isabel, sin que ninguno de los dos supiera que el destino les depararía un matrimonio futuro. El profesor portugués Cordeiro de Sousa (art. cit.), en su día apostó por el hecho de que la proverbial belleza de la princesa Isabel cautivó sobremanera al duque, de modo que, cuando hubo de contraer matrimonio en 1498, no dudó un instante en reclamar a la viuda de su sobrino, aunque la conjetura no está basada en argumentos históricos sino en estéticos, cosa que, como es lógico pensar, no invalida la atractiva hipótesis de Cordeiro.
Retomando el hilo de los acontecimientos, el 23 de noviembre de 1490 el duque y su huésped partieron hacia Estremoz, donde, secretamente, se apresuraron a llegar el rey Juan II y el impaciente novio. Se produjo allí el primer contacto visual de los futuros esposos. Finalmente, en la catedral de Évora, la boda se celebró el día 27 de noviembre de 1490, en una ceremonia iniciada por el doctor Cataldo, clérigo italiano de gran prestigio en Portugal, y oficiada por el arzobispo de Braga. A partir de ese momento, dieron comienzo las famosas celebraciones de Évora, inmortalmente recogidas por el cronista portugués García de Resende en su Crónica, y que suponen uno de los momentos culminantes de las celebraciones lúdico-deportivas de la Edad Media europea.
Véase Justas de Évora.
Los años de desgracias (1491-1497)
Después de los festejos de Évora, los recién casados se desplazaron hasta el monasterio de Espiñeiro. Continuando con los agasajos, Isabel recibió de Juan II una buena cantidad de rentas y donaciones de villas en calidad de señorío; entre éstas destacan la cesión del dominio de Alvayazere, Torres Novas y Torres Vedras. El itinerario de Isabel y el príncipe continuó con diversas celebraciones por todo el reino: Viana (enero de 1491), vuelta a Évora (febrero), Santarem (mayo) y Almerim (junio), lugar donde la desgracia se cebaría con la joven pareja, pues el día 14 de julio de 1491, como consecuencia de una caída fortuita de su caballo, el joven príncipe Alfonso fallecería, tras una agonía de varias horas. Los Reyes Católicos, desconsolados como el resto de la realeza ibérica, enviaron al conde de Alba de Liste, Enrique Enríquez, en calidad de embajador, a las exequias fúnebres, que tuvieron lugar en agosto. Tras ellas, y acompañada del conde y de otro caballero portugués, Juan de Meneses, la princesa viuda tornó a Castilla, y seguramente lo hiciese en las tristes condiciones cantadas por García de Resende en su Miscelânea (ed. cit., p. 341):
"Vi la Princesa tornar
bem a reves do que veo,
cousa muyto d´espantar,
tam gram pressa, tal mudar
do tempo, tam gram rodeo.
Entrou ha mais triumphosa,
mais real, mais grandiosa
que nunca se vio entrada;
sahio muy desesperada,
muy triste, muyto chorosa.
Entrou com mil alegrias,
sahio com grandes tristezas;
tanto ouro e pedrarias
nam se vio em nossos dias
nem taes gastos, taes riquezas.
Has galantes invenções
se tornaram em paixões,
hos borcados em sayal,
ho prazer grande geral
em nojos, lamentações."
Desde su regreso, a finales de 1491, Isabel volvió a residir en la itinerante corte de sus padres, establecida entonces en Álora. En Andalucía vivió, a pesar de su desconsuelo, la satisfacción de la toma de Granada al año siguiente, así como las bodas de sus hermanos, el príncipe Juan con la archiduquesa Margarita de Austria, y la infanta Juana con el archiduque Felipe el Hermoso (1496). Además, los acontecimientos se habían precipitado en Portugal de forma rocambolesca: muerto Juan II sin sucesión en 1495 (ya se ha visto el triste destino del príncipe Alfonso), la corona lusa pasaba a manos de su primo Manuel, duque de Viseo, el mismo que había sido encargado de recoger a la princesa cuando se iba a casar con su sobrino. Parece lógico, pues, que la hipótesis anteriormente comentada acerca de la belleza de Isabel cobre más fuerza, puesto que Manuel, aún soltero, reclamó de inmediato a la princesa viuda para desposarla. La embajada lusa presentó las garantías a los Reyes Católicos, quienes sellaron el acuerdo en Burgos, el 30 de noviembre de 1496. Sin embargo, la desgracia se cebaría de nuevo en apenas unos días: en septiembre de 1497, la Reina Católica acompañó a su hija Isabel hasta Alcántara, donde la esperaba ansioso el nuevo monarca para celebrar la boda. Esto sucedió en la misma época en que el príncipe Juan fallecía en Salamanca, con lo que pueden darse por buenas las palabras del cronista castellano Bernáldez al respecto (ed. cit., p. 379): "Así que fueron las alegrías del matrimonio plantos, lloros e lutos por el príncipe, todo en una semana". En cualquier caso, después de la muerte de su hermano y la frustrada descendencia de éste con la archiduquesa Margarita, la línea sucesoria de Aragón y Castilla quedaba en manos de la princesa Isabel, ya reina de Portugal, como primogénita de los Reyes Católicos.
La baza sucesoria de Isabel, reina de Portugal (1497-1498)
Tras el matrimonio y los esponsales, y conforme a lo dispuesto por los monarcas, Isabel de Portugal fue jurada princesa de Asturias, es decir, heredera de la corona de Castilla, por los estamentos del reino reunidos en Toledo, en abril de 1498. Por su parte, Fernando el Católico intentó que las cortes aragonesas también la juraran como heredera del reino, para lo cual reunió las cortes en Zaragoza, en junio de ese mismo año. Con el fin de impresionar más a los aragoneses, el cortejo real de los monarcas portugueses llegó a la ciudad del Ebro en la festividad del Corpus Christi, con un gran séquito de la nobleza castellana y portuguesa, quienes engalanaron la procesión religiosa para habladuría e impresión de los habitantes de la ciudad. No obstante, la idea de jurar como heredera del reino de Aragón a la reina de Portugal chocó frontalmente con los procuradores de cortes; todo el prolijo debate, en esencia, tomaba como punto de partida la práctica inexistencia de reinas o herederas en la corona aragonesa, puesto que el único precedente, el de la reina Petronila (siglo XI), se debía a una argucia legal que permitió al conde Ramón Berenguer IV acceder al trono, y con él la casa de los Condes de Barcelona. Los debates fueron sucediéndose hasta que, en agosto de 1498, los acontecimientos se precipitaron velozmente.
La reina de Portugal había viajado hacia Zaragoza embarazada de siete meses, por lo que, el 23 de agosto de 1498, en el palacio arzobispal de la ciudad del Ebro, nacía el príncipe Miguel, un aragonés que, a la sazón, era en esos momentos heredero de Castilla, Aragón y Portugal, lo que significaba la unión de las tres principales coronas peninsulares. No obstante, ese mismo día, por la tarde, un imprevisto acontecimiento cortó de raíz la alegría del natalicio: la muerte de la princesa Isabel, de sobreparto, a consecuencia de las hemorragias producidas. En su testamento, la austeridad estuvo presente: decidió ser enterrada, sin pompa ni ceremonial, en la Cartuja de Miraflores, y legó una importante cantidad de dinero al sostenimiento de su sepulcro. Finalizaba, así, la vida de una heredera que en ningún momento quiso ser el centro de la polémica, con el consiguiente pesar de sus padres, de los estamentos y, en definitiva, de tres reinos que veían su futuro algo más complicado.
La princesa Isabel y la literatura de su época
La muerte de su hija primogénita (1498), unida a la del único hijo varón (1497) y a la del príncipe Miguel de Portugal (1500), causaron un retroceso devastador en la salud de Isabel la Católica e, incluso, aceleraron su muerte. Como señala Tarsicio de Azcona (op. cit., p. 716), la relación entre madre e hija siempre había sido excelente: "Por ser la mayor y por salirle parecida en carácter, gustos y actividad, la primogénita había merecido siempre la predilección de su madre". Entre estas afinidades destaca sobremanera la preocupación y participación en la cultura de la época. Indirectamente, las bodas de Isabel y Alfonso, causantes de las fiestas de Évora, fueron el motivo de un gran número de invenciones y letras recopiladas por García de Resende en el Cancioneiro geral portugués (y también en la Crónica). Del mismo modo, es bastante posible que gran parte de las invenciones del Cancionero general castellano, compilado por Hernando del Castillo, tuvieran como motivo las celebraciones de su enlace en Sevilla, unos meses antes de su boda en Portugal. Además, en este apartado aparece un mote, "Por desviar", atribuido a una "Reina de Portugal" que algunos investigadores han identificado como la propia Isabel (Pérez Priego, op. cit., p. 57), aunque esta vez, y al figurar como reina de Portugal, tuvo que efectuarse entre 1497 y 1498. Otra de las posibles presencias de Isabel de Castilla en el Cancionero general tiene como protagonista el famoso Juego trobado que un poeta de la corte regia, Pinar, compuso antes de 1497, pues la mención a Isabel es como "princesa de Portugal" y el príncipe Juan también estaba presente en el entretenimiento. La copla dedicada a la princesa dice así (vv. 21-30):
Tome vuestra Realeza,
Princesa, Señora y Tal,
por árbol nueva Firmeza
de su propio natural.
Y después tome un moral
y un cisne con boz igual:
"Donde Amor hiere cruel";
y el refrán más apropiado:
"Porfía mata venado".
Véase Cancionero general.
Por último, hay que destacar que uno de los cortesanos del entorno regio, Pedro Gracia Dei, rey de armas de los Reyes Católicos, dedicó en 1488 a la princesa Isabel su Tratado de la criança y virtuosa dotrina, pues, además de la fecha, es la princesa (y no la Reina Católica, como se ha venido afirmando erróneamente) a quien se debe identificar en la rúbrica del oficial heráldico: "dedicada a la ilustre y muy esclarescida señora doña Isavel, primera infante de Castilla...". No obstante, la relación entre la princesa Isabel y la literatura de su época, así como otros aspectos de su vida, merecen un estudio más pormenorizado que todavía no se ha llevado a cabo.
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