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HistoriaBiografía

Borja o Borgia, César. Duque de Valentinois y de Romaña (1475-1507).

Aristócrata italiano de origen valenciano, nacido en Roma en 1475, y fallecido en la ciudad navarra de Viana (España), el 11 de marzo de 1507, cuando se encontraba defendiendo el castillo de la ciudad ante el asedio de tropas castellanas. César fue el fruto de las relaciones mantenidas entre Rodrigo de Borja, cardenal valenciano elevado al solio pontificio bajo el nombre de Alejandro VI, y una dama italiana, Rosa Vanozza de Catanei, relaciones acontecidas antes de que Rodrigo se incorporase a la vida eclesiástica. Amante de las armas y las letras en igual medida, César Borja fue uno de los más destacados guerreros de su época, a caballo entre la rancia firmeza de los tiempos medievales y la sutil astucia imperante en los tiempos modernos. Las relaciones del clan aristocrático valenciano al que pertenecía, los poderosos Borja (apellido italianizado como Borgia), con el entorno papal, así como su solvencia militar y prestigio caballeresco, hacen de él un perfecto paradigma para entender la historia peninsular y europea en una época, la transición entre el cuatrocientos y el quinientos, no demasiado conocida.

Infancia y primeros años

Quizá el que su padre, cardenal católico y futuro papa, le hubiese concebido mediante una relación ilícita fue la causa de que, desde su infancia, César estuviese encaminado hacia la carrera eclesiástica, para lo cual contó con una exquisita educación. Así, el joven César estudió en el Colegio de la Sapienza (Perugia) y, más tarde, fue enviado a la universidad de Pisa, donde estudió leyes bajo la tutela de uno de los canonistas más reputados de la vida académica italiana: Felipo Decio. Al llegar a la mayoría de edad (14 años), las presiones de Rodrigo Borja en el entorno pontificio lograron que el papa Inocencio VIII le nombrase, dos años más tarde (1491), obispo de Pamplona, prebendas religiosas que se vieron incrementadas al año siguiente cuando el propio Rodrigo fue elevado a la silla de San Pedro, tras lo cual transfirió a César el arzobispado de Valencia y el título de cardenal de la Iglesia Romana (1493). Todo parecía, pues, augurarle un fértil futuro en el mundo religioso, incluida su propia actitud, ya que, por ejemplo, intentó mediar en los problemas acontecidos en la diócesis de Coria tras la muerte (1495) de Pedro Jiménez de Préjamo, anterior obispo, y consiguió de Alejandro VI la administración de las rentas obispales; pero las tornas cambiaron merced a la amistad entre César Borja y el rey de Nápoles, Alfonso II, señalado a veces como el causante de su cambio de actitud hacia la política y la guerra.

La situación comenzó a girar en 1494, con ocasión de la guerra que enfrentó al monarca francés Carlos VIII, y a la coalición napolitano-pontificia, representada por el citado Alfonso II y su propio padre, Alejandro VI. Las actitudes expansionistas del rey galo sobre la península itálica propiciaron que las habituales discordias internas se viesen, por el momento, aparcadas en beneficio de una alianza militar, pese a lo cual la guerra entre ambos contendientes fue inevitable. El ejército francés sitió Roma en diciembre de 1494, por lo que Alejandro VI, a pesar de la promesa de Alfonso II de acudir con sus tropas para defender la ciudad, se vio obligado a negociar una paz con Carlos VIII. Para garantizar el cumplimiento del pacto, Alejandro VI entregó a su hijo César en calidad de rehén a los franceses, pero éste, hábilmente, se disfrazó de palafranero y se fugó apenas cruzada la frontera franco-italiana. Su regreso a Roma fue triunfal, y desde entonces tomó plena conciencia de que su verdadero lugar no estaba en los altares, sino en los campos de batalla.

Si se enmarca esta actitud en su preciso contexto temporal, hay que tener en cuenta que las ciudades italianas, tradicionalmente muy celosas de su autonomía y poder, habían sufrido un duro golpe con la invasión francesa, ante la que nada pudieron hacer las antaño poderosas familias nobiliarias que regían las asambleas urbanas: los Sforza milaneses apenas ofrecieron resistencia, mientras que los Mèdici florentinos, que sí optaron por el enfrentamiento, fueron expulsados de la ciudad y despojados de sus bienes por las tropas de Carlos VIII. Ante tal descalabro, únicamente Alejandro VI, con la ayuda de César y de otro de sus hijos, Juan de Borja, duque de Gandía, capitán general de las tropas pontificias y gonfalonieri de la Iglesia Romana, había salvado el envite contra los galos al mantener intacto su prestigio y poderío. Esta fue la causa de que, en la década final del s. XV, el apoyo popular a los Borja fuese tan amplio como para permitir que César, tras pasar por todas las pruebas precisas, se encaramase al control soberano de gran parte de Italia, y fuese el juez arbitral de todas las decisiones tomadas en el resto de la península. Pero sería precisamente en estas pruebas donde César demostraría que sus ansias de poder incluían el hacer frente a situaciones en las que actuaría sin ningún tipo de escrúpulos, como se verá a continuación.

El poderoso caballero

Antes de la entrada de Rodrigo Borja (Alejandro VI) en la carrera eclesiástica, y como resultado de sus amoríos con varias damas italianas, la prole del pontífice era muy amplia, y todos ellos contaron con excelentes prebendas y patrimonios: de madre desconocida fueron Pedro Luis de Borja (1462-1488), primer duque de Gandía, Girolama de Borja (1469-ca.1515), e Isabel de Borja (1470-ca.1520); mientras que de su más conocida amante, Rosa Vanozza, nacerían el propio César, el citado Juan, segundo duque de Gandía, la no menos famosa Lucrecia Borja (1480-1519) y Jofré de Borja, príncipe de Esquilache (1481-1517); aún tendría el fogoso pontífice un último hijo, Rodrigo de Borja (1503-1558), nacido el mismo año de su muerte. De todos estos hijos, el preferido era el segundogénito, Juan de Borja, duque de Gandía, y uno de los más brillantes militares de su tiempo. Por ello, cuando el 16 de junio de 1497 su cadáver, cosido a puñaladas, apareció flotando en el Tíber, todas las manos se alzaron para acusar de fratricidio a su hermano César, que había estado cenando opíparamente con él la noche anterior. A pesar de que el propio papa Alejandro ordenó una escrupulosa investigación, nada se supo del culpable. Aparecía, así, la primera de las leyendas negras sobre César Borja: asesino de su propio hermano, celoso de su preeminencia militar en las tropas del Papado.

El transcurso de los acontecimientos parecía dar la razón a quienes sospecharon de él: salvo el ducado de Gandía, que fue administrado por la esposa de Juan, María Enríquez de Luna, hasta la mayoría de edad de su hijo, Juan de Borja (1497-?), padre de San Francisco de Borja, los otros títulos de su hermano, capitán general y gonfalonieri de Roma, fueron a parar a manos de César, que ya contaba con un ejército para utilizarlo en sus pretensiones, dirigidas, principalmente, a hacerse con el control de la Romaña, la zona norte de Italia, y así aprovechar su popularidad y el descrédito de los gobernadores de estos territorios. Para ello contó, además, con la ayuda de los antiguos enemigos de su padre, la monarquía francesa, toda vez que el sucesor de Carlos VIII, su hijo Luis XII, puso sus manos en los Borja merced a una decisión pueril: casado en primeras nupcias con Juana de Francia, la repudió para intentar contraer matrimonio con su amante, Ana de Bretaña. César fue el encargado de llevar a París la bula que autorizaba el divorcio, expedida por Alejandro VI, pero también extendió las condiciones del Papado sobre los intereses franceses. César, en un auténtico despliegue de medios propagandísticos para demostrar su grandeza, logró el objetivo que quería: impresionar al joven monarca, que le concedió, en agradecimiento por la bula, el título de duque de Valentinois, con sus 20.000 ducados de renta y una comitiva militar de más de 100 jinetes, también sufragados por Luis XII.

Al año siguiente, las alianzas entre el rey galo y el duque de Valentinois abandonaron ya toda la parafernalia pontificia para convertirse, de facto, en un mutuo acuerdo personal con objeto de repartirse el norte de Italia. Como resultado de estas conversaciones, César Borja contrajo matrimonio (10-V-1499) con Carlota de Albret, hermana del rey de Navarra, Juan de Albret, y emparentada con la casa real de Francia. Además del ejército papal, César contaba, merced al matrimonio y a las alianzas con Luis XII, con una impresionante tropa de más de 6.000 infantes de a pie y 2.000 jinetes, entre los que también contaba con un contingente de soldados franceses al mando del barón de Digione, Antoine du Baissey, y del señor de Alègre, Yves de Tourzel, con las que César daría el siguiente paso en su carrera política.

El príncipe del Renacimiento

Tras una primera campaña en enero de 1500, cuando todavía actuaba bajo órdenes de Alejandro VI, su entrada triunfal en Roma (el 26 de febrero de 1500) le hizo separarse definitivamente de los intereses de su padre para pasar a realizar sus planes sobre la Romaña. Entre marzo y octubre de 1500, las tropas del duque de Valentinois sometieron a su gobierno amplias zonas del norte de Italia: Ímola, Forlí y Cesena (regidas por la familia Riaro); Rímini (propiedad de Pandolfo Malatesta); Faenza (al derrotar a su señor feudal, Astorri Manfredi); y, finalmente, Pésaro, donde el propio César efectuó una entrada triunfal, ante el júbilo y la aclamación popular, el 27 de octubre de 1500, tras derrotar en el campo de batalla a Giovanni Sforza, al que los de Pésaro acusaban de tirano. Al año siguiente, derrotó en el campo de batalla a las tropas de Gunibaldo, duque de Urbino, y a las de Giulio Varano, señor de Camerino, por lo que unió estos territorios a su extenso patrimonio. Aún tuvo tiempo, antes de que finalizase 1501, a establecer la paz en Nápoles a instancias de Alejandro VI, tras lo cual entró en la ciudad y la arrasó en una demostración de su poderío. Tras una nueva entrada triunfal en Roma, Alejandro VI, a medio camino entre la admiración y el temor por la labor militar de su hijo, sancionó de facto su gobierno en el norte de Italia al nombrarle duque de Romaña, con lo que César cumplió uno de sus anhelados objetivos políticos.

A la innegable capacidad de maniobra militar, además de su valentía personal, César Borja unió una astucia sin escrúpulos y una asombrosa capacidad para aprovecharse de las debilidades de sus enemigos. Así sucedió, por ejemplo, cuando los oficiales toscanos del ejército de los Mèdici florentinos iniciaron, a comienzos de 1502, un motín; el duque de Valentinois cabalgó rápidamente hacia la Toscana para ofrecerles toda clase de prebendas patrimoniales y económicas a cambio de que peleasen para él. La inusual quinta columna, financiada por César Borja, se hizo con el control de Florencia y volvió a expulsar a los Mèdici de sus estados, que fueron rápidamente incorporados al patrimonio del duque. No obstante, los Mèdici, al conocer las apetencias de Luis XII sobre el territorio, decidieron ponerse en manos del monarca francés para que, a cambio de la ayuda para recuperar Florencia, le rindiesen vasallaje. Con mucho menos carácter que su padre, Luis XII cayó en la trampa y envió a Florencia un ejército que venció a los proscritos capitanes de César, con lo que restableció la situación. El duque de Valentinois, en un golpe de audacia, se dirigió hacia Asti, donde a la sazón se hallaba el rey galo, y le pidió excusas por el comportamiento de sus tropas, a lo que puso como pretexto su desconocimiento sobre el interés franco en este territorio y, con un cinismo enervante, culpó a los capitanes de su ejército de la toma de Florencia sin sus órdenes. Las loas, alabanzas, regalos y lisonjas de César lograron que Luis XII retirase el ejército de la Toscana, con lo que se abrió de nuevo el campo para los intereses del duque.

Los últimos años

Sin embargo, los reveses comenzaron poco tiempo después de la entrevista de Asti, pues, a su regreso a Italia, parte de su tropa se había sublevado y había logrado hacerse con el control de Ímola. Evidentemente, los Mèdici florentinos se hallaban detrás de todos estos acontecimientos, con los que querían pagar al duque de Valentinois con la misma moneda. César no se arredró ante el cariz que estaba tomando la situación: fingió negociar con los Mèdici a la par que arrinconaba a los insurrectos en las cercanías de Senigaglia, y sobornó mediante importantes cantidades de dinero a algunos soldados rebeldes para que divulgasen la falsa noticia de que había firmado un acuerdo con los florentinos. De esta forma, el 31 de diciembre de 1502 tuvo lugar el acontecimiento que la historiografía italiana ha denominado il bellisimo inganno de Senigaglia, pues César Borja se presentó ante los capitanes rebeldes para, después de la paz con Florencia, firmar idéntico pacto con ellos; a los pocos minutos, y ante la sorpresa de la mayoría, sus tropas leales y los sobornados se hicieron con el control de la situación, y desarmaron a los insurrectos. Todos los capitanes, infantes y jinetes que le habían traicionado, principalmente miembros de la familia Orsini, rival romana de los Borja, fueron ejecutados sin otra consideración, entre ellos los valerosos caballeros Oliverotto de Fermo, Paolo Ursino y Vitellozzo Vitelli. El resto de tropas insurrectas que, dispersas por la Toscana, no habían acudido a Senigaglia, regresaron (naturalmente) a la obediencia del duque, y le ayudaron a recuperar Montefeltro, Urbino y Camerino. Quizá espoleado por este sonoro pinchazo, a comienzos de 1503 comenzó de nuevo otra ofensiva sobre los territorios del sur de la Romaña, más cercanos al centro de Italia, que aún eran autónomos. Dentro de esta fase, se hizo con el gobierno de Siena, para lo cual derrotó a los Petrucci, y de Perugia, donde había residido de adolescente, donde expulsó a los Baglione de su feudo. Sin embargo, ya en esta última campaña las tornas habían cambiado: si antes recibía el júbilo del pueblo durante su llegada, la falta de escrúpulos demostrada en incidentes como los de Asti y Senigaglia, así como el saqueo constante de la zona por sus ejércitos, hizo que el número de sus detractores aumentase. Aunque sólo sea una mera figura caballeresca, acorde con la mentalidad de la época, el caballero Francisco de Gonzaga le retó a un duelo singular, "queriendo librar con la espada y la daga a Italia del temido y odiado enemigo" (Huizinga, op. cit., p. 139).

La justa caballeresca fue la demostración de que, definitivamente, su suerte había declinado. En agosto de 1503 regresó a Roma, pues la salud de su padre, Alejandro VI, volvía a resentirse, lo que anunciaba unas inminentes elecciones pontificias; César, como es lógico, quería asegurarse de que el nuevo ocupante de la silla de San Pedro fuera favorable a sus intereses. Sin embargo, durante la celebración de un convite en el Palacio vaticano, varios de los asistentes cayeron enfermos, entre ellos Alejandro VI y el duque de Valentinois. Aunque, de nuevo, la sombra del envenenamiento planeó sobre la cabeza de César, su padre fallecería a los pocos días y el duque, visiblemente mermado de fuerzas, fue confinado, so pretexto de curarle la enfermedad, al Castillo de Sant'Angelo por sus enemigos, que tuvieron las manos libres para elegir como nuevo pontífice a Francesco Todeschini-Piccolomini, Pío III, miembro de una familia tradicionalmente opuesta a los Borja. Aún tuvo una última oportunidad de cambiar el curso de su destino, toda vez que Pío III falleció el 18 de octubre de 1503 (¿un nuevo envenenamiento?), apenas transcurrido un mes desde su elección. El nuevo papa, Giuliano della Rovere, elevado al solio con el nombre de Julio II, era enemigo personal de César, ya que siempre había criticado el uso de los ejércitos pontificios para sus intereses personales. El duque de Valentinois, aún convaleciente, nada pudo hacer para evitar no ya la elección, sino que el recién nombrado pontífice emitiese una orden de prisión contra él hasta que no devolviese todo su patrimonio, labrado en mil batallas, a sus legítimos posesores.

La orden de prisión le llegó a César cuando, libre de la enfermedad, abandonó el castillo de Sant'Angelo, y se negó, por supuesto, a acatarla, para lo que hizo valer la obediencia de sus súbditos y gobernadores en la Romaña, poco afectos ya a su persona pero que no querían, de ninguna manera, sustituir al duque por Julio II, quien, a la postre, no fue otra cosa que el continuador, para su beneficio, de la política romañesa de su ínclito enemigo. Las discusiones entre ambos personajes fueron subiendo de tono hasta que, al intentar jugar su última carta, César Borja fingió aceptar las condiciones de Julio II y se trasladó a Nápoles, para intentar aliarse con algunos nobles partenopeos y formar un nuevo ejército. La trama fue descubierta por el virrey aragonés de Sicilia, Hugo de Cardona, quien puso a Fernando el Católico en conocimiento de la situación, así como al propio papa. Entre ambos aliados determinaron poner al duque en manos del monarca aragonés, por lo que fue trasladado a Valencia y hecho prisionero por Fernando a principios de 1504, primero en el castillo de Chinchilla y, posteriormente, en la inexpugnable fortaleza de la Mota, en Medina del Campo. No obstante, el indómito carácter de César Borja le llevó a quebrar los muros de su prisión, y escapó el 25 de octubre de 1506, disfrazado de campesino. Corrió a refugiarse en territorio navarro, donde reinaba su cuñado, que le ofreció el puesto de capitán general del ejército del reino, función que desempeñó cuando acabaron los días del duque de Valentinois, herido mortalmente en uno de los asedios de Viana, enmarcado dentro de los intentos de Fernando el Católico por hacerse con el control efectivo del reino hispano.

César Borja: leyenda e historia

Los juicios que, sobre la figura de César Borja, han emitido historiadores de todas las épocas, han sido profundamente contradictorios y basados, generalmente, en intereses personales; con ellos se ha contribuido a crear la leyenda negra no ya del propio personaje, sino de toda su familia. El propio Francesco Guicciardini, contemporáneo suyo, no tuvo reparos en señalarse como el asesino de su hermano, y también como el causante de la muerte por envenenamiento de su padre, ya que, en realidad, el veneno estaba destinado a asesinar al resto de los cardenales y nobles asistentes al convite. Si se piensa con cierta lógica, las astucias, estrategias, maniobras y actividades de César Borja debían ser ensalzadas por sus afines, y brutalmente denostadas por sus detractores, entre los que se encontraba Guicciardini, historiador al servicio de los Mèdici florentinos; lo cierto es que César no inventó el veneno como arma política, sino que éste ya gozaba de una jugosa lozanía durante el quatrocento italiano de los Mèdici, Sforza, Malatesta y demás grandes familias. Por ello, a pesar de que la estrella del envenenamiento de la época fuese su propia hermana, Lucrecia, los historiadores más modernos siguen demostrando la misma división que los coetáneos en cuanto a la atribución de las leyendas negras a César Borja, lo cual únicamente sirve para certificar que el envenenamiento político gozó de muy buena "salud" durante la Italia renacentista.

En lo que sí parecen concordar todos los historiadores modernos es en denostar el resto de leyendas creadas en derredor del duque, a saber: sus relaciones sexuales incestuosas con Lucrecia (razón por la que César, supuestamente, mató al segundo esposo de Lucrecia, Alfonso de Aragón, duque de Bisceglie), su participación en todas las muerte violentas del período (la ya citada de Alfonso de Aragón, la de su hermano, el duque de Gandía, y la de Pío III), y su gusto por los rituales demoníacos contrarios a la fe. La historiografía italiana de los s. XVII y XVIII, ofuscada por causa del omnímodo poder que una familia de origen valenciano había tenido en uno de los períodos más brillantes de su historia, intentó construir una imagen sacrílega de, principalmente, el duque de Valentinois, sin tener en cuenta que la misma política, por ejemplo, fue utilizada por los Mèdici florentinos o, incluso, por el propio Julio II. A lo largo del siglo XX, esta imagen perniciosa de los Borja ha sido convenientemente matizada, labor en la que, justamente, también hay que decir que el papel de la historiografía italiana ha sido destacado.

Una de las razones principales para este cambio de actitud viene derivada por la profunda presencia de César Borja en la obra cumbre de Maquiavelo, El Príncipe, de tal modo que puede decirse que la correcta ubicación de la figura del duque de Valentinois ha corrido de manera paralela a la recuperación ética de las sentencias maquiavélicas. Efectivamente, la historiografía racionalista de los siglos XVIII y XIX centraba sus repulsas en la doble moral contenida en El príncipe, mientras que, por el contrario, el siglo XX se ha encargado de situar sus coordenadas en un concreto espacio geográfico-temporal. Muchos autores han considerado que, en realidad, la obra de Maquiavelo es una especie de biografía psicológica y política de César Borja (X. Company, op. cit., p. 106), pero lo cierto es que, a tenor de los razonamientos que se tratan de explicar, esta presencia le ha perjudicado notablemente en cuanto a la correcta valoración de su figura. No hay que olvidar que, por ejemplo, el propio Maquiavelo, al servicio de los Mèdici florentinos, estuvo presente como negociador en el engaño de Senigaglia, por lo que el impacto de estos sucesos pudo servir para elevar su mala reputación. Sin embargo, si la máxima maquiavélica "gobernar es hacer creer" tuvo un representante paradigmático, no hay duda de que se trata del duque de Valentinois, al que describe con estas acertadas palabras:

"Adquirió el Estado con la fortuna de su padre, y con ella lo perdió, a pesar de que empleara todos los medios e hiciera todas aquellas cosas que un hombre prudente y valeroso debe hacer para consolidarse en los Estados que las armas y fortuna ajenas le habían concedido. [...] Si se consideran, pues, todos los progresos del duque, se verá que había levantado poderosos fundamentos para su futura dominación; y no juzgo superfluo darlos a conocer, porque no sabría qué preceptos mejores dar a un príncipe nuevo, mejores que el ejemplo de sus acciones."

(El príncipe, ed. cit., p. 37).

Mecenazgo artístico y labores literarias

La labor de mecenazgo del duque de Valentinois se remonta, incluso, a sus primeros años dentro del entorno pontificio italiano, donde fue, por ejemplo, protector y garante del pintor Bernardino di Betto, más conocido por su apodo de il Pinturicchio, autor de la decoración de la estancia Borja en el palacio Vaticano. Aunque no existen demasiadas pruebas, la protección del Pinturicchio no debió ser la única que ofreció César Borja, teniendo en cuenta, además, el alto grado de desarrollo de las letras y las artes durante la estancia en Italia del clan Borja.

Algo más interesante, sin duda, es la aportación literaria del propio caballero, poco conocida generalmente y que, pese a su parquedad, demuestra meridianamente su figura de hombre de transición entre el Medievo y el Renacimiento. La primera de ellas es una invención, es decir, unos pequeños versos alrededor de una cimera bordada en su capa, que supuestamente lució el duque de Valentinois en alguna de las celebraciones cortesanas fastuosas a las que fue profusamente invitado. Su participación en estos festejos medievales y su gusto por los epigramas cifrados fueron incluidas por Hernando del Castillo en el Cancionero general (Valencia, 1511), en la sección de invenciones y letras, en la que explicaba que los versos se refieren a un epigrama cifrado en el que la primera letra era su primera inicial, y la segunda la inicial del nombre de la dama a la que servía:

He dexado de ser vuestro
por ser vos,
que lexos era ser dos.

Otra de sus aportaciones a la literatura de la época, sin embargo, muestra una profunda relación con la imitación de los modelos clásicos, propio de la época renacentista. Así se explica su empresa, divisa o emblema que tenía como motivo principal una de las frases atribuidas a Julio César, el general romano, y que fue reproducida en ropas, escudos, banderas e, incluso, en sus propias espadas. La divisa, Aut Caesar aut nihil ('O César o nada'), también fue pronunciada más de una vez por sus soldados, por sus vasallos y, en general, por todos aquellos que temían su poder, y también sirve para definir, en resumidas cuentas y en pocas palabras, todo su devenir político y militar a lo largo de la historia.

Bibliografía

  • BATLLORI, M. A través de la història i la cultura. (Barcelona, 1977).

  • COMPANY, X. Els Borja, espill del temps. (Valencia; Edicions Alfons el Magnànim, 1994).

  • HUIZINGA, J. El otoño de la Edad Media. (Madrid; Alianza, 1982).

  • MAQUIAVELO, N. El príncipe. (Trad. A. Cardona: Barcelona; Orbis-Fabbri, 1990).

  • SÁNCHEZ, A. et al. Alejandro VI. Papa valenciano. (Xàtiva; Generalitat Valenciana, serie Història, nº 16, 1994).

  • SCHÜLLER PIROLI, S. Los Borgia. Leyenda e historia de una familia. (Barcelona, 1967).

  • VV. AA. Els temps dels Borja. (Xàtiva; Generalitat Valenciana, serie Història, nº 39, 1997).

Autor

  • Óscar Perea Rodríguez