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Abd al-Rahman o Abderramán II, Emir de al-Andalus (792-852).

Cuarto emir de Córdoba (822-852), hijo y sucesor de al-Hakam (796-822), nacido en Toledo en el año 792 y muerto en Córdoba el 19 de agosto del año 852. Al igual que sus sucesores, su etapa de gobierno estuvo salpicada de una gran inestabilidad política y social, pues tuvo que guerrear simultáneamente con los cristianos del norte peninsular, con los francos del emperador Ludovico Pío y con el califa abassí de Bagdad. También tuvo que hacer frente a varias sublevaciones en el interior en contra de su poder y a una revuelta de importancia por parte del poderoso grupo religioso de los mozárabes. Durante su reinado se produjeron ataques normandos sobre las costas peninsulares que incluso llegaron a amenazar a la propia capital del emirato. Aún así, Abd al-Rahman II acometió una profunda reorganización del Estado, para la que se basó en los modelos administrativos del califato abassí de Bagdad.

El emirato Omeya de Córdoba.

Subida al trono: problemas internos

Cuando Abd al-Rahman II heredó el trono a la edad de treinta años, se encontró con problemas idénticos a los de sus predecesores, que pudo solventar gracias a una cuidada preparación, tanto intelectual como política (fue gobernador de la Marca Superior).

El primer conflicto serio apareció en la región de Tudmir (Murcia), a raíz de la lucha feroz que entablaron los clanes árabes de los mudaríes y los yemeníes en el año 823, parece ser que por un asunto más bien baladí, como fue el hecho de que un mudarí arrancara una sencilla hoja de viña del cercado de un yemení. La guerra se prolongó cerca de siete años, tiempo en el que Abd al-Rahman II dejó que ambos clanes se destrozaran mutuamente para, cuando lo estimó oportuno, enviar contra los supervivientes un contingente del tropas que se encargó de restablecer la paz interior en la región sin apenas resistencia.

De forma simultánea, Abd al-Rahman se topó con el hostigamiento por parte de su tío Abd Allah desde su exilio de Tánger, que se alzó por tercera vez consecutiva contra el gobierno cordobés, con pretensiones de hacerse con el trono. Abd Allah regresó a la Península con un gran contingente de tropas mercenarias de beréberes, pero los ejércitos de Abd al-Rahman II le salieron al paso, así que tuvo que refugiarse en tierras valencianas, donde no tuvo más remedio que rendirse ante la aplastante superioridad de su sobrino. Abd al-Rahman II, haciendo gala de una gran magnanimidad con el contumaz rebelde, le perdonó la vida y le confió la gobernación de la levantisca región de Tudmir, puesto que sólo pudo gozar unos meses, pues murió el mismo año de la rebelión, a finales del año 823.

El levantamiento de la ciudad de Toledo, iniciado en el año 829, tuvo como artífice principal a un modesto jornalero converso, Hashim al-Darrab, que supo atraerse las simpatías de los poderosos sectores judíos y mozárabes de la ciudad al apelar al todavía fresco recuerdo de la "matanza del foso" llevada a cabo en el año 797 por el padre de Abd al-Rahman II, al-Hakam I. Así, se puso a la cabeza de una importante partida de seguidores, junto a la cual salteó caminos, desvalijó viajeros y atracó caseríos y granjas de la región toledana. En vista de ello, el gobierno central de Córdoba se vio obligado a intervenir sin más dilación. Abd al-Rahman II mandó a la zona a su general Muhammad ben Rustum, quien en una de sus correrías por la zona se encontró con el insurgente y le dio muerte cerca de la ciudad de Daroca en el año 831. No obstante, la ciudad de Toledo no pudo ser pacificada hasta el año 838, fecha en la que el hermano del emir, al-Walid, comandó una expedición de castigo que acabó con los últimos focos rebeldes.

En el año 828, la ciudad de Mérida también se rebeló contra la autoridad de Abd al-Rahman II, ayudada de forma determinante por contingentes enviados por el emperador franco Ludovico Pío. La sublevación fue liderada por el beréber Mahmud Ibn Abd al-Chabbar y el converso Sulayman Ibn Martín, los cuales rompieron todos los lazos que los unían al poder cordobés y asesinaron al gobernador oficial de la ciudad, Marwan al-Chilliqui. El propio Abd al-Rahman II se puso al frente de una columna de castigo que sitio Mérida, pero sin resultado alguno. Un nuevo asedio, en el año 830, dio el resultado apetecido, ya que los rebeldes se entregaron y juraron obediencia al emir y al nuevo gobernador, sumisión que resultó ser pasajera y que obligó al emir a sitiar la plaza dos veces más, hasta que, definitivamente, en el año 834, la situación volvió a la normalidad.

El último grave problema de carácter interno que tuvo que solventar el emir surgió en los inestables territorios fronterizos del norte, en la Marca Superior, por parte de la poderosa familia muladí de los Banu Qasi y de su jefe familiar Musa Ibn Musa Ibn Qasi de Tudela. Esta rebelión trajo consigo serias complicaciones externas por los lazos de sangre que unían a Musa con los descendientes del rey navarro Íñigo Arista (820-851), su padrastro. Abd al-Rahman II quiso castigar la disidencia de Musa, pero los resultados, aunque importantes, como la toma de Tudela, Arnedo, Pamplona y Azagra, sólo produjeron una pasajera sumisión del rebelde, quien, junto a sus sucesores, no dejó de inspirar y alentar todas las revueltas muladíes que iban surgiendo en contra de Córdoba.

La oposición mozárabe en Córdoba: el problema de los mártires

En el año 851, apareció en córdoba un conflicto serio de naturaleza religiosa con tintes místicos que afectó a buena parte de la comunidad mozárabe de la capital. El problema hundía sus raíces en el encarcelamiento y posterior ejecución, un año antes, del sacerdote Perfecto, acusado de proferir injurias públicas contra el Profeta Mahoma y el Corán. Dirigidos por los dos cabecillas más importantes del movimiento, el sacerdote Eulogio y su amigo Álvaro, rico comerciante, los mozárabes más radicales iniciaron una campaña de injurias e insultos en las calles de la capital contra Mahoma con el único objetivo de ser apresados y ejecutados para así ser declarados mártires e ingresar en la lista oficial del martirologio de la Iglesia. Las autoridades cordobesas en un principio intentaron hacer la vista gorda y no hicieron mucho caso a tan graves provocaciones pero, al perseverar tercamente en una postura que equivalía prácticamente a un suicidio anunciado, los jueces islámicos cordobeses no tuvieron más remedio que condenar a muchos de ellos a la pena de muerte, situación que no hizo sino agravar todavía más las tensas relaciones entre la comunidad islámica y la cristiana, ésta última en franca minoría. Las dos muertes más importantes por la contumacia y la descendencia de sus protagonistas fueron las que correspondieron a las vírgenes Flora y María, ejecutadas en el año 851.

Para poner fin a semejante ola de martirios voluntarios y a propuesta de otros grupos de mozárabes más realistas repecto a la posición de minoría que ejercían en la sociedad de al-Andalus, los cuales además temían la lógica e inmediata reacción represiva del Estado, pidieron permiso al propio Abd al-Rahman II para convocar un concilio de urgencia que pusiera fin al problema, petición a la que el emir no puso pega alguna, es más, fomentó y protegió la reunión para que se desarrollase de la mejor forma posible.

En dicha reunión conciliar, celebrada en Córdoba en el año 852, presidida por el metropolitano de Sevilla Recafredo, todos los asistentes, a excepción de Saúul, obispo de Córdoba, estuvieron conformes en promulgar una orden tajante prohibiendo el sacrificio voluntario, ya que éste equivalía al suicidio, práctica que el cristianismo rechazaba de plano.

Pero, ni la orden dada por el concilio, ni las detenciones masivas contra los que seguían provocando a las autoridades con insultos injuriosos contra el Profeta, hicieron mella en el ánimo de los más exaltados. Seis días antes de morir Abd al-Rahman II, fueron entregados al verdugo un buen número de cristianos cordobeses que se habían atrevido a insultar la memoria del Profeta en plena oración del viernes santo en la mezquita Aljama. El conflicto de los mártires fue heredado por el sucesor de Abd al-Rahman II, el emir Muhammad I (852-886).

Los desembarcos normandos

En el año 844, un insólito acontecimiento sorprendió al emirato de Abd al-Rahman II y a toda la Península en general: el intento invasor por parte de los pueblos del norte, los normandos (machús). Tras haber realizado dos fallidos desembarcos en territorio cristiano (uno próximo al actual Gijón y el otro a la altura de La Coruña), la impresionante flota de más de sesenta bajeles descendió en dirección sur siguiendo la línea de la costa, hasta llegar al estuario del Tajo, y el 20 de agosto desembarcarpon en Lisboa, de donde fueron expulsados tres días después de una incruenta lucha. Desde Lisboa siguieron la misma dirección para, al mes siguiente, aparecer por las costa de Medina Sidonia y adueñarse del puerto de Cádiz. A los pocos días se adentraron por el curso del Guadalquivir, correría en la cual aniquilaron la población de Coria del Río y, finalmente, cayeron sobre Sevilla, ciudad que soportó durante seis días seguidos un espantoso saqueo. Cuando Abd al-Rahman II vio peligrar la capital por las cabalgadas de los normandos por toda la región, movilizó a todo el ejército de que disponía para hacer frente a las hordas salvajes que avanzaban en dirección a Córdoba con intención de saquearla. Después de varias escaramuzas de poca monta entre ambos ejércitos, el 11 de noviembre se entabló la batalla de La Tablada, en la que las preparadas tropas del emir destrozaron literalmente a las escasamente coordinadas algaradas normandas. En la lid perdieron la vida más de mil normandos, además de los cuatrocientos que fueron hechos prisioneros y vendidos como esclavos. Los normandos que pudieron alcanzar las pocas embarcaciones que Abd al-Rahman II no pudo apresar o quemar, se dirigieron rumbo norte a toda prisa, en dirección a Aquitania, lugar donde volvieron a intentar sus rapiñas y depredaciones. La amenaza normanda indujo al emir a aumentar el número de su flota de guerra, lo que resultó de gran utilidad en el siglo siguiente, cuando al-Andalus sufrió el peligro del creciente poder de los fatimíes.

Relaciones con los reinos cristianos

La continuación de la lucha contra los cristianos de las fronteras de al-Andalus fue uno de los puntos esenciales del programa político de Abd al-Rahman II, por lo que raro fue el año de su reinado en el que no preparase una campaña militar de castigo para sembrar la desolación y la muerte en uno o varios puntos de la Marca Superior, a la par que recuperaba posiciones territoriales perdidas durante los anteriores reinados.

En el año 823, su general Abd al-Wahib Ben Mugith dirigió una devastadora aceifa por tierras alavesas, campaña que repitió al año siguiente en la que chocó con las tropas del rey astur Alfonso II (791-842), a las que logró dispersar después de haber sostenido un sangriento combate al pie del monte conocido por los cronistas musulmanes como Montaña de los Magos. Al mismo tiempo, otro contingente importante de tropas cordobesas se adentró en territorio gallego desde Viseo y Coímbra, sembrando la desolación por todas las comarcas por las que pasaban.

En el año 826, el general cordobés Ubayd Allah volvió a asolar las tierras gallegas para después dirigir sus fuerzas al corazón mismo de Castilla. Dos años más tarde, el mismo general devastó el territorio oriental de la Marca Superior, en una correría que duró dos meses largos y en la que puso sitio a Barcelona y Gerona, sin ningún resultado positivo.

En el año 839, el rey astur Alfonso II fue sorprendido por una triple campaña a cargo de tres familiares directos de Abd al-Rahman II: la primera penetró en Galicia, mandada por el tío del emir, al-Walid Ben Hisam; la segunda, dirigida por su hermano Said, atacó con éxito las regiones de Álava y la parte oriental del condado de Castilla; y, por último, una tercera, a cargo de al-Walid, otro hermano del emir, que asaltó el castillo de Alquería. Los ataques, más o menos periódicos, contra el reino astur siguieron produciéndose año tras año, aunque con resultados diversos.

En el año 841, Abd al-Rahman II puso su atención en los condados catalanes. Tropas al mando de Walid Ben Yazid entraron en Cataluña, corrieron por tierras de Ausona, atravesaron los Pirineos orientales, asolaron Cerdeña y llegaron hasta las proximidades de Narbona, de donde retornaron victoriosos.

En el año 846, el heredero de Abd al-Rahman II, el príncipe Muhammad, puso sitio a la ciudad de León y, aunque no logró derribar sus murallas, la saqueó sin piedad y la incendió antes de retirarse. Por último, en el año 848, otro hijo del emir, al-Mundhir, llevó a acabo otro ataque contra Álava que fracasó estrepitosamente.

Administración y reformas del emirato

Sin duda alguna, fue Abd al-Rahman II el emir que introdujo más innovaciones y reformas administrativas, todas ellas con el propósito de reforzar todavía más el supremo poder de la figura del emir; además, contribuyó enormemente a mejorar la gestión de un reino cada vez más poderoso y complejo, hasta tal punto que cuando Abd al-Rahman III asumió el trono, en el año 912, el futuro califa cordobés se limitó a limar algunas imperfecciones de la maquinaria de Estado que heredó.

Abd al-Rahman II tomó como modelo la organización del califato abassí, muy jerarquizada y centralizada, e hizo de la figura del emir el eje central de todo el sistema administrativo, judicial, militar y religioso. Ninguna decisión podía ser tomada sin su previo consentimiento. El poder real se tradujo, al igual que en Bagdad, por la institución de los monopolios del Estado: acuñación de moneda en su nombre, mantenimiento de los talleres de telas preciosas, etc.

También fue suya la iniciativa de organizar lo que se dio en llamar la "jerarquía de las magistraturas de gobierno" (maratib al-jutat), y de fijar con exactitud el puesto que cada una de las clases sociales debía ocupar en el protocolo oficial de la corte, imprimiendo al emirato una dignidad y majestad no conocida en Córdoba hasta la fecha. Dividió en dos grupos a los funcionarios del Estado: los adscritos a la cancillería (secretarios y visires) y a la dirección general del fisco (intendentes y tenedores de los libros). Por encima de todos ellos colocó a una especie de primer ministro (hachib), encargado de dirigir personalmente los diferentes consejos o secretarías (diwan). Todo el funcionariado al completo vivía en el palacio real con objeto de rendir cuentas en persona al emir cuando éste reclamase su presencia.

En relación al gobierno diario de la capital, la cual no había dejado de crecer, Abd al-Rahman II creó nuevos cargos, cada uno con una retribución determinada y encargados de tareas tan dispares como el mantenimiento del cuerpo de policía, la fijación de patrones y pesos, el servicio de limpieza, etc., los cuales anteriormente eran responsabilidad de un solo hombre, el prefecto de mercado (sahib al-suq).

Como es lógico, el ejército también fue objeto constante de las preocupaciones de Abd al-Rahman II. Incrementó considerablemente la guardia personal del emir (llegó a tener cinco mil hombres, entre caballería e infantería), formada básicamente de mamelucos y eslavos procedentes del centro y norte de Europa. También reforzó los cuadros del ejército regular, estableciendo una clara división entre los mercenarios pagados a sueldo (murtaziqa) y los reclutados en los distritos militares del reino (chund). Por último, como consecuencia del desembarco normando del año 844, la marina de guerra fue dotada de un buen número de nuevas unidades.

Abd al-Rahman II no fue sólo un hábil organizador, sino también un gran constructor, tanto de construcciones civiles como religiosas. Bajo su mandato se edificaron la ciudad de Murcia, la alcazaba de Mérida y las murallas de Sevilla. En Córdoba, hizo reconstruir la calzada de la orilla derecha del Guadalquivir y acometió profundas modificaciones en el alcázar. Fue el primero en llevar agua corriente a la capital mediante la construcción de varias fuentes públicas. En Sevilla ordenó construir la Mezquita Mayor. En cuanto a la Mezquita Aljama de Córdoba, Abd al-Rahman II mandó ampliarla dos veces a lo largo de su reinado: la primera en el año 833, a lo ancho, y posteriormente en el año 848, en cuanto a profundidad.

Abd al-Rahman II también tomó de los abassíes su modo de vida palaciego, repleto de riquezas, lujos y ostentación, que se pudo costear gracias a la riqueza de su tesoro privado. Su corte contó con una impresionante cantidad de poetas, alfaquíes, literatos, músicos, intelectuales de todo tipo y seguidores, de entre los que cabe destacar a Yahya Ibn Yahya, jurista y defensor de la doctrina ortodoxa malikí, al músico y poeta sirio Ziryab, que se convirtió en el árbitro indiscutible de las elegancias y promotor de todas las modas importadas de Oriente que prevalecieron desde entonces.

Su sucesión

Abd al-Rahman II nunca se preocupó por designar oficialmente a su sucesor de entre los numerosísimos hijos varones que tuvo con todas sus concubinas, aunque siempre mostró preferencias por el príncipe Muhammad, su primogénito. Tras sobrevivir en el año 850 a una intentona de envenenamiento por parte de una de las favoritas, la princesa Tarub, que quería colocar a Sulayman, el hijo de ambos, en el trono, Abd al-Rahman II murió repentinamente dos años después, al parecer víctima de una nueva intentona, otra vez dirigida por la ambiciosa Tarub, cuando tan sólo contaba con sesenta años de edad. Pero, a pesar de los esfuerzos de ésta por ocultar la muerte del emir para dar tiempo a su hijo de apoderarse del alcázar, uno de los eunucos de palacio avisó a tiempo al príncipe Muhammad, que llegó primero a palacio y se hizo rápidamente con el dominio de la situación.

Bibliografía.

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Autor

  • Carlos Herraiz García