Matamoros, Martha (s. XX).
Sindicalista y feminista panameña, nacida en la ciudad de Panamá en el primer cuarto del siglo XX. Luchadora tenaz e infatigable, desplegó a lo largo de toda su vida una constante campaña reivindicativa de los derechos de la clase trabajadora y, de forma muy señalada, de las mujeres panameñas sujetas a un régimen laboral en el que, hasta su llegada, eran la parte menos favorecida. Nunca militó, de forma directa, en ningún movimiento o colectivo específicamente feminista, ni aceptó que su lucha estuviera exclusivamente vinculada a la causa de la mujer, por lo que ella misma rechazó la etiqueta de «feminista» aplicada a su propia persona; sin embargo, su actividad como líder obrero (cuyo gran predicamento entre todos los trabajadores la convirtió en uno de los dirigentes sindicales más relevantes de toda la historia político-laboral de Panamá) no se limitó a reclamar, extender y garantizar los derechos de sus compañeras en el ámbito laboral, sino que apuntó siempre hacia una ampliación del papel de la mujer en todas las parcelas de la sociedad.
Hija del costarricense don Gonzalo Matamoros y de doña Josefa Figueroa, experimentó el nacimiento de su conciencia cívica en los primeros años de su juventud, cuando sostuvo densas conversaciones políticas con su padre, antiguo soldado de la Independencia y fundador de la Banda Republicana. El progenitor de Martha era un hombre liberal cuya ideología abiertamente progresista le había llevado a interesarse por los grandes movimientos revolucionarios que habían convulsionado la historia reciente del mundo y agrietado los cimientos del Antiguo Régimen, como la Revolución Francesa, el estallido de la lucha obrera o las reivindicaciones del nacionalismo liberal decimonónico. En sus largas y fructíferas charlas con su hija, don Gonzalo Matamoros imbuyó en la joven Martha ese espíritu de rebeldía y ese anhelo de justicia social que habían gobernado sus pasos, nociones que influyeron decisivamente en la conducta de su hija y -según aseguran sus biógrafos- contribuyeron a forjar su talante de líder político y sindical.
Los primeros contactos de Martha Matamoros con el mundo laboral se desarrollaron en las mismas condiciones que, por aquellos años de la primera mitad del siglo XX, rodeaban el trabajo femenino en todo el ámbito geocultural centroamericano: la joven se desempeñaba como modista en su propia casa, sin acceso directo a un puesto de trabajo, sin las pocas garantías legales que, por aquel entonces, estaban obligadas las empresas a ofrecer a sus asalariados, y sin el contacto directo -tan necesario para cualquier reivindicación- con el resto de las personas que trabajaban para un mismo patrón. Condiciones, en fin, propias de lo que años después se denominó «economía sumergida», en la que se vuelven especialmente lacerantes la desprotección y el abandono a los que se ve sometido el trabajador. Con todo, no fueron en un principio las reivindicaciones sindicales las que movieron a Martha Matamoros a huir de esta penosa situación laboral, sino más bien el deseo de zafarse del hastío que le provocaba el trabajo en soledad, como dejó bien patente en sus propias declaraciones: «Me sentía incomoda cosiendo en casa por lo rutinario del trabajo, la carencia de relaciones con los demás trabajadores y mujeres de la profesión y decidí ir a trabajar a una fábrica«.
Decidida, pues, a adentrarse en el mundo de la empresa, en 1941 salió de su casa para ingresar -siempre como costurera- en El Corte Inglés, una fábrica de confección en la que tuvo su primer contacto con la dureza del trabajo en cadena. A los rigores y asperezas inherentes a este sistema de producción se sumaron las penosas condiciones de trabajo que, por aquel tiempo, eran habituales en todo tipo de fábricas (instalaciones reducidas e insalubres, calor asfixiante, inseguridad permanente y, entre otros inconvenientes, disciplina férrea y arbitraria por parte de jefes y capataces, que llegaban incluso a controlar estrictamente el tiempo empleado por los trabajadores para realizar sus necesidades fisiológicas), así como otras calamidades específicas del sector textil (como la necesidad de trabajar a destajo durante ocho horas para multiplicar las piezas producidas y mejorar, con un ridículo plus, el exiguo salario de cincuenta centavos diarios que venían a cobrar las costureras). Estas condiciones leoninas se volvían aún más penosas cuando el trabajador pertenecía al sexo femenino, ya que no existía el permiso por maternidad ni se había implantado aún el derecho a vacaciones pagadas (único recurso -el de aprovechar el período vacacional- de que disponían otras mujeres trabajadoras -como, por ejemplo, las maestras- para intentar hacer coincidir un mínimo descanso con el nacimiento de sus hijos).
Esta triste y abusiva situación se reprodujo en otras empresas textiles en las que Martha Matamoros prestó sus servicios tras huir despavorida de El Corte Inglés, como la fábrica Mascota y la sección de sastrería del Bazar Francés. Convencida, pues, de que las condiciones de trabajo -al menos en su gremio- resultaban igual de aberrantes en cualquier fábrica o comercio, en 1945 se afilió al Sindicato de Sastres y Similares, fundado sólo dos años antes por un colectivo de sastres y modistas para reclamar, por encima incluso de otras mejoras igual de necesarias, el establecimiento en las empresas textiles de una normativa de seguridad que viniese a reducir la alta siniestrabilidad laboral que se daba en el sector.
En el seno de esta organización sindical, Martha Matamoros sacó a relucir esa ideología combativa y ese talante justiciero que le había transmitido su padre, y pronto comenzó a significarse por una militancia activa que no dejó de sorprender a sus propios camaradas, poco habituados a que una mujer mostrara esas preocupaciones sindicales y se decidiera a entrar con tal ímpetu, a cara descubierta, en la dimensión cívica del panorama nacional (a mediados del siglo XX, la participación de la mujer panameña no sólo era escasa en la esfera laboral, sino prácticamente nula en cualquier otro ámbito de la vida pública). En su trayectoria político-sindical se encontró con el rechazo frontal de sus enemigos ideológicos, pero también con el recelo de muchos compañeros de militancia que no lograban asumir el igualitarismo que, en todas las parcelas de la vida, reclamaba con su propio ejemplo Martha Matamoros. No obstante, protagonizó con su gran capacidad de trabajo y sus notables dotes organizativas un vertiginoso ascenso dentro de la directiva del sindicato al que pertenecía, en el que pronto alcanzó un puesto tan relevante como el de secretaria de finanzas, al frente del cual hizo gala de una seguridad para el mando y la toma de decisiones de la que carecían muchos de sus compañeros varones. Todo ello, unido a su innata madera de líder, la convirtió en una de las figuras más representativas de la vida sindical de la época, hasta el extremo de que en 1946, cuando apenas llevaba un año afiliada al Sindicato de Sastres y Similares, fue una de las representantes designada por los trabajadores para exponer las reivindicaciones de la clase obrera en el transcurso de la discusión y elaboración del Código de Trabajo que preparaba el gobierno. Entre las propuestas defendidas con mayor vehemencia por parte de Martha Matamoros, cobró especial repercusión en la vida política y sindical de la época su exigencia de una normativa que protegiera la maternidad, reivindicación que le valió el apoyo de la gran mayoría de trabajadoras panameñas.
El proceso por el cual quedó incorporada esta normativa en la legislación laboral de la República de Panamá recorrió los pasos siguientes: Martha Matamoros elevó su propuesta a la junta directiva de la agrupación sindical a la que pertenecía, donde, tras una primera fase de titubeo, halló una espléndida acogida propiciada -como es lógico- por el apoyo entusiasta de los dirigentes del sexo femenino. Pero la medida era tan revolucionaria en su tiempo que no había seguridad acerca de su aprobación por parte de toda la clase trabajadora, incluida una buena parte de la masa laboral femenina que temía por su puesto de trabajo; así que fue necesario emprender una intensa campaña de información y concienciación que, finalmente, acabó por vencer las resistencias de quienes, sin oponerse frontalmente a la propuesta de Matamoros, veían con cierto temor el planteamiento de una reivindicación tan audaz como novedosa. Una vez conseguido el apoyo de la práctica totalidad de la población trabajadora, se organizó una ruidosa marcha de obreros hasta la Asamblea Legislativa, donde se encomendó a las diputadas Esther Neira de Calvo y Gumercinda Páez la defensa a ultranza de la inclusión del denominado «Fuero de maternidad» en la nueva legislación laboral panameña. Para sorpresa y alarma de las mentes más reaccionarias, este objetivo se alcanzó sin grandes oposiciones, por lo que la figura de Martha Matamoros se vio agigantada entre las mujeres de todo el país.
Pero, como ella misma insistió en numerosas ocasiones a lo largo de toda su vida, la afanosa sindicalista no trabajaba sólo para la causa de la mujer, sino para el provecho de toda la clase obrera. Admirada y respetada, pues, por los trabajadores de ambos sexos tras el éxito que supuso la incorporación al Código de Trabajo de su más vehemente reivindicación, en el transcurso de aquel mismo año volvió a protagonizar la vida laboral de su país con motivo de la huelga de treinta y ocho días de duración que, bajo la estricta organización de Martha Matamoros, llevaron a cabo las trabajadoras del Bazar Francés para reclamar unas imprescindibles mejoras salariales. Sólo un año después, volvió a las primeras planas de los rotativos más difundidos del país por su activa presencia en la movilización de rechazo al convenio de Bases Militares Filós-Hines, encabezada por los estudiantes del Instituto Nacional y de la Universidad de Panamá; y, poco después, se significó también por su papel destacado en la Marcha del Hambre y la Desesperación, una revuelta que hizo resonar en todo el país el clamor de justicia social lanzado por la población más desfavorecida de la ciudad de Colón.
Puede afirmarse que, merced a su militancia activa en cualquier acto reivindicativo de mejoras sociales y labores, a comienzos de los años cincuenta Martha Matamoros era la figura femenina más relevante de la vida pública panameña, lo que la condujo en 1952 hasta la secretaría general de la Federación Sindical de Trabajadores, cargo que jamás había ostentado ninguna mujer. Pero ni siquiera este acceso a las cotas más altas del poder sindical la empujó a buscar a toda costa esa tranquilidad y esa comodidad -cuando no ese aburguesamiento- que han tentado a tantos dirigentes de organizaciones populares, como quedó bien patente a raíz de la encarnizada huelga que declararon los transportistas de Río Abajo, que contó de inmediato con el apoyo de Martha Matamoros y de otros líderes sindicales que, como ella, fueron detenidos y encarcelados por prestar su valiosa colaboración a los huelguistas. Tuvo lugar, así, su primer enfrentamiento con la severa justicia panameña, con la que, a partir de entonces, habría de chocar violentamente en no pocas ocasiones. Resultó, en este su primer enjuiciamiento, hallada culpable y condenada a noventa y nueve días de presidio que, según la inclemente sentencia, eran «inconmutables», por lo que fue trasladada a las dependencias de la cárcel modelo y puesta a disposición de sus autoridades (que, de los noventa y nueve días de condena que cumplió la esforzada sindicalista, la tuvieron aislada por espacio de dos semanas en la celda más tenebrosa del presidio, conocida entre las reclusas como la «Macarela»).
Después de estos tres meses largos de encarcelamiento, Martha Matamoros quedó en libertad y se reintegró a la lucha sindical con mayor entusiasmo -si cabe- que el que había demostrado antes de su condena. Fue por aquel entonces cuando entró en estrecho contacto con los máximos dirigentes de las formaciones socialistas istmeñas, que despertaron en ella una viva curiosidad por conocer si la implantación del comunismo en determinados lugares del mundo había conseguido extender esos logros progresistas con los que había soñado desde su juventud, al calor de aquellas charlas políticas con su padre que habían despertado su conciencia revolucionaria. Le inquietaba, sobre todo, averiguar si en la práctica el comunismo había logrado aplicar en su totalidad la teoría socialista, por lo que se afilió al Partido del Pueblo (la formación comunista más importante del espectro político de Panamá) y consiguió recorrer numerosos países de América, Europa y Asia estrechando lazos con los movimientos obreros y revolucionarios de todo el mundo, y estudiando sobre todo la implantación del gobierno de la clase trabajadora en la entonces llamada Unión Soviética.
Entre viaje y viaje, Martha Matamoros continuó ejerciendo una poderosa influencia en la vida política y sindical de su país, hasta que la caída del Muro de Berlín (1989) y el subsiguiente declive de la mayor parte de los regímenes comunistas fue relegando su voz y la de otros compañeros de lucha. A pesar de los grandes logros que con su intensa y valiente militancia sindical había proporcionado a las mujeres y a los trabajadores panameños, su legado y su propia figura pronto cayeron en el olvido; a finales del siglo XX, sola y anciana, residía en un modesto apartamento del barrio de Santa Ana, en los arrabales de la ciudad de Panamá, donde apenas era recordada como la gran luchadora que había sido a lo largo de toda su vida.
J. R. Fernández de Cano.