Wallace de Elderslie, sir William (ca.1270-1305).
Caballero escocés de ascendencia galesa, uno de los héroes medievales de Escocia. Nació en la población escocesa de Elderslie (condado de Ayrshire), hacia el año 1270, y falleció en Londres el 23 de agosto de 1305, ejecutado por las autoridades inglesas como culpable de alta traición a la Corona. Es el representante por antonomasia del espíritu escocés de independencia, motivo central de su vida, causa de su muerte y razón de su salto a la posteridad.
Aproximación biográfica
Como en cualquier otro caso en que el devenir caballeresco de un hombre se convierte en leyenda -por poner otros ejemplos medievales, el Cid Campeador, Godofredo de Bouillón o Carlomagno-, retazar la vida de William Wallace se convierte en un peligroso ejercicio historiográfico, debido a la escasez de datos objetivamente fiables. La mayoría de las referencias a su vida proceden de un poema épico escocés de la segunda mitad del siglo XV, The Wallace, atribuido a un desconocido Enrique el Juglar, también llamado en ocasiones Enrique el Ciego; el tono del poema, encendidamente antibritánico y contrario a la dominación inglesa, también presenta a la nobleza escocesa como un estamento excesivamente anglófilo y corrupto, lo que evidencia una contaminación histórica importante, ya que estos problemas, visibles por completo en el siglo XV, no eran los que acontecían a la nobleza escocesa en la época de Wallace.
Algo más reales, pero nulas en el plano objetivo, son las noticias que de él transmitieron los cronistas ingleses contemporáneos. La descripción de Wallace es totalmente negativa y parcial, se le presenta como un pagano, un monstruo, un ogro y un verdadero demonio. A pesar de ello, es posible tejer un esbozo con mínimas garantías historiográficas, pues Wallace, el héroe o el demonio, sí fue, desde luego, un hombre conforme a las coordenadas políticas y sociales de su tiempo.
Obviamente, el primer factor que hay que señalar es su origen galés: Wallace es la transliteración actual del antiguo escocés «Welsach», es decir, ‘de Gales’. A pesar de ello, no debe extrañar su temprana adscripción a los problemas escoceses, ya que en la formación medieval de este reino convivieron grupos heterogéneos de muy diversa procedencia: pictos y escotos, de manera general, son los grupos más conocidos, pero a ellos hay que añadir la constante presencia de antiguos descendientes de los celtas caledonios, de población de origen romano, de britanos, anglos, sajones, celtas irlandeses y, por supuesto, galeses, asentados, preferentemente, en el antiguo reino de Strathclyde, al sur.
William Wallace fue el segundo hijo de Malcolm Wallace, un rico terrateniente con propiedades y rentas en las tierras de Elderslie y Auchinbothie, en el condado escocés de Ayrshire. El hecho de que tuviera un hermano mayor, al parecer llamado Malcolm, es un dato objetivo importante, ya que, según el mecanismo hereditario de la época (similar al mayorazgo castellano), le apartaba de la sucesión en las rentas y posesiones paternas, lo cual condicionó, sin ninguna duda, su devenir futuro.
Por una parte, el ser un segundón, según la escala de valores de la época, abocaba su vida a la carrera eclesiástica. De hecho, existen indicios de que Wallace, durante su pubertad, se educó en Dunipace, cerca de Stirling, donde recibió lecciones de un tío suyo que profesaba la clerecía. Era costumbre usual, en toda la Europa de la Edad Media, que los segundogénitos de la nobleza, rural o urbana, engrosaran las filas de la Iglesia. No obstante, y según el devenir guerrero de Wallace, también es factible que, a la vez que tomaba nociones básicas de lectura y escritura, fuese educado en las artes militares; es bastante lógico que su padre, al reunir las condiciones económicas desahogadas gracias a sus rentas, hubiese combatido como caballero en anteriores épocas, ya que sus rentas le obligaban, según el sistema feudal, a mantener un caballo y equipamiento militar. Además, téngase en cuenta que la Europa de su tiempo, y también Escocia, estaba sacudida por el ideal de las Cruzadas, de la noble lucha, uno de los grandes motores en una sociedad joven, en expansión y que contaba con muchísimos segundones, como Wallace, a los que únicamente la guerra ofrecía una salida honrosa y económicamente viable. En cualquier caso, y siempre conjeturando sobre la carrera caballeresca de Wallace, es posible que una cuestión no esté reñida con la otra: el fragor de la batalla pudo interrumpir, de grado o no, su entrada en la Iglesia escocesa.
La crisis tras la muerte de Alejandro III (1286-1296)
En 1270 Alejandro III subió al trono de Escocia. Durante sus casi veinte años de gobierno, el reino vivió una época de paz y prosperidad que se tradujo en un crecimiento económico del reino. Pero, a su muerte, las tensiones larvadas entre los dos linajes más importantes de la aristocracia escocesa, los Bailleul y los Bruce, estallaron con violencia. La heredera del trono de Alejandro era su nieta, la princesa-niña Margaret, conocida como la «dama de Noruega», por lo que un consejo de regencia se hizo cargo del gobierno. El rey de Inglaterra, Eduardo I intentó aprovechar la cuestión para llevar a cabo su proyecto de unión con Escocia, urdiendo un plan perfecto: casar a la «dama de Noruega» con su hijo y heredero, el futuro Eduardo II. Pero la inesperada muerte de la princesa Margaret en las islas Orcadas, en 1290, vació de contenido este plan, dando con ello pie a que los clanes escoceses se disputasen el título. Eduardo de Inglaterra se erigió como árbitro de la cuestión, pero también dispuso que un numeroso ejército se aprestase a tomar posiciones en Escocia.
Los ánimos anexionistas de Eduardo I, alentados por las continuas disputas de los dos principales bandos escoceses, fueron mucho más visibles a partir de que éste decidiera excluir del trono a los Bailleul, después de derrotarlos en Dumbar y en Berwick, pero, en especial, después de que John Bailleul firmase la Auld Alliance (1295) con Francia. Como quiera que los rivales de John en la carrera del trono, Robert I Bruce, conde de Carrick, y Edward Bruce (futuro rey de Irlanda), tampoco eran de la confianza de Eduardo, éste, antes de que la situación se le escapara de las manos, decidió recurrir directamente a la fuerza de las armas e invadió Escocia en 1296.
El inicio de la leyenda: Wallace vencedor en Stirling Bridge (1297)
Incluso antes del estallido de la guerra, las tropas británicas (pues, además de oficiales ingleses, contaban con un amplio número de mercenarios galeses e irlandeses) ya habían despertado las iras populares por sus brutales saqueos a las indefensas aldeas escocesas. De hecho, aunque no es una noticia confirmada objetivamente, es bastante posible que el padre de William Wallace, Malcolm, falleciese en una de esas campañas de saqueo, realizada en 1291 sobre los terrenos del condado de Ayrshire.
La primera mención de su actividad como guerrillero tuvo lugar en la villa de Ayr, capital del condado, donde Wallace, junto a unos cuantos de sus bandoleros, atacó en 1296 el destacamento inglés destinado en el condado y asesinó a un gran número de ellos. Apenas un par de días más tarde fue capturado por las fuerzas realistas y encerrado en prisión, donde lo abandonaron a su suerte esperando que falleciese de inanición. De nuevo la historia se confunde con la leyenda, pues unas fuentes hablan de que una gran reunión popular lo liberó de su mazmorra, mientras que otras fuentes prefieren indicar que su astucia le sirvió para evadirse de la cárcel. Sea como fuere, el caso es que, desde ese momento, William Wallace comenzó a reclutar y a enseñar las artes de la guerra a todos aquellos partidarios que quisiesen enrolarse en su particular cruzada contra la dominación inglesa de Escocia. En mayo del año siguiente, aunque de nuevo la confusión entre leyenda y realidad es evidente, Wallace asesinó al responsable de la muerte de su padre, lo que le convirtió, a él y a su gente, en proscritos buscados por la justicia no ya inglesa, sino también escocesa.
De hecho, en estos primeros momentos de lucha, William Wallace y sus soldados únicamente eran un grupo de bandoleros. Lo que acabó por definir al propio guerrero y a sus inusitadas tropas fue que uno de los más importantes caballeros del país, sir Andrew de Moray, se uniese a su causa en agosto de 1297. El contingente de ambos, siempre comandado militarmente por Wallace, se dirigió, en ese mismo mes, a sitiar el inexpugnable castillo de Stirling, importantísimo enclave estratégico escocés que había sido presa fácil de Eduardo I en la primera oleada invasora. La picardía del guerrero fue clave en esta ocasión, aunque de nuevo las fuentes vuelven a ser inseguras con el episodio: al parecer, Wallace simuló una entrevista con el alcaide de Stirling, John de Warenne, conde de Surrey, en la que, supuestamente, los escoceses se iban a rendir. La vanidad del conde de Surrey le hizo aceptar la oferta de diálogo y, cuando las tropas inglesas se aprestaban a atravesar el puente sobre el río Forth (el Stirling Bridge que dio nombre a la batalla), parte de las tropas de Wallace cayeron sobre el enemigo, pero la otra mitad del contingente, dirigido por sir Andrew, les esperaba en la retaguardia. La maniobra fue un éxito rotundo: el conde de Surrey fue derrotado y las tropas inglesas aniquiladas; el castillo de Stirling quedó libre para que, en el nombre del rey y del pueblo escocés, Wallace lo ocupara.
La contraofensiva inglesa (1297-1300)
Ni que decir tiene que la popularidad de ambos guerreros, pero especialmente de Wallace, mucho más carismático que sir Andrew, fue en constante aumento. A pesar de la euforia escocesa, las noticias catastróficas no parecían incomodar en exceso al gobierno inglés, sobre todo a los consejeros de Eduardo I, quienes consideraban a Wallace como un harapiento bandolero y, a pesar de su victoria en Stirling Bridge, confiaban en derrotarlo sin más problemas. Pero la audacia de Wallace no conocía límites: en octubre de 1297 invadió Inglaterra, por Northumberland y Cumberland, en una cruel expedición de rapiña, saqueo y devastación. El éxito de la campaña cambió sustancialmente el rumbo de los acontecimientos por dos motivos principales: el pueblo escocés comenzó a venerar a Wallace, lo que le abrió las puertas a una alianza con el resto de los nobles, y el rey inglés, Eduardo I, tuvo plena consciencia de que se enfrentaba a un enemigo dificilísimo, pues había demostrado sobradamente sus dotes de estratega y guerrero.
No obstante, en el comienzo de su fama, y en el inicio de sus contactos con la aristocracia escocesa, también ha de situarse el principio de su caída, pues los linajes contendientes, sin ninguna duda, se aprovecharon de la popularidad de Wallace para sus propios intereses. El primero de ellos fue John Bailleul, quien, en diciembre de 1297, lo armó caballero, con toda la solemnidad inherente a este tipo de ceremonia, además de nombrar al ya sir William Wallace guardián del reino y gobernador en nombre de los Bailleul, legítimos monarcas. Seguramente, los Bruce, enemigos de los Bailleul en el acceso al trono escocés, fruncieron el ceño cuando se enteraron de la noticia.
Por el lado inglés, la reacción fue la esperada: un ejército aún mayor que el anterior, al frente del cual estaba el propio Eduardo I, invadió Escocia el 3 de julio de 1298. Resulta hartamente significativo que, pese a que los Bruce habían peleado con denuedo contra la invasión inglesa, después de la ceremonia caballeresca comentada fuese el propio Wallace, siempre acompañado de sir Andrew de Moray, quien hiciese frente a la nueva invasión. Esta vez, la caballería ligera de los escoceses no pudo hacer nada ante los arqueros ingleses, que utilizaron flechas de fuego para sembrar el pánico entre el enemigo: los hombres de Wallace fueron derrotados en la batalla de Falkirk, celebrada el 22 de julio de 1298. El propio sir William logró huir a duras penas y se escondió durante varios días en la soledad de los recios bosques cercanos, incluso durante varios meses se pensó que había sido él uno de los 5.000 escoceses fallecidos en la batalla. Eduardo I, no contento con ello, volvió a invadir la zona norte y noreste de Escocia, en las que sólo los Bruce resistieron.
El guerrero y la diplomacia
Ausente Wallace, la situación había sido estabilizada por parte de los ingleses, salvo la resistencia de los nuevos guardianes del reino, Robert I Bruce, el antiguo rey, y su lugarteniente sir John Comyn, más conocido como Juan el Rojo. Curiosamente, nada se sabe de John Bailleul, ni de su intervención a favor ni en contra de Eduardo I.
Pero Wallace no había muerto; aunque los pormenores de su vida entre 1299 y 1303 son confusos, y convenientemente edulcorados en clave filosófica por la narración épica, es evidente que viajó hacia Francia, donde, tras entrevistarse con Felipe el Hermoso, trató de lograr una extensión de la Auld Alliance entre Escocia y el país galo, con el objeto de que los franceses prestasen la ayuda, militar pero sobre todo económica, contra la invasión inglesa. De hecho, se tiene por veraz históricamente que Wallace viajase, posteriormente, a Roma, donde fue recibido por el papa Bonifacio VIII, e incluso hacia Noruega, donde, reclamando los antiguos vínculos entre ambos reinos debidos a lady Margaret, solicitase la ayuda de Haakon VII. Todos los esfuerzos fueron vanos, ya que, en virtud del tratado de París, firmado en 1303 entre Felipe el Hermoso y Eduardo I, Francia e Inglaterra sentaron las bases de la que se suponía una próspera paz (aunque, a la postre, derivó en la extensa Guerra de los Cien Años). Ello fue suficiente, primero, para que Eduardo I volviese a intentar subyugar Escocia con la fuerza de las armas, pero también para que Wallace, oculto en un barco de mercancías francés, llegase a Escocia después de atravesar toda Inglaterra, con el fin de organizar la resistencia.
La muerte de William Wallace
Un hito importante marcó el desarrollo de esta nueva contienda: la reconquista, en 1304, del castillo de Stirling por parte de las tropas inglesas. Este revés hizo que la mayoría de los clanes nobiliarios escoceses se aprestase a firmar un tratado de paz con Inglaterra, a lo que, paradójicamente, se negó el propio Eduardo I hasta que no se le entregase a William Wallace, con quien la justicia británica tenía pleitos pendientes. Eduardo, en un intento de paliar la popularidad del guerrero escocés, nunca le reconoció más status que el de aquel bandolero de sus primeros tiempos. Si el problema para la paz era Wallace, no había más remedio que la traición: el 5 de agosto de 1305, Wallace fue arrestado en su escondrijo cercano a Glasgow y conducido a la famosa Bloody Tower de Londres, un simbolismo coherente con la premisa de Eduardo I, ya que en esa prisión nunca se encerraba a los prisioneros de guerra, sino a los delincuentes comunes. Tradicionalmente se ha considerado como el delator de Wallace a cierto Menteith, gobernador anglófilo de Dumbarton, que había perdido a sus hijos en una de las algaradas del mito escocés; percibió a cambio de su traición 100 libras de renta, más que anual, iscariótica. De esta forma, la historia iniciada por una venganza, la de William a su padre, Malcolm, finaliza con otra, la de Menteith a sus hijos; qué duda cabe que, en caso de otorgar validez a la tradición, se trata éste de otro de los indudables atractivos del mito de Wallace.
Regresando al plano estrictamente histórico, la justicia inglesa, como es lógico suponer, juzgó a Wallace y lo condenó como culpable de alta traición a la Corona. Fue ejecutado en Londres el 23 de agosto de 1305. Como escarmiento a todo un pueblo y a sus sentimientos de independencia, la muerte de Wallace, aunque acorde con las leyes de la época, se reveló como excesivamente cruel incluso para aquellos tiempos: fue llevado a rastras hasta la plaza pública, lugar en el que fue ahorcado, no sin que antes sus entrañas le fueran extraídas mientras aún estaba con vida y entregadas al fuego delante de él. El cadáver fue decapitado y el resto de su cuerpo fue mutilado en cuatro partes. Su cabeza fue puesta en una picota y paseada, durante los días sucesivos, por las calles de Londres. Su descuartizado cuerpo fue destinado a ciertos enclaves estratégicos de Inglaterra y Escocia, para que jamás nadie olvidase cuál era el destino que esperaba a un traidor: sus piernas fueron enviadas a Perth y a Aberdeen, mientras que sus brazos lo fueron a Berwick y a Newcastle-upon-Tyne.
Matizaciones historiográficas
En 1869, las autoridades escocesas decidieron levantar un gigantesco monumento nacional a la memoria de su héroe, situado precisamente a escasos kilómetros del lugar en que se celebró la batalla de Stirling Bridge. El mítico guerrero, el luchador por la independencia escocesa, cobraba así gran parte de la deuda que tenía en su país; no obstante, su figura era relativamente desconocida fuera de Escocia hasta que, a finales del siglo XX, la industria cinematográfica norteamericana rescató el evidente atractivo de su vida para realizar una espectacular superproducción mediante la que, casi setecientos años después, el planeta entero conoció la lucha y los ideales de William Wallace.
Esta popularidad, desde la perspectiva historiográfica, debe ser matizada en algunos casos. El celuloide, en principio, toma la evidente edulcoración de la leyenda, de ese cantar épico macerado en el siglo XV, que sirvió, en esa centuria, para alimentar el retraído ego nacionalista y patriótico de un pueblo que, de veras, sufría mucho más el dominio inglés que lo había hecho su héroe legendario. Esta desvirtuación de la realidad histórica es patente, sobre todo, en el papel que corresponde a la aristocracia natural del reino, mucho más atraída por el modelo inglés en el siglo XV que en el XIV. De hecho, la lucha de resistencia contra la invasión inglesa no contó con Wallace como único protagonista: los Bruce, en el este y sureste, los MacGregor y los MacDonald en el oeste, y otros muchos clanes escoceses, habían tomado partido contra Eduardo, de tal modo que gran parte del país estaba bajo dominio escocés en una fecha tan temprana como 1297 (el gobierno del virrey inglés se reducía a la estrecha franja territorial extendida entre los ríos Forth y Tay).
De igual forma, el nacionalismo de Wallace no era, y no por evidente ha de dejar de mencionarse, conforme a la identidad patriótica adquirida por los Estados europeos en los siglos XIX y XX. Wallace, a pesar de sustentar su acción sobre una amplia base popular, no luchaba por los derechos de los campesinos o de los menos favorecidos socialmente; el héroe, y mucho más después de ser nombrado sir, era el hijo de un rico terrateniente, y si por algo peleaba contra los ingleses fue porque eran quienes se habían opuesto al tradicional funcionamiento de la monarquía escocesa, que recaía siempre en un natural del país. Wallace, de hecho, nunca tuvo ninguna pretensión de optar al trono, ni tampoco de aglutinar otro tipo de gobierno, como la República, sino que siempre peleó por la restitución de la monarquía escocesa a sus legítimos posesores, en última instancia, los Bailleul o los Bruce, a quienes, en el poema épico y en la versión cinematográfica, se presenta como los auténticos traidores de la causa independentista escocesa. No obstante, hay que perdonar, sobre todo, al autor lírico, a ese juglar ciego de nombre Enrique: vista la evolución de las pretensiones nobiliarias escocesas cien años después, desde luego la situación en que había caído el reino merecía, con justicia, el calificativo de traición a los ideales defendidos por Wallace, especialmente por la mansa disposición hacia el yugo inglés mostrada por la aristocracia escocesa de la Baja Edad Media.
La cuestión es que William Wallace, el héroe, ha pasado de la Historia al mito y a la leyenda, y millones de escoceses, e incluso habitantes de otros países, han querido verse reflejados en el hábil diplomático, el pertinaz luchador, el brillante estratega, el gigantesco guerrero (según las crónicas de la época, medía cerca de dos metros), y, especialmente, en el desafiante adalid de una idea tan atractiva y mitificada como la independencia, en todos los sentidos, a la que William Wallace dedicó conscientemente su vida e inconscientemente su posteridad.
Bibliografía
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DUNCAN, A. A. M. Scotland, the making of the kingdom. (Glasgow: 1975).
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MITCHINSON, R. A History of Scotland. (Londres-Nueva York, Methuen: 1980).
Enlaces de Internet
http://www.electricscotland.com/history; Portal con diferentes enlaces a temas de historia, cultura y arte de Escocia. Uno de sus apartados está íntegramente dedicado a enlaces y páginas sobre William Wallace.