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Inocencio III, Papa (1198-1216).

Pontífice romano, cuyo nombre seglar era Lotario dei Segni, nacido en Anagni en 1160 y muerto en Peruggia el 16 de julio de 1216. Criado en el seno de una familia de la nobleza romana, pues era hijo del conde Trasimondo y de Claricia Scotti, es una de las figuras más importantes de la historia de la Iglesia medieval.

Inocencio III.

A la muerte de un nonagenario Celestino III en 1198, Lotario fue elegido papa con el nombre de Inocencio III. “¡Un papa demasiado joven! Ayuda, Señor, a tu Cristiandad”, gemía el poeta alemán Walter von der Vogelweide al tener noticia del evento. La juventud del electo no estaba reñida, sin embargo, con una sólida formación. Cardenal por nombramiento de su tío el papa Lucio III, Lotario de Segni adquirió una sólida formación jurídica en París y en Bolonia; aquí, al lado de Huguccio, el canonista más importante del momento. La figura del Inocencio III jurista eclipsa la del hombre de espíritu que aportó al pensamiento cristiano obras como el De contemptu mundi, un pequeño libro que aborda un característico tema de la ascética cristiana: las miserias físicas y morales de la condición humana expuestas con extraordinaria crudeza. En el haber literario-espiritual del papa se encuentran también otros títulos considerados de limitado valor teológico: Mysteriorum legis evangelicae et sacramenti Eucharistiae libri sex o De quadripartita specie nuptiarum.

La cristiandad europea al frente de la cual se puso Inocencio III estaba plagada de sombras: presión del Islam en Tierra Santa y en España, herejía cátara expandiéndose en el Mediodía de Francia, monarcas del Occidente con frecuencia enfrentados entre sí, la autoridad pontificia cuestionada en sus propios estados, una reforma de la Iglesia que, pese a lo logros de pontífices anteriores, distaba mucho de ser satisfactoria... Andando el tiempo, en los frescos de la basílica de Asís, Giotto pintaría el sueño del papa que contemplaba con horror el agrietamiento de la basílica de San Juan de Letrán, símbolo del poder de la iglesia de Roma. El pontífice afrontó los problemas con una mezcla de energía y diálogo, extendido este último a gentes de muy diverso signo que fueron, en todo caso, expresiones de la sociedad del momento: desde el brutal caballero cruzado Simón de Montfort al seráfico Francisco de Asís.

Los fundamentos del poder pontificio, tal y como lo concebía Inocencio III, eran similares a los sustentados por su antepasado Gregorio VII, aunque a la hora de actuar mostrara una mayor ductilidad. El papa, que pasa de “Vicario de Pedro” a “Vicario de Cristo”, ejerce su jurisdicción inmediata sobre las diversas autoridades eclesiásticas por el privilegio otorgado por Cristo a San Pedro que hace de Roma fundamento de todas las demás iglesias. Esta concepción eclesiológica está condensada en la carta enviada al patriarca griego de Constantinopla en 1199 y desarrollada ampliamente en sus relaciones con metropolitanos y obispos.

En cuanto a los poderes temporales, el papado se arroga la soberanía plena (plenitudo potestatis) en función de la superioridad de lo espiritual (cuyos símbolos son el sol o el alma) sobre lo temporal, simbolizado por la luna o el cuerpo. Ese poder se ejerce como una suerte de arbitraje mundial especialmente en aquellos casos (ratione pecati) en que la fe corra peligro. Ni siquiera el Imperio se veía libre de esta mediatización ya que se le consideraba una institución histórica ocasional cuyo titular solo adquiría legitimidad merced al reconocimiento de la Iglesia. La actuación de Inocencio III en todos los rincones de la Cristiandad dejaría poco lugar a la duda.

En los dominios pontificios, se logró restaurar buena parte de la autoridad perdida; tanto en la capital, en donde el papa logró el acatamiento del prefecto y el Senado, como en las tierras de Rávena, Pentápolis y Espoleto. Distintos monarcas europeos vieron su fortuna política condicionada por la actuación del pontífice. Así, el joven Federico, hijo del difunto emperador Enrique VI, logró mantenerse en Sicilia y más tarde hacer valer sus derechos al trono alemán frente a su rival Oton de Brunswick gracias a la protección de la Santa Sede. La posición política y familiar del rey de Francia Felipe Augusto se vio frecuentemente mediatizada por las admoniciones papales. Algo parecido ocurrirá con el inepto Juan Sin Tierracuyas relaciones con la iglesia de Inglaterra fueron harto turbulentas; solo su sometimiento al vasallaje del pontificado en 1213 le permitiría algún respiro. Las intromisiones papales en los reinos ibéricos fueron también frecuentes; uno de sus mayores éxitos sería la infeudación del reino de Aragón en 1204. Jóvenes estados cristianos como los reinos bálticos, Hungría, Bohemia y una Bulgaria de viejas proclividades probizantinas tampoco escaparon a la vigilancia del pontífice.

Inocencio III sería, asimismo, el gran valedor del expediente de la cruzada como arma no solo contra musulmanes sino también contra cismáticos y heréticos. Contra los primeros y a instancias del arzobispo de Toledo Don Rodrigo Jiménez de Rada, promoverá una gran operación; a la postre sería casi exclusivamente hispánica y culminaría con la victoria sobre los almohades en las Navas de Tolosa (1212). Ante los cismáticos, la actuación papal fue más equívoca. Inocencio III fue el impulsor de la Cuarta Cruzada, en principio dirigida contra los musulmanes de Oriente y a la postre “desviada” contra Constantinopla. Los intereses económicos venecianos acabaron primando sobre los ideales de un papa que reprobó el asalto y saqueo de la capital bizantina por los caballeros occidentales en 1204. Con todo, la instalación en ella de un imperio y un patriarcado latinos permitía albergar esperanzas (frustradas con el discurrir de los años) de una reunificación religiosa entre Roma y Constantinopla. Contra los herejes del Languedoc, una vez fracasados los coloquios entre católicos y disidentes, Inocencio III promoverá una importante campaña cruzadista a partir de 1209. El Midi quedó anegado en un baño de sangre que, en los años inmediatos, se saldaría provisionalmente con la expulsión de sus feudos del vizconde de Carcassonne y el conde de Toulouse, considerados fautores del catarismo. Simón de Montfort, caudillo de la cruzada, sería el gran beneficiario de esta operación.

Tras quince años de gobierno, Inocencio III convocó por la bula Vineam Domini Sabaoth un magno concilio: el IV de Letrán. Inició sus sesiones en noviembre 1215 para abordar dos recurrentes temas de la política eclesiástica: la Reforma de la Iglesia y la liberación de Tierra Santa.

Setenta decretos cubrieron la primera de las esferas. A la condena de las herejías en su conjunto se unió la de algunos errores teológicos específicos: las opiniones de Joaquín de Fiore sobre escritos de Pedro Lombardo. Toda una batería de medidas recordaron a metropolitanos, obispos y presbíteros unas obligaciones a menudo descuidadas: reunión de concilios provinciales, mantenimiento de la castidad, prohibición de participar en duelos judiciales, conservación de objetos sagrados y reliquias, etc. Frente a la proliferación de fundaciones religiosas, el pontificado impuso que cualquier nueva comunidad ajustara su norma de vida a alguna de las reglas ya existentes. A los laicos va dirigido en especial el decreto utriusque sexus que obligaba a confesar y comulgar al menos una vez al año. A judíos y musulmanes se les prohibía el ejercicio de cargos públicos y se les imponían signos distintivos en el ropaje. El decreto Setenta y uno, por último, ponía en marcha una cruzada a Tierra Santa; de sus beneficios espirituales se harían partícipes todos los que, directa o indirectamente, colaborasen en la operación.

Unos meses después de la clausura del IV Concilio de Letrán (el 16 de julio de 1216) moría Inocencio III. Para entonces, el peligro islámico había sido conjurado, al menos en la península Ibérica; la expansión de la herejía se había frenado por operaciones militares y por un sistema de pesquisas que preparará el camino para institucionalizar la Inquisición; las intervenciones (directas unas, de simple mediación otras) en los asuntos políticos de los distintos estados se habían saldado de forma generalmente favorable a los intereses pontificios.

Para algunos, Inocencio III ha sido el papa más grande la Historia. Sin duda fue uno de los más capacitados. Por su carácter, más dinámico que fascinante, un historiador actual ha podido aseverar que, a diferencia de otros papas, despertó más admiración que amor.

Bibliografía

  • FOREVILLE, R.: Lateranense IV. Ed. Eset. Vitoria 1973.

  • LUCHAIRE, A.: Inocent III. Hachette, 6 vols. París 1903-1908.

  • PACAUT, M.: La theocratie. L´Eglise et le pouvoir au Moyen Age. Aubier. París 1957.

  • SAYERS, J.: Inocent III. Leader of Europe.1198-1216. Londres 1994.

Emilio Mitre Fernández
Universidad Complutense de Madrid

Autor

  • 0112 Emilio Mitre