A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z
HistoriaPolíticaBiografía

Fernando VII. Rey de España (1784-1833)

Fernando VII, Rey de España. Goya. Museo del Prado. Madrid.

Rey de España, noveno hijo de Carlos IV y de María Luisa de Parma, hija de los duques de Parma. Nació el 14 de octubre de 1784, en San Lorenzo del Escorial, y murió el 29 de septiembre de 1833, en Madrid.

La infancia del príncipe fue enfermiza. A los cuatro años padeció una grave enfermedad que le fue diagnosticada como “vicio de la sangre”, y cuya curación se le atribuyó, nada menos, que a la mediación de San Isidro. Al acceder Carlos IV al trono de España, fue nombrado príncipe de Asturias. Fueron los años en que estuvo sometido a la tutela de nodrizas y ayos que poco hicieron por darle una instrucción acorde con sus futuras funciones. De todos sus preceptores, destacó el canónigo Juan Escóiquiz, puesto por el propio Godoy, que era quien realmente dominaba la situación política del país en su papel de favorito del rey. Escóiquiz, siempre deseoso de suplantar al valido, fue quien inspiró a su pupilo el odio hacia Godoy y también hacia sus propios padres, haciéndole desconfiar de todo el mundo e influyendo poderosamente en su posterior personalidad. Así pues, la vida del joven príncipe estuvo marcada, desde siempre, por el ambiente de una corte llena de intrigas y habladurías en la que quedaba en entredicho la dignidad real (con el beneplácito del propio rey), y con una serie de problemas de fondo que colocaban a la Corona en una situación muy complicada en Europa: la declaración de guerra de España a Francia tras la ejecución, en el año 1793, del rey Luis XVI; la posterior alianza entre España y Francia contra Inglaterra y de la que España sólo sacó como premio más problemas aún, etc. El príncipe Fernando arrastró multitud de frustraciones y taras psicológicas, a las que se le sumaba su humillante papel pasivo y de monigote en la corte otorgado por el valido Godoy. La política progresiva de Godoy en favor de Francia provocó el surgimiento de dos corrientes de pensamiento en la corte y en todo el país: por un lado, los que apoyaban decididamente las reformas venidas desde la Francia revolucionaria, con Godoy, la Familia Real y los ilustrados o afrancesados a la cabeza; y por otro lado, la nobleza y parte de la burguesía, apoyados también por un amplio sector del pueblo llano que no veían con buenos ojos la intromisión descarada de Francia en los asuntos internos de los españoles. Esta oposición latente, y cada vez más poderosa a medida que Godoy iba perdiendo poder, puso sus esperanzas en la figura del príncipe de Asturias, al que se le empezó a llamar El Deseado.

Fernando VII, Rey de España. Vicente López Portaña. Museo del Prado.

En el año 1802, Fernando contrajo matrimonio con María Antonia de Nápoles, princesa culta e inteligente, pero que no tuvo predicamento en una corte cada vez más envuelta en ambientes de intriga y corrupción, sólo comparables con los últimos años del reinado de Carlos II el Hechizado. Aunque el joven príncipe mostraba por esa época una reveladora falta de personalidad y una pasividad pasmosa, los enemigos de Godoy se fueron agrupando en torno a Fernando. Cercados por enemigos reales o imaginarios, y en un ambiente de manías persecutorias, tanto el joven príncipe como su esposa se veían cautivos de la reina madre y del valido Godoy, toda vez que el rey Carlos IV se limitaba a ser dirigido y asentir a todo lo que éstos le mandaban. Una palpable muestra del ambiente que reinaba en la Familia Real fue la repentina muerte de la esposa de Fernando, en el año 1806, y el posterior y aparente suicidio del boticario de palacio, circunstancia que levantó todo tipo de rumores y calumnias, con la acusación velada de asesinato que pendió sobre la Familia Real.

En el año 1807, la oposición contra Godoy había madurado bastante. Fernando se hacía rodear por un grupo de confidentes y amigos que, una vez que subiera al trono se les conocería con el nombre de La Camarilla, con Escóiquiz como principal contertulio y alma mater del grupo, y con la presencia, entre otros, del duque de San Carlos, el duque del Infantado, el marqués de Ayerbe y el conde de Montijo. La camarilla preparó el primer intento o acto para derrocar al valido y al propio monarca legítimo y poner en el trono a Fernando. La conspiración fue descubierta gracias a un pliego anónimo mandado al rey, que se hallaba en El Escorial, a finales de octubre de 1807. Informado Godoy del acto, inmediatamente se formó un proceso contra el príncipe, que acabó confesando su culpa y el nombre de los principales encausados en el golpe de Estado. A manos de Godoy llegaron documentos comprometedores que probaban la trama y la participación directa del príncipe de Asturias en el acto. El suceso acabó con un abrazo entre Godoy y Fernando, el cual pidió perdón a su padre. El partido fernandista utilizó esta humillación pública para exacerbar los ánimos del pueblo contra la Familia Real, y sobre todo contra el odioso valido. Godoy, por su parte, ya había firmado con Napoleón el futuro reparto de Portugal, en el Tratado de Fontainebleau del 27 de octubre de 1807.

Como continuación de los sucesos de El Escorial, el 19 de marzo de 1808, durante la estancia de la corte en Aranjuez, se produjo el segundo intento, y esta vez con éxito, de derribar a Godoy. Dirigido por el conde de Montijo, se asaltó la casa de Godoy, quien tuvo que renunciar a su puesto y exiliarse. Ante la realidad del hecho, el rey Carlos IV no tuvo más remedio que renunciar “voluntariamente” al trono español en favor de su hijo. Fue un hecho de carácter insólito y sin precedentes, por lo menos desde los tiempos de Enrique IV, el que un hijo destronara a su padre. Este acontecimiento conmovió, no sólo a los propios españoles, sino también al propio Fernando VII, siempre lleno de temores e incertidumbres, y sin saber a qué atenerse. Fernando VII fue recibido, el 24 de marzo de 1808, con auténtico entusiasmo por el pueblo de Madrid, que se veía por fin libre del dominio de Godoy.

Primer reinado de Fernando VII: 1808.

El primer reinado de Fernando VII

Este primer período duró apenas dos meses y llegó a su fin con el cautiverio de la Familia Real por parte de Napoleón. El primer gabinete formado por Fernando VII lo ocuparon los miembros de su camarilla, que adoptaron una política tendente a contentar a todos los estamentos del poder y a ganarse la popularidad del pueblo. Debido al Tratado de Fontainebleau, firmado el año anterior, se había autorizado el paso de tropas francesas por España para invadir Portugal. Lo cierto es que ambos bandos reales, el de Fernando VII y el de Carlos IV, habían intentado atraerse para sus respectivas causas a Napoleón, auténtico dueño de Europa. Cuando Fernando VII hizo su entrada en Madrid como nuevo rey de España, el general Murat tenía ya instaladas abundantes tropas en Aranda de Duero. Los sucesos de Aranjuez hicieron que éste marchase rápidamente hacia Madrid, con 20.000 infantes y un numeroso cuerpo de caballería. Una vez en la capital, y creyendo que si actuaba hábilmente podía conseguir ser nombrado rey de España por Napoleón, Murat persuadió al rey destronado y al propio Fernando VII para que se dirigieran a Bayona con el objeto de entrevistarse con Napoleón. Toda la Familia Real aceptó con el convencimiento de obtener el apoyo para su causa. Mediante una habilidosa jugada diplomática, Napoleón consiguió que Fernando abdicase en favor de su padre, Carlos IV, y seguidamente que éste hiciese lo mismo en favor de Napoleón, quien a su vez cedió la Corona a su hermano José I. De esta manera, el Emperador se quitó de en medio a padre e hijo y dispuso de los derechos de la Corona española para su familia. Fernando, su hermano Carlos y su tío, el infante don Antonio, fueron reducidos por Napoleón en el castillo de Valençay. Carlos IV y María Luisa marcharon a Italia, donde acabarían sus días, mientras que Godoy quedó definitivamente en Francia. Estas abdicaciones, provocadas de forma tan vergonzosa por parte de Napoleón y de la propia Familia Real, se produjeron los días 5 y 6 de mayo de 1808. Días antes, concretamente el 2 de mayo, se había producido el levantamiento contra los franceses en Madrid: daba comienzo la Guerra de la Independencia española.

Fernando VII. José de Madrazo. Museo Romántico. Madrid

La Guerra de la Independencia.

A finales del mes de mayo, toda España se había levantado en guerra contra la ocupación francesa del territorio. La reacción francesa ante el movimiento fue llevada a cabo por el general Murat, que reprimió violentamente la rebelión del pueblo madrileño. Lo único que se consiguió con esa acción fue encender la voluntad general de luchar por el rey legítimo y cautivo en Bayona. Por su parte, las autoridades españolas, la Junta de Gobierno y el Consejo de Castilla, que había dejado Fernando VII antes de su partida a Bayona, se inhibieron totalmente del asunto, a la vez que el grueso del ejército, que respaldó como única salida a Murat, lo mismo que haría el Tribunal de la Santa Inquisición y por supuesto los llamados afrancesados, aunque dentro del grueso de éstos había dos tendencias muy diferenciadas: aquellos que apoyaban de corazón los ideales revolucionarios y moderados que traía la revolución francesa; y los que, por miedo o por ansia de medrar, apoyaron a los franceses.

La Guerra de Independecia

La revolución popular corrió pareja a la revolución política, representada por las Juntas Provinciales, las cuales tenían representación en la llamada Junta Central, última expresión del poder monárquico en España.

En un primer momento, la acción de las tropas napoleónicas no obtuvieron los resultados previstos y apetecidos por el alto mando francés. Fracasaron los diversos intentos de ocupar Zaragoza y Valencia; la primera de ellas defendida con auténtica heroicidad por sus ciudadanos y gracias a personajes como el general Palafox y a la heroína popular Agustina de Aragón. El mayor fracaso del ejército francés se produjo en la campaña de Andalucía, donde el general Dupont fue aplastado en la batalla de Bailén, en julio de 1808, por un ejército improvisado, al mando del general Castaños. La desaparición literal del ejército de Andalucía aisló a las tropas francesas en Portugal, mandadas por Junot, quien no tuvo más remedio que capitular. Estos primeros reveses serios hicieron ver a Napoleón que la guerra iniciada en España no era una simple escaramuza militar. Éste se dio cuenta del grave error de cálculo inicial. A partir del momento en que Napoleón, obligado a una acción de mayor alcance, mandó a España a la Grande Armée, la flor y nata del ejército francés, con 250.000 hombres, las tropas españolas fueron vencidas unas tras otras por el gran rodillo francés. Con esta acción militar francesa comenzó el dominio aplastante de las fuerzas francesas sobre la Península. Hasta la primavera de 1812, los franceses mantuvieron la iniciativa, con continuas acciones militares que les permitieron hacerse con las grandes vías de comunicación y con las principales ciudades, lo cual obligó a la Junta Central a refugiarse en Cádiz, donde convocó cortes.

Las Cortes de Cadiz

Desde el estallido de la guerra, el poder español estaba totalmente descentralizado. Las Juntas locales eran las auténticas organizadoras de la resistencia; sólo en ellas residía el verdadero poder y hacían caso omiso a las directrices que intentaban imponer la Junta Central. Estas Juntas locales aglutinaban en su seno a prácticamente todos los estamentos sociales del país que querían luchar contra el dominio francés. Precisamente, esa disparidad de criterios y objetivos se dio con la convocatoria de las Cortes de Cádiz, en el año 1810, a la que sólo acudió un reducido número de miembros de la Junta Central, mientras que las autoridades locales seguían actuando sin preocuparse lo más mínimo de lo que dictaran los futuros diputados de Cádiz.

Coincidiendo con la presencia de la Grande Armée y del propio Napoleón en la Península para dirigir él personalmente las operaciones, se generalizó en la resistencia española esa forma tan peculiar de entender la guerra conocida como La guerra de guerrillas. Básicamente fue una táctica adoptada más por la necesidad que por puro convencimiento, ante la manifiesta inferioridad de las tropas españolas. Gracias a las múltiples partidas de guerrilleros que se organizaron y al decidido apoyo militar de Inglaterra, el ejército francés comenzó a mostrar síntomas de debilidad y cansancio. A partir del año 1812, los ejércitos españoles e ingleses, al mando del general Wellington, comenzaron a sumar victorias. El ejército francés estaba inmerso en la campaña de Rusia, hecho que aprovechó Wellington para montar una gran ofensiva y ganar la decisiva batalla de Arapiles, el 22 de julio de 1812. Esta victoria cambió radicalmente la situación, provocando la caída del rey José I, obligado a huir a Valencia. La ofensiva final se produjo con la victoria en Vitoria, el 21 de junio de 1813, por la que el ejército francés fue definitivamente expulsado de España. El Tratado de Valençay, firmado el 11 de diciembre de 1813, dejó a España libre de toda presencia extranjera y restituyó en el trono a Fernando VII. En septiembre de ese mismo año, comenzaron sus sesiones en Cádiz las Cortes ordinarias, amparadas por la Constitución construida y aprobada por los liberales.

Con el rey devuelto al trono y con las tropas extranjeras fuera del territorio nacional, la actividad política entre los españoles se volvió a recrudecer. Muy pronto, la corriente contraria a las innovaciones hechas por las Cortes se hizo cada vez más poderosa, dando lugar a una feroz resistencia. En abril de 1814, un numeroso grupo de diputados conservadores y realistas firmó y dirigió al rey, que aún se hallaba en Francia, el Manifiesto de los Persas, por el que denunciaban irregularidades políticas cometidas durante el exilio del rey. Fernando VII se encontró a su regreso en la disyuntiva de sancionar la Constitución salida de Cádiz, o bien decantarse por las sugerencias de los diputados realistas que apoyaban el retorno del absolutismo real. Las aclamaciones de delirio y entusiasmo que le proporcionó el pueblo a su regreso, la adhesión de los jefes militares más importantes, las posiciones absolutistas y reaccionarias de los diputados que le apoyaban, y por último, la propia determinación del rey, hicieron que éste se decidiera, el 4 de mayo de 1814, a firmar un Real Decreto mediante el cual anulaba taxativamente la Constitución de 1812 y proclamaba la vuelta del absolutismo real. El Decreto rechazaba cualquier forma de texto constitucional, aunque admitía gobernar con Cortes convocadas por él mismo. De esa manera, el gobierno real liquidó de un plumazo la obra cimentada por las Cortes de Cádiz, restituyendo, en todo su vigor, la antigua etapa absolutista y despótica, donde el dominio del rey, de la Iglesia y de la oligarquía terrateniente estaba asegurado.

El Sexenio absolutista: 1814-1820.

El Sexenio absolutista: 1814-1820

Del segundo período del reinado de Fernando VII se esperaba una modificación del régimen, después de los sucesos gloriosos de la Guerra de la Independencia y de la heroica resistencia demostrada por el pueblo ante la dominación francesa. Sin embargo, en los primeros meses de reinado lo que sucedió es que se volvió a los mismos presupuestos ideológicos del pasado. Fernando VII, no sólo borró la obra de las Cortes de Cádiz, sino también el lento e insuficiente trabajo de reformas emprendido por los jovellanistas desde los últimos años del reinado de Carlos IV.

Cuando realmente accedió al trono, Fernando VII tenía treinta años. Formado en las intrigas de la corte y el exilio, este rey, de semblante triste e ingrato, de talla mediocre y con una evidente falta de prestancia y de personalidad, conservó toda su vida un celo extremo de su autoridad, que le llevó a atrincherarse el secreto de su camarilla, aborrecida tanto por los propios absolutistas, que en un principio apoyaron al rey, como por los liberales y rebeldes contra el régimen fernandino. Sus cambios políticos fueron continuos, con ellos demostró cierta flexibilidad como también hipocresía y desdén por el pueblo que tanto lo amaba y que había luchado por él; todo ello con el afán de mantener un despotismo libre de cualquier regla de gobierno o de poderes intermedios. Restableció la administración al estilo antiguo: Consejo Real, Consejo de Indias, Consejo de Castilla, Audiencias, etc. También recuperó los privilegios nobiliarios, como los mayorazgos y señoríos territoriales, con la excepción de los derechos jurisdiccionales, que seguían en poder del rey. La prometida convocatoria a Cortes se olvidó por completo. A su vez, la Iglesia recuperó todas sus antiguas prerrogativas: se anuló el decreto de desamortización preparado en Cádiz, el Santo Oficio volvió a resurgir con renovados ímpetus. El poder de la Iglesia y el poder del Estado se unieron y confundieron al resucitar Fernando VII la fórmula de Rey por la gracia de Dios. Fernando VII ejerció un despotismo mucho más virulento que sus antecesores, los cuales se preocuparon por sacar adelante medidas favorables al pueblo. Todos los poderes recayeron en la persona del monarca, que ignoró toda manifestación de la oposición y de la representación popular. Resumiendo, Fernando VII fue la encarnación fiel del poder centralizador y unificador, respetó poco o nada las libertades y privilegios locales, pero sí los privilegios personales. Los liberales, o en su defecto todo aquel que protestó sus decisiones, fueron perseguidos con saña. La consecuencia de todo esto fue que la oposición tradicionalista se tuvo que refugiar en las intrigas de la corte, mientras que los liberales se organizaron en la ilegalidad y en el exilio, al calor de la Sociedades Secretas.

Lo más grave de este régimen despótico fue su incapacidad para resolver los problemas acuciantes por los que pasaba España tras la gran sangría que significó la Guerra de la Independencia. Esta confrontación que aglutinó a todo el pueblo provocó dos hechos significativos en el país: por un lado, una inmensa pobreza material y económica que arrastraría el país durante todo el siglo; y en segundo lugar, la definitiva pérdida del prestigio a nivel europeo, circunstancia que se comprobó en las negociaciones del año 1815 mantenidas por las potencias europeas tras la caída de Napoleón, y donde no se tuvo en cuenta para nada a España. La recuperación de una España importante y con poderío en el mapa de Europa, construida durante todo el reinado de Carlos III, se vino abajo de golpe bajo el reinado de este nefasto rey. España ya no contaba con una fuerza militar fuerte y necesaria para dejarse oír en los foros de decisión europeos. La impresionante flota que antaño construyera Carlos III para proteger el comercio colonial y frenar a Inglaterra había desaparecido. El ejército era mínimo, mal pagado y debilitado, con un exceso de mandos intermedios. Los medios financieros del país eran insuficientes. La deuda exterior llegó a niveles extraordinarios, con la imposibilidad de hacerla frente y la consiguiente bancarrota de la Hacienda de la Corona. A todos estos problemas se le sumó la revuelta de las colonias americanas que amenazó, y al final lo logró, privar al Estado de su principal fuente de ingresos. La guinda ante tan pésimo panorama la puso el pueblo, cada día más abocado a la miseria y a la explotación por parte de una clase dirigente apoyada por el propio Estado.

Como ya se ha señalado anteriormente, los opositores al régimen impuesto por Fernando VII se agruparon en el exilio y en las diversas Sociedades Secretas, casi todas ellas de corte carbonarista y masónico. Francia, pero sobre todo Inglaterra, serían los dos países elegidos por los exiliados liberales españoles para reorganizar su oposición al rey absolutista. Los gobiernos ingleses, aunque poco demócratas, al menos sí respetaban los derechos y libertades esenciales. Inglaterra no opuso resistencia a la acogida de estos exiliados, ya que mantenía una desconfianza natural hacia la España construida por Fernando VII. Gibraltar, colonia británica, se convirtió en la base principal de la propaganda y de las conspiraciones de corte liberal, cuya repetición y multiplicidad durante todo el reinado de Fernando VII no se habría podido mantener sin ayuda directa del exterior, es decir, de la propia Inglaterra. En el corto período del Sexenio absolutista, España conoció una serie de conjuraciones y pronunciamientos, todos ellos con unas características, más o menos, comunes: tenían un sustrato liberal, nacieron en ciudades importantes, sus cabecillas eran militares de alta graduación o personajes de gran prestigio, se daban a conocer mediante un bando o proclama donde se exponían los objetivos, y, por último, todos, menos el de Riego del año 1820, fracasaron por su poca coordinación. La primera de estas conjuraciones serias fue la protagonizada por el general Porlier en La Coruña, el año 1815. La segunda, con ramificaciones más amplias, se produjo en la ciudad de Barcelona, de la mano de Lacy. Posteriormente, se sucedieron múltiples intrigas de poca importancia pero que pusieron en serio peligro el régimen fernandino y demostraron el descontento de la sociedad por la política regresiva del rey.

Pronunciamiento de Riego: el Trienio Liberal (1820-1823).

El Trienio Liberal: 1820-1823

No fue una casualidad que el pronunciamiento de Riegose desarrollase primero entre las tropas reunidas en Cádiz para ir a luchar contra los movimientos de emancipación que sacudían a las colonias españolas en América. La guerra americana, con sus secuelas de atrocidades, se prolongaba y costaba cada vez más cara a la Hacienda de la Corona. Los más perjudicados en este continuo desastre económico eran la inmensa mayoría de la población agraria y la incipiente burguesía española. Por todo ello, cuando Riego levantó a sus oficiales en armas contra el rey, rápidamente fue apoyado por el resto de las principales ciudades, que colaboraron así en el triunfo del pronunciamiento. El movimiento pasó de Cádiz a Galicia, donde prontamente se constituyó una Junta Superior Provincial, al modo de las formadas durante la pasada Guerra de la Independencia, y que inmediatamente fue imitada por las demás ciudades que se adhirieron al golpe. Fernando VII, ante el cariz que tomó la situación, no tuvo más remedio que jurar la Constitución aprobada en el año 1812.

El llamado Trienio Liberal comenzó bajo el signo de una gran ambigüedad manifiesta que haría fracasar posteriormente el intento de instaurar una verdadera monarquía parlamentaria a la inglesa. La Constitución de 1812 no tenía mecanismos previstos para limitar el poder del rey. Fernando VII, siempre celoso a la hora de imponer su poder y criterio, aprovechó la ocasión y formó un gabinete moderado, al frente del cual puso a Martínez de la Rosa. Esta tendencia política chocó con la mayoría de los diputados exaltados que dominaban las Cortes. Esto provocó continuos enfrentamientos entre ambas tendencias y enrareció aún más el clima político. Nunca hubo un diálogo entre el rey y las Cortes. Los exaltados más radicales se agruparon en la Sociedades patrióticas, con nombres tan evocadores como Los Comuneros, Los Hijos Secretos de Padilla, etc, desde donde intentaban movilizar a la oposición pública, mediante manifiestos, periódicos o peticiones escritas en gacetas de todo tipo, contra la política moderada y reaccionaria del gabinete. Mientras tanto, las Cortes no pasaron de resucitar sobre el papel medidas acordadas en la Cortes de Cádiz de 1812, y que no contentaban a ningún grupo, y menos aún a la gran mayoría de la masa campesina, soliviantada cada vez más ante los tejemanejes de la clase política. Las contradicciones evidentes entre el rey y las Cortes desembocaron en un estallido del sistema liberal.

Desde el año 1822, Fernando VII cambió totalmente de actitud, mostrándose en adelante en total desacuerdo con el sistema. Tal circunstancia se debió al decidido apoyo que encontró en ciertos grupos de absolutistas armados en Navarra y Cataluña. Sin embargo, el levantamiento no tomó consistencia hasta el momento en que fue resueltamente apoyado por las potencias europeas. En la ciudad de Bayona se instaló una Junta de Gobierno, presidida por el general Eguía, que actuaba en nombre del soberano secuestrado y privado temporalmente de sus derechos y de su poder. En el congreso celebrado, en el año 1822, en Verona por los representantes de las grandes potencias, el general Eguía solicitó la intervención francesa en España para restaurar los poderes del rey. A pesar de la hostilidad del gobierno inglés ante dicha medida, finalmente se aceptó la petición española. En la primavera de 1823, un ejército de 110.000 hombres, bajo el mando del duque de Angulema, penetró en España con la misión de restablecer al soberano en la totalidad de sus prerrogativas de rey. Los generales españoles evitaron en todo momento el combate, por lo que la expedición de los llamados Cien Mil Hijos de San Luis fue prácticamente un paseo militar.

Una vez repuesto en su trono absolutista, Fernando VII y su partido apostólico prohibieron, por Decreto del 1 de octubre de 1823, toda la obra del Trienio Liberal. Tras la publicación de un edicto de proscripción en el mismo instante que entraban las tropas francesas en Madrid, se organizó una verdadera caza de liberales. La administración fue profundamente depurada. Los sospechosos fueron llevados ante comisiones militares permanentes y perseguidos por las Juntas de Fe, último epígono de la Inquisición. La represión llegó a ser tan violenta, que las mismas potencias que apoyaron la intervención se alarmaron. Pero pese a las presiones extranjeras, las persecuciones duraron, con todo su vigor, hasta el año 1826. La reacción absolutista y apostólica ahogó todo esfuerzo de modernización política y social, dividiendo profundamente a las clases dirigentes y preparando los conflictos que padecería el país durante el resto del siglo.

La Década Ominosa: (1823-1833).

La Década Ominosa: 1823-1833

Es ésta, sin duda alguna, la etapa del reinado de Fernando VII más criticada. La presencia francesa, la brutal represión, con la ejecución de Riego en 1823, la masiva emigración de los liberales, y las continuas purificaciones posteriores, dieron lugar a un régimen de terror que le ha valido a aquella última década el calificativo de Ominosa por parte de la historiografía.

En realidad, el nuevo régimen fue cualitativamente diferente al Sexenio absolutista, aunque se produjo una nueva vuelta al absolutismo. El nuevo sistema tuvo como característica principal el que se llevase a cabo un despotismo de corte ministerial, con un gobierno moderado dispuesto a transigir con la realidad del país y a acometer ciertas reformas necesarias; pero eso sí, fueron reformas nacidas desde arriba, desde el poder regio. Durante este período, las muestras de descontento se produjeron, no sólo dentro de las propias filas liberales, como era lógico suponer, sino también de los propios realistas, concretamente del partido apostólico que demandaba una política aún más absolutista y reaccionaria que la que ya llevaba a cabo el gobierno moderado del propio rey. Este partido se configuró en torno al hermano del rey, Carlos María Isidro, de cuyas filas saldría el núcleo principal de la futura oposición carlista.

La institucionalización del régimen, con la creación de un nuevo Consejo de Estado, el proyecto del Ministerio del Interior de crear el cuerpo de policía y el de carabineros, y la vaga intención de realizar consultas políticas, provocaron la escisión definitiva de los partidarios del rey en dos bandos. El partido apostólico radical publicó, en el año 1826, el Manifiesto de la Federación de Realistas Puros, por la que se denunciaba la actitud claudicante de Fernando VII, y que aclamaba a don Carlos como su único sucesor. En el año 1827 se produjo en Cataluña la guerra Dels Malcontents (de los agraviados), considerada como la primera manifestación insurgente del Carlismo en ciernes. Por el lado liberal, abundaron por igual las conspiraciones constantes contra el régimen fernandino. En marzo de 1830, se produjo por parte de los liberales la llamada Conspiración de los Emigrados, dirigida por Mina desde la ciudad de Bayona, y cuyo objetivo era el de establecer contactos con los miembros moderados de las Cortes. En ese mismo año, desde Gibraltar, José María Torrijos comenzó a movilizar elementos afines para derrocar al gobierno absolutista de Fernando VII. Después de varios intentos fallidos, Torrijos partió desde la colonia inglesa, en noviembre de 1831, al mando de cincuenta hombres, con la intención de lograr adhesiones a medida que avanzara por territorio español. Desembarcó en Fuengirola, pero fue frenado por las fuerzas realistas y obligado a rendirse. Todos los insurgentes fueron fusilados el 11 de diciembre de 1831, acabó así la última intentona golpista liberal.

Los acontecimientos de la Revolución de 1830 en Francia, por la que el rey absolutista Carlos X fue derrocado en favor de un nuevo rey, Felipe de Orleans, de corte constitucionalista, preocuparon enormemente en España, ante el temor de una posible propagación del germen revolucionario. Fernando VII, preocupado por una posible y esperada reacción antiabsolutista, inició una tímida apertura política, incluyendo en su gabinete a elementos moderados y de clara tendencia reformista. Todas estas tensiones y juegos políticos acabaron estallando en los tres últimos años del reinado de Fernando VII.

Después de haber contraído matrimonio en tres ocasiones, Fernando VII no tuvo herederos, lo cual convertía al infante don Carlos en heredero a la Corona. En el año 1829, murió la tercera esposa del rey, María Amalia de Sajonia. En ese mismo año, Fernando VII decidió casarse con su sobrina, María Cristina de Borbón, con el claro propósito de obtener un heredero al trono. Naturalmente, este nuevo matrimonio contó con la total oposición del infante don Carlos y de sus partidarios. El 3 de abril de 1830, apareció publicada en la Gaceta de Madrid la Pragmática Sanción, mediante la cual se suprimía en España la Ley Sálica, introducida en España por Felipe V y por la que no podían reinar las mujeres en España. Esta Pragmática Sanción había sido aprobada en las Cortes durante el reinado de Carlos IV, pero debido al estallido de la Revolución Francesa y a los posteriores acontecimientos, no se pudo refrendar. Fernando VII la rescató y ratificó. De esa manera se aseguraba un heredero directo para el trono español, en caso de que su nueva esposa quedara encinta. La reina, finalmente, dio a luz, el 10 de octubre de 1830, una hija, llamada Isabel y que sería la posterior reina de España. Poco más de un año después, el 30 de enero de 1832, nació la segunda hija del matrimonio, María Fernanda, con lo que la sucesión al trono estaba asegurada. Esta circunstancia agravó y dividió más a la clase política del país. Lo que se venía dirimiendo era una cuestión ideológica: los partidos del absolutismo del Antiguo Régimen, frente a los reformistas que rodeaban al monarca, e incluso los liberales, quienes veían la posibilidad de que la sucesión directa de Fernando abriría el camino hacia las reformas constitucionales.

A comienzos de 1832, el rey cayó gravemente enfermo. Ante el temor de un levantamiento carlista, y debido también a que la Pragmática Sanción no era muy popular, la reina María Cristina se vio en la tesitura de elegir entre dos opciones: o la derogación de la Pragmática Sanción para calmar los ánimos, o bien, la más que probable guerra civil, toda vez que el infante don Carlos no se avino a negociar con la regente. Finalmente, se decidió por la derogación de la ley, la cual fue firmada por el rey moribundo. Sin embargo, la derogación no llegó a tener efecto oficial por un golpe de Estado dado en el palacio de La Granja, que derribó al ministerio e hizo desaparecer el documento firmado por el rey. El 31 de diciembre de ese mismo año, el rey, ya repuesto, hizo una declaración oficial por la que anulaba cualquier documento firmado por él en su período de convalecencia, aduciendo para ello abuso de poder. El nuevo gabinete, presidido por Cea Bermúdez, desarticuló políticamente a las fuerzas carlistas mediante el cambio de capitanes generales y concediendo una amnistía general que permitió el regreso de la gran mayoría de los liberales exiliados, los cuales estaban dispuestos a defender la sucesión femenina al trono español. Antes de que el rey volviera a recaer, éste aseguró la sucesión de su hija Isabel mediante el reconocimiento de las Cortes como princesa de Asturias. Don Carlos y sus partidarios más recalcitrantes fueron obligados a abandonar el país. El monarca fijó su residencia en Portugal. El 1 de octubre de 1833, don Carlos lanzó el Manifiesto de Abrantes, desde esa misma localidad portuguesa, en el que se titulaba y reconocía como rey de España, con el nombre de Carlos V. El 29 de septiembre de 1833 falleció Fernando VII, víctima de una apoplejía.

En el horizonte quedaban dos incógnitas por resolver: la actitud de los carlistas, una vez que el rey legítimo había muerto; y si era posible mantener más tiempo las anquilosadas estructuras políticas del Antiguo Régimen. En cuanto a la primera cuestión, el resultado se concretó en las tremendas guerras carlistas que duraron todo el reinado de Isabel II y parte del de Alfonso XII, y que sangraron, a todos los niveles, a la Nación. En cuanto a la segunda cuestión, la muerte de Fernando VII cerró toda una etapa en la Historia de España en la que la crisis del Antiguo Régimen habría de dar paso al liberalismo en un contexto de graves problemas políticos, económicos y sociales, cuyo resultado fue la creación de un nuevo equilibrio en la política y en la sociedad española.

Durante el reinado de Fernando VII se produjo la verdadera ruptura del equilibrio político y económico de España con la pérdida definitiva de las colonias americanas, fuente de prestigio y de riqueza. Los territorios españoles dominados por criollos burgueses con ansia de poder y de riqueza aprovecharon los difíciles y convulsivos momentos por los que atravesó la España de Fernando VII para organizar un movimiento emancipador lo suficientemente complejo y amplio como para que triunfara. Entre los años 1814 y 1824 se produjeron los sucesivos levantamientos independentistas, dirigidos por generales capaces como Simón Bolívar, Sucre, San Martín, etc. En diciembre de 1824, la derrota del general español La Serna en la batalla de Ayacucho significó el final de las hostilidades y por consiguiente la conclusión definitiva del poderío español sobre sus antiguas colonias. Tan sólo quedaron en poder español las islas de Cuba y Filipinas, ambas perdidas a fines del mismo siglo, como continuación de un proceso irreversible de desintegración. El gobierno español no reconoció tal realidad hasta el año 1829, se resistió empecinadamente al desastre, no sólo militar y de prestigio, sino sobre todo económico.

Enfermedad de Fernando VII. Madrazo.

Bibliografía

  • ARTOLA, M: La España de Fernando VII. Madrid, 1982.

  • FONTANA, J: La crisis del Antiguo Régimen: 1808-1833. Madrid, 1979.

  • GIL NOVALES, A: El Trienio Liberal. Madrid, 1980.

  • PINTOS VIEITES, Mª C: La política de Fernando VII entre 1814 y 1820. Pamplona, 1958.

  • SUÁREZ, F: La crisis política del Antiguo Régimen en España: 1800-1890. Madrid, 1950.

  • VOLTES BOU, P: Fernando VII. Vida y obra. Barcelona, 1985.

Autor

  • Carlos Herráiz García