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HistoriaBiografía

Díaz de Vivar, Rodrigo o El Cid (1043-1099).

Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Burgos.

Hidalgo castellano, nacido en Vivar (Burgos) hacia el año 1043, y fallecido en Valencia, el 10 de junio de 1099. Sobre el paradigma de héroe medieval castellano, elevado a la categoría de leyenda mediante la narración de sus hazañas en la literatura medieval peninsular, subyace un personaje real, un guerrero de la Edad Media, cuyas conexiones con la época son evidentes, especialmente con esa sociedad de frontera, creada al albur de las fricciones bélicas entre cristianos y musulmanes, pero también de la convivencia forzosa entre ambos grupos en épocas de paz. Con estos condicionantes previos, bastante lejos de las características mediante las que la literatura retrató al héroe, se intentará realizar en las siguientes líneas una aproximación a su figura histórica.

Fuentes para la biografía del Cid

Como en tantas ocasiones, la complejidad de encontrar fuentes sobre la vida de Rodrigo Díaz de Vivar es alta, sobre todo para distinguir el elenco de relatos objetivamente historiográficos sin la contaminación efectuada por sus características de héroe medieval. En el primer grupo de fuentes, que podrían denominarse como cronísticas-cristianas, estarían consideradas la Historia Roderici, la Crónica de Veinte Reyes, la Primera Crónica General de España, y la Crónica Adefonsi Imperatoris. Todas comparten el nexo de estar redactadas bastantes años después de las andanzas del Cid, con lo que el grado de contaminación literaria de sus descripciones debe ser correctamente analizado y contrastado a la luz de trabajos documentales.

Un segundo grupo de fuentes estaría compuesto por las crónicas y narraciones musulmanas, conjunto muy importante de noticias y responsable, como anécdota, del apelativo "Cid" que recibía el héroe ('cid' es la transliteración castellana del árabe 'sîdi', es decir, 'señor'). Desde la veterana edición, efectuada por E. García Gómez y S. Lévi-Provençal, de las Memorias de Abd Allah, cronista de los monarcas ziríes de Granada, la importancia de las fuentes musulmanas del siglo XI en la correcta ubicación histórica del Cid ha sido puesta de relieve por todos los especialistas en la materia, de entre los que se pueden destacar los trabajos de Mª J. Viguera. Por contra, este tipo de fuentes tiene el inconveniente de basarse en testimonios orales recopilados por el cronista, que aduce como datos históricos las opiniones de los contingentes bélicos musulmanes que combatían a los reinos cristianos de la península. A pesar de este inconveniente, las fuentes suelen, la mayoría de las ocasiones, validar otras afirmaciones contenidas en las crónicas cristianas, pero ello no excluye que, como en el caso de aquéllas, el cotejo documental tenga que ser obligatorio.

Un último grupo de fuentes, en toda su extensión, lo constituyen las literarias, sobre las que no se extenderán más palabras al respecto de su contaminación en el plano historiográfico. No obstante, también se debe destacar que es precisamente una fuente literaria, el Poema de la Toma de Almería (1147-1150), la que concretó la historicidad de nuestro personaje mediante la identificación del Mío Cid de los cantares de gesta como el mismo Rodrigo Díaz que existió en el siglo XI (Ipse Rodericus Díaz / saepe Meo Cid vocatus). Además, como ocurría con el caso del apodo Cid, es el poema latino Carmen Campidoctoris (Bibliothéque National de París, ms. latino 5132), el responsable del sobrenombre de Campeador ('campi doctor'), es decir, el destacado en el campo de batalla.

Véase Carmen Campidoctoris.

Por último, únicamente hay que señalar que, a pesar de que muchos de sus postulados críticos sobre el tema literario hayan sido superados o rebatidos en la actualidad, cualquier aproximación histórica del Cid Campeador ha de partir de los estudios efectuados por R. Menéndez Pidal, especialmente los dedicados a la historicidad del poema y la comparación entre la narración épica y la contemporaneidad histórica de Rodrigo.

Esbozo biográfico

En ninguna de las fuentes mencionadas con anterioridad se ha podido constatar cuál fue la fecha y el lugar de nacimiento del hidalgo castellano, aunque se admite como más probable la de 1043. Su familia pertenecía al estamento caballeresco, pero en el grado más bajo, la hidalguía (es más apropiado para la Alta Edad Media denominar a este estatuto como infanzonía). Su padre se llamaba Diego Laínez y tenía el dominio solariego de Vivar, pequeña villa situada a pocos kilómetros de Burgos. Diego Laínez estaba emparentado con el linaje de Laín Calvo, uno de los más antiguos de Castilla, el de los míticos "Jueces", aunque un gran número de investigadores duda acerca de la veracidad de esta filiación genealógica. Tras la muerte de su padre (hacia el año 1058), y como cualquier otro infanzón de su época, Rodrigo fue educado en las artes de la guerra, ocupación principal de los miembros de su estamento, y a la edad de catorce años pasó a servir al rey de Castilla Fernando I, concretamente en el séquito del príncipe Sancho, primogénito de Fernando y heredero del trono.

La primera intervención del Cid en el campo de batalla tuvo lugar en 1063, en uno de los conflictos internos entre los reinos peninsulares, que muestran bien claramente el universo fronterizo en que se insertaron las andanzas de Rodrigo. El rico reino taifa de Zaragoza, gobernado por al-Muqtadir, era objeto de las preferencias de Aragón y Castilla, pues el tributo anual que se cobraba por su protección era muy alto. El monarca aragonés Ramiro I, hermano de Fernando I, invadió el reino taifa en el año 1063, apoderándose de varios territorios e iniciando el asedio a la fortaleza oscense de Graus. El régulo zaragozano, que era vasallo de Castilla, solicitó la ayuda de Fernando I, por lo que éste decidió enviar un gran contingente de tropas al mano de su heredero, Sancho, ejército en el que también peleó el Cid. El resultado fue la muerte de Ramiro I, el control de Zaragoza por Castilla, y la primera actuación sobresaliente de Rodrigo; dos años más tarde, cuando Sancho fue elegido rey tras la muerte de su padre, le recompensó con el cargo de alférez de la corte, como premio a su entrega en la batalla de Graus.

El reinado de Sancho el Fuerte (1065-1072)

Como alférez de Sancho, Rodrigo Díaz de Vivar inauguró la que se supone su mayor época de actividad e intervención en los asuntos de la política castellana, aunque bien es cierto que no se tiene demasiada constancia y que, de cualquier forma, su participación debió de ceñirse al control de las líneas fronterizas entre Aragón y Castilla, sobre todo en el territorio zaragozano. De todas formas, tampoco hay que minimizar esta participación, pues Rodrigo mostró una fidelidad a la causa de Sancho poco común en la época en que los vínculos de fidelidad feudal no eran todo lo resistentes que se piensa, además de que la existencia de guerreros mercenarios era la tónica dominante. Siguiendo con ello, es muy posible que el Cid fuese uno de los más firmes baluartes del reino en la llamada Guerra de los Tres Sanchos, que enfrentó a las tres monarquías peninsulares más fuertes, gobernadas a la sazón por reyes homónimos: Sancho el Fuerte de Castilla, Sancho Ramírez de Aragón, y Sancho IV de Navarra. La participación de Rodrigo en este conflicto es la base de la narración literaria del Carmen Campidoctoris y de la Historia Roderici, por lo que, aunque sin pruebas definitivas, es posible que durante estos años tuviesen lugar algunos de los desafíos caballerescos, como el de Jimeno Garcés, narrados por aquellas fuentes.

Lo que sí parece quedar claro es que Rodrigo participó activamente en la defensa militar del territorio castellano oriental, sobre todo en la frontera con Zaragoza. Con el conflicto de los tres Sanchos a raya, el castellano inició la pugna por devolver la hegemonía territorial a Castilla, pues su padre, Fernando I, había decidido repartir sus territorios entre sus hijos; de esta forma, el segundogénito, Alfonso, era rey de León, mientras que un tercer hijo, García, lo fue de Galicia. De común y secreto acuerdo, los dos hermanos mayores iniciaron las maniobras para desposeer de su reino a García; Rodrigo Díaz de Vivar fue el encargado de comandar las tropas castellanas que se enfrentaron a los aristócratas gallegos partidarios de García en la batalla de Llantada (1068). La invasión castellana de Galicia, en la que también participó el Cid, no finalizó hasta el año 1071; en realidad, se ignoran muchos detalles al respecto.

Alfonso VI, rey de Castilla. Plaza de Oriente. Madrid.

Después de la ocupación de Galicia, las diferencias volvieron a surgir entre los dos hermanos, Sancho y Alfonso. Las cuestiones de hegemonía se dirimieron en la batalla de Golpejera (1071), en la que las tropas de Sancho, dirigidas por el Cid Campeador, derrotaron a la aristocracia afín a Alfonso, el cual hubo de refugiarse en Toledo, reino taifa protegido por Fernando I que, por su propio testamento, había quedado bajo la vigilancia (y el cobro de las ricas parias) de León, y no de Castilla, como era más lógico. De todas formas, Sancho el Fuerte creyó que, desaparecido Alfonso, el único problema para lograr su ansiada recuperación territorial se hallaba en Zamora, donde su hermana, Urraca, resistía a entregarle la fortaleza, acosada por tropas castellanas. En el año 1072, cuando el propio rey Sancho y su alférez Rodrigo encabezaban las tropas que, a mitad de camino entre el asedio y la negociación, sitiaban Zamora, el conocido episodio de Bellido Dolfos, el traidor regicida, acabó con el corto y bélico reinado del que había sido protector del Cid. No cabe duda de que, en cualquier caso, el ciclo de romances cidianos supo plasmar la crudeza del episodio zamorano con mayor impresión que los datos históricos.

Véase Romancero.

El Cid y Alfonso VI: de Santa Gadea a los malos mestureros

La entronización de Alfonso VI, heredero del reino tras la muerte de su hermano Sancho, supone uno de los momentos de encuentro en las fuentes literarias y fuentes puramente históricas. Tomando como base la épica cidiana (tanto en el Poema como en el romancero), Rodrigo Díaz de Vivar, alférez de Sancho, fue el encargado de hacer jurar al nuevo monarca que no había tenido nada que ver en la muerte de su hermano. Este acontecimiento, la famosa jura de Santa Gadea de la literatura medieval, no tiene ninguna confirmación histórica, salvo, como opina el historiador J. L. Martín (art. cit., p. 33), la lógica: "Sólo fuentes posteriores hablan del juramento exigido a Alfonso [...], pero es lógico que se exigiera alguna garantía antes de coronarle rey". Siguiendo la misma lógica, parece también factible que Rodrigo, uno de los más fieles guerreros del anterior monarca, participase de alguna manera en el acto.

Juramento de Santa Gadea. Hiráldez. Madrid.

En cualquier caso, el tópico de que el suceso de Santa Gadea enemistó para siempre a ambos personajes no es cierto, al menos a la luz de documentos históricos. En el año 1073, por ejemplo, el rey Alfonso ordenó a Rodrigo que interviniese en ciertos problemas que existían entre el monasterio burgalés de San Pedro de Cardeña y los habitantes de Orbaneja, lo que, en esencia, constituyó el primer contacto que tendría el Cid con el famoso cenobio castellano. Después de cumplir con el mandato, el monarca autorizó su boda con una de las damas de la aristocracia castellano-leonesa, Jimena, a la que la Historia Roderici hace hija del conde de Oviedo don Diego, dato que, objetivamente, no se puede confirmar, ya que el documento de arras supuestamente original (conservado en el Archivo de la Catedral de Burgos) contiene severas interpolaciones efectuadas en el siglo XII. Naturalmente, también cabe descartar el supuesto parricidio cometido por el Cid, homicida en combate singular del padre de su futura esposa, episodio cuyo contenido dramático engalanó la leyenda lírica de Rodrigo pero que no ofrece demasiados indicios de ser veraz.

Cantar de Mio Cid.

En los años siguientes, el Cid Campeador siguió contando con la benevolencia de Alfonso VI: el 13 de marzo de 1075 acudió como representante del rey al pleito que la iglesia de Oviedo mantenía con el conde Vela Obéquiz, dato que ha apoyado la filiación de Jimena en el conde Diego, pues Rodrigo no tenía ningún vínculo con la capital ovetense salvo, claro está, proteger los intereses de sus familiares. Al año siguiente, participó en las campañas bélicas de Castilla mediante las que se recuperaron la Rioja alavesa y los señoríos de Vizcaya y Guipúzcoa a la obediencia de Alfonso el Bravo. De igual modo, en el año 1080, y como prueba de su fama y celebridad en el reino, Rodrigo Díaz de Vivar figuró entre los asistentes al concilio de Burgos, en el que Alfonso VI decidió aceptar los Dictatus Papae de Gregorio VII, y adoptar el rito romano en detrimento del mozárabe, el de más uso en la liturgia peninsular. Volviendo con nuestro personaje, parece que, al menos durante ese año, la posición del Cid en la corte era envidiable. Sin embargo, es igualmente factible que el séquito aristocrático que había sido fiel a Alfonso durante los enfrentamientos, como los Ansúrez, condes de Carrión, iniciase su ascenso en la cúspide política del reino, deseosos de acabar con el protagonismo que Rodrigo había tenido en época de Sancho.

De entre todos ellos resuena el nombre del conde García Ordóñez, caballero leonés que sustituyó al Cid en el puesto de alférez y al que la literatura, de nuevo sin justicia objetiva, ha hecho figurar en el papel de acérrimo enemigo del infanzón de Vivar. De todas formas, sí existe constancia de que, cuanto menos, el conde García parece haber jugado a dos bandas en el oscuro episodio de las parias de 1079, cuando Rodrigo fue comisionado por Alfonso VI para cobrar el suculento bocado pagadero por el taifa de Sevilla, al-Mutamid; a su regreso a Castilla, el Cid y las tropas de su comitiva fueron atacadas por los musulmanes granadinos, acaudillados por su régulo, Abd Allah, pero que recibió el apoyo en el enfrentamiento de las tropas castellanas que habían ido a cobrar las parias a Granada. Casualmente, era el conde García el que mandaba esas tropas, y fue hecho prisionero por Rodrigo; de regreso a Castilla, ambos se acusaron de sedición, y Rodrigo llevó la peor parte, porque el rey validó la palabra de García. De igual modo, también es presumible la participación de los enemigos de Rodrigo en la algarada de musulmanes toledanos del año 1081, suceso que espoleó el destierro cidiano. Un pequeño grupo de toledanos, reino extraordinariamente protegido por Alfonso el Bravo antes de su definitiva conquista (1085), se atrevió a superar la frontera del Tajo, y el Cid defendió la territorialidad castellana. Bajo la acción acusadora del conde García Ordóñez, y la queja obstinada del régulo toledano, al-Qadir, Alfonso VI decidió castigar de manera ejemplar la intolerable desobediencia de su vasallo. Aunque de nuevo sin otro apoyo objetivo que la lógica, la acción del grupo que, en la lírica cidiana, oscila entre los malos mestureros y los enemigos malos, parece haber sido la causa del episodio real en la vida de Rodrigo.

El destierro: el Cid, guerrero de frontera (1081-1086)

La realidad del Cantar del Destierro fue que sólo unos pocos fieles acompañaron a Rodrigo de su partida de Vivar, hacia el incierto destierro con el que, in media res, se da inicio al poema épico castellano por antonomasia. Continuando con la lógica, parece también normal que al-Muqtadir, régulo de Zaragoza, se frotase las manos con el castigo del más famoso guerrero castellano: su taifa era uno de los más ricos, pero también el más estragado, por los tributos que pagaba a Castilla y el acoso constante de las monarquías navarra y aragonesa, y los condados barcelonés y urgelitano. Por eso, la necesidad de defensa del rey de Zaragoza, así como la necesidad de sustento por parte de Rodrigo, hicieron posible que el avezado jinete de Babieca entrase al servicio del régulo zaragozano. No obstante, al-Muqtadir sólo disfrutaría unos meses de la presencia del Cid en su corte, pues falleció a finales de 1081. Su hijo y sucesor, al-Mutamín, dispuso de Rodrigo para el primer conflicto que se avecinaba: su hermano al-Hachib, régulo de Lérida, Tortosa y Denia, invadió Zaragoza esgrimiendo sus derechos al gobierno de Zaragoza, acción que contó con la ayuda de tropas cristianas pagadas por sus aliados: Sancho Ramírez I, rey de Aragón y Navarra, y Ramón Berenguer II, conde de Barcelona. De nuevo Rodrigo hizo buena su fama de Campeador, pues derrotó a sus enemigos en la batalla de Almenara (1082), en la que hizo prisionero al conde de Barcelona, quien tuvo que pagar un voluminoso rescate en metálico, pago en el que iba incluida su famosa espada Colada, una verdadera joya de la industria bélica fabricada en Borgoña que pasó a ser la joya de la armería cidiana.

Cantar de Mío Cid.

A la muerte de al-Mutamín (1084), de nuevo su hijo y sucesor, al- Mustain, mantuvo a Rodrigo en el servicio de su causa, pues se tuvo que enfrentar a varios intentos de sedición, capitaneados esta vez por tropas aragonesas que, de nuevo, fueron vencidas por el Cid. No se sabe demasiado del devenir de Rodrigo en los dos años siguientes, aunque es fácil suponerle ocupado en la vigilancia de la frontera. En cualquier caso, dos hitos importantes han de ser destacados en estos años, con un sutil engarce entre la Historia general de la península y la historia particular del infanzón burgalés: en el año 1085, Alfonso VI conquistó Toledo y acabó con el gobierno musulmán de la antigua capital visigoda; pero, también en el año 1086, los poderosos almorávides norteafricanos, tras su desembarco en Algeciras, derrotaron a la coalición cristiana que les presentó resistencia en la batalla de Zalaca o Sagrajas. Estos dos acontecimientos produjeron, como se verá a continuación, grandes cambios en la vida de Rodrigo: fue perdonado de su destierro por Alfonso VI y, de vuelta a Castilla, se le envió a cumplir una misión en la que sería la segunda ciudad más ligada a su devenir histórico: Valencia.

Véase Almorávide.

El Cid y Valencia: la invasión almorávide (1087-1099)

Los acontecimientos citados en el apartado anterior se conectan con la historia del Cid de la siguiente forma: la conquista de Toledo, en realidad, se debió a que las tropas castellanas desbarataron una revuelta contra el régulo musulmán, al-Qadir, totalmente inclinado a la obediencia de Alfonso VI. Éste, que no quiso perder a tan valioso colaborador, intentó colocarle al frente del taifa valenciano, lo que chocó frontalmente con los intereses de los taifas de Lérida (y Ramón Berenguer) y Zaragoza (¡y el Cid!) Por otra parte, la derrota de Sagrajas actuó como repentino galvanizador de los contingentes cristianos: las disensiones internas eran propicias si el enemigo era tan débil como los taifas, pero, ante el poder almorávide, la unión de todos los efectivos parecía más aconsejable. En este contexto histórico, mensajeros de Alfonso VI anunciaron al Cid, en Zaragoza, el perdón regio de su ofensa. Después de que Rodrigo y sus guerreros tornasen a grand honra a Castiella, fueron enviados para proteger la débil situación de al-Qadir en Valencia (recuérdese que, indirectamente, había sido uno de los causantes del destierro), asediado por tropas musulmano-cristianas del conde Ramón Berenguer y de al-Mustain, régulo de Zaragoza (a quien, apenas unos meses antes, estaba sirviendo Rodrigo).

Para romper el idílico momento vivido entre el Cid y su nuevo y regio señor, otra vez parece que las sospechas, y no sólo en la literatura sino también en la realidad, apuntan hacia los malos mestureros, es decir, a los enemigos de Rodrigo en la corte castellana. El afán de Rodrigo por proteger Valencia de los ataques enemigos provocó una demora en demasía ante la orden de Alfonso VI de acudir a Toledo, que iba a ser supuestamente asediada por los almorávides. El retraso actuó como desencadenante del segundo destierro cidiano: al-Qadir, el hasta entonces fiel sirviente de los intereses del rey Bravo castellano, se desvinculó por completo de su obediencia, se proclamó régulo independiente de Valencia y, naturalmente, se hizo con los fieles servicios de Rodrigo Díaz de Vivar, de nuevo obligado al "mercenarismo" errante, para que fuese el brazo militar de su gobierno. La situación era crítica para el héroe: por una parte, no le quedaba más remedio que aceptar la oferta del sagaz al-Qadir, pero, por la otra, en caso de ataque castellano a las murallas, debía optar entre defender a su señor, para lo cual había comprometido su palabra de honor, o no pelear contra sus orígenes. El solemne juramento pronunciado ante al-Qadir acerca de que jamás empuñaría el arma ante tropas cristianas es, en esencia, una de las muchas contaminaciones literarias de la realidad histórica, mucho más abundantes en los últimos años de existencia del buen vasallo, que parecía haber encontrado definitivamente ese buen señor demandado por la lírica medieval.

El acoso almorávide a la capital del Turia fue constante entre 1083 y 1099, pero también la intervención de otros poderes en la zona. Así, en 1089, el ejército del nuevo conde barcelonés, Berenguer Ramón II, asedió Valencia, aunque la estrategia del Cid acabó por hacerle desistir de su empeño. Por otra parte, Alfonso VI volvió a requerir los servicios de Rodrigo en Aledo (Murcia), dentro de una inútil campaña de conquista de la región. El Cid, sabiendo que la ruptura era definitiva, se excusó esgrimiendo el asedio de Berenguer, lo que contribuyó a enfriar del todo la curiosa relación amor-odio entre rey y vasallo. Al año siguiente, una nueva ofensiva del belicoso conde catalán fue cortada de raíz por el Cid y sus tropas en la batalla de Tébar. A partir de entonces, el poderío musulmán provocó que las tropas de los diferentes reinos cristianos peninsulares no se acercasen por la zona (liberando al Cid de su pesada carga de honor), hasta la muerte de al-Qadir (1092), a manos de un grupo de quintacolumnistas afines a los almorávides. En teoría, el sucesor del finado régulo fue su hijo, Yusuf al-Qadi, pero en la práctica fue el propio Rodrigo quien, de manera autónoma (y no obedeciendo a Alfonso VI), asumió el control de la ciudad, situación mucho más visible tras el fallecimiento de Yusuf en 1094. En los cinco años en que el Cid dirigió la ciudad, firmó sendos pactos con el conde de Barcelona y con el monarca castellano en los que garantizaba la protección de la plaza para la causa cristiana a cambio de ayudas, refuerzos, y la promesa de no intervención catalana y castellana, cuestión que ambos gobernantes, temerosos tanto del poder cidiano como del almorávide, aceptaron gustosos.

La reorganización del enemigo permitió al Cid acometer varias empresas militares destinadas a mejorar su posición en Valencia, después de salvar, en el año 1093, un nuevo asedio almorávide a manos del general Abú Béker, el famoso rey Búcar del Poema de Mío Cid. Según la misma fuente literaria, esta derrota provocó el que la famosa espada Tizona, tal vez la tajadora más famosa del medievo hispano, fuese a parar a manos de Rodrigo, tal como recogió el anónimo compositor de la gesta cidiana (vv. 2425-2427):

Mató a Búcar, el rey de alen mar,
e ganó a Tizón, que mill marcos d'oro val.
Vençió la batalla maravillosa e grant.

En los años siguientes, el Cid continuó con esta labor de zapa contra los invasores musulmanes. Prueba de ello es la batalla de Quart (25 de octubre de 1094), en la que el puesto de vigilancia almorávide fue defenestrado, o la campaña de devastación territorial efectuada, entre 1097 y 1098, por la zona del valle del Júcar, en compañía de tropas de un inesperado aliado: el monarca navarro-aragonés Pedro I.

A pesar de la ocupación de Alcira (15 de agosto de 1097), el breve dominio de Murcia (mayo de 1098), o la toma de la capital del taifa de Murviedro, Sagunto (julio de 1098), las correrías se cerraron con un profundo pesar para Rodrigo, puesto que su único hijo varón, Diego Rodríguez de Vivar, falleció en el transcurso de la batalla de Consuegra (1098), un vano intento de extender su influencia hacia el oeste peninsular. De vuelta a Valencia, el Cid apenas sobrevivió un año, acuciado entre el dolor de la filial pérdida y el cada vez más amplio asedio almorávide. El día señalado fue el 10 de junio de 1099, en el umbral de una nueva centuria que, sin embargo, significaría la explosión de su aura legendaria.

Muerte de Rodrigo y descendencia

Tras el deceso, fue su propia esposa, doña Jimena, la que se hizo cargo del gobierno de la ciudad, en igualdad de condiciones que su difunto marido: de manera autónoma con respecto a los poderes castellano y catalán. No obstante, la situación desesperada hizo que ésta, y con ella las tropas del Cid, regresasen a Castilla en el 1101, poco antes de que la ciudad fuese tomada por los almorávides; entre los que regresaron a Burgos, como es lógico, también estaba el cadáver del héroe, que fue enterrado con todos los honores en San Pedro de Cardeña. Posiblemente, esta acción fuese el caldo de cultivo sociológico donde se fraguó la leyenda más fabulosa de Rodrigo: la de vencer una batalla después de muerto. No parece descabellado apreciar que, para un cristiano de la época, morir en Valencia y ser enterrado en Castilla era, desde luego, ganar una extraordinariamente compleja batalla. Aunque, de manera oficial, el segmento cronológico 1099-1101 marca el comienzo de la leyenda cidiana, todavía se pueden establecer algunas consideraciones históricas acerca de su descendencia.

De nuevo apelando a la lógica, es posible que Jimena volviese a Castilla, bien para compartir claustro con los restos del héroe en Cardeña, o bien (y algo más probable, desde la objetividad histórica) a regir sus dominios señoriales de Vivar. En cualquier caso, Jimena no tardaría mucho en acompañarle, al fallecer en 1104. Con respecto a los hijos del matrimonio, ya se ha visto anteriormente la triste suerte de Diego Rodríguez, el varón; las dos hijas del Cid, curiosamente, han sido objeto de la más interesante manipulación literaria, desde el nombre (doña Elvira y doña Sol fueron, en realidad, doña María y doña Cristina), así como especialmente en el tema de sus bodas. Aunque de nuevo el dramatismo épico de la Afrenta de Corpes se vea desdibujado por la realidad, nada más lejos de la veracidad histórica el que las hijas del Cid se casasen con los infantes de Carrión, pues los Ansúrez, como se ha visto en las primeras líneas, eran fervientes detractores de Rodrigo Díaz de Vivar. En este sentido, se trata de una de las más claras manipulaciones políticas de la leyenda y, en especial, del poema épico, pues el autor pretendió, de esta forma, destacar la valía del pequeño hidalgo por encima de la insidiosa nobleza cortesana, poniendo a disposición del Cid lo que, tal vez, la realidad le había negado: la posibilidad de venganza.

La manipulación es todavía mayor si se tiene en cuenta que, en el plano de la realidad histórica, los matrimonios fueron mucho más provechosos que los literarios, pues por mucho abolengo que tuviesen los condes de Carrión, no se podrían comparar al infante Ramiro Sánchez de Monzón, casado con doña Cristina, y al conde de Barcelona, Ramón Berenguer III, casado con doña María. De hecho, en el primer caso, el hijo de ambos cónyuges, García Ramírez, fue, andando el tiempo, rey de Navarra, contribuyendo a restaurar la independencia de este reino con respecto a Aragón, acción que le valió el apodo de García Ramírez el Restaurador. El que un descendiente del Cid ocupase un trono peninsular, además de poner un digno colofón al devenir de Rodrigo Díaz de Vivar, significó también otro aldabonazo en la caracterización legendaria del héroe, en especial porque, desde esa descendencia, por todas las casas reales medievales de la península corrió el reguero sanguíneo-genealógico de la estirpe cidiana. ¿Qué mejor final para el buen hidalgo castellano?

Valoraciones historiográficas sobre su figura

Ya durante su propio devenir vital, Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, recibió la amarga recompensa del doble rasero, calibre éste apreciable en varios aspectos: por una parte, la dudosa relación con Alfonso VI y los nobles castellanos, y por otra, la extraordinaria fama de sus acciones bélicas entre sus soldados y entre el pueblo llano, en general. Idéntica dualidad recibió por parte de los cronistas musulmanes, unos de sus muchos enemigos, que no cesaron de alabar su capacidad militar, al tiempo que le dedicaban los epítetos más hirientes precisamente por servir a un dios que no era el verdadero, sentencia ésta que, realmente, es muy similar al ¡qué buen vasallo si oviesse buen señor! con que se le dibuja en el Poema de Mío Cid. El héroe lírico saltó de la realidad a la leyenda, pero, a cambio de un lugar privilegiado en el seno de la fama, su figura ha sufrido constantes y truculentas manipulaciones.

La primera de todas es la literaria, pero no se hablará más de ella por dos razones: primero, porque ya se han dado los suficientes datos históricos como para contrastar la realidad del diseño artístico con que ha pasado a la literatura medieval, en especial, todos los tópicos fundamentados sobre él: la lealtad castellana, la sapientiae et fortitudo de su carácter, y la conversión lírica de su habilidad militar en una cuasi figura evangélica cristiana, con conversiones de alfaquíes y edificación de iglesias incluidas. En segundo lugar, el objetivo artístico de la gesta cidiana es, con todo, la más inocente y bella de las manipulaciones que puede sufrir la historia objetiva de un personaje que, como el Cid, debe la mayor parte de su conocimiento a plumas futuras, y no a su extraordinaria y presente habilidad con la espada. Además, la sociedad medieval de la península posterior a Rodrigo demandaba sociológicamente una figura de su entidad y relumbrón, por lo que la génesis de la épica del Cid, a su vez, conforma una parte de ese todo general que es la Historia.

Siguiendo con las manipulaciones, y a manera de cruel paradoja, es la Historia la que ha deparado al Cid Campeador las mayores injusticias. En principio, la recuperación de su devenir por la historiografía dieciochesca, influida por cierto resabio del Romanticismo, visible en pseudohistoriadores como Modesto Lafuente, pareció encumbrarle a idéntico lugar que ocupaba en la literatura cuando, en realidad, estaba cavando su fosa. Al idealismo del siglo XIX le atrajo su veta de conservadurismo puritano, cuestión que, a finales de esa misma centuria, fue cruelmente atacado por la corriente regeneracionista que, desde unos desasosegantes postulados vitales, atacó ferozmente un supuesto conservadurismo intolerable e intransigente del Cid. El propio Joaquín Costa, destacado miembro del regeneracionismo hispano, no dudó en culparle de todos los males de España y a decir que la solución pasaba "por echar doble llave a su sepulcro para que no vuelva a cabalgar". En la complicada España de entre siglos, la sorda recuperación de su figura en el ámbito poético, remarcada por aquellos poetas de la generación del 98 que, como Machado o Azorín, sentían también suya la austeridad del infanzón burgalés, fue acompañada por la ponderada labor del citado Menéndez Pidal, aunque, otra vez de manera triste, la facción triunfante en la Guerra Civil no dudaría en echar por tierra esta recuperación objetiva.

La historiografía franquista hizo del Cid un personaje ahistórico, sin pasado y sin realidad, para convertirlo en el paladín de una cruzada nacional que, inexistente en el siglo XI, tenía otras connotaciones, y no precisamente positivas, en el siglo XX. Así fue como el que tantas veces combatió defendiendo los intereses de reyezuelos musulmanes se convirtió en el paladín del cristianismo peninsular contra la turba africana; el dos veces desterrado caballero se transformó en el ideal de lealtad piadosa, pues ni siquiera se podía utilizar el recurso de la debilidad de un rey, Alfonso VI, que había sido el causante de la conquista de la ciudad imperial. El Cid y Valencia, por ejemplo, pasaron a convertirse en un mero y falsamente exegético precedente del general Moscardó y el alcázar de Toledo, y el propio "Cid" pasó a traducirse con el dudoso sentido de "caudillo", cuya obvia puerilidad no es preciso describir más. Únicamente las filologías, clásica, hispánica y arábica, mantuvieron encendida la llama de la realidad.

Hacia los años 70, las corrientes historiográficas estructuralistas, de cualquier ideología, obviaron a un personaje que, considerando su devenir historiográfico, se había convertido en un cúmulo de batallas sin ningún interés científico. Sólo en los años 80, el interés por la descripción de la coyuntura fronteriza volvió a retomar con justicia su figura, aseverando con certeza las visibles contradicciones de una época mal conocida. A pesar de esta lenta pero constante recuperación, el panorama a finales de los 90, entre el maremágnum boscoso de corrientes historiográficas, tampoco era precisamente halagüeño. Por una parte, el neopositivismo volvía a destacar los componentes que pueden ser demostrados con pulcritud, sin atreverse al reto de analizar las fuentes literarias con una nueva metodología, y abortando de esta forma cualquier intento de aproximación objetiva a Rodrigo Díaz de Vivar. Por otra parte, la historiografía de carácter nacionalista pasaba por encima de su figura sin apenas remordimiento, temiendo despertar alguno de los fantasmas franquistas, y viéndola como una burda y manipulable representación de un inexistente imperialismo castellano. Entre la desinformación reinante en los tiempos más modernos y la saturación obsesiva de los tiempos más lejanos, la única solución aconsejable es la de acercarse al Cid, a Rodrigo Díaz de Vivar, sin ningún tipo de rencores, sin ningún tipo de pretensiones y sin ningún tipo de falsas esperanzas. Sólo así será posible reconocer a un personaje contradictorio envuelto en un contexto temporal igualmente contradictorio, con la frontera como aliado más perceptible, para que, de esta forma, cada uno de los interesados en descubrir su realidad contribuya a cerrar la cicatriz cidiana en su doble vertiente: echar doble llave a su sepulcro, enterrando definitivamente manipulaciones del pasado, y ayudar a Rodrigo a, de verdad, vencer su última batalla después de muerto, aunque sea en el modesto plano historiográfico.

Bibliografía

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  • VIGUERA, M.J. Los reinos de taifas y las invasiones magrebíes. (Madrid: 1992).

Autor

  • Óscar Perea Rodríguez