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LiteraturaBiografía

Blasco Ibáñez, Vicente (1867-1928).

Narrador español, nacido en Valencia el 29 de enero de 1867 y fallecido en Menton (en la Costa Azul francesa) el 28 de enero de 1928. Autor de una vasta producción narrativa que partió de las claves estéticas y las coordenadas ideológicas del Naturalismo para acabar buscando un estilo llano y directo que llegase fácilmente a todo tipo de lectores, está considerado como una de las voces más destacadas de las Letras hispanas de finales del siglo XIX y comienzos de la centuria siguiente. Comprometido, además, con la política de su tiempo (en la que desplegó una intensa labor desde los postulados republicanos), desarrolló también una fecunda actividad de promoción cultural y divulgación ideológica entre las clases populares, a las que llegó directamente a través de las editoriales Sempere y Prometeo, que durante varios años estuvieron sujetas a su dirección. Fue, en su tiempo, el escritor español más leído dentro y fuera de las fronteras nacionales (con singular éxito de ventas en Europa y América), y llegó a ver cómo algunas de sus obras maestras -como la espléndida novela titulada Sangre y Arena (1908)- eran objeto de exitosas versiones cinematográficas realizadas por la industria de Hollywood.

Vida

Nacido en el seno de una familia perteneciente a la clase media levantina -su padre era un comerciante aragonés que regentaba un próspero negocio en la Ciudad del Turia-, recibió en su niñez una estricta formación religiosa que pronto comenzó a aborrecer, influido por las abundantes lecturas que devoraba bajo los dictados de su innata curiosidad intelectual. Desde su temprana juventud acusó una clara inclinación hacia el estudio de las humanidades y el cultivo de la creación literaria, por lo que, determinado a no seguir los pasos profesionales de su progenitor, con tan sólo doce años de edad se enfrascó en la redacción de su primera novela, a la que puso fin cuando había cumplido los catorce. Unos años después, se matriculó en las aulas universitarias de su ciudad natal para seguir la carrera de Leyes, y fue entonces cuando empezó a sentir el despertar de una conciencia política que, abiertamente escorada hacia el bando republicano, provocó su expulsión de la Universidad cuando sólo había completado los dos primeros cursos de dicha carrera.

Impulsado por su espíritu aventurero, su carácter inconformista y su talante revolucionario, el joven Vicente Blasco Ibáñez abandonó su Valencia natal para instalarse en Madrid, con la esperanza de hallar en la capital del Reino mejores cauces de propagación para sus intrigas republicanas y, sobre todo, con el deseo de empezar a ganarse la vida con el cultivo de la escritura. Sometido, por aquel tiempo, a grandes privaciones, conoció in situ los ambientes más sórdidos de la hambrienta bohemia madrileña, hasta que logró un interesante empleo como secretario-amanuense del celebérrimo escritor sevillano Manuel Fernández y González (1821-1888), a la sazón consagrado como el autor español más leído (y, sin duda alguna, también el más prolífico). Desde la cúspide de su fama y riqueza, Fernández y González -a quien se atribuye la autoría de unas doscientas novelas, además de numerosas piezas teatrales- se había entregado a una vida caprichosa y estrafalaria que le llevó a gastar gran parte de su inmensa fortuna -fue el escritor mejor pagado a mediados del siglo XIX- en juergas y amoríos, por lo que, en el momento de la llegada a Madrid de Vicente Blasco Ibáñez, se veía forzado a seguir produciendo regularmente esas interminables novelas folletinescas que tanto éxito tenían entre toda clase de lectores. El ritmo de escritura marcado por las exigencias de sus editores y la voracidad lectora de su público había obligado al autor de Los siete niños de Écija (1863) a contratar un secretario y un taquígrafo para que le auxiliasen en su vertiginoso proceso creativo; fue así como el joven e impulsivo Blasco Ibáñez se introdujo de lleno en los foros y cenáculos literarios madrileños, en calidad de copista de esas novelas por entregas que le dictaba el ya anciano Fernández y González, quien enseñó al futuro escritor levantino todos los secretos del oficio de narrador. Discípulo aventajado, Vicente Blasco llegó a concluir por su cuenta algunos de los argumentos esbozados con premura por su maestro, a quien luego habría de recordar con cariño y admiración, dándole el título de "resucitador de la novela española". Y, aunque la posterior obra narrativa del escritor valenciano no habría de acusar ninguna influencia temática ni estilística de la novelística folletinesca de Manuel Fernández y González (plagada de bandidos y contrabandistas, figuras del pasado histórico y -según qué ciclo- personajes del ámbito urbano sometidos a múltiples conflictos sentimentales), lo cierto es que esa estrecha relación profesional y humana entre el viejo escritor consagrado y el joven aprendiz de novelista permitió a Blasco Ibáñez no sólo aprender, en la mejor cátedra posible, las técnicas más efectivas de la narración, sino también desarrollar una envidiable facilidad y soltura expresivas que, a la postre, habrían de acercar el volumen de su producción impresa a la asombrosa fecundidad plasmada en la prolija bibliografía de su maestro.

La muerte de Fernández y González introdujo de nuevo en la peripecia vital de Vicente Blasco Ibáñez la zozobra y la inseguridad, dos lastres que habrían de acompañarle durante muchas fases de su rocambolesca andadura (digna, en sí misma, de ser narrada como si de una novela se tratase). Su participación activa en una sonada intriga republicana provocó su precipitada huida a París, en donde pasó dieciocho meses entregado a la lectura de los grandes autores del naturalismo francés, como Balzac (1799-1850) y Zola (1840-1902). Aprovechó también esta forzosa estancia en Francia para establecer contactos con los republicanos españoles exiliados en la capital gala -como el político y militar soriano Manuel Ruiz Zorrilla (1833-1895)- y con algunas de las principales figuras de la izquierda francesa -como el político y periodista Georges Clemenceau (1841-1929)-, y, a raíz de estas relaciones personales, comenzó a escribir una interesante Historia de la Revolución Española del Siglo XIX, obra que dio a la imprenta poco después en Barcelona, una vez que hubo puesto fin a su exilio parisino merced a la amnistía concedida a los perseguidos por causas políticas. Durante su estancia en la capital francesa, sobrevivió escribiendo diversos folletines por entregas y culminó su novela popular La araña negra (1898), inspirada en El judío errante, de Eugène Sué (1804-1857).

Tras su paso fugaz por Barcelona a la vuelta del exilio, Vicente Blasco Ibáñez se afincó de nuevo en su Valencia natal, donde se inició en el periodismo y adquirió pronto un merecido reconocimiento que le permitió fundar el rotativo El Pueblo (1891), un periódico de ideario republicano desde cuyas páginas lanzó virulentos ataques contra las autoridades españolas (especialmente, contra las encargadas de la política exterior), lo que le granjeó la admiración de las clases populares revolucionarias y la inquina de numerosos políticos conservadores. Recién casado, por aquel entonces, con una mujer a la que estaba vinculado por una lejana relación de parentesco (era hija de don Rafael Blasco y Moreno, magistrado de Castellón y poeta romántico seguidor de la estela del francés Lamartine (1790-1869), vivió durante aquella década final del siglo XIX numerosos episodios políticos que dieron con sus huesos en presidio en una treintena de ocasiones, circunstancia que incrementó el apoyo de quienes lo celebraban como autor -se hicieron famosas, por aquel tiempo, sus novelas ambientadas en tierras levantinas, como Arroz y tartana (1894) y La barraca (1898)- y, sobre todo, de quienes lo admiraban por la firmeza y rotundidad de sus ideas políticas. Ligado al republicano barcelonés Pi i Margall (1824-1901), desplegó una intensa labor activista en pro de la ideología republicana que, en 1895, a raíz de las revueltas en Cuba, le obligó a huir de nuevo precipitadamente de España, esta vez a bordo de un velero que le condujo hasta Italia, en donde continuó desarrollando su brillante trayectoria literaria y enviando a El Pueblo sus escritos.

A su regreso a España, fue acusado de haber participado en unas revueltas en las que no había tomado parte alguna, imputación de la que se derivó una nueva condena de privación de libertad que le fue conmutada por la pena de destierro. Instalado otra vez en Madrid, siguió escribiendo febrilmente y amplió su prestigio literario a la capital del país, que abandonó en 1898 para regresar a la Ciudad del Turia. Pocos días después, a raíz del desastre colonial en Cuba, recrudeció sus dicterios contra la política exterior del Gobierno español y, acusado de anti-patriota, fue recluido durante un año en una prisión valenciana, de la que salió convertido en un héroe del republicanismo local.

Merced a la exitosa divulgación de sus artículos periodísticos y a la fama que ya había adquirido en su condición de novelista, protagonizó a su salida de la cárcel una fulgurante campaña política que le situó en el Parlamento español en calidad de diputado por Valencia, representación que mantuvo durante seis legislaturas, compaginando sus labores políticas con su incesante actividad literaria. Pero, impulsado de nuevo por ese espíritu inconsciente y aventurero que gobernaba todos sus actos, en 1909 abandonó la seguridad de su escaño y los beneficios que le reportaban sus escritos literarios y periodísticos para trasladarse a Suramérica y fundar, en la Patagonia argentina, dos colonias agrícolas (bautizadas por él mismo como "Cervantes" y "Nueva Valencia") que, inspiradas en un revolucionario proyecto económico de su invención, fracasaron estrepitosamente por falta de base financiera. Vencido por la amargura y totalmente arruinado, regresó a España con la intención de consagrarse de lleno a la creación literaria y, tras conseguir algún dinero merced a las colaboraciones que le seguían demandando los principales medios de comunicación, abandonó de nuevo su país natal para fijar su residencia en París, en donde le sorprendió el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Decididamente alineado en el bando de los aliados, Blasco Ibáñez emprendió en la prensa gala una apasionada campaña destinada a que el Gobierno español se uniera también al frente de las potencias occidentales contrarias a la ambición expansionista de Alemania; y simultáneamente, comenzó a redactar una monumental Historia de la guerra europea, al tiempo que elaboraba dos grandes novelas que, centradas en la conflagración internacional -Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916) y Mare Nostrum (1918)-, le convirtieron en el escritor europeo más leído y traducido del momento (con la primera de ellas obtuvo, en 1924, el segundo puesto en las valoraciones de los lectores de habla inglesa de la prestigiosa publicación neoyorquina Revista Internacional del Libro). Pronto se hizo, gracias a este éxito internacional de su obra, con una inmensa fortuna que le permitió regresar a España e instalarse en su país natal como uno de los escritores más ricos y homenajeados del mundo (llegó a cobra mil dólares por cada uno de los artículos que enviaba a los Estados Unidos de América); pero la implantación del régimen dictatorial de Miguel Primo de Rivera (1870-1930) provocó su airada protesta y, poco después, su nuevo abandono del país que le había visto nacer, en donde siempre estuvo incómodo a causa de sus ideas progresistas.

Volvió, pues, a afincarse en su amada Francia, en donde pasó los últimos años de su vida rodeado del lujo y la opulencia que había adquirido con la única ayuda de su pluma, y asediado constantemente por periodistas, editores y productores cinematográficos que intentaban hacerse con sus artículos, sus derechos de autor y su autorización para llevar sus novelas a la gran pantalla. Mimado por la fama y la fortuna, no perdió, empero, un ápice de ese aliento rebelde y apasionado que le había llevado a tomar parte, a lo largo de toda su vida, en decenas de duelos y polémicas; y llegó incluso a provocar algunos altercados diplomáticos entre Madrid y París, a causa de unas declaraciones públicas -muy difundidas por todos esos medios de comunicación que le rendían tributo- que arremetían violenta y malévolamente contra la Monarquía española (el 15 de enero de 1925, el Gobierno de Primo de Rivera ordenó el embargo de los bienes del escritor, dos días después de haber gestionado su extradición). Idolatrado por los guionistas de Hollywood -que hallaron en sus obras una constante fuente de inspiración a la hora de buscar argumentos de realista y apasionada crudeza- y por los editores y agentes literarios de todo el mundo -sus obras fueron traducidas a más de diez idiomas, entre ellos el japonés y el ruso-, Vicente Blasco Ibáñez perdió la vida un día antes de cumplir los sesenta y un años de edad, mientras descansaba del bullicio parisino en la bella localidad marítima de Menton.

Viajero incansable por Europa y América, recorrió gran parte de los países del Nuevo Continente pronunciando conferencias y recibiendo tributos de admiración y respeto, tanto por la innegable calidad de su prosa de ficción como por su defensa firme y sostenida de la democracia republicana. En el transcurso de la Primera Guerra Mundial, el Gobierno francés premió su toma de partido a favor de los aliados con la entrega de la Orden de la Legión de Honor de la República Francesa; y, entre otros muchos honores y distinciones internacionales, en 1920 fue investido doctor honoris causa por la Universidad George Washington.

Obra

En su faceta de narrador, Vicente Blasco Ibáñez tenía concluida una primera y precocísima novela a los quince años de edad, escrita en lengua valenciana y titulada La torre de la Boatella (1882), obra de la que pronto renegó el autor levantino, al igual que de sus primerizas entregas folletinescas, más inducidas por la necesidad que por la inspiración. Así pues, puede afirmarse que, al margen de estas narraciones juveniles de escasa hondura y nula consistencia, Blasco Ibáñez irrumpió en el panorama literario nacional a comienzos de la última década del siglo XIX, cuando recogió en el volumen titulado Cuentos valencianos (1893) algunos de los relatos que venía publicando entre las páginas del rotativo El Pueblo. Estas narraciones breves, plagadas de detalles coloristas y fantásticos que describen a la perfección la tierra natal del autor y la idiosincrasia de sus pobladores, abren el primero de los cinco amplios apartados en que el propio autor quiso dividir a grandes rasgos su obra, en un intento de organizar desde criterios temáticos una producción tan vasta y variada que -a su modo de ver- no admite una propuesta de clasificación mucho más precisa y detallada.

Novelas de ambiente levantino

Tras la publicación de los citados Cuentos valencianos (1893) -que anunciaban bien a las claras, desde el privilegiado frontispicio de su título, la intención de Blasco Ibáñez de reflejar los ambientes y personajes característicos de su patria chica-, el autor de Valencia dio a la imprenta la novela Arroz y tartana (1894), considerada -dentro de este apartado de las narraciones de ambiente levantino- como la pieza que mejor describe la ciudad que le vio nacer. Un año después, fue el mar de Levante el protagonista ambiental de su siguiente entrega poética, Flor de mayo (1895), a la que luego se sumaron las novelas de la huerta valenciana, La barraca (1898), y de su más preciado fruto, Entre naranjos (1900); la novela de la arqueología regional, Sónnica la cortesana (1901), y la novela de la Albufera de Valencia, Cañas y barro (1902). Dentro de este grupo temático hay que situar también la narración extensa titulada La condenada (1900), plagada de riquísimos matices sensuales que ponen de manifiesto la belleza de su tierra natal y las formas de ser de sus gentes. La crítica especializada ha sido unánime al apreciar que el entusiasmo regionalista (que estalla, en muchas ocasiones, en la descripción morosa y detallada de las más antiguas tradiciones de la zona levantina) y el desgarro naturalista del entonces joven escritor valenciano sitúan todas estas obras de su primera etapa entre lo más granado del conjunto de su producción literaria.

Novelas ideológicas

Tras haber reflejado a la perfección el amor y la devoción que sentía hacia su patria chica, Vicente Blasco Ibáñez se enfrascó en la redacción de una serie de novelones de contenido ideológico en los que dejó bien patentes sus tesis revolucionarias y su airado anticlericalismo -presente ya, este último, en los diez volúmenes del folletín juvenil La araña negra (1898), un auténtico panfleto antijesuita-. Narraciones de rebeldía social y espiritual son estas obras que conforman el segundo bloque temático de su obra, en el que, bajo los títulos de La catedral (1903), El intruso (1904), La bodega (1905) y La horda (1905), aparece el Blasco Ibáñez activista político y luchador social, empecinado en la implantación del socialismo republicano y en la redención de la clase proletaria. La acumulación de tesis socio-políticas en menoscabo de la imaginación creadora sitúa estas cuatro novelas entre lo más mediocre de su obra.

Novelas psicológicas

En una tercera fase de su producción literaria, el escritor valenciano apeló a la introspección psicológica -que tampoco estaba ausente en sus etapas anteriores- para dar cuenta de una serie de conflictos humanos que hallaron su mejor formulación en la mundialmente conocida Sangre y arena (1908), así como en otras novelas tan notables como La maja desnuda (1906), Los muertos mandan (1908) y Luna Benamor (1909). Idéntico calado en el dibujo del perfil psicológico de los personajes se aprecia en otras narraciones posteriores incluidas en este bloque temático, en las que Blasco Ibáñez reflejó los fracasos de sus rocambolescas experiencias en Hispanoamérica, como Los argonautas (1914) -en la que se explayó sobre el fenómeno universal de la emigración- y La tierra de todos (1922) -donde pasó revista a la aventura de la colonización.

Vicente Blasco Ibáñez, Sangre y arena.

Novelas de la guerra

El estallido, en 1914, del conflicto bélico internacional suscitó dos reacciones inmediatas en un autor de la talla de Vicente Blasco Ibáñez, la primera ligada a su condición de hombre público y la segunda inserta de lleno en su dimensión de literato. Así, mientras que por un lado se volcó en la defensa del frente aliado y recabó, desde la prensa gala, la participación activa de España en la contienda, por otra parte encaminó los contenidos de su narrativa hacia los temas bélicos, para acabar dando a la imprenta una novela que, en muy poco tiempo, le consagró como una de las cumbres de la literatura occidental de la época. Se trata de la espléndida narración extensa titulada Los cuatro jinetes del Apocalipsis (1916), a la que pronto añadió otros títulos centrados también en la guerra, como Mare Nostrum (1918) y Los enemigos de la mujer (1919). Estas tres obras no sólo contribuyeron a expandir el prestigio literario del escritor valenciano por todos los rincones de América y Europa, sino que también se convirtieron en los productos salidos de su imaginación que mayores beneficios económicos le reportaron. Parte de estas pingües ganancias procedían de la excelente adaptación al cine de Los cuatro jinetes del Apocalipsis, rodada en 1921 por el cineasta irlandés Rex Ingram (1892-1950), y protagonizada por un joven actor norteamericano de origen italiano que estaba llamado a convertirse, a partir de su gran actuación en la versión cinematográfica del texto de Blasco Ibáñez, en el gran latin lover de su generación: Rodolfo Valentino (1895-1926). Al cabo de cuarenta años, la vigencia del magnífico relato del escritor levantino dio pie a otra exitosa adaptación de Los cuatro jinetes... a la gran pantalla, ahora rodada por el genial director estadounidense Vincente Minnelli (1910-1986), quien contó con uno de los mejores repartos del momento (integrado por Charles Boyer, Lee J. Cobb, Glenn Ford, Angela Lansbury y, entre otros, Paul Lukas).

Este feliz encuentro entre la narrativa de Vicente Blasco Ibáñez y la industria de Hollywood dio paso, en 1922, a la adaptación al cine de Sangre y Arena, que rodada por el director norteamericano Fred Niblo (1874-1948), confirmó el estrellato del citado Valentino y abrió una estela de remakes entre los que cabe resaltar la versión de 1941 -firmada por Rouben Mamoulian (1898-1987) y protagonizada por John Carradine, Rita Hayworth, Tyrone Power y Anthony Quinn- y la de 1989 -rodada por Javier Elorrieta, con guión de Rafael Azcona y Ricardo Franco, e interpretación de Christopher Rydell, Sharon Stone, Ana Torrent y José María Caffarel.

Novelas históricas

Cabe citar, por último, el quinto bloque temático de la producción literaria de Blasco Ibáñez, integrado por una serie de narraciones en las que el autor valenciano pretendió reconstruir y reivindicar algunos de los episodios y personajes más representativos de la historia de España. Al margen de esa primera incursión en la narrativa histórica presente ya en Sónnica la cortesana (1901) -incluida, por su prospección arqueológica en el pasado remoto del territorio ocupado actualmente por Sagunto, entre las novelas de ambientación levantina-, destacan en este quinto apartado de su obra otras excelentes narraciones como El papa del mar (1925) -centrada en la figura excepcional del antipapa Benedicto XIII, más conocido como "el Papa Luna"-, A los pies de Venus (1926), El paje del mar (1927), En busca del gran Khan (1928) y El caballero de la Virgen (1929).

Otras obras

En la extensa y variadísima bibliografía de Vicente Blasco Ibáñez tienen cabida otras muchas obras que no pueden incluirse en los cinco grandes bloques temáticos estudiados en parágrafos anteriores. Se trata de novelas de aventuras como las tituladas El paraíso de las mujeres (1922), La reina Calafia (1923) y El fantasma de las alas de oro (1930); novelas cortas como El préstamo de la difunta (1921), Las novelas de la Costa Azul (1927), Las novelas del amor y de la muerte (1928) y El adiós a Schubert (1929), y libros de viajes como En el país del arte (1896), Oriente (1907), La Argentina y sus grandezas (1910) y La vuelta al mundo de un novelista (1925). Cabe, asimismo, recordar -aun contraviniendo con ello la voluntad expresa de Vicente Blasco Ibáñez, que las repudió ferozmente en su edad adulta- las narraciones folletinescas que escribió en sus años mozos, entre las que figuran los ya citados diez volúmenes de La araña negra (1898); los cuatro tomos de ¡Viva la República!; Roméu, el guerrillero; El conde Garci-Fernández, y las leyendas y tradiciones recopiladas bajo el título de Fantasías. Otras obras suyas no mencionadas hasta ahora son los tres primeros tomos de los nueve que conformaron la Historia de la Gran Guerra europea, así como los polémicos artículos recogidos en el volumen titulado El militarismo mejicano (1921), que fue muy mal recibido en el país azteca.

Estilo

Las claves del extraordinario éxito popular de que gozaron las novelas de Vicente Blasco Ibáñez radican en su voluntaria elección de un léxico realista, unos argumentos sencillos, unos temas universales (el amor, el odio, la lucha por la vida, etc.) y, sobre todo, unos procedimientos narrativos de manifiesta simpleza. La suma de todos estos ingredientes arroja como resultado unos textos veristas destinados a un lector no demasiado exigente; textos que pueden ser amenos o desgarradores, amables o dramáticos, pero siempre limitados a una exposición superficial de la realidad descrita, carentes de la profundidad con que un Balzac cala en las miserias de la condición humana, o de la hondura que exhibe un Zola al adentrarse en los aspectos más sórdidos de las sociedades contemporáneas.

Cuando Blasco Ibáñez empieza a publicar sus narraciones naturalistas, el naturalismo ya es una propuesta estética e ideológica en franca decadencia, por lo que tal vez el autor levantino, consciente de este desfase en sus modelos inmediatos, se queda con los elementos más visibles o superficiales del naturalismo (la miseria, la corrupción, la pérdida de valores morales) para manejarlos como meros ingredientes decorativos, sin adentrarse en mayores profundidades especulativas que, por un lado, habrían alejado de sus libros a una amplia masa de lectores, y, por otro lado, tampoco quedaban al alcance de un autor que, si bien sobresalía por su poderosa capacidad inventiva y su excelente dominio del lenguaje llano, carecía del calado intelectual y los conocimientos culturales necesarios para ensayar algunas propuestas de mayor rigor filosófico.

Por lo demás, supo apelar con brillantez y eficacia a las inquietudes cotidianas de esa vasta legión de lectores que, insensible a dicha falta de calado intelectual, se dejaba arrastrar por sus proclamas demagógicas y panfletarias acerca del socialismo, la fuerza de los países aliados contra Alemania, los vicios y defectos seculares de la Iglesia, etc. Entre sus mayores logros estilísticos, resulta obligado señalar su innegable capacidad -dotada de un cierto tono lírico- para la descripción de paisajes y la ambientación de sus obras en esa tierra levantina a la que tanto amó, siempre rodeada en sus textos de abundantes notas mediterráneas que dejan bien patentes las excelencias pictóricas de su estilo (el azul del mar, la luminosidad solar, los contrastes de luces y sombras, etc.), enriquecidas por otros muchos rasgos ambientales que apelan de contino a los sentidos (como, por ejemplo, el aroma que desprenden los naranjos). Y, entre sus grandes limitaciones y carencias, también es necesario reparar en su impericia para lograr el equilibrio necesario entre descripción y narración, propia de quien se deja arrastrar por una verborrea retórica desmesurada; en su torpeza en la construcción del diálogo, casi siempre prolijo y artificioso en su obra, y en ese cúmulo de concesiones demagógicas y populacheras que, si bien le aseguraron un éxito inmediato entre una amplia gama internacional de lectores, dejaron entrever su incapacidad para indagar con lucidez en ese vacío existencial del ser humano que, en el fondo, parecía siempre atormentarle.

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Autor

  • J. R. Fernández de Cano.