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HistoriaPolíticaLiteraturaBiografía

Azaña Díaz, Manuel (1880-1940)

Manuel Azaña, presidente de la Segunda República Española. E. Segura.

Político, abogado y escritor español, presidente del Gobierno (1931-1933, 1936) y presidente de la II República (1936-1939), nacido en Alcalá de Henares el 10 de febrero de 1880, en el seno de una familia liberal de clase media alta, y muerto en Montauban, Francia, el 3 de noviembre de 1940.

Síntesis biográfica

Manuel Azaña era el segundo de los tres hijos que tuvo el matrimonio entre Josefa Díaz-Gallo y Muguruza y Esteban Azaña Catarineu. Su madre falleció en 1889 y al año siguiente falleció su padre. Huérfano, fue criado por su abuela paterna. Estudió en el colegio Complutense, en el instituto Cardenal Cisneros y, desde 1893, en el colegio de los agustinos de El Escorial. En 1897 comenzó sus colaboraciones periodísticas en la revista Brisas del Henares, firmando sus artículos bajo el seudónimo de Salvador Rodrigo.

En 1898 se licenció en Derecho por la Universidad de Zaragoza y el 20 de junio de 1900 se doctoró en la Universidad Central de Madrid con la tesis La responsabilidad de las multitudes. Meses después de presentar su tesis, comenzó a trabajar como pasante en el bufete de Luís Díaz Cobeña. En 1901 inició sus colaboraciones con la revista Gente Vieja, en la que mantuvo el seudónimo de Salvador Rodrigo. Al año siguiente pronunció un discurso en la Academia de Jurisprudencia, sobre la Libertad de asociación. Su estancia en Madrid se vio interrumpida por la necesidad de desplazarse a Alcalá para ocuparse de los intereses familiares. Los negocios acabaron en fracaso y con la ruina del patrimonio familiar.

En 1909 ingresó en el cuerpo de abogados de la Dirección General de Registros. Continuó colaborando con diversas publicaciones, como La Avispa o La Correspondencia, bajo el seudónimo Martín Piñol. También en estos años pronunció discursos como el famoso: El problema español. Entre 1911 y 1912 estuvo en París, donde entró en contacto con la vida política e intelectual francesa y estudió la organización de su Ejército. Fruto de este viaje fue la obra de 1919 Estudios de la política francesa contemporánea.

A partir de 1913 comenzó su acercamiento a la política, al ingresar en el Partido Reformista de Melquiades Álvarez. Fue uno de los fundadores de la Liga de Educación Política de Ortega y Gasset. Su carrera política continuó con la fundación de Acción Republicana en 1925 y con la integración de este partido en Alianza Republicana en 1930. Firmó el Pacto de San Sebastián, acuerdo firmado por los opositores a Alfonso XIII y a la Monarquía como forma de gobierno. El fracaso de la Sublevación de Jaca le obligó a esconderse en casa de sus suegros.

Entre 1913 y 1920 fue secretario del Ateneo de Madrid, del que en 1930 fue elegido presidente, y viajó a los frentes de Francia e Italia desde donde enviaba crónicas a varios periódicos. Las colaboraciones con la prensa y las conferencias fueron una constante en estos años. En 1918 fundó Unión Democrática Española y entre 1919 y 1920 regresó a Francia como corresponsal de El Fígaro. Al volver a España, colaboró en la revista España y fundó La Pluma (1920); además, colaboró en los diarios El Imparcial y El Sol. En 1927 escribió la novela El jardín de los frailes, en 1928 la obra teatral La Corona y entre 1930 y 1931 la inconclusa novela Fresdeval. Tradujo las Memorias de Voltaire y La Biblia en España de George Henry Borrow. Publicó también los ensayos: Plumas y palabras (1930) y La invención del Quijote (1934). El 27 de febrero de 1929 contrajo matrimonio en Madrid con Dolores Rivas Cherif.

Cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó la II República Española, Azaña fue nombrado ministro de Guerra del gobierno provisional de Alcalá Zamora. Entre el 14 de octubre de 1931 y el 9 de septiembre de 1933 fue presidente del Gobierno. En estos dos años desarrolló una intensa tarea reformista, como ministro de Guerra trató de reformar el Ejército y como presidente del Gobierno aprobó el Estatuto de Autonomía de Cataluña y la Ley de Reforma Agraria. La oposición de los sectores tradicionalistas, junto con el insurreccionalismo anarquista, desestabilizaron su gobierno. Las medidas políticas adoptadas por Azaña le granjearon el desprecio de los conservadores y el no apoyo de los obreros. Tras la sangrienta represión de los anarquistas de Casas Viejas, el prestigio de su gobierno se vino abajo y el 9 de septiembre de 1933 dimitió.

Desde la oposición, en abril de 1934, formó con los partidos de Marcelino Domingo (radical-socialista) y Santiago Casares Quiroga (Organización Republicana Gallega Autónoma), Izquierda Republicana. En octubre fue detenido en Barcelona bajo la falsa acusación de estar implicado en los sucesos revolucionarios del 6 de octubre en Asturias (véase, Revolución de Octubre). Fruto de su encarcelamiento fue el libro Mi rebelión en Barcelona (1935). En enero de 1935 fue liberado. En 1934 había escrito el ensayo político: En el poder y en la oposición.

A lo largo de 1935 dio una serie de mítines que tuvieron gran audiencia popular. Estos mítines se publicaron como Discursos de campo abierto (1936). Su popularidad le convirtió en el eje de la coalición política del Frente Popular que triunfó en las elecciones de febrero de 1936. El 10 de mayo de 1936 dimitió para presentar su candidatura a la Presidencia de la República. Elegido por las Cortes, comenzó a ejercer la presidencia pocos días después, en sustitución de Diego Martínez Barrio. El 17 de julio estalló el levantamiento militar que dio lugar a la Guerra Civil.

En octubre de 1936 el Gobierno Azaña abandonó Madrid, asediado por las tropas franquistas, y se refugió en Barcelona. En 1937 escribió La velada de Benicarló. Más adelante se instaló en Valencia, donde continuó con sus diarios Los cuadernos de La Pobleta. Sus reiterados intentos de llegar a una paz negociada fracasaron. En julio de 1938, pronunció su famoso discurso de las tres "P" (Paz, piedad y perdón). El 7 de febrero de 1939, tras la caída de Cataluña, se exilió en Francia, allí, el 27 de febrero, dimitió como presidente de la República. El 3 de noviembre de 1940 falleció en Montauban, Francia, donde se encontraba exiliado desde el fin de la Guerra Civil.

Como creador literario, Azaña sorprende por la variedad de sus escritos y su precocidad. Su obra literaria de plenitud se inserta dentro de la generación de 1915 de Ortega y Gasset, Marañón y Américo Castro. Como crítico literario destacan sus estudios sobre Juan Valera y Cervantes, entre los que cabe citar Vida de don Juan Valera, que le valió el Premio Nacional de Literatura en 1926. Sus memorias de los últimos años se recogen en Memorias políticas y de guerra, Cuaderno de la Pobleta y Cuaderno de Pedralbes. Fue un brillante orador político y por ello gozó de fama en su momento, ya que sus discursos eran ampliamente seguidos por el pueblo.

Los primeros años: dudas e incertidumbres

Manuel Azaña nació en el seno de una familia de la burguesía alcalaína de ideas liberales. Como miembro de la clase dirigente, el joven Azaña recibió una educación esmerada, pero las tempranas muertes de sus progenitores dejaron a los tres hermanos Azaña en una complicada situación afectiva.

El joven Azaña, indolente e indeciso, reflexionaba sobre su vida y alcanzaba la conclusión de que no iba hacia ningún sitio. Sus días se sucedían sin novedad y se sentía incapacitado para acabar ninguno de los múltiple proyectos que iniciaba.

En 1898 llegó a Madrid para realizar sus estudios de doctorado en la Universidad Central, dos años más tarde presentó su tesis: la Responsabilidad de las Multitudes. En esa época, entró en contacto con la vida política y la intelectualidad madrileña, visitó frecuentemente el Ateneo y participó de las discusiones de la Institución, pero pronto perdió interés. A los 22 años, Manuel Azaña pronunció su primer discurso público, en la Academia de Jurisprudencia, trataba sobre la libertad de asociación. En esos momento, todo parecía presagiar un brillante futuro al joven Azaña, doctor en Derecho, tenía trabajo en un respetable bufete y su conferencia provocó el interés de ilustres personajes de la jurisprudencia. Sin embargo, Azaña no emprendió una exitosa carrera, reclamado por asunto familiares, regresó a Alcalá para ponerse al frente de los negocios familiares, los cuales acabaron en un completo desastre y en la ruina familiar. Durante casi diez años llevó una vida tranquila, dedicado al estudio (aprobó una oposición para la Dirección General de los Registros y del Notariado en 1909) y a colaborar con la revista alcalaína La Avispa y en La Correspondencia. En 1911 reapareció públicamente al pronunciar una conferencia en la Casa del Pueblo de Alcalá de Henares, el título: El problema español.

Sus problemas económicos se solucionaron tras aprobar las oposiciones a la Dirección General de Registros, por lo que pudo regresar a Madrid. Al poco tiempo, en 1911, obtuvo una beca de la Junta de Ampliación de Estudios que le llevó a París. En la capital francesa estuvo hasta finales 1912, dedicado a la lectura y asistiendo a cursos y conferencias.

A su regreso a España, fue elegido, en 1913, en la candidatura presidida por Romanones, como Secretario del Ateneo de Madrid. En octubre de ese mismo año, Azaña ingresó en el Partido Reformista y formó parte de los fundadores de la Liga de Educación Política de Ortega y Gasset. Años más tarde, en 1918, Azaña fue también uno de los fundadores de Unión Democrática Española. En 1920 empezó a editar La Pluma, revista literaria muy apreciada por la intelectualidad del momento. Posteriormente, dirigió la revista España. Por medio de estas publicaciones, Azaña no sólo entabló contacto con intelectuales, también con la clase política. Pese a todo, Azaña se sentía frustrado, se lamentaba de no acabar de definir su vida, no había logrado cimentar su carrera política al negarse a participar en el viciado sistema de la Restauración; tampoco su carrera literaria, tenía pánico a que algunas de sus obras fuera rechazada y eso acabara con sus anhelos de escritor; gestionaba el Ateneo, pero no lo dirigía. Azaña había escrito en 1919 un gran volumen sobre la política militar francesa, que no interesó a nadie, había realizado una brillante traducción de La Biblia en España, de Borrow; estudió la figura de Juan Valera y escribió una biografía por la que le concedieron el Premio Nacional de Literatura en 1926, pero el libro no se publicó; había pronunciado eruditas conferencias, que posteriormente se publicaron en forma de libros, pero su brillante oratoria no parecía llevarle a ningún sitio; escribió una obra de teatro imposible de representar, trató de escribir una novela, pero no logró acabarla, tampoco acabó su proyecto de tres volúmenes sobre la política francesa, ya que sólo escribió el primero. Azaña se desesperaba en busca de su auténtica vocación, todo lo había probado y a nada había llegado. No fue hasta 1930 cuando Manuel Azaña emergió realmente en todo su brillo, no fue hasta ese momento, cuando su oratoria abandonó los salones del Ateneo para alzarse en los mítines políticos y asombrar a la intelectualidad española y a la clase política. Azaña, que no había sido capaz de encontrar su sitio hasta ese momento, pasó en un año de presidente del Ateneo a presidente del Gobierno; de una multitud de vocaciones vacilantes a una férrea decisión, la política.

De reformista a republicano

Su carrera política se inició en 1913, al ingresar en el Partido Reformista, no obstante, entre 1913 y 1923 su principal ocupación no fue la política sino el Ateneo. A partir de 1923, con el golpe de Estado de Primo de Rivera, y a lo largo de los siete años que duró la dictadura, Manuel Azaña se convirtió en un convencido republicano, se puso a la cabeza de un grupo de intelectuales que se oponían a la Monarquía y a la dictadura (desde Alianza Republicana) y, en definitiva, empezó a tomarse más en serio su vocación política.

Entre 1913 y 1930 se produjo pues la evolución del pensamiento de Azaña desde sus ideales reformistas hasta su convencido republicanismo. Durante la mayor parte de este período, lo que realmente fue Azaña fue un demócrata radical. Para él, la solución a los males de España pasaban por la instauración de un sistema plenamente democrático. Para Azaña, el problema de España radicaba en que unas pocas familias se habían hecho con el control del Estado, por ello, rechazó formar parte del aparato de Gobierno y participar en el reparto de prebendas, igualmente rechazó olvidarse del Estado y tratar de crear un nuevo sistema de organización; no, para Azaña la solución pasaba por lograr conquistar el Estado y convertirlo en el motor del cambio de toda la sociedad.

En los primeros tiempo, Azaña no hablaba de republicanismo, su única pretensión era la reforma radical del Estado, pero veía completamente factible que dicha reforma pudiera tener lugar desde dentro del sistema monárquico. Su anhelo era evitar la revolución social que muchos grupos preconizaban, ya que rechazaba de plano el derramamiento de sangre como medio para lograr sus fines políticos. Azaña soñaba con la reforma radical del Estado, pero manteniendo el orden social y desde la moderación política; estos ideales los encontró en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez.

Las ideas reformistas de Azaña se encontraban en sintonía con lo que sucedía entonces en el Ateneo de Madrid. Desde su primera estancia en Madrid, Azaña había asistido a las reuniones del Ateneo y había participado en las discusiones políticas. El Ateneo de su primera estancia en Madrid, era la cuna del Regeneracionismo, sin embargo, a partir de 1930 el Ateneo, presidido por Azaña, se reformó y la vieja Generación del 98 dio paso a nuevos aires cargados de Reformismo, a la Generación del 14. Desde el Reformismo brotó la idea de cambiar el Estado desde dentro, participando en las instituciones vigentes para lograr transformarlas. La nueva generación de intelectuales rechazaba completamente los postulados derrotistas de la Generación del 98, mientras que en política se encontraba alejada tanto de los partidos monárquicos como de los republicanos y socialista. Esta corriente encontró su paradigma en Ortega y Gasset, el cual fundó en 1913 la Liga de Educación Pública, todo un manifiesto de intenciones del grupo. En todos los vaivenes políticos de estos años participó Manuel Azaña, su nombre apareció con frecuencia en textos fundacionales de publicaciones, partidos o manifiestos políticos.

Como dijimos, Azaña estaba convencido de la necesidad de cambiar el Estado desde dentro, pero sin contar con los partidos políticos de la Restauración, los cuales no habían logrado más que el fracaso absoluto de sus postulados y se habían convertido en el principal problema del país. Por este motivo, se desengañó del Partido Reformista cuando este aceptó hacia una alianza con los liberales para entrar en el Gobierno. Azaña continuó aún formando parte del partido, pero se fue alejando y eso provocó que no entrase en el juego de los repartos de influencias y cargos. Su vida política se estancó para desesperación de Azaña, que veía una vez más como otro de sus proyectos vitales quedaba suspendido.

Desengañado con la actitud de Melquiades Álvarez, Azaña encontró refugio en su puesto de secretario del Ateneo. Entre 1913 y 1920 se ocupó de reformar el Ateneo, sanear sus cuentas y dar un impulso decisivo a su papel como Institución. Su labor fue tal que durante esos años el Ateneo de Madrid vivió una época de esplendor. El pensamiento político de Azaña se fue radicalizando, al tiempo que su oratoria fue desarrollándose. Así, durante la Primera Guerra Mundial, Azaña mostró un fiel compromiso con la causa de los Aliados, por ello, y en representación del Ateneo, viajó, junto a intelectuales de la talla de Américo Castro, Rafael Altamira, Miguel de Unamuno o Menéndez Pidal; por los frentes de guerra. De igual modo, atacó la neutralidad de España en el conflicto y a aquellos que deseaban el triunfo de Alemania. En esta época, Azaña pasó de identificar al Estado como el principal problema de España, a considerar que las penurias del país se debían a una poderosa minoría social que, para mantener su posición privilegiada, perpetuaba la miserable condición del resto de la nación. Azaña, alababa a Francia e Inglaterra, cuyos pueblos eran libres y sus estados fuertes, de ahí su actitud en la Guerra Mundial, frente a las tendencias neutralistas defendidas por el Partido Reformista. Por ello, se inició la ruptura definitiva de Azaña con el reformismo y su conversión a la democracia radical, así, en 1918 se convirtió en uno de los fundadores de la Unión Democrática Española. Al año siguiente, publicó Estudios de política francesa contemporánea, donde criticó el papel del ejército español en la vida política del país y lo enfrentó al ejército francés, garante de las libertades y de la seguridad de Francia.

En 1919, sin nada que le atase en Madrid y hastiado por la deriva que había tomado el Partido Reformista, al que aún pertenecía, Manuel Azaña decidió emprender un viaje por los frentes de la recién acabada Guerra Mundial, con el pretexto de enviar artículos para un efímero periódico, El Fígaro. De nuevo en Francia, tras su primera desilusión con la política española, Azaña se dedicó a no hacer nada, a ver pasar los días entre lecturas y paseos, a refugiarse en su mundo interior y aislarse del resto.

De vuelta en España, el golpe de Estado de Primo de Rivera, el 13 de septiembre de 1923, llevó a Azaña a la ruptura definitiva con el Partido Reformista, incapaz de aceptar que el reformismo aceptase sin más la implantación de la dictadura y su convivencia con la Monarquía. Azaña trató de que el Partido Reformista reaccionara, pero por ello fue expulsado. El ideal de juventud de cambiar el Estado desde dentro, había fracasado ante la negativa de la Monarquía a democratizarse, por ello, para Azaña la única salida que quedaba era derrocar a la Monarquía e instaurar la República. La evolución del pensamiento de Azaña fue recogida por él mismo en el manifiesto: Apelación a la República, escrito en mayo de 1924, en el que hizo un llamamiento a una gran coalición frente a la Monarquía y el Absolutismo. Pese a los deseos de Azaña, su manifiesto encontró serias dificultades para publicarse y una vez logrado, fueron pocos los que se adhirieron. Azaña se encontraba políticamente aislado, sus antiguos compañeros reformistas nada quisieron saber de él, al tiempo que tanto los republicanos históricos como los socialistas permanecían ocultos ante el temor de represalias. Los artículos que escribió en estos momentos, en contra de la Dictadura, tuvieron que ser publicados en Francia o Argentina, ya que nadie se atrevía a publicarlos en España. El enfrentamiento con la Dictadura provocó además el cierre de España en marzo de 1924.

En 1925, Azaña, junto con José Giral y Enrique Martí Jara, fundó un nuevo grupo político, Acción Republicana. En el manifiesto fundacional, escrito por Azaña, se retomaron las mismas ideas que había expuesto en la Apelación a la República. Pero, una vez más, las adhesiones brillaron por su ausencia. Ante la falta de entusiasmo despertado, la nueva formación no podía hacer otra cosa que buscar el apoyo de otras fuerzas políticas, así, se produjo el acercamiento de Acción Republicana al Partido Radical de Lerroux, la unión de ambas fuerzas dio lugar en 1930 al partido Alianza Republicana. Desde ese momento, Azaña y el resto de líderes republicanos se dedicaron a conspirar contra la Monarquía, pero con poco éxito dada la férrea censura de la dictadura y la clandestinidad a la que se veían sometidos.

Pasado el entusiasmo inicial, Azaña se desesperaba ante la inactividad de los republicanos. Muchos eran los planes y más aún las charlas en los cafés y las discusiones, pero pocas, muy pocas las acciones. Ante esta situación, Azaña se volcó en su vocación literaria. En 1927 publicó El jardín de los frailes y un ensayo sobre la obra de Juan Valera, Pepita Jiménez; el año anterior había obtenido el Premio Nacional de Literatura por su ensayo: Vida de don Juan Valera; en febrero de 1928 publicó su obra teatral, La Corona.

El 27 de febrero de 1929, Manuel azaña contrajo matrimonio, en la madrileña iglesia de los Jerónimos, con Dolores de Rivas Cherif, hermana de su gran amigo Cipriano de Rivas.

Los años del triunfo, el advenimiento de la República

El 28 de enero de 1930, Miguel Primo de Rivera presentó su dimisión irrevocable a Alfonso XIII y abandonó España. La crisis de Gobierno fue inmediata y la Monarquía se apresuró a tratar de buscar un sucesor al dictador que asegurase su mantenimiento. En febrero de ese mismo año, en Madrid y en las principales ciudades españolas no se hablaba de otra cosa que de la inminente revolución y de la llegada de la República. El fin de la Monarquía era comentado en las tertulias, los cafés, los ateneos y hasta por las calles. Al fin, tras tantos años de estar en el centro de la vida política e intelectual y al mismo tiempo al margen de ellas, ante Azaña se presentaba la oportunidad de dejarse ver, de salir de las sombras en las que parecía haber transcurrido su vida. Efectivamente, Manuel Azaña cambió las tertulias de café por las calles, las reuniones clandestinas en casas de amigos por las asambleas políticas y los mítines multitudinarios a cielo abierto.

La debilidad del Gobierno del general Berenguer provocó una relajación notable de la censura, lo que a su vez propició el nacimiento de nuevas publicaciones y el despertar de un fuerte interés por los republicanos. Los principales líderes republicanos se apresuraron a llenar las librerías con sus libros, así como los periódicos con sus entrevistas y artículos. Además de los textos, fue espectacular la explosión de mítines, en el Ateneo, en la Academia de Jurisprudencia, en el Colegio de Abogados e incluso en los teatros, cines y plazas de toros.

Fue en este contexto donde emergió Azaña como líder no sólo de Acción Republicana, ni tan siquiera de Alianza Republicana, Azaña se convirtió en el líder más sólido de cuanto abogaban por el establecimiento de la República. Su discurso fue el más claro y contundente, sus constantes llamamientos a la unidad de los republicanos frente a los enemigos de la República, lograron aglutinar en torno a su figura infinidad de voluntades. Las ideas de Azaña pronto empezaron a dar frutos, así, el 14 de mayo de 1930, se alcanzó un acuerdo entre Alianza Republicana y el Partido Radical Socialista para aunar esfuerzos en pro de la instauración de la República en España. Esta primera colación se amplió, el 17 de agosto, en el Pacto de San Sebastián, a todos los partidos representativos del republicanismo, el objetivo era claro: implantar cuanto antes la República.

El 29 de septiembre de 1930 se convocó un gran acto en pro de la República en la plaza de toros de Madrid. Este acto, al que acudirían los diferentes partidos republicanos unidos, se convirtió en una manifestación multitudinaria del pueblo en favor de la República. Manuel Azaña instó en su discurso a terminar con la Monarquía, al tiempo que situó al pueblo como el sujeto de la revolución republicana, no nos da la gana seguir siendo vasallos; queremos la libertad, llegó a afirmar. Azaña habló de revolución ya que su idea no era sólo acabar con la Monarquía sino además derruir todo el sistema político que la acompañaba, era necesario reformarlo todo, acabar con el caciquismo, con las injusticias, con el poder del ejército y el clero, era necesario en suma, crear un nuevo Estado y para ello era imprescindible la participación del pueblo y no sólo de unas élites más o menos aburguesadas. Azaña planteó ya entonces la necesidad de que todos los republicanos trabajasen juntos, que nadie quedase al margen de la revolución, era imprescindible formar una gran coalición republicana en la que tuvieran cabida tanto los burgueses como el proletariado.

En el verano de 1930 Manuel Azaña fue elegido para la Presidencia del Ateneo, en una votación en la que la suya era la única candidatura. Como presidente del Ateneo, Azaña se lanzó a una labor reformadora que perseguía recuperar el esplendor perdido por la Institución durante la dictadura de Primo de RIvera. Logró, en poco tiempo, sanear las cuentas y poner en marcha un plan de obras y remodelación de las instalaciones. Bajo la presidencia de Azaña, el Ateneo se convirtió en un órgano político desde el que se denunciaban los abusos cometidos por la Dictadura. El comité revolucionario se reunía asiduamente en el Ateneo y allí fraguaba sus planes y conspiraciones.

A partir del 17 de agosto de 1930 se produjeron una serie de conversaciones entre los republicanos y los socialistas para tratar de aunar esfuerzos en su lucha común. Maura y Azaña, en representación de los republicanos, se entrevistaron con Besteiro, líder del PSOE y la UGT, el cual se mostró reticente en un principio a apoyar la causa republicana. En octubre, los republicanos presentaron a los socialistas un plan perfectamente orquestado para iniciar la revolución. Ante esto, los socialistas, guiados por Largo Caballero, aceptaron participar. El 19 de octubre Largo Caballero, Besteiro y Fernando de los Ríos, por parte socialista, se reunieron con Alcalá Zamora y Azaña para acordar las condiciones de la participación socialista en la sublevación. El plan de Azaña y los republicanos consistía en que al tiempo que los militares comprometidos con la sublevación saliesen de los cuarteles, los socialistas lanzarían una huelga general, de forma que la revolución naciera no de una asonada militar sino del propio pueblo. Fue en el transcurso de una de estas reuniones cuando se alcanzó el acuerdo para el reparto de los ministerios de la futura república, hubo algunos problemas de asignación, pero nadie discutió que Azaña debería ocupar el Ministerio de Guerra, ya que era el único de los presentes que había realizado algún estudio sobre el ejército. Por lo tanto, estos acuerdo no sólo eran compromisos para poner en marcha una sublevación, eran pactos de gobierno para fundar la República en unas sólidas bases que garantizaran su éxito.

Para Azaña, a diferencia de otros muchos republicanos, era fundamental la alianza con los socialistas, pensaba que la República estaría condenada al fracaso si marginaba a las clases obreras. El proletariado suponía una fuerza creciente e imparable, organizada en partidos y sindicatos, que no podía ser marginada de la vida política. Al mismo tiempo, trató de evitar el riesgo de una revolución social, que él creía consecuencia inevitable de la marginación de los obreros de la vida política. La República, para Azaña, no era viable si no contaba con una gran apoyo social y eso es lo que trató de asegurar en los acuerdos alcanzados con los socialistas el 20 de octubre de 1930.

El 12 de diciembre de 1930 estalló la esperada sublevación en Jaca. El resultado fue desolador, los sublevados se quedaron solos y fueron fácilmente controlados por el Gobierno. La sublevación militar estalló un viernes y la huelga general no podía comenzar hasta el lunes, demasiado tiempo para que los militares se sostuvieran en solitario; por otro lado, las órdenes de huelga enviadas por UGT no siempre llegaron a tiempo y cuando lo hicieron no siempre fueron obedecidas, el resultado fue que no hubo tal huelga y que los militares republicanos se encontraron completamente solos, carentes de apoyo popular alguno. Tras el fracaso de la Sublevación de Jaca, los principales líderes republicanos fueron encarcelados, el Ateneo clausurado y los socialistas perseguidos; Azaña desapareció de la vida pública y se refugió en casa de su suegro. En este encierro, Azaña empezó a escribir una nueva novela: Fresdeval, que no llegó a terminar; al mismo tiempo, fue publicado su libro Plumas y palabras, que recibió una buena acogida de la crítica.

Las elecciones de 1931, la República según Azaña

A principios de abril de 1931, Azaña rompió su silencio de varios meses y publicó una serie de reflexiones sobre la situación política y sobre el modo en el que la República debería ser instaurada. Se mostraba completamente contrario a que se produjera una transición entre la Monarquía y la República, ya que pensaba que ningún gobierno instaurado por la Monarquía tendría validez. Azaña consideraba que la República sólo podría triunfar por medio de una revolución social y que esta había comenzado con la sublevación de diciembre de 1930.

El 12 de abril de 1931, ante la crisis de gobierno y el malestar popular, el ejecutivo presidido por el general Aznar se vio obligado a convocar elecciones. El calendario electoral preveía convocar sucesivamente elecciones a todos los órganos de Gobierno, empezando por los cargos municipales, pero el resultado de esta primera consulta precipitó los hechos. En las elecciones del 12 de abril, la opción republicana ganó en 41 de las 50 capitales de provincia. Dos días más tarde, el 14 de abril, se proclamó la República en las principales ciudades del país. El Comité Revolucionario constituido en Gobierno provisional se hizo cargo del Ministerio de la Gobernación y Alfonso XIII abandonó el país.

La Segunda República

En el Gobierno provisional, además de ministro de Guerra, Azaña se convirtió en presidente de Acción Republicana y en diputado en el Congreso. Desde el ministerio, Azaña puso en marcha una profunda reforma del ejército; pero como diputado, impulsó medidas reformadoras y trató de definir el rumbo que debería tomar la República. Azaña se mostró partidario de una República radical cuyo deber era la ruptura total con el pasado y la profunda transformación tanto del Estado como de la sociedad. Al mismo tiempo, mantuvo la idea de la revolución social como punto de partida de la recién nacida República, la legitimidad de las reformas que pretendía impulsar venía dada por ese carácter revolucionario de la República y por tanto, por el triunfo del pueblo frente a la tiranía monárquica. Dentro de la ruptura total con el pasado, Azaña dio especial importancia a la necesidad de acabar con el caciquismo a cualquier precio, incluso a costa de perder seguidores. Para Azaña, el caciquismo era el enemigo a derrotar, la República sólo podría ser tal si conseguía una transformación radical de la sociedad desde su misma base. El Estado que Azaña defendía en sus discursos debía ser parlamentario, pacifista, laico y social.

Azaña consideraba que las Cortes eran la auténtica representación de la soberanía popular, por lo que ninguna institución ni ninguna persona podrían estar por encima de las Cortes. Del mismo modo, Azaña consideraba imprescindible que se aceptara una amplia autonomía de los municipios y de las distintas regiones, pero siempre respetando el sistema republicano como base imprescindible de gobierno. Dado que en el ideario de Azaña la República era la paz, no había necesidad de un ejército fuerte y que tuviera peso en la vida política, era imprescindible establecer una sociedad desmilitarizada y en ello trabajó desde su puesto de ministro de Guerra. Azaña promulgó decretos y leyes tendentes a reducir la desproporcionada oficialidad del ejército, así como a reducir sus gastos y sus privilegios sociales. En cuanto a la cuestión religiosa, Azaña era partidario de la laicidad y de la separación entre Iglesia y Estado. Para resolver esta cuestión era imprescindible redactar una Constitución que regulase las relaciones entre ambos poderes y que evidenciara la ruptura entre ellos.

Azaña, ministro de Guerra

La labor de Azaña al frente del Ministerio de Guerra fue febril durante los meses del Gobierno Provisional. El 17 de abril de 1931, publicó el primer decreto: la derogación de la ley de Jurisdicciones. El día 22 de abril publicó un nuevo decreto por el que obligaba a todos los oficiales a prestar un juramento de adhesión y fidelidad a la República, aquellos que no quisieran prestarlo, eran libres para abandonar el ejército y no serían perseguidos por ello. Dos días más tarde, un nuevo decreto regulaba el paso a la reserva militar de buena parte de la oficialidad, se ofreció a todos aquellos militares que lo solicitaran, su salida del ejército con el mantenimiento íntegro de sus sueldos. El 27 de abril, también por decreto, anuló la convocatoria de exámenes de ingreso a la Academia General Militar. A principios de mayo un nuevo decreto trató de regular el sistema de destinos y ascensos del ejército. A finales del mes, Azaña decretó la reducción y reorganización de las unidades militares. En apenas dos meses, Azaña había llevada a cabo la parte más importante de su programa de reforma militar. Azaña no era antimilitarista, pretendía reformar el ejército para hacerlo más efectivo en el cumplimiento de sus deberes, pero no acabar con la institución. El objetivo de esta reforma no fue otro que el de dotar a la República de un ejército útil para defender el territorio nacional, un ejército menos numeroso pero más moderno, que costase menos mantener y que estuviera debidamente equipado.

A lo largo del mes de junio de 1931, Azaña continuó con su plan de reforma militar. El 3 de junio se reformó la organización del ejército de África y el día 16 suprimió los gobiernos militares, las prerrogativas de capitán general y el grado de teniente general. El 4 de julio reorganizó el Ministerio de Guerra, restableció el Estado Mayor Central y creó el Consejo Superior de Guerra. A todo esto, se sumó un aumento en la paga de los soldados y el fin de las cuotas destinadas a redimir a los reclutas del servicio militar, que él consideraba universal y uniforme para todos los españoles.

La reforma militar de Azaña también se extendió a los aspectos jurisdiccionales del ejército. Así, el 11 de mayo redujo la jurisdicción de los Tribunales de Guerra y disolvió el Consejo Supremo de Guerra y Marina, que sustituyó por una Sala de Justicia Militar en el Tribunal Supremo.

De ministro de Guerra a presidente

Pese a su incansable labor reformista de los primeros meses, nadie contaba con que Azaña pudiera alcanzar un puesto de mayor relevancia dentro del Gobierno. Tras las elecciones para los Cortes constituyentes del 28 de junio de 1931, Azaña se convirtió en diputado y su voz empezó a hacerse oír en el Parlamento y en las calles. En el verano de 1931 Azaña se había convertido en uno de los políticos más influyentes de la República e importantes intelectuales como Ortega y Gasset, elogiaban su gestión política.

Los resultados de las elecciones a las Cortes constituyentes evidenciaron varias cosas, por un lado que nadie tenía los votos necesarios para gobernar, por lo que se imponía una coalición; al mismo tiempo, quedaba claro que tanto socialistas como radicales tendrían que formar parte de la misma, ya que sumaban gran número de votos y sería muy complicado que uno de ellos estuviera en la oposición. Además, el poco apoyo conseguido por el partido de Alcalá Zamora, que hasta entonces había ocupado la presidencia del Gobierno Provisional, hacía necesario un cambio en la dirección de la República.

Manuel Azaña se mostró inflexible, era imprescindible votar la Constitución antes de hablar de cambios en el Gobierno, tenía claro que Alcalá Zamora no podía seguir siendo presidente y era evidente que acabaría dimitiendo, pero era necesario que se mantuviera la coalición del Gobierno Provisional hasta que la Constitución de la República y las principales leyes complementarias fueran aprobadas (la ley agraria, la electoral, los presupuestos...).

Azaña era el único de los ministros que había conseguido poner en marcha su programa reformador, pero este no era el único motivo de su creciente éxito. Manuel Azaña era, desde el 13 de septiembre, el presidente de un partido pequeño (Acción Republicana) dentro de la coalición de Gobierno, pero un partido que se reveló como fundamental dado el deterioro de las relaciones entre radicales y socialistas. Esto unido a la contundencia de sus discursos y la claridad de sus ideas, fueron los motivos que lograron encumbrarlo como la cabeza más visible del nuevo Gobierno. En estos meses, Azaña se convirtió en el nexo de unión entre los radicales y los socialistas, lo que a la postre le sirvió para afianzar su posición política y le hizo ganarse el favor de unos y otros. Mientras los socialistas y los radicales discutían, Azaña empleó sus esfuerzos en fortalecer Alianza Republicana, para lo que contó con el apoyo de su propio partido, Acción Republicana. Los socialista se negaban a que Lerroux, al que achacaban tendencias conservadoras, se convirtiera en el presidente de la República; al mismo tiempo, alababan la gestión de Azaña como ministro de Guerra. Los socialistas, pese a su amplio respaldo electoral, carecían de los votos necesarios para exigir la Presidencia de la República, la cual debería recaer sobre un republicano y ante la negativa de que éste fuera Lerroux, Azaña era el candidato que se perfilaba con mejores opciones, el único al que los socialistas apoyarían.

En octubre de 1931 un asunto delicado produjo una precipitación de los hechos. En esas fechas, las Cortes constituyentes iniciaron el debate sobre el papel de la Iglesia católica en la República. En el proyecto constitucional, el artículo 24 hablaba de la libertad religiosa, el fin de las ayudas económicas a la Iglesia católica, la supresión de las órdenes religiosas y la confiscación de sus bienes. La Iglesia trató de llegar a acuerdos con el Gobierno para suavizar el texto de dicho artículo, pero fracasó. El 13 de octubre se produjo el debate en el Congreso sobre el asunto religioso. Azaña, que en la intimidad siempre se mostró respetuoso con la Iglesia, había culpado a la misma de gran parte de los problemas del pueblo, sobre todo a raíz de la convivencia de la jerarquía eclesiástica con la dictadura de Primo de Rivera. La discusión parlamentaria sobre el artículo 24 suponía una amenaza para la estabilidad de la coalición de Gobierno, ya que los diferentes partidos mantenían posiciones encontradas. Esta posible ruptura era lo que más preocupaba a Azaña y lo que finalmente le hizo intervenir en el debate. El discurso de Azaña ante las Cortes, sin duda el más importante de su carrera política, perseguía el objetivo de mantener a los partidos de derechas en el Gobierno y al mismo tiempo que conseguir que los socialistas y radicales aceptasen una reforma del artículo 24 y no abandonasen el Gobierno. Azaña propuso que no se disolvieran todas las órdenes religiosas sino sólo aquellas que no reconocían la autoridad del Estado o que podían poner en peligro su existencia, al mismo tiempo, propuso que se prohibiera a las órdenes religiosas ejercer la enseñanza y desarrollar actividades comerciales o mercantiles. Además, la Compañía de Jesús, cuyo cuarto voto (la obediencia al Papa) la convertía en un peligro para el Estado, debía ser disuelta de forma inmediata. La radical novedad del discurso de Azaña salió de una premisa que en aquel momento hasta los propios obispos contemplaban: España había dejado de ser católica. Por ello, mientras que los obispos planteaban la necesidad de lograr la ayuda del Estado para que volviera a serlo, Azaña defendió la necesidad de reorganizar el Estado para adecuarlo a la nueva realidad en la que la Iglesia no podía seguir teniendo el sitio que había ocupado durante siglos. El impresionante discurso de Azaña finalizaba con este llamamiento a los socialistas: (...) la manera de que el texto constitucional, sin impediros a vosotros gobernar, no se lo impida a los demás que tienen derecho a gobernar la República española, puesto que la han traído, la gobiernan, la administran y la defienden. Los socialistas, sorprendidos por Azaña, acabaron por aprobar su propuesta.

El día siguiente al discurso de Azaña, Alcalá Zamora presentó su dimisión como presidente del Gobierno Provisional. En principio la sucesión le correspondería a Lerroux, pero éste la rechazó y se la ofreció a Azaña, considerando que él era el único capaz de mantener el difícil equilibrio de fuerzas que sustentaban la República. La derecha republicana había abandonado el Gobierno y Azaña se había convertido en el nuevo presidente, así que los puestos dejados por los ministros de derechas fueron cubiertos por personas de confianza del nuevo Presidente. Ante el temor de que Alcalá Zamora pasara a encabezar una corriente contraria a la República, Azaña le ofreció la Presidencia de la República, la cual aceptó el 11 de diciembre de 1931.

Presidente del Gobierno

La primera medida de Azaña como presidente, fue dotar al Gobierno de mayores poderes frente a los enemigos de la República. Para ello, logró que el parlamento aprobase la ley de Defensa, con lo que concedió a su Gobierno un arma para hacer frente a la amenaza de los monárquicos y de los anarcosindicalistas. Posteriormente, Azaña trató de poner orden en la caótica situación del funcionariado. Decretó la reducción de los festivos, unos horarios más rígidos, unas leyes de incompatibilidad más estrictas y el cierre de numerosos centros de la Administración. Poco días más tarde, en calidad de Ministro de Guerra, dio un nuevo decreto por el que creaba el cuerpo de suboficiales.

La labor reformista se vio pronto interrumpida, ya que el 12 de diciembre, ante la inestabilidad del Gobierno, Azaña presentó su dimisión al presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora. Tanto los radicales de Lerroux como los socialistas de Besteiro acordaron que la única salida posible de la crisis era la vuelta de Azaña y la formación de un gobierno de coalición entre republicanos y socialistas. Azaña aceptó siempre y cuando el gobierno fuera realmente de coalición. Una vez que Azaña tuvo elegidos a todos sus nuevos ministros, la crisis volvió a abrirse y Lerroux, enfadado por el reparto de poder, salió del Gobierno; que quedó así formado por los socialistas, Acción Republicana, Esquerra Republicana, los radical/socialistas y la Federación Republicana Gallega.

A principios de marzo de 1932, de la mano de Hernández Barroso, Manuel Azaña ingresó en la logia masónica La Matritense, a la que pertenecían un buen número de radicales. Posiblemente, este acto se debió al deseo de Azaña de recomponer la unidad de los republicanos, rota tras la salida del partido de Lerroux del Gobierno en la crisis de diciembre. Por su parte, los radicales en la oposición, como el propio Azaña temía, viraron su política hacia los partidos republicanos de derechas y desdeñaron los puentes tendidos por Azaña para que regresaron a la coalición gubernativa.

En julio de 1932, estalló una violenta disputa parlamentaria entre los radicales y republicanos conservadores, contra la izquierda republicana y los socialistas. Los dos primeros grupos querían ver a los socialistas fuera del Gobierno y se lanzaron sobre Azaña, sabedores de que era él el único capaz de mantener en pie la coalición gubernativa. La ofensiva política fue frenada en seco cuando la República tuvo que hacer frente a la asonada militar protagonizada el 10 de agosto por el director de Carabineros José Sanjurjo.

Como presidente del Gobierno, Azaña tuvo que hacer frente a numerosas insurrecciones de todo tipo, ante las cuales sólo contaba con la Ley de Defensa de la República. Siempre se mostró inflexible a la hora de castigar a los culpables y ello fue aprovechado por sus enemigos políticos para acusarle de tirano y despreciar su política social. Desde junio de 1931, la CNT empezó a realizar llamamientos a la clase obrera para que iniciara una revolución verdaderamente social, la revolución del proletariado. Para ello, la CNT puso en marcha una campaña de huelgas generales que paralizaron la economía del país. La primera huelga general verdaderamente importante tuvo lugar en Sevilla a mediados de julio de 1931, cuando Azaña ocupaba el Ministerio de Guerra, y fue duramente represaliada por el ejército a pesar de que el Ministro se mostró contrario a ello. Los altercados de Sevilla se reprodujeron en enero de 1932 en la zona minera del Alto Llobregat y del Cardoner, en Cataluña, en un episodio conocido como los cinco días de comunismo libertario. En esta segunda ocasión, con el Gobierno ya plenamente constituido, Azaña tomó la decisión de represaliar a los insurgentes hasta el final. Para Azaña estos movimiento insurreccionales eran fruto de la falta de educación política y del atraso del pueblo, que no comprendía las profundas reformas que el Gobierno estaba realizando. En enero de 1932 los mineros de Figols y los obreros de Manresa, protagonizaron una nueva sublevación, que Azaña dio orden al general Batet de reprimir sin miramientos, incluso llegando a fusilar a los que fueran detenidos con armas. No se trataba de reprimir el derecho a huelga, como el propio Azaña confesó ante el Parlamento, sino de acabar con los movimientos insurreccionistas que amenazaban al Estado y que iban contra las leyes.

La misma determinación que Azaña mostró ante las huelgas revolucionarias de la CNT, demostró ante las rebeliones militares que perseguían acabar con el Gobierno o con la República y sobre todo con sus reformas. Había noticias de conspiraciones entre los monárquicos y Sanjurjo desde que Azaña era ministro de Guerra. En realidad, la nómina de militares que aparecían en los distintos rumores de sublevaciones era inmensa y sus afiliaciones variadas. La oposición fue creciendo a medida que las reformas de Azaña fueron minando la influencia social del ejército y creció exponencialmente cuando muchos militares de alta graduación pasaron a la reserva. Azaña, desde el ministerio de Guerra, pretendió neutralizar la presencia constante del ejército en la vida política de España, por ello no eliminó a los altos mandos afines al régimen monárquico y por ello levantó las suspicacias de los jóvenes oficiales republicanos que esperaban que la llegada de la República les diera a ellos el mando. Desde el verano de 1931 corrían rumores de una sublevación protagonizada por los generales Barrera, Cavalcanti, Orgaz y Franco, estos pretendían establecer una dictadura militar republicana que se convirtiera en un freno a la expansión del bolcheviquismo. A principios de 1932, la prensa militar, empezó una campaña de acoso sobre Azaña y se hicieron llamamientos a la unidad de los militares frente a las acciones del ministerio. Al mismo tiempo, llegaban informes de las embajadas de París y Roma que avisaban del peligro de la conjura militar.

Don Manuel Azaña Díaz.

A finales de julio de 1932, en un cuartel a las afueras de Madrid, se produjo un violento incidente verbal entre el Jefe del Estado Mayor Central del Ejército, Goded y el coronel republicano Mangada; el resultado de dicho enfrentamiento fue el arresto de Mangada y la destitución de Goded. Desde ese momento, Goded pasó a formar parte de los conspiradores contra la República. En la noche del 9 al 10 de agosto de 1932 estalló la rebelión militar, la Sanjurjada. Azaña conocía los movimientos de los militares golpistas desde mucho antes (sabía incluso la fecha, la hora y los objetivos de los militares), pero carecía de pruebas para actuar, por lo que se limitó a esperar y a prepararse para repeler el golpe. Cuando los militares golpistas llegaron al Ministerio de Guerra para hacerse con su control, se encontraron con un tranquilo Azaña que, rodeado de guardias de asalto, les esperaba para comunicarles que estaban detenidos. A la mañana siguiente, Azaña fue recibido como un héroe por los miembros del Gobierno, su actuación por la noche, había hecho crecer su popularidad e incluso le había dado el apoyo masivo del ejército. Así, sólo quedaba ocuparse del general Sanjurjo, que se había levantado en armas en Sevilla. Azaña mandó sobre el general golpista un gran despliegue militar que logró acabar con la sublevación de forma fulminante.

Tras estos acontecimientos, Azaña se convirtió en el nuevo héroe de la República, lo que provocó que la estrategia de hostigamiento de los radicales de Lerroux se suspendiera ante el temor de que el pueblo los asimilara a los golpistas.

Ley de Reforma Agraria y Estatuto de Cataluña

La Reforma Agraria y el Estatuto de Cataluña eran dos leyes que Azaña consideraba fundamentales y que habían empezado a debatirse meses antes de que se produjera la Sanjurjada, pero que no habían logrado una aceptación unánime de los partidos políticos. Tras el golpe de Sanjurjo, Azaña gozaba de tal apoyo popular que los radicales no tenían fuerzas para oponérsele, por lo que era el momento ideal para lograr la aprobación de estas leyes.

La reforma agraria había sido tema de debate parlamentario desde julio de 1931. Para Azaña, el estado de la agricultura en España era lamentable y suponía un peligro social dado que la gente vivía en condiciones penosas. Precisamente por ello, era urgente la reforma de la ley agraria. Tras meses de debates, en los que se trató de alcanzar un acuerdo lo más amplio posible sobre el texto legal, finalmente, se aprobó un texto bastante moderado en sus disposiciones, pero que, dado el estado de la propiedad agrícola en España, era absolutamente revolucionario.

Azaña intervino poco en la elaboración de la Ley de Reforma Agraria, probablemente, de no haber ocurrido la sublevación de Sanjurjo, nunca hubiera intervenido. Tras la sublevación, se demostró que Sanjurjo había contado con grandes apoyos entre la nobleza andaluza, lo que provocó que tanto Alcalá Zamora, fervientemente contrario a la clase nobiliaria, como Azaña, se dispusieran a pasar factura a los nobles expropiándoles las tierras. Seguro del apoyo del Presidente de la República y de que los radicales no podrían oponérsele sin parecer que estaban del lado de los militares rebeldes, Azaña presentó el 16 de agosto de 1932, un proyecto de ley que contemplaba la expropiación de las fincas y de los derechos sobre las mismas a todos aquellos que habían tenido algo que ver con la asonada militar. Se trataba pues, de hacer frente a la amenaza de una clase social que estaba abiertamente en contra de la República y conjurarla atacando sus medios económicos; al mismo tiempo que se resolvía el problema agrario español y se concedía la tierra a los agricultores que vivían de ella. Azaña pretendía crear una clase social nueva de campesinos propietarios que fueran afectos a la República. Finalmente, tras numerosos debates parlamentarios, la reforma agraria quedó limitada a la expropiación de las tierras de los Grandes de España que estuvieran sujetas a lo que refería la ley de expropiación, al tiempo que respetaba las tierras de los pequeños y medianos propietarios; en total, una superficie de tierra más que considerable en la que asentar a las nuevas familias de campesinos propietarios.

A mediados de agosto de 1931, antes de votarse la Constitución de la República y antes de que Azaña fuera nombrado presidente, el Gobierno provisional presentó el proyecto de estatuto de autonomía para Cataluña como una ley propia, aunque había sido desarrollado en Cataluña por Maciá. El Estatuto levantó inmediatamente una fuerte oposición en el Parlamento, por lo que se hizo imprescindible de nuevo la actitud conciliadora de Azaña. Éste se mostró profundamente interesado en la cuestión catalana, en repetidas ocasiones manifestó su deseo de alcanzar una solución a un problema que consideraba histórico.

Los debates sobre el Estatuto empezaron en septiembre de 1931. En los primeros momentos, un enfrentamiento por la gestión de la política social estuvo a punto de acabar con la coalición de Gobierno, ya que se produjo una fuerte tensión entre los partidos catalanes y los socialistas, sólo la resolución de Azaña pudo salvar la situación. A finales de octubre el conflicto se recrudeció, cuando se discutió sobre la gestión de la enseñanza y cada uno de los grupos políticos del Parlamento presentó su propia enmienda.

La mayor dificultad que había que salvar era la pretensión de Maciá y de los catalanes de constituir una República catalana o un Estado catalán, dentro de una República federal española. Para solventar este problema, Azaña empleó una estrategia dialogante. En realidad, Azaña se dispuso a convocar cuantas veces fuera necesario al Parlamento para tratar del Estatuto, con el objetivo de que finalmente, al agotarse los argumentos de la oposición no quedara más remedio que votar favorablemente. Además, presentó el debate sobre el Estatuto al mismo tiempo que el de la Reforma Agraria, sabedor de que los socialistas, a los que necesitaba para el Estatuto, no abandonarían el Gobierno hasta que la Reforma Agraria estuviera realizada.

A finales de mayo de 1932, cuando ya parecía inminente la aprobación del Estatuto, un nuevo problema estuvo a punto de acabar con el Gobierno, el uso de la lengua en Cataluña. Este tema, provocaba además agrios debates en la sociedad, ya que eran muchos los que temían que el Estatuto supusiera la fragmentación de España y el arrinconamiento del castellano como lengua en Cataluña. Azaña insistió ante el Parlamento, el 27 de mayo de 1932, en la necesidad de encontrar una vía entre la tradición secular española, anterior a los borbones, y la modernidad para situar a Cataluña dentro de España, máxime cuando Cataluña ya había expresado su deseo de formar parte de España. En un encendido discurso, Azaña incidió sobre el hecho de que Cataluña era parte de España y sus instituciones parte del Gobierno español y que no podían ser entendidos como elementos foráneos. La solución al conflicto catalán debería salir del Parlamento y éste tenía que atenerse a la Constitución para marcar los límites de la relación entre España y Cataluña. Azaña expresó su deseo de que tanto el Estatuto como la Constitución fueran flexibles y pudieran alcanzar una fórmula de convivencia. Las reacciones al discurso de Azaña fueron inmediatas, todos los grupos políticos mostraron su acuerdo con el presidente y calificaron su intervención de ejemplar, incluso los socialistas, los más reacios al Estatuto, felicitaron a Azaña por el que se consideró un discurso brillante. Al fin, un mes después del golpe de Sanjurjo, el Estatuto de autonomía de Cataluña fue aprobado por la inmensa mayoría del Parlamento.

En sólo un año de gobierno, Azaña había realizado una labor política inmensa, máxime si se tiene en cuenta que dicha labor no se debía a que tuviera una mayoría parlamentaria sino a su mera fortaleza personal. Azaña era el presidente de un partido minoritario que gobernaba apoyado en una colación diversa ideológicamente y que contaba con una oposición fuerte. La labor legislativa del primer año de la República se debió fundamentalmente a la capacidad conciliadora y negociadora de Azaña, a su facilidad para lograr el consenso entre ideologías enfrentadas. En un año se había llevado a cabo una profunda reforma militar, se habían aprobado importantes leyes como la Constitución, la Reforma Agraria o el Estatuto de Cataluña; se había impulsado la educación primaria, la legislación social, los derechos y libertades personales, el voto femenino, el divorcio, la secularización de la sociedad y se habían modificado las relaciones entre Iglesia y Estado. No obstante, había dos aspectos fundamentales que no habían sido modificados, el poder económico continuaba en las mismas manos y la fidelidad republicana de amplios sectores sociales era custionable.

La desintegración de la unidad republicana

A partir de 1933, alejados ya los fantasmas del golpe de Sanjurjo, las críticas volvieron a cebarse en la persona de Azaña. Por un lado, los propios republicanos, por otro la clase obrera que rechazaba la legislación social por insuficiente; por otro la patronal, que acusaba al gobierno de llevar al país a la ruina económica; además, estaba la oposición de la Iglesia y la CEDA, y por último, el propio presidente Alcalá Zamora, deseoso de desprenderse de la sombra de Azaña.

Los principales líderes radicales y radical/socialistas, Maura, Lerroux y Alcalá Zamora, se lanzaron en 1933 a una guerra sin cuartel por el poder político, lo que debilitó enormente la coalición de gobierno y permitió el ascenso de la derecha monárquica y católica. Detrás de este enfrentamiento, se encontraba el deseo de sacar a los socialistas del Gobierno, al considerar que el deseo del pueblo no era que gobernaran ellos sino que lo hicieran los republicanos. Los radicales consideraban que Azaña se había convertido en un marxista y dictador, por lo que era necesario derribarle, para lo que empezaron por obstaculizar sus proyectos políticos. Azaña contó sin embargo, con el apoyo de los socialistas, que pensaban que un triunfo de los radicales provocaría un giro a la derecha de la República y el regreso de las prácticas caciquiles. La postura de los radical/socialistas era aún más comprometida, ya que por un lado se encontraban entre los que querían acabar con Azaña, pero por otro, eran socios del Gobierno; esto acabaría produciendo la escisión del partido. Azaña, tras lograr el apoyo de sus socios en el Gobierno y de reafirmar la confianza del presidente de la República, se dispuso a responder al ataque de los opositores obstruccionistas.

El 23 de abril de 1933 tuvieron lugar elecciones municipales parciales en unos 2.500 municipios del interior de España, cuyos representantes aún no habían sido elegidos por el pueblo de forma democrática. Los radicales convirtieron estas elecciones en un referéndum sobre Azaña, lo cual no deja de ser paradójico si se tiene en cuenta que estos municipios, que no suponían más del 10% del electorado, carecían de representantes electos por haberse mostrados completamente pasivos en las elecciones de 1931. El resultado electoral fue ambiguo, ya que si bien la coalición gubernamental obtuvo más representantes que la oposición, esta obtuvo más apoyos que los republicanos del Gobierno, e incluso los conservadores de Maura obtuvieron más apoyos que Acción Republicana. La oposición continuó exigiendo la dimisión de Azaña y bloqueando todos los proyectos parlamentarios del Gobierno. Azaña por su parte, trataba de alcanzar un acuerdo con los opositores para sacar algunas leyes adelante, como la de Congregaciones y la del Tribunal de Garantías, al tiempo que hacía llamamientos a la unidad republicana.

La CNT y las patronales

A principios de mayo de 1933 la situación de Azaña al frente del Gobierno se complicó aún más, ya que la CNT se unió a los críticos y a los que acusaban al Gobierno de ser una dictadura enmascarada. El principal enemigo de la CNT no era Azaña sino los socialistas, a los que querían fuera del Gobierno a cualquier precio; no hay que olvidar que en esos momentos, miembros de la CNT y de la UGT se enfrentaban a tiros en las calles de las principales ciudades. Para la CNT, la no incorporación de obreros al Gobierno hacía que este perdiera toda legitimidad, además, la crítica situación laboral de la clase obrera, con una falta de trabajo generalizada convertida en drama social, llevó a la CNT a declarar la lucha contra el Gobierno y a iniciar los preparativos de lo que debería ser la revolución proletaria que acabase con el capitalismo. Para los días 9 y 10 de mayo, la CNT convocó la huelga general en protesta por las medidas del Gobierno, huelga que debería ser revolucionaria y cuyo fin era el derrocamiento del Estado capitalista. Esta huelga general venía precedida por los sucesos ocurridos a principios de año en la localidad gaditana de Casas Viejas. La convocatoria tuvo un éxito desigual pero evidenció que uno de los grandes proyectos de Azaña, solucionar los problemas de campesinos y obreros, había fracasado estrepitosamente y estos grupos sociales se encontraban más alejados de la República que nunca. La proliferación de huelgas y las leyes laborales aprobadas desde 1931 (regulación de la jornada laboral, descanso dominical, contratos de trabajo, jurados mixtos) provocó además el surgimiento de un nuevo grupo que pedía la salida de los socialistas del Gobierno, la patronal.

Las distintas patronales que existían a comienzos de la República, habían realizado un esfuerzo considerable para adecuarse a la labor legislativa del Gobierno Azaña. En las principales ciudades, donde desde principios de siglo se había producido un crecimiento de la población excesivo y caótico, la crisis económica golpeó con fuerza y agravó las condiciones, ya de por si miserables, de las clases obreras. Esta situación, unida al agravamiento de la condición de los campesinos, incapaces de encontrar trabajo y de emigrar; provocó el fortalecimiento de la CNT y la proliferación de huelgas. Todo ello provocó que las distintas patronales se organizaran.

El 14 de junio de 1933, mientras Azaña remodelaba su gobierno, las organizaciones patronales del comercio madrileño amenazaron con el cierre patronal, sin importarles que la medida fuera ilegal. Las fuerzas policiales actuaron y detuvieron a los representantes patronales. Azaña se mostró dispuesto a ejercer como conciliador entre trabajadores y patronos. Entre el 19 y el 20 de julio se produjo una gran asamblea de patronales que acordaron presionar para limitar las medidas reformadoras del Gobierno y aunar fuerzas para hacer frente a las medidas ya existentes. Como el resto de grupos opositores, las patronales exigieron la inmediata salida de los socialistas del Gobierno.

Tras todos estos conflictos, se encontraba la profunda crisis económica que vivía España y el resto del mundo desde la crisis bursátil de 1929. Azaña y su Gobierno, plantearon una política reformistas en un momento en el que era imposible llevarla a cabo por las tremendas carencias económicas del Estado. España no se encontraba en situación de transformar nada, debido a que su tejido empresarial era excesivamente débil y su clase trabajadora no era competitiva. Las reformas no contentaban a nadie, a los patronos debido a que ponía en peligro la continuidad de sus empresas y a los obreros tampoco, dado que el índice de parados se elevó de forma dramática. En medio de todo, Azaña, incapaz de encontrar una solución al problema económico. La formación intelectual y la extracción social de Azaña le llevaron a no estar preparado para entender los problemas de la economía, él era un político, pero estaba completamente desligado de los conflictos laborales. Azaña entendía su papel en el conflicto como el de mero mediador, pero no pensaba que tuviera que salir de él, ni del Gobierno, la solución del mismo. Para Azaña, pues, el problema no era político sino de orden público, no se trataba de un conflicto social sino de castigar a aquellos que se levantaban contra la República y que ponían en peligro su existencia, por eso, tanto ante la CNT como ante las patronales, Azaña respondía con las fuerzas del orden.

El catolicismo como fuerza política

Entre abril y mayo de 1933, al tiempo que se producía el recrudecimiento del obstruccionismo de los radicales, de las huelgas de la CNT y se organizaban las patronales, un nuevo agente entró en escena, el catolicismo.

El inicio del enfrentamiento entre Azaña y la Iglesia Católica arrancó con motivo del controvertido artículo 24 de la Constitución, que la jerarquía católica sintió como un ataque directo. Las negociaciones emprendidas entonces por la jerarquía, se encontraron con un Azaña dispuesto a escuchar pero con la determinación de hacer cumplir lo que se reflejaba en la Constitución, esto es, la disolución de la Compañía de Jesús. La misma determinación que mostró con las huelgas insurreccionales de la CNT fue aplicada a la Iglesia Católica y por idéntico motivo, el deseo de Azaña de cumplir escrupulosamente con las leyes. Ante la negativa de Azaña, la Iglesia se lanzó a movilizar a sus bases contra las leyes gubernamentales y se dispuso a organizarse y formar parte de la vida política.

En la labor de organización del movimiento católico, tuvo un papel fundamental Gil Robles. Para Robles, los católicos debían movilizarse no con el objeto de acabar con la República sino para llevar a la derecha al Parlamento con un fuerte respaldo. El objetivo era la revisión de la Constitución y evitar la fragmentación política de los católicos, para lo que era necesario crear un partido, contar con el apoyo de la jerarquía y concurrir a las elecciones. Azaña no prestó atención al rearme político del catolicismo ni a su alianza con la derecha, estaba convencido de que este movimiento no podía llegar a ningún sitio y que la República no caería en manos de aquellos que nunca habían sido republicanos. Cuando el catolicismo político se hubo convertido en una fuerza parlamentaria considerable, Azaña, sorprendido, no supo como reaccionar, para él la República no perseguía a nadie, tan solo aplicaba las leyes que se había dado.

En las elecciones del 23 de abril de 1933, la recién creada Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA), tuvo unos resultados alentadores. La CEDA representaba la ideología católica de derechas, y contaba con un alto respaldo dentro de la jerarquía eclesiástica. La irrupción de la CEDA en el panorama político de la República, coincidió con la tramitación en el Parlamento de la Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, la cual motivó una queja formal por parte de Pío XI el 3 de junio de 1933. Pío XI hacía un llamamiento a la organización de los católicos frente a las leyes republicanas y, aunque velada, propugnaba la desobediencia civil. La queja papal provocó que el presidente Alcalá Zamora, católico convencido, provocase una crisis de gobierno al retirar su confianza a Manuel Azaña.

La CEDA aprovechó la política obstruccionista de los radicales para unirse a las acciones de acoso y derribo, con la intención de expulsar a Azaña, provocar la caída del Gobierno y la convocatoria de nuevas elecciones. La ocasión que desencadenó el ataque de la CEDA fue la Ley de Congregaciones, defendida a ultranza por Azaña y atacada con saña por la CEDA. Desde el 23 de abril, la CEDA empezó a sacar a los católicos a la calle en masa, para dar muestras de su auténtico poder. Los católicos acusaron a Azaña de triturar las instituciones españolas y de querer establecer ideologías extranjeras que violentaban las tradiciones nacionales. Para atraerse a los radicales, los católicos se lanzaron a culpar a los socialistas de todos los males que padecía España y de ser los culpables de la deriva de la República.

Azaña no supo valorar el auténtico potencial de la Iglesia Católica. En la España de la década de 1930, en la que el Estado carecía de una burocracia fuerte, de una red de escuelas públicas, en una España en la que el aparato fiscal estaba subdesarrollado y en el que los ingresos del Estado eran irrisorios, un país carente de organizaciones políticas de masas; la Iglesia era la única organización que disponía de una extensa red con representantes en todos los rincones del país, con colegios e instituciones benéficas, con la tradición secular a su favor, con imprentas, prensa y editoriales. En esta situación, considerar que la Iglesia iba a permanecer inerme mientras el Estado trataba de despojarla de sus bienes, fuera o no justo hacerlo, era un completo disparate. Cuando los católicos, con su impresionante maquinaria de propaganda y su influencia detrás, se lanzaron sobre Azaña, éste estaba irremisiblemente perdido.

La crisis de Gobierno de 1933

Desde mayo de 1933 Azaña fue consciente de que su posición política había alcanzado un punto crítico. Atacado desde todos los sectores políticos por la alianza con los socialistas, presionado por los católicos y las fuerzas conservadoras, la Ley de Congregaciones provocó que las siempre tensas relaciones entre Alcalá Zamora y Azaña acabaran de romperse. Alcalá Zamora inició una serie de contactos con los radicales para lograr que estos levantaran su bloqueo al Gobierno, poder así aprobar las leyes pendientes y acto seguido convocar elecciones. A principios de junio, Azaña, aprovechando la necesidad de sustituir al ministro de Hacienda, planteó ante Alcalá Zamora la remodelación del Gobierno, una actuación arriesgada que podía suponer la salida de Azaña de la presidencia. Precisamente de eso se trataba, Azaña, cansado de las continuas luchas con Alcalá Zamora, decidió jugárselo todo a una carta y dejar en manos del Presidente de la República su continuidad al frente del Gobierno. Alcalá Zamora no aceptó la remodelación y el Gobierno en pleno dimitió el 8 de junio. Tres días más tarde, tras una ronda de consultas entre los diferentes partidos, Alcalá Zamora tuvo que aceptar la evidencia, en aquellas Cortes y dado el enfrentamiento entre partidos, sólo Azaña era capaz de formar Gobierno y sólo la anterior coalición era válida.

El nuevo Gobierno de Azaña quedó prácticamente igual que el anterior, con la única novedad de conceder carteras ministeriales a Esquerra; la línea política era la misma y, dado que las leyes más controvertidas ya habían sido aprobadas, el nuevo Gobierno se mostró decidido a aplicarlas con todo rigor. Alcalá Zamora se había visto obligado a confirmar a Azaña, lo que había cerrado la crisis, pese a ello, Alcalá Zamora no disimuló su enfrentamiento personal con el Presidente del Gobierno y la desconfianza que sentía hacia éste. Los radicales de Lerroux no quedaron menos defraudados, ya que tras su campaña de desgaste hacia Azaña, veían como no habían logrado su propósito de hacerse con el poder. La política obstruccionista de los radicales terminó, pero no los ataques de estos a los socialistas. Para la CEDA, la solución dada a la crisis era la peor posible, ya que sus objetivos tampoco se habían logrado

Alcalá Zamora y Martínez Barrio, representante de los radicales, no dejaron de confabular contra Azaña ni contra los socialistas a pesar de que la crisis pareciera cerrada. Ambos políticos decidieron cambiar de estrategia para acelerar el proceso de descomposición gubernamental. Con este fin, centraron sus esfuerzos sobre el débil partido radical/socialista. La estrategia consistía en aprovechar su fragmentación para acabar con la mayoría parlamentaria en la que se sustentaba la presidencia de Azaña. La coalición de Gobierno entre republicanos y socialistas se vino finalmente abajo por los crecientes problemas que ambas organizaciones tenían en los escalones más bajos de la política. Si en el Gobierno había un buen entendimiento, en la política municipal eran frecuentes los enfrentamientos y los desencuentros, esta situación se fue agravando con el tiempo hasta que se hizo insostenible. En septiembre de 1933, Azaña, ante la convocatoria de elecciones municipales, pidió un voto de confianza en las Cortes que se lo dieron, pero al día siguiente, el Presidente de la República le retiró su confianza por segunda vez, era el 7 de septiembre y Azaña salía definitivamente del Gobierno. La coalición entre republicanos y socialistas se disolvió y el Gobierno fue entregado a Alejandro Lerroux. Éste en su mismo discurso de investidura, pidió la confianza de las Cortes al mismo tiempo que aseguró su pronta disolución, evidentemente, perdió el voto de confianza, lo que desencadenó una nueva crisis ya que quedó imposibilitado para volver a presentarse. Alcalá Zamora encargó al radical Martínez Barrio la formación del nuevo Gobierno cuya única misión consistiría en disolver las Cortes y convocar elecciones.

Todos entendieron la necesidad de que el Gobierno que convocase las elecciones debería contar con los máximos apoyos posibles y debería representar a la mayor parte de las fuerzas políticas del momento. Se imponía pues la necesidad de limar asperezas y lograr que en un Gobierno presidido por un radical entrara el PSOE. La única persona capaz de lograr semejante cosa era Azaña y a él recurrieron los representantes de ambos grupos. Azaña logró convencer a Lerroux pero no pudo hacer nada con los socialistas, los cuales se vieron atrapados por sus propias declaraciones de días anteriores en las que habían negado rotundamente la legitimidad de Martínez Barrio. El Gobierno quedó así constituido como de concentración republicana, pero sin contar con los socialistas.

Azaña en la oposición

Tras su paso a la oposición, Azaña se presentó a las elecciones para defender su obra política, aún a sabiendas de la enorme debilidad de Acción Republicana, un partido que no representaba a casi nadie. Azaña continuó llamando a la unidad de republicanos y socialistas como único camino para que la República no cayera en manos de sus enemigos, las fuerzas de la reacción. El resultado electoral fue demoledor para Azaña, los radicales se hicieron con la victoria gracias al apoyo de la CEDA, los republicanos de derechas habían alcanzado el poder mientras que los republicanos de izquierdas quedaban en el olvido. Azaña, por su parte, consiguió acta de diputado por Bilbao, en la candidatura conjunta de socialistas y republicanos.

A lo largo de toda la campaña electoral, Azaña trató por todo los medios que los partidos republicanos y el PSOE presentaran listas conjuntas, pero no fue escuchado por casi nadie. El 21 de octubre de 1933 Francesc Marcià le ofreció ir como cabeza de lista de Esquerra por Barcelona. Pese a que la lista de Esquerra tenía el éxito asegurado, Azaña declinó el ofrecimiento alegando que no deseaba fomentar la división entre los republicanos catalanes y que sólo se presentaría por Esquerra si conseguían hacer una lista electoral que aglutinara a todos los partidos republicanos de Cataluña.

Indalecio Prieto, el líder socialista, le ofreció formar parte de la candidatura conjunta que los socialistas y los republicanos presentaban en Bilbao, a lo que Azaña aceptó. Tanto Prieto como Azaña lograron sus actas, no obstante, para Azaña estas elecciones marcaron un punto de inflexión, los pactos realizados por los radicales con la CEDA supusieron para el ex-presidente un duro golpe y la constatación de que en adelante sería imposible llegar a acuerdos con los radicales. La República se había dividido en dos bloques antagónicos y las consecuencias serían desastrosas. Además, tanto el partido de Azaña como el PSOE sufrieron un fuerte descalabro en las elecciones, el primero prácticamente desapareció mientras que los socialistas perdieron casi la mitad de sus diputados. Este fracaso era más relevante tanto en cuanto contrastaba con el auge de los partidos de derechas e incluso de los antirrepublicanos.

El resultado electoral provocó el enfado de los republicanos, que consideraban que las elecciones las habían ganado los enemigos declarados del sistema republicano y que por tanto era necesario repetirlas ante la amenaza de que estos acabaran con la República. Azaña fue uno de los críticos, para él, los partidos de derechas, monárquicos, católicos y los fascistas, habían obtenido la victoria manipulando la voluntad del pueblo por medio de la religión, la intimidación y el caciquismo. El problema es que estos partidos se habían hecho con el control de la República, aprovechando el recurso de las elecciones, pero no respetaban ni aceptaban la existencia de la República como tal. La solución pasaba por forzar un gobierno de concentración republicana que al no tener la mayoría y por tanto la posibilidad de gobernar, obligaría a disolver las Cortes y repetir las elecciones. Finalmente, los republicanos no fueron escuchados y Lerroux formó gobierno apoyado en la CEDA y en grupos marginales de la derecha.

En febrero de 1934, a pocos meses del inicio del gobierno de Lerroux, Azaña advertía públicamente del peligro de desintegración de la República. Con preocupación, disertaba sobre la creciente división de la ciudadanía entre aquellos que se habían visto desilusionados por el camino tomado y los que se mostraban abiertamente hostiles al sentimiento republicano y que clamaban por el fin del régimen. Azaña cargó tintas contra el Gobierno, al que acusó de estar tratando de acabar con la República desde dentro y de carecer de una dirección política. Para Azaña, Lerroux había traicionado el republicanismo por sus ansias de gobernar y había establecido las bases del fin del sistema por su pacto con los enemigos de la República. Al mismo tiempo, los socialistas amenazaban con la revolución, de hecho, desde finales de 1933 lo único que esperaban para lanzar la revolución social, era que Lerroux diera un paso que pudiera ser interpretado como un golpe de Estado encubierto. Azaña por su parte, enterado de los preparativos revolucionarios en enero de 1934, se mostró siempre contrario a ellos y defendió en varios discursos que el único camino posible era el de la legalidad imperante.

Ante las amenazas que se cernían sobre la República, Azaña reaccionó proponiendo un paquete de medidas urgentes. Lo primero, como ya hemos dicho, era expulsar del Gobierno a los enemigos de la República; después, era necesario desarticular el peligro de la revolución social. Azaña afirmaba que si se cubrían las necesidades del proletariado y se mejoraban sus condiciones de vida, desaparecería el riesgo de una revolución. Para lograr esto había que empezar por luchar contra el paro. Azaña propuso una política de obras públicas que sirviera para modernizar el país, dotarle de mejores infraestructuras y acabar con el desempleo, había que construir carreteras, ferrocarriles, canalizaciones, escuelas y mil cosas más; también propuso la mecanización del campo para aumentar los rendimientos agrarios. Para sufragar este programa sería necesario elevar los impuestos, pero no entre las clases más desfavorecidas ni entre las más productivas, Azaña pretendía sacar el dinero necesario de los capitales inmóviles que no producían nada y que tan sólo servían para perpetuar el poder de una clase social privilegiada, que además era la sostenedora de los enemigos de la República. Las reformas propuestas por Azaña alcanzaba incluso al Parlamento, el cual debía tener mayor rapidez y eficacia en las decisiones que tomaba. Para llevar a cabo este programa, Azaña se dispuso a crear un nuevo partido político.

Izquierda Republicana

Azaña adoptó, a principios de 1934, la resolución firme de crear un nuevo partido con el que poder restaurar la República. No obstante, las tareas organizativas le aburrían y rápidamente las dejó en manos de terceros. Para Azaña lo importante en un partido político no era su aparato doctrinal sino la palabra, la comparecencia personal del líder ante sus seguidores, las charlas y los mítines en los que el líder podía moldear la opinión por medio del intercambio de ideas.

Izquierda Republicana nació con la intención de convertirse en un gran partido capaz de aglutinar en su seno a todos los republicanos de izquierdas y evitar así que las derechas acabaran con la obra republicana. Azaña no era partidario de una federación de partidos sino de una auténtica fusión con todos aquellos que compartían su ideario político. Con los que no compartían sus ideas no quería unirse, pero si tender puentes para construir alianzas de Gobierno. Tras el desastre electoral de 1933, Azaña pretendía reconstruir la unidad del republicanismo de izquierdas para volver a ganar el favor del pueblo y lograr de nuevo el clima de ilusión que había provocado el nacimiento de la República.

El mensaje de Azaña tuvo buena acogida y en poco tiempo Acción Republicana, Partido Radical Socialista Independiente y Organización Republicana Gallega Autónoma, se disolvieron como partidos políticos y se unieron en Izquierda Republicana. Azaña se convirtió en el presidente del nuevo partido y desde esta posición empezó a abrir vías de diálogo con el resto de fuerzas políticas que habían quedado fuera de Izquierda Republicana. Con quien más acuerdos alcanzó fue con Martínez Barrio, hombre fuerte de Lerroux, que había abandonado el Gobierno el 28 de febrero debido a profundas diferencias con su partido. Desde mayo de 1934, Azaña mantuvo contactos con Martínez Barrio, Sánchez Román, Maura y Gordón Ordás, líderes todos ellos que en su día se le habían opuesto con saña. De estas conversaciones salió un nuevo partido, Unión Republicana, fundado por Martínez Barrio y Gordón Ordás. Entre Unión Republicana e Izquierda Republicana, aglutinaban buena parte de los votos republicanos de izquierdas y además, ambos partidos mantuvieron unas buenas relaciones entre ellos. Juntos, presionaron a Alcalá Zamora para forzar la caída del gobierno Lerroux y su sustitución por un Gobierno de concentración republicano.

La actividad política de 1934 se encontraba muy distante de los planteamientos de unidad de Azaña. La CEDA protagonizaba mítines masivos de católicos para hacer demostración pública de su poder, mientras que Acción Popular hacía acopios de armas; los socialistas convocaban huelgas generales en contra de las manifestaciones católicas y acumulaban armas para la esperada insurrección; los sindicatos, unidos en un frente común, amenazaban con la huelga general revolucionaria; los fascistas empezaron una escalada de asesinatos políticos que fueron contestados por el pistolerismo de las juventudes socialistas y comunistas. Los distintos partidos empezaron a organizar sus propias milicias políticas para defenderse de las agresiones de los extremistas. A excepción de los republicanos, el resto de partidos se lanzó a una espiral de violencia de dramáticas consecuencias. La situación política empeoró en el verano, cuando se produjo el enfrentamiento entre el Gobierno de la República, presidido por Samper, y el de la Generalitat, apoyado este último por los vascos. Los socialistas tomaron partido por los catalanes de Companys y Azaña, que no quería quedar fuera de un posible pacto entre la Generalitat y los socialistas, se unió a ellos asegurando que Cataluña era el único bastión de auténtico republicanismo. No obstante, los socialistas se negaron a contar con Azaña.

Azaña ante la crisis de octubre de 1934

A principios de octubre de 1934 la prensa internacional publicó la sorprendente noticia de que en España estaba a punto de fundarse la III República y que Azaña sería su presidente. En Asturias, la huelga general derivó hacia la revolución insurreccional. El Gobierno decretó el estado de guerra y envió al ejército, mandado por el general Franco, a sofocar la revuelta. La represión fue durísima, produciéndose miles de muertos y heridos. En este contexto, los artículos de la prensa internacional antes citados, convirtieron a Azaña en objetivo de las fuerzas del orden. Fue detenido en Barcelona, acusado de participar en los sucesos de Asturias. Tras veinte días de detención, finalmente, el 28 de diciembre fue puesto en libertad.

Azaña no tuvo nada que ver en los sucesos asturianos, así quedó demostrado en las investigaciones judiciales. Tampoco tuvo relación con la revuelta catalana que declaró a Cataluña como una república federada a la República española. Trató que unos y otros se unieran en un frente común contra el gobierno radical-cedista, pero al no conseguirlo rompió todos los lazos con ellos. Azaña, que pasó el verano en Cataluña, no se opuso a los que llamaban a la revuelta contra el Gobierno, sin embargo, dejó claro que su posición era distinta. El primer paso era derribar el Gobierno, pero siguiendo los cauces legales; una vez instalados los republicanos en el Gobierno, estos tendrían que rectificar la demoledora obra realizada por los radicales y la CEDA; y por último, habría que convocar elecciones para que el pueblo decidiera.

En realidad, Azaña estaba en Cataluña a principios de octubre, cuando estalló el conflicto político, por puro accidente, ya que había ido a Barcelona al enterarse de la muerte, el 26 de septiembre, de su amigo y colaborador Jaume Carner. Allí Azaña mantuvo conversaciones con Prieto y discutieron sobre los planes revolucionarios de los socialistas, de los que Azaña pensaba que eran una locura condenada al fracaso y que no harían más que fortalecer la posición de la derecha. Prieto hizo ver a Azaña que la revolución era cosa exclusiva de los socialistas y que no contaban para nada con republicanos ni con ninguna otra fuerza política. Azaña permaneció en Barcelona, siguiendo el consejo de sus colaboradores, para evitar el peligro que suponía entonces Madrid, el líder republicano temía que ante los acontecimientos que se preparaban (huelga general y levantamiento militar) la capital no fuera un lugar seguro para él, máxime cuando había constatado que todos los puentes entre republicanos y socialistas estaban destruidos. Además, Azaña quería evitar que en el caso de que el gobierno de Samper fuera derribado, el Presidente de la República volviera a llamarle para que formase Gobierno.

La rebelión en Barcelona estalló finalmente el 6 de octubre de 1934. Azaña, que aún se encontraba en la ciudad, había estado los días anteriores reuniéndose con miembros de la Generalitat, lo que le hizo aparecer como conspirador a los ojos de la policía. Además, el discurso mantenido por Izquierda Republicana en Madrid, donde había estallado la huelga general, y que era aprobado por Azaña, también le hacía parecer culpable. El mismo 6 de octubre, miembros de la Generalitat ofrecieron a Azaña convertirse en el presidente de una nueva República en la que Cataluña sería un Estado soberano federado a la República española. Azaña, que no era federalista y que no quería más autonomía para Cataluña que la recogida en su Estatuto, se negó a formar parte.

Azaña se encontró, en octubre de 1934, completamente solo. Los socialistas habían lanzado la huelga general insurreccional sin contar para nada con él; los catalanes habían tratado de contar con su persona para un proyecto en el que Azaña no quería participar; los republicanos madrileños se distanciaron de él cuando su partido proclamó la ruptura con las instituciones republicanas.

El 9 de octubre Azaña fue detenido, desde Madrid se le acusaba de formar parte de la sublevación, de ser su instigador. La prensa de derechas y sus adversarios políticos cargaban contra él y le acusaban de ser el principal cabecilla de los acontecimientos de Barcelona. En un primer momento, Azaña fue encerrado en el barco Ciudad de Cádiz, requisado para convertirlo en cárcel flotante. Durante el tiempo que estuvo preso, Azaña cayó en un profundo estado de melancolía y desesperación, era consciente de como su obra política se descomponía y como triunfaban sus enemigos de siempre. El 31 de octubre fue trasladado al destructor Alcalá Galiano, donde sus condiciones de encarcelamiento mejoraron sensiblemente. Allí empezó a recibir telegramas y cartas de adhesión hacia su persona, Azaña se empezó a convertir entonces para muchos, en un símbolo, en la única persona capaz de salvar la República. Finalmente, el 28 de diciembre, el Tribunal Supremo ordenó su puesta en libertad por no encontrar indicios suficientes que justificaran su permanencia en prisión. A consecuencia de este encarcelamiento, Azaña publicó en septiembre de 1935 su obra Mi rebelión en Barcelona.

El renacer de Azaña

Los enemigos políticos de Azaña montaron una nueva acusación contra él. El 11 de septiembre de 1934 se había encontrado un barco cargado de armas en San Esteban de Pravia (Asturias), el cargamento provenía del Consorcio de Industrias Militares, organismo creado por Azaña desde el Ministerio de Guerra. Se acusó a los socialistas de ser los recepcionarios de estas armas, destinadas a favorecer su insurrección del mes siguiente, y a Azaña de habérselas proporcionado.

Los diputados monárquicos y católicos llevaron el caso al Congreso y allí hicieron la acusación contra el recién liberado Azaña. El 5 de noviembre Gil Robles realizó la acusación formal en las Cortes. Azaña no tenía relación alguna con el cargamento de armas y así lo evidenció en su discurso ante las Cortes. Las armas habían salido de los depósitos militares en agosto de 1934, un año después de que Azaña abandonara el Ministerio de Guerra. En este tiempo el Ministerio había estado en manos de cuatro ministros radicales apoyados por la CEDA, precisamente los que le acusaban a él. La trama del armamento se extendía mucho más, ya que dichas armas habían sido adquiridas en un principio para provocar una sublevación en Portugal que tenía por objeto instaurar una República al estilo de la española. Es cierto que Azaña estuvo implicado en estos movimientos contra el Gobierno portugués, pero el proyecto fracasó y cuando Azaña dejó la Presidencia las armas seguían en los depósitos militares de Cádiz. Ante esto, Azaña preguntó al Congreso quién había sacado las armas de Cádiz en agosto de 1934. Pese a lo peligroso que podía resultar para ellos mismos la situación, los enemigos políticos de Azaña siguieron adelante con sus acusaciones y llevaron al Congreso, el 12 de marzo de 1935, unos escritos en los que culpaban a Azaña de conspirar contra un Gobierno extranjero y poner en peligro la paz.

La respuesta de Azaña ante el Congreso marcó su resurgir político. Sus adversarios habían cometido la torpeza de llevar a Azaña al lugar donde más cómodo y seguro de sí mismo se encontraba, el Parlamento. En su discurso, Azaña pasó de la defensa a un brillante contraataque que dejó en evidencia a los radicales y al propio Presidente de la República. Pese a ello, los radicales, los católicos y los monárquicos siguieron adelante con su actuación suicida y crearon una comisión para que dirimiera responsabilidades. Tras una serie de bochornosos espectaculos en los que se evidenció la ruptura de la coalición entre radicales y CEDA, la acusación contra Azaña acabó siendo rechazada el 20 de julio. A su pesar, sus enemigos habían convertido a Azaña de nuevo en el héroe de la República.

A principios de 1935, con un partido radical sumido en el caos y en plena descomposición, la CEDA aumentó significativamente su poder en el Gobierno. Esto convenció a muchos de que la única salida a la crisis de la República pasaba por que Azaña retornara al poder. La campaña orquestada desde el Gobierno contra Azaña, había logrado que éste apareciera ante el conjunto de fuerzas republicanas de izquierdas como un gran líder, el único capaz de hacer frente a las derechas que tenían secuestrada la República. Tras el discurso del 12 de marzo, la adhesión de los republicanos en torno a Azaña fue unánime, todos llegaron a la misma conclusión, había que rescatar a la República y el único capaz era Azaña; nacía el azañismo como posición política.

Azaña, dotado de una nueva autoridad, empezó de nuevo a diseñar su política de coaliciones. Los socialistas, por su parte, habían quedado en una penosa situación tras el fracaso de la sublevación de octubre, eran muchas las voces socialistas que recordaban las advertencias de Azaña y que llamaban a buscar un acuerdo con los republicanos. Los comunistas empezaron también a pensar en Azaña como el único camino para acabar con el poder de la CEDA.

El azañismo como tal movimiento de adhesión a la persona de Manuel Azaña, sin consideración de la ideología política; empezó a manifestarse en el aluvión de cartas que recibió mientras se encontraba preso en Barcelona. La fortísima campaña lanzada contra él por la derecha y los católicos, acabó volviéndose en su contra a medida que numerosos políticos, intelectuales y personas anónimas, empezaron a manifestar su solidaridad con el detenido y su repulsa hacia los que le calumniaban sin motivo. En la sociedad española empezó a calar la idea de que sin Azaña no había República posible.

Azaña siempre había mantenido que había dos formas de gobernar la República: una, dirigida por él, consistía en que los partidos republicanos de izquierdas, apoyados en los socialistas, introdujeran reformas profundas en el Estado y la sociedad; la otra, dirigida por los radicales con el apoyo del resto de republicanos, consistía en calmar la situación y consolidar las reformas. En 1934 este sistema se vino abajo cuando los radicales, para gobernar, se apoyaron en la CEDA, la derecha que no había aceptado la República. La perversión total del sistema se produjo cuando fue la CEDA la que pasó a gobernar apoyada en los radicales, la República gobernada por quienes pretendían destruirla. Además, ese mismo año había quedado claro el peligro que suponía la ruptura entre socialistas y republicanos. Es decir, tanto los radicales como los socialistas, se convertían en fuerzas antirrepublicanas si prescindían de Azaña.

La idea de Azaña era clara, había que formar una gran coalición de partidos que se presentase unida a las elecciones y que lograra aglutinar todos los sentimientos republicanos. Una coalición que presentara un programa de gobierno y que no se limitase a las elecciones. La coalición sólo tendría un jefe, él, y un partido mayoritario, Izquierda Republicana, todo lo demás estaba de más. El objetivo último de la coalición era conseguir el acuerdo con los socialistas, indispensables en la estrategia política de Azaña.

Para reforzar su autoridad y mostrar a los socialistas la fortaleza del ideario republicano, Azaña inició una campaña de mítines a campo abierto. El primero de ellos estaba programado en mayo la plaza de toros de Valencia pero, ante la espectacular demanda de entradas, tuvo que celebrarse en el campo de fútbol de Mestalla. Asistieron cerca de cien mil personas, una cifra increíble para la época. Tras Mestalla, Azaña pronunció otros dos discursos, el primero en julio, en el campo de Lasesarre, en Baracaldo y el segundo el 20 de octubre, en el campo de Comillas, en Madrid. Las organizaciones obreras y los comunistas realizaron llamamientos masivos a sus seguidores para que fueran a los mítines de Azaña, lo que provocó que los actos fueran cada vez más multitudinarios, hasta llegar a la apoteosis en Madrid. El despliegue organizativo del mitin de Madrid fue el mayor realizado hasta entonces en España para un acto político y la respuesta del pueblo tan apabullante que fue recogida por la prensa internacional, la cual aseguraba que ningún político europeo de la época era capaz de concentrar a tanta gente; en total había 40.000 personas sentadas, más de 240.000 de pie y entre 300.000 y 500.000 fuera del recinto. En estos actos Azaña llamó a la necesidad de nuevas elecciones y de presentarse unidos a ellas para acabar con el mal gobierno de la República.

Esta intensa actividad de Azaña estuvo acompañada de un no menos intenso trabajo interno. Él, junto con Martínez Barrio y Sánchez Román, los líderes de los partidos que constituían el pacto republicano; formaron un bloque de oposición parlamentaria de izquierdas articulado sobre un programa político común. Al mismo tiempo, los socialistas protagonizaron un duro debate interno sobre la posibilidad de acercar posiciones con los republicanos. De nuevo fue Indalecio Prieto el precursor de la alianza electoral. En septiembre Prieto y Azaña se reunieron en París donde ultimaron el acuerdo político que especificaba la supremacía de los republicanos sobre los socialistas. El principal obstáculo para este acuerdo estaba en el propio seno de la ejecutiva socialista, donde Largo Caballero se mostraba, desde la cárcel, abiertamente en contra. Mientras tanto, el 20 de septiembre el Gobierno radical-cedista dimitió a causa del escándalo del estraperlo, verificando con ello la necesidad de convocar elecciones y la imposibilidad de seguir con una alianza que se mostraba incapaz de formar un Gobierno estable. El 7 de enero de 1936 el Gobierno republicano convocó elecciones.

El 14 de noviembre se alcanzó finalmente un acuerdo por el que socialistas y republicanos creaban una gran coalición electoral. No obstante, los socialistas pedían el ingreso en la coalición de comunistas y sindicatos, lo que Azaña no veía con buenos ojos ya que los comunistas, partido minoritario aún, no aportarían votos y podían restar los que aquellos republicanos que pertenecían a la burguesía más acomodada. Pese a los recelos de Azaña, los comunistas acabaron sumándose al acuerdo de republicanos y socialistas. De este modo, nació el Frente Popular el 15 de enero de 1936, constituido por republicanos, PSOE, el PCE, la CGTU, el POUM y las Juventudes Socialistas.

En este pacto quedaba claro que quienes gobernarían serían los republicanos, dirigidos por Azaña, y que el resto de grupos prestarían su apoyo incondicional. Evidentemente este acuerdo satisfacía a los republicanos de todas las tendencias, pero también al resto de grupos políticos. A los socialistas seguidores de Prieto les gustaba debido a que siempre quisieron mantener la alianza con los republicanos; a los de Largo Caballero y la UGT les contentaba el papel vigilante que desarrollaría su líder; a los comunistas les entusiasmaba puesto que suponía salir de su tradicional aislamiento político; las juventudes políticas aceptaron que su participación en el Gobierno sería el primer paso para el desarrollo de su anhelada revolución. Incluso los anarquistas aceptaron el Frente Popular, incapaces de resistir el fuerte empuje ciudadano que había surgido alrededor de la coalición.

De nuevo Presidente del Gobierno

El programa político del Frente Popular aglutinaba una serie ambiciosa de reformas políticas y sociales que trataba de satisfacer a todos los partidos firmantes. La elaboración no fue sencilla, pero en los puntos esenciales del mismo el acuerdo fue total. Las derechas, encabezadas por la CEDA, lanzaron una dura campaña de desprestigio sobre el Frente Popular, acusando a los republicanos de ser rehenes de la clase obrera y de pretender en secreto el triunfo del marxismo en España. A su vez, el Frente Popular, con Azaña a la cabeza, acusó a la CEDA de pretender acabar con la República y de llevar a cabo una reacción conservadora tendente a restaurar en España el antiguo sistema de gobierno. De este modo, los discursos electorales de ambos grupos se fueron radicalizando a medida que avanzaba la campaña.

Ante la total crisis gubernativa, se estableció la consulta electoral para el 16 de febrero de 1936. El resultado fue espectacular, las elecciones con mayor participación popular de toda la República dieron al Frente Popular una amplia mayoría parlamentaria, mientras que la CEDA quedó reducida a una fuerza escasamente operativa y los radicales se desmoronaron definitivamente. Ante estos resultados, el presidente Portela, dimitió del cargo el día 19 de febrero. Entre el 17 de octubre, cuando se conocieron los resultados electorales, y el día 19, se produjeron algaradas populares en las calles de Madrid y de otras ciudades españolas, pidiendo la inmediata salida de Portela del Gobierno. Los líderes del Frente Popular hicieron repetidos llamamientos a la calma, pero no pudieron controlar a las masas.

Elecciones de 1936

Las primeras medidas del nuevo Gobierno fueron la reposición de todos los ayuntamientos suspendidos gubernativamente tras las elecciones del 12 de abril y la amnistía de los presos encarcelados por los acontecimientos de octubre de 1934. Con ello se pretendía tranquilizar a las masas y acabar con los altercados que se habían sucedido desde el triunfo del Frente Popular. Azaña quería pedir calma a las izquierdas, pero al mismo tiempo tranquilizar a las derechas negando cualquier proyecto revanchista. Para su proyecto, Azaña obtuvo el apoyo de la CEDA, temerosa de quedar marginada de la República por el movimiento social y caer en manos de la derecha monárquica y fascista. Azaña logró así integrar a la derecha en sus primeros proyectos como presidente del Gobierno, un triunfo notable si se tiene en cuenta que fue esa derecha la que encarceló a los que se pretendía amnistiar. Tras la aministía, Azaña se propuso devolver la normalidad a las instituciones catalanas, desarticuladas tras los sucesos de octubre. Posteriormente, se aprobó el reingreso de los obreros, despedidos por sus ideas políticas, en sus antiguos puestos de trabajo.

Los patronos, la CEDA, la Bolsa, la Banca, amplios sectores sociales y partidos políticos que tradicionalmente se habían mostrado hostiles a la izquierda, prestaron su confianza a Azaña convencidos de que era el único capaz de frenar el bolcheviquismo y salvar la República. Por parte del movimiento obrero, Azaña ganó su confianza al llevar a cabo lo principal de su programa político y de sus reivindicaciones sociales. Azaña se convirtió así, en los primeros meses de su segundo mandato presidencial, en ídolo nacional. Sin embargo, la situación en los pueblos y en las pequeñas capitales de provincia se deterioraba rápidamente, allí, lejos del control gubernamental, se reproducían los altercados entre derechas e izquierdas, se quemaban iglesias y se asaltaban propiedades privadas, al tiempo que se producían sangrientos enfrentamientos. Azaña controlaba el Parlamento, pero en los pueblos reinaba la anarquía provocada por la difícil convivencia en el seno del Frente Popular. En esta situación, el anuncio de las inminentes elecciones municipales no hizo más que multiplicar la división, los socialistas se lanzaron a pregonar el discurso de la lucha proletaria, mientras que los comunistas llamaban a la insurgencia armada y los republicanos radicalizaban su discurso. Azaña anuló la convocatoria de elecciones, temiendo que si las izquierdas se presentaban divididas volvería a ganar la derecha, como había ocurrido en 1933.

A medida que avanzaba el mes de marzo, Azaña fue perdiendo la confianza en su capacidad para resolver la crisis. La situación en el ámbito rural estaba fuera de todo control y el Presidente se mostraba pesimista sobre el camino a seguir. Además, el partido socialista se encontraba sumergido en un acelerado proceso de descomposición que hacía prácticamente imposible contar con su apoyo, sin el cual controlar al proletariado estaba fuera del alcance de Azaña. El pistolerismo regresó a las calles de las principales ciudades al tiempo que la Falange de José Antonioinició una oleada de atentados. Los sindicatos, convencidos de la cercanía de la revolución, abandonaron al Gobierno e iniciaron una campaña de huelgas y de ocupación de tierras por los campesinos.

El 3 de marzo comenzó en Cenicientos, un pequeño pueblo de Madrid, la oleada de ocupaciones de tierras por parte de los campesinos. Este movimiento tuvo su máxima expresión el 25 de marzo, con la ocupación, promovida por la UGT, en Badajoz de 3.000 fincas por 60.000 campesinos. Los campesinos tenía prevista una marcha masiva sobre Madrid para el 15 de marzo, pero Azaña logró evitarlo en el último momento. La situación era crítica ya que si las izquierdas temían un golpe militar, las derechas pensaban que la revolución socialista estaba a la vuelta de la esquina. En un encendido discurso ante el Parlamento, el 3 de abril, un cansado Azaña trató de calmar los ánimos e hizo un llamamiento a respetar la legalidad y a buscar la solución por medios políticos. El discurso de Azaña provocó un clamor a su favor en las Cortes, todos los grupos políticos lo recibieron con entusiasmo, el fantasma del golpe de Estado se desvaneció, la tranquilidad volvió a las calles y la Bolsa empezó a subir. No obstante, los efectos del discurso de Azaña duraron poco y en unas semanas la situación volvía a ser la misma.

El 7 de abril de 1934 la mayoría de los grupos de las Cortes votaron la destitución de Alcalá Zamora como presidente de la República. Diego Martínez Barrio, hasta ese momento presidente de la Cámara, juró como presidente interino de la República. El problema estaba en que ninguno de los grupos había pensado en un candidato para sustituir a Alcalá Zamora. La situación de debilidad en la que quedó la República fue aprovechada por sus enemigos para desestabilizarla, así, la derecha monárquica y los fascistas aceleraron sus preparativos golpistas, mientras se fraguaba la conspiración militar y la ultraderecha protagonizaba violentos atentados. Calvo Sotelo surgió entonces como la gran figura de la derecha española, ante la falta de iniciativa de Gil Robles, y orquestó una campaña de acoso contra Azaña. Mientras tanto, el proceso de descomposición del Frente Popular seguía su curso, los socialista se enfrentaban entre ellos y con los comunistas y cenetistas. En ese mes de abril, se abrió el mayor periodo de huelgas que había conocido la República, las cuales se prolongaron hasta junio.

En esta compleja situación, Azaña planeó abandonar la Presidencia del Gobierno y hacerse cargo de la de la República. Azaña no quería que el fuerte sentimiento hacia su persona que se había producido desde los famosos mítines al aire libre, y que a la postre representaba la última oportunidad de salvar a la República, pudiera hundirse debido a las dificultades de Gobierno. Era plenamente consciente de que si él fracasaba la República sería derrotada por sus enemigos. Él era la última esperanza de la República y lo sabía. Finalmente, el 11 de mayo de 1936 Manuel Azaña se convirtió en el nuevo Presidente de la República.

Azaña ofreció en primer lugar a Prieto la posibilidad de formar gobierno, pero éste la rechazó debido a que no contaba con el apoyo de su partido. Acto seguido, Azaña buscó a Casares Quiroga, que se convirtió en el nuevo Presidente del Gobierno.

El nuevo Gobierno no tuvo mucho tiempo para tratar de calmar la situación ya que el asesinato de Calvo Sotelo, la noche del 12 al 13 de julio de 1936, en Madrid, precipitó los acontecimientos. La sublevación militar que llevaba gestándose desde hacía tiempo ante las mismas narices del Gobierno, aceleró sus preparativos. El 17 de julio el general Franco, sublevó a las tropas de Melilla, la reacción se produjo en cadena y Franco sublevó igualmente a la Legión. En los días sucesivos la sublevación se extendió por la península. Lo que debería ser un golpe militar contra el Gobierno, acabó convirtiéndose en una cruenta guerra civil que durante tres años asoló España.

El mismo 18 de julio Casares Quiroga dimitió y el Gobierno pasó a manos de Martínez Barrio y de éste a José Giral. Ante el constante avance de las tropas sublevadas, Giral dimitió en septiembre y fue sustituido por Largo Caballero, al frente de un gabinete de concentración socialista.

A partir del mismo momento de la sublevación, Azaña se convirtió en el objetivo de las críticas e iras de los sublevados y en el foco de esperanza para los defensores de la República. Su situación política era desesperada y empeoró a medida que los comunistas fueron adquiriendo mayor peso, pero la dimisión era imposible debido a las lealtades que su figura seguía despertando. Más que nunca, Azaña se convirtió en la personificación de la República. Incapacitado para detener el avance de las tropas franquistas e incluso para controlar los acontecimientos de Madrid, Azaña se convirtió en un espectador de una serie de acontecimientos que aborrecía profundamente. Mientras que muchos veían en la guerra la posibilidad de hacer triunfar sus ideales a través de la derrota del enemigo, Azaña contemplaba el conflicto como una aberración que acababa trágicamente con todos sus esfuerzos por la concordia y la paz. Azaña, que durante toda su vida política se había mostrado como un fervoroso partidario de la legalidad, no podía comprender el recurso a las armas, no podía aceptar el ataque armado contra la República ni los desmanes cometidos en nombre de esta.

Ante el avance de las tropas sublevadas, Azaña se trasladó a Barcelona, tal y como se había acordado, con la intención de organizar la defensa desde allí y suponiendo que Madrid no podría resistir el ataque de Franco. Mientras tanto, el Gobierno se había quedado en Valencia, debido a un mal entendido, con lo que la coordinación en el frente republicano se vio entorpecida. El Gobierno y las Cortes en Valencia aprobaron el Estatuto de autonomía vasco, el cual apenas fue efectivo ya que poco después el frente del norte se derrumbó. La difícil situación interna de la República propició que los anarquistas iniciaran una revolución social paralela a la propia guerra. En 1937, la negativa de Largo Caballero a ilegalizar el POUM le enfrentó a su propio partido y acabó por provocar su dimisión. El nuevo presidente del Gobierno fue el también socialista Negrín.

Mientras tanto, Azaña fijó su residencia en Monserrat, a las afueras de Barcelona. El Presidente se encontraba aislado, prácticamente sin ningún poder político y sumido en un estado de profundo abatimiento. La victoria republicana en Guadalajara, en marzo de 1937, hizo contemplar a Azaña la posibilidad de lograr que los italianos abandonasen la Guerra Civil, pero no fue posible alcanzar ningún acuerdo. Tras la sublevación anarquista de Barcelona, Azaña abandonó la Ciudad Condal y se dirigió a Valencia, para reunirse con el resto del Gobierno. En febrero de 1938, después de que los sublevados partieran la zona republicana en dos, el Gobierno y Azaña, marcharon de nuevo a Barcelona, ante el temor de quedar aislados. Durante todo este tiempo, Azaña permaneció en un segundo plano político, poco tuvo que ver con la dirección de la guerra y su actividad se centró en la lectura, los paseos y algunas comparecencias públicas.

A medida que el ejercito sublevado iba ganando posiciones, Azaña se mostraba cada vez más convencido de la derrota republicana. Tras la Batalla del Ebro, entre julio y noviembre de 1938, Azaña se había convencido ya de la imposibilidad de ganar la guerra. Cuando finalmente el Frente de Ebro se desmoronó, Azaña empezó a planear su salida hacia el exilio, que tendría lugar el 6 de febrero de 1939, cuando, junto al resto del Gobierno, cruzó los Pirineos y se estableció en Francia. El 28 de febrero de 1939 dimitió como Presidente de la República, cargo que quedó de forma interina en manos de Martínez Barrio.

En Francia, Azaña vivió retirado de la política, tratando de encontrar editor para su obra literaria, asistiendo al teatro cuando su maltrecha economía se lo permitía y entregado a la lectura. En Montauban, donde Azaña vivía con su familia, cayó enfermo en 1940 y se le diagnosticó una grave lesión de corazón que llevaría años padeciendo. Finalmente, el 3 de noviembre falleció, casi a los sesenta años de edad.

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Autor

  • Juan Antonio Castro Jiménez