Quintiliano, Marco Fabio (ca. 30-35-ca. 100).
Aunque ha habido discrepancias acerca del lugar de nacimiento de este insigne orador y maestro de retórica, hoy parece aceptado que Quintiliano fue natural de Calagurris (en la actualidad Calahorra, Logroño) de acuerdo con los juicios de Ausonio(XVI 2, 7) y de San Jerónimo. En cuanto a la fecha de su nacimiento, hay que suponer que tuvo lugar ca. 30-35. No sabemos mucho acerca de su vida, ni siquiera sabemos si su padre era el rétor Quintiliano nombrado por Séneca el Viejo en sus Controversias. También resulta difícil aventurar cuánto tiempo permaneció en España antes de marcharse a Roma, donde se desarrolló el grueso de su formación. Allí, según señala el propio Quintiliano a lo largo de su obra, frecuentó la escuela de gramática de Q. Remmio Palemón (maestro también de Persio) y, más tarde, estuvo muy cercano al célebre orador Domicio Afro (muerto en el 59); también recuerda haber conocido a Pomponio y a Séneca. Concluida su formación en Roma, hemos de suponer que en torno a los veinte años regresó a España, donde permaneció algún tiempo hasta su regreso definitivo a la Urbe. Precisamente es San Jerónimo quien señala (Crónica 211, 4) que Quintiliano «había sido llevado a Roma por Galba«, algo que tuvo lugar en el 68, única fecha segura en la vida de este orador.
A partir de ese momento, Quintiliano se dedicó a la enseñanza de la retórica, actividad que desarrolló durante al menos 20 años según señala en el prólogo de su Institutio oratoria (quizás entre los años 68-88 ó 70-90). Como profesor de retórica, Quintiliano alcanzó una gran fama y, de hecho, se convirtió en el primer profesor que abrió una escuela pública pagada por el fisco bajo Vespasiano. Pupilos suyos fueron Plinio el Joven(Epist. II 14, 10) y seguramente Tácito. Y aunque Juvenal (VII 186 y ss.) señala que su sueldo no era muy elevado, Quintiliano consiguió amasar una buena fortuna. En todo este tiempo, tampoco abandonó por completo su profesión de abogado e incluso llegó a publicar alguno de sus discursos; quizás uno de sus procesos más célebres fue el de la reina Berenice, al que alude en su Institutio IV 1, 19.
Bajo el emperador Domiciano, Quintiliano recibió el encargo de tutelar la educación de los nietos de su hermana (hijos de Flavio Clemente y de Flavia Domitila) y fue en aquella época cuando recibió los ornamenta consularia gracias a la intervención del propio Clemente; de todos modos, hay que suponer que se trató más de un título honorífico que de un poder real, de acuerdo con Ausonio XXIX 7 31: «Quintiliano, que recibió las insignias consulares gracias a Clemente, parece que tuvo más los adornos de ese título que los atributos propios del poder» (la cita procede de la traducción de A. Alvar, Ausonio, Gredos, 1990).
Tras todos esos años dedicados a la enseñanza, Quintiliano se retiró y se dispuso a componer una obra para los jóvenes bonae mentis, un tratado de retórica o, mejor dicho, un verdadero manual para la instrucción de los jóvenes: nos referimos a la ya citada Institutio oratoria, obra compuesta entre el 93 y el 96, año de la muerte de Domiciano. En dicha obra, en el prefacio al libro VI, Quintiliano habla también de un hecho importante en su vida: su matrimonio y sus dos hijos. Aquí nos enteramos de que su esposa había muerto apenas cumplidos los 19 años (quae nondum expleto aetatis undevicesimo anno). También murieron sus dos hijos: uno cuando tenía 5 años (mihi filius minor quintum egressus annum prior alterum ex duobus eruit lumen [«mi hijo menor, saliendo ya de los cinco años, fue el primero en arrebatarme una de mis dos luces»]) y otro con 9 años (Non enim flosculos, sicut prior, sed iam decimum aetatis ingressus annum, certos ac deformatos fructus ostenderat [«éste ya no florecillas, como el anterior, sino que a punto de cumplir los diez, mostraba frutos ciertos y bien formados»]). Una vez concluida esta obra, no volvemos a tener noticias ciertas sobre Quintiliano, por lo que no podemos señalar la fecha exacta de su muerte, que hemos de situar antes del año 100.
Obra.
Las obras menores.
Antes de abordar el estudio de la obra más importante de Quintiliano, la Institutio oratoria, es preciso citar algunas otras obras suyas que, por desgracia, no han llegado hasta nuestros días. En primer lugar hay que señalar el De causis corruptae eloquentiae, donde Quintiliano abordaba el problema de la decadencia de este arte. El propio autor nos indica que inició la composición de esta obra en el momento en que había muerto su hijo (vid. VI praef. 3) y se refiere a ella en varios pasajes de su Institutio.
En segundo lugar habría que señalar su discurso, también perdido, Pro Naevio Arpiniano, al que se refiere en Inst. VII 2, 24, cuya publicación es segura y no como ocurre con otros discursos suyos que pudieron circular sin su autorización (nam ceterae quae sub nomine meo feruntur, negligentia excipientium in quaestum notariorum corruptae minimam partem mei habent [«pues las demás obras que circulan bajo mi nombre, corrompidas por la negligencia de los notarios, que las toman para su ganancia, tienen muy poco de mí»]).
También hay un grupo de obras atribuidas falsamente a Quintiliano: son las llamadas Declamationes Pseudo-Quintilianeae, que podemos dividir en dos tipos. Las conocidas como declamationes maiores y declamationes minores. Las primeras son 19 piezas retóricas que circularon bajo el nombre del gran rétor hispano durante el siglo IV y que seguramente fueron editadas por algunos eruditos de ese período. Hoy existen grandes dudas acerca de la autoría real de Quintiliano sobre estas orationes que son en extremo artificiosas y rebuscadas, lo que contradice en parte la propia doctrina de Quintiliano.
A su vez, las declamationes minores son un conjunto de 145 piezas procedentes de una colección que en origen tenía 388. Son mucho más breves que las anteriores y cada una de ellas desarrolla de manera escueta un tema. Ello nos hace pensar que estas declamationes son más bien fruto de la escuela y que se compusieron como simples ejercicios didácticos. Realmente es difícil pensar que su autor fuera Quintiliano, aunque esta autoría no es del todo imposible.
La Institutio oratoria.
Dejadas a un lado estas obras menores, hay que destacar por encima de todas ellas la Institutio oratoria, un gran tratado de retórica en 12 libros publicado seguramente antes de la muerte del emperador Domiciano en el año 96, a quien se elogia en el libro X. La obra aparece dedicada a Victorio Marcelo y, según sus propias palabras en el proemio, tardó en concluirla algo más dos años (paulo plus quam biennium). De acuerdo también con la carta que encabeza la Institutio dedicada al librero Trifón, la publicación del texto se había adelantado ante las exigencias de aquellos que ansiaban poder leer la obra. Además, en aquellos momentos circulaban bajo su nombre dos trataditos de retórica que no eran suyos sino más bien apuntes tomados en sus clases, lo que le había llevado a escribir su propio manual para evitar los malos entendidos.
Ya desde el principio Quintiliano expone que su tratado no se va a caracterizar por su originalidad sino que va a estar basado, sobre todo, en su propia experiencia como rétor. Además, dado que él opinaba que nada era ajeno al arte de la oratoria, su libro iba a tratar de todos aquellos aspectos, incluso los más insignificantes, que ayudaban en la formación de un buen orador, un individuo virtuoso y además elocuente (vir bonus dicendi perituss). De ese modo, la Institutio no es un simple tratado de retórica sino todo un programa educativo que se inicia desde los primeros años de vida de un individuo (studia eius formare ab infantia incipiam).
De ese modo, para Quintiliano, gran admirador de Cicerón TULIO y de su estilo, el orador es algo más que alguien capaz de convencer a través de la palabra; para él, el orador es, ante todo, un hombre útil para el estado gracias a que su formación le ha convertido en un individuo cargado de valores morales, conocedor, entre otras muchas cosas, de la filosofía y, en definitiva, un sabio (opinión que no compartía, entre otros, Séneca, autor contra el que dirige abundantes críticas). Así, Quintiliano reasume la tradición romana y, frente a Cicerón que consideraba la filosofía como una de las principales disciplinas que cualquier orador debía conocer e incluso identificaba al orador con el filósofo (el orador es un filósofo que habla con elocuencia), él piensa que el orador es simplemente sapiens (sabio) y que la filosofía es una más de las artes que debe aprender para completar su formación.
Realmente, la admiración que Quintiliano sentía por Cicerón, a quien consideraba la verdadera encarnación de la elocuencia, dice mucho acerca de su postura: Quintiliano no veía con buenos ojos los derroteros que estaba tomando la elocuencia en Roma ni tampoco le gustaba la manera en que los nuevos oradores y escritores manejaban la lengua; por ello, con su tratado, pretendía poner de nuevo las cosas en su sitio. Con ese fin, Quintiliano escribió su manual, en el que Cicerón era el modelo; de hecho, las orationes ciceronianas sirven aquí para ejemplificar las funciones de las distintas partes del discurso; también siguiendo a Cicerón, Quintiliano considera que la elocutio es la más importante de las cinco partes en que se desglosa la actividad del orador (inventio, dispositio, elocutio, memoria y actio) y desarrolla la misma teoría de los tres estilos (el sublime, el medio y el ínfimo).
Sin embargo, hay un aspecto importante en el que la doctrina de Quintiliano se opone a la de Cicerón y es precisamente al estudiar la relación entre ars (‘arte, técnica’) y natura (‘naturaleza, ingenio o talento natural’): si para Cicerón la elocuencia era un don natural que podía mejorar con el estudio de la Retórica, para Quintiliano es un don que se puede alcanzar gracias precisamente a la Retórica. Aquí radica la principal diferencia: mientras que Cicerón hablaba en sus tratados sobre retórica desde su propia experiencia de orador exitoso y revelaba así los frutos de su experiencia, Quintiliano habla como profesor de Retórica y, por ello, intenta ser exhaustivo en todos aquellos aspectos que Cicerón ni siquiera había tratado en la idea de que la perseverancia y unos buenos maestros son capaces de crear un orador.Desde luego, la oratoria de los tiempos de Cicerón no era la misma que la de la época de Quintiliano; así, aunque Quintiliano reconoce la importancia de la oratoria deliberativa, los tiempos no eran los más propicios para el debate político en un Senado sometido al poder del emperador; sí, en cambio, para la oratoria forense, verdadero campo en el que ejercitarse y en el que enriquecerse. Sin embargo, esta oratoria, abandonando toda moderación, había caído en el exceso, algo criticado por autores como Tácito o Plinio: aquí, todo era válido para obtener el aplauso del auditorio, y la oratoria, enseñada en la escuela a través de las famosas controversias y suasorias, se había desvirtuado y había perdido su intención moral.
Las armas de la elocuencia podían caer en manos de cualquiera, con el peligro que eso entrañaba. Ante esta situación, Quintiliano sólo aspiraba a devolver a la oratoria su medida y, si bien abogaba por las declamationes escolares, quería que éstas se ciñeran al campo de lo verosímil y lo cercano a la realidad de los procesos. A esto había que añadir la necesidad de convertir al orador en un hombre bueno; de ese modo se podían unir las buenas intenciones a los medios adecuados para ponerlas en práctica a través del debate.
Quintiliano dibuja en su obra un completo plan de estudios que incluye una parte teórica, donde se abordan los preceptos básicos de la Retórica de sobra conocidos dada la gran cantidad de tratados existentes, y una parte práctica, en la que se recomienda al futuro orador la ejercitación de su arte a través de las ya mencionadas declamationes o se proponen modelos para la imitación. En el libro I, nuestro autor trata de la preparación de los niños para los estudios superiores (o de Retórica), por lo que aborda aquí algunos asuntos relacionados con la gramática (como en I 9, donde habla del doble oficio del gramático: ratio loquendi et enarratio auctorum) y aconseja también el estudio de la geometría y de la música.
En el libro II, Quintiliano sitúa al niño en la escuela de Retórica; a lo largo de este libro, se exponen de manera teórica los elementos, la naturaleza y la esencia misma de este arte; a continuación, en los libros III al VI se explica la doctrina de la inventio y en el libro VII se habla de la dispositio. El libro VIII se dedica al estilo (la elocutio) y se habla aquí de la proprietas, el adorno y los tropos; en el libro IX se estudian los tropos o figuras de pensamiento y se dedican unos parágrafos a los ritmos artísticos de la prosa. El libro X resulta de gran interés por cuanto se construye como un verdadero capítulo de crítica literaria, donde Quintiliano compara la literatura latina con la griega y se elaboran juicios de valor sobre los más importantes autores de la Antigüedad. Este preámbulo sirve para tratar a continuación algunos aspectos relativos a la imitatio (imitación de modelos). Este libro, por su contenido, ha gozado de una enorme fama y ha merecido en numerosas ocasiones ediciones independientes.
En un principio, este libro X se inspira en el interés de Quintiliano por buscar un método práctico para que el orador adquiera facilidad de palabra y de pensamiento; pero de todos modos, lo que ha atraído la atención de los estudiosos ha sido el esbozo de una sucinta historia de la literatura clásica, que sirve para ofrecer al alumno de oratoria una serie de modelos de lectura y aprendizaje. Gracias a este texto, aunque limitado por cuestiones pedagógicas a un escaso número de autores, podemos conocer a algunos escritores latinos cuyas obras no hemos conservado; además, Quintiliano no sólo se limita a nombrar esos autores y sus obras sino que también expresa en pocas palabras su juicio crítico y severo, aunque, en ocasiones, éste no sea más que el reflejo de toda un tradición previa.
Esto se observa sobre todo cuando se aborda la literatura griega; aquí, Quintiliano muestra bastantes coincidencias con Dionisio de Halicarnaso y su De veterum censura y parecer citar a esos autores conforme a un plan establecido por toda un crítica previa. En cuanto a la literatura latina, nuestro rétor pretende elaborar un catálogo a la manera de los catálogos que los estudiosos alejandrinos habían hecho de literatura griega; de todos modos, aquí sí se reflejan las opiniones personales del propio Quintiliano acerca de los autores que cita. Así, en este libro se inscribe el famoso elogio a Cicerón, a quien se señala como el modelo más perfecto y acabado, y se incluye un juicio bastante ecuánime sobre Séneca, cuyo peculiar estilo se critica en otros capítulos de la Institutio.
El libro XI trata de la memoria y de la actio. La obra culmina con el libro XII, donde Quintiliano, preocupado por la formación del orador completo o perfecto, habla de las cualidades ético-morales que deben presidir el corazón y la mente del verdadero ciudadano, del verdadero vir bonus.
Lengua y estilo.
Aunque Quintiliano era consciente de que estaba escribiendo un manual didáctico, quiso engalanar su obra con un ropaje que la hiciera más agradable a su público; por ello, recurrió en ocasiones a un estilo adornado y florido y, a pesar de pregonar su intención de recuperar el modelo ciceroniano, no pudo escapar de las influencias que le venían de su propia época, aquella que se ha bautizado como Edad de Plata de las letras latinas. Su latín reúne, por tanto, las características del latín imperial: audacias lingüísticas y estilísticas y un marcado gusto por el lenguaje con sabor poético, lo que hace que su estilo esté más cercano al de Séneca de lo que podría pensarse. En realidad, Quintiliano, que detestaba los rasgos extremos de modernidad, quería encontrar el justo medio entre esos modelos y los más arcaicos. Todo ello ha hecho que su obra se haya convertido, a pesar de lo que pudiera parecer por su contenido, en una pieza importante de la literatura de esa época.
Bibliografía.
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Ediciones:
BUTLER, H. E. Loeb, Cambridge, 1979.COUSIN, J. Budé, 1975-1980.RADERMACHER, L. Teubner, 1965.WINTERBOTTOM, M. Oxford, 1970.DOLÇ, M. Institución oratoria. Libro X, Barcelona, 1947.
Estudios:
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T. Jiménez Calvente.