Ovidio Nasón, Publio (43 a.C-18 d.C).
Poeta latino, autor de las siguientes obras: Amores, Cartas de las heroínas, Arte de amar, Remedios de amor, Cosméticos para el rostro femenino, Metamorfosis, Fastos, Tristes, Cartas desde el Ponto e Ibis.
Vida
Ovidio nació el 20 de marzo del año 43 a. C. en Sulmona, una ciudad italiana de la actual región de los Abruzos, enclavada al este de Roma y distante de ella ciento treinta kilómetros. La mayor parte de sus datos biográficos está dispersa a lo largo de su obra, pero destaca sobre todo el final del libro IV de los Tristes, donde el autor, ya viejo y exiliado, versifica su vida sinceramente.
El año de su nacimiento coincidió con un período traumático para el devenir de Roma: culminaba la guerra civil entre los republicanos y los cesarianos, proclives a la dictadura monárquica. Apenas un año antes, en el 44 a. C., Julio César había sido asesinado y durante el mismo 43 a. C. se constituyó el segundo Triunvirato, formado por Marco Antonio, Gayo Octavio y Marco Emilio Lépido; Cicerón, defensor a ultranza de los valores republicanos, murió a manos de los esbirros de Antonio, y los cónsules Hirtio y Pansa perecieron en el asedio de Módena. Cuando Ovidio contaba con 12 años, esto es, en el 31 a. C., la guerra intestina concluiría con la batalla de Actium, al derrotar Octavio a Antonio, consiguiendo, de esta manera, arrogarse todo el Imperio Romano bajo su mando.
Estos acontecimientos agotarían cinco siglos de gobierno republicano y alumbrarían un nuevo sistema político: el Principado. A pesar de que Ovidio sufrió en su niñez los embates de la guerra, aquella tragedia no estigmatizó su poesía. El poeta Virgilio, en cambio, mayor que él 27 años, padeció mucho más de cerca ese conflicto civil y en sus Bucólicas se lamentó esporádicamente de las desgracias de aquellos años. Su vida se considera ejemplo de la paz augústea que siguió a las contiendas y su obra ilustra bien el nuevo rumbo de la Literatura Latina, muy influida por la poesía helenística abanderada por Calímaco (ca. 310 – 240 a. C.).
Ovidio fue el segundo hijo de una familia acomodada, perteneciente a la clase ecuestre. Como era costumbre en estas familias adineradas y establecidas en las provincias italianas, su padre decidió enviarlo, seguramente en el 31 a. C., en compañía de su hermano, un año mayor que él, a Roma para que completara su formación académica en la escuela de gramática y retórica de dos prestigiosos maestros, Arelio Fusco y Porcio Latro. La temprana e intensa vocación poética de Ovidio frustró las aspiraciones paternas, pues su padre esperaba granjearle un futuro prometedor como abogado y no deseaba que su hijo pasara los conocidos apuros económicos de los poetas. Sin embargo, Ovidio aprovechó la sólida formación oratoria para dar mayores vuelos a su musa y desatendió, pese a su afán de agradarle, los consejos de su padre. La inclinación poética era tan honda que, como escribió en un par de célebres versos de Tristes IV 10, 25-6:
“Espontáneamente, el poema se ajustaba al ritmo idóneo / y cuanto quería decir era verso.”
A su empecinada inspiración se unió un talento agudo, irónico y de sutil penetración psicológica, pero también una pluma prolífica. Séneca el Viejo, un rétor experimentado, encomió sus dotes como orador en la escuela, pero criticó sus composiciones juveniles, porque Ovidio, lejos de lamentar los propios defectos, llegaba a amarlos (Controversias II 9-12). De joven viajó con su amigo Emilio Macro, asimismo poeta, por la parte oriental del mundo mediterráneo, disfrutando así de otra práctica habitual en las familias pudientes, que fomentaban estas estancias en el extranjero para complementar los estudios de sus hijos. Contaría por entonces unos 18 años.
Visitó Asia Menor; permaneció una larga temporada en Atenas, donde seguramente se nutrió, de primera mano, de la filosofía griega; por fin, se detuvo en Sicilia. Aquel periplo cultural y turístico duró dos años hasta que en el invierno del 22 ó 23 a. C. regresó a Roma. Son años de indecisión para el poeta: se dedicó, muy a su pesar, a la carrera forense, siguiendo los preceptos paternos. Desempeñó el cargo de inspector de cárceles y emprendió el tradicional cursus honorum (“carrera de cargos públicos”). Pero ni la abogacía ni la política consiguieron disuadirlo de su empeño genuino: la poesía.
Tras haber decidido dedicarse en cuerpo y alma a su vocación poética, ingresó en el círculo literario patrocinado por Mesala Corvino, protector por entonces de otros poetas como Tibulo y Sulpicia. Este club intelectual promocionaba una poesía, en cierta medida, disidente de la favorecida por la política imperial de Augusto, representada en el círculo de Mecenas por autores de la talla de Virgilio y Horacio. Estos ilustres poetas, bajo el auspicio del emperador, divulgaban la moral y las ideas conservadoras de la política augústea, empeñada en hacer del arte un medio de regeneración de los viejos valores romanos, vinculados estrechamente con la virtus estoica. Con todo, las relaciones amistosas entre los miembros de uno y otro círculo eran asiduas y, al margen de sus inquietudes ideológicas, casi siempre impuestas por los respectivos patronos, intercambiaban sus gustos literarios y compartían muchos rasgos estilísticos.
Ovidio, inserto ya en su micromundo natural, debió de sentirse como un pez en el agua. Frecuentó los recitales poéticos de los autores de moda, tales como Propercio, Horacio, Tibulo o Galo, y de otros menos consagrados como Póntico y Baso; por todos sentía idolatría (Tristes IV 10, 41-2). Por su parte, Mesala, al parecer amigo de la familia, supo empujar aquel genio innato del joven Ovidio, animándolo para que escribiera más y recitase sus poemas con más frecuencia. Ovidio perteneció a una generación posterior a la pléyade de los grandes poetas augústeos: Virgilio (70 – 19 a. C.), Horacio (65 – 8 a. C.), Tibulo (ca. 55 – 19 a. C.) y Propercio (ca. 50 a. C. – ca. 2 d. C.); pero durante sus comienzos como escritor procuró cultivar la amistad de todos ellos. Consiguió ser amigo de Propercio; con Tibulo comenzó una amistad que truncaría enseguida su prematura muerte; de Horacio apreció su armonía lírica, al tiempo que también recordaba las declamaciones de Virgilio, a quien por desgracia no trató demasiado. En este ambiente tan propicio, donde la literatura no era una actividad secundaria, fruto del ocio político, sino un oficio artístico, refinado, propio de un estilo de vida civilizado y culto, Ovidio fue creciendo como escritor hasta quedar como el único gran poeta de aquel período aún vivo en Roma.
Declamó sus primeros poemas cuando apenas tenía 18 años, antes de su ingreso al círculo de Mesala y, quizás, antes de su mencionado viaje. En torno al año 25 a. C. ya había escrito su primera versión de los Amores en cinco libros, unos poemas eróticos, donde el poeta rehacía los temas, tópicos y motivos de la elegía erótica, inaugurada por Cornelio Galo (69 – 26 a. C.) y enriquecida, sobre todo, por Tibulo y Propercio. Con esta opera prima Ovidio llegó a ser conocido entre el público romano con gran éxito, pues revivía en el lector un universo amoroso cercano con un lenguaje rico en recursos retóricos y en erudición; además, sus versos aparecían salpimentados de un humor ameno.
Ovidio casó tres veces. Su primera mujer no pertenecía a su clase social y, por otra parte, no fue nunca de su agrado; por tanto, no tardó en divorciarse de ella. Su segundo matrimonio tampoco fue dichoso y duró poco tiempo, pese a ser su esposa una mujer modélica y darle una hija. Fue su tercer compromiso el que duraría hasta su muerte. Ella era una viuda joven de la familia de los Fabios y madre de una hija concebida con su anterior marido. Con ella tuvo otra hija que le dio dos nietos, pero murieron en vida del poeta.
A pesar de las primeras reticencias de su padre, quien temía la futura precariedad económica de su hijo, Ovidio alcanzó gracias a su arte una vida llena de alegrías, por ver colmada su afición poética, y también repleta de comodidades. Alternó el trato social en una Roma atractiva con su creación poética en una quinta, a las afueras de Roma, donde estableció su lugar de trabajo, rodeada de un vergel y situada entre las vías Clodia y Flaminia (Cartas desde el Ponto I 8, 43-4). Aquel existir apacible, típico de un poeta de la época, dotado de talento y ya con fama, acabó de repente durante el otoño del 9 d. C., cuando Ovidio visitaba la isla de Elba y tenía 52 años. Allí mismo el poeta recibió la noticia de que por un edicto del emperador Augusto se le expulsaba de Roma a la recóndita ciudad de Tomis (hoy Constanza, en Rumanía), sita en el país bárbaro de los getas, junto al Ponto Euxino (Mar Negro). Fue, como mal menor, una relegatio, lo que le permitió conservar sus bienes y su ciudadanía. Una deportatio, más frecuente en estos destierros, habría supuesto la pérdida de la ciudadanía y de los bienes privados.
Las causas de aquel destierro siguen hoy sin ser desveladas. Ovidio nunca explicó los motivos exactos de por qué el emperador decidió alejarlo de Roma, y la expresión más clara sobre las razones de su apartamiento sigue pareciendo oscura: carmen et error, “un poema y un desliz” (Tristes II 207). El carmen, como primera culpa, alude, sin dudas, a su obra más procaz e irreverente con la política matrimonial de Augusto: Arte de amar. El emperador había promulgado hacia el 18 a. C. las Leyes Julias con el propósito de incentivar el matrimonio tradicional y erradicar los adulterios. En esta obra Ovidio atentaba por doquier contra la voluntad de Octavio de sanear la moral romana, pues sus versos eran el fiel reflejo de una ciudad entregada al lujo, a la molicie y propensa a la promiscuidad. El error, referente al segundo delito, es menos explícito, por voluntad del propio Ovidio. Y, por ello, ha suscitado un florilegio de explicaciones, algunas muy peregrinas. Seguramente, la más inverosímil es la que sostiene que este desliz ovidiano se debió a su involucración en una sesión de adivinación protagonizada por una secta neopitagórica, que confabulaba contra Augusto. Sin llegar a una dilucidación satisfactoria de este misterio, entre las propuestas más plausibles sobresale aquella que defiende que Ovidio estuvo implicado, activa o pasivamente, en un escándalo sexual relacionado con la familia imperial.
Aquel ostracismo a los confines del imperio socavó el ánimo jovial y risueño del poeta de Sulmona. Roma seguía estando en su mente, si bien en la distancia, y recordada una y otra vez con nostalgia. Su carrera literaria experimentó un giró drástico hacia el lamento y la súplica al emperador, quien nunca revocó aquel exilio. En las obras de esta última etapa, Tristes y Cartas desde el Ponto, Ovidio aplicó su talento, en plena madurez, a estas tónicas, la queja y la adulación, poniendo sus esperanzas en la clemencia de Augusto. Murió el emperador (14 d. C.) y su sucesor Tiberio tampoco desautorizó la orden augústea. Ovidio acabó sus días el 17 d. C., según noticia de San Jerónimo, en la bárbara Tomis sin haber vuelto a ver Roma.
La elegía erótica en Ovidio
La poesía erótica latina fructifica en la época augústea y describe monográficamente la vida amorosa de poetas que se codean con una aristocracia romana, entregada la mayor parte de su tiempo al ocio en el marco de una ciudad hermosa y floreciente. Las fuentes de este género derivan de la poesía elegíaca griega, conocida desde el siglo VII a. C. y escrita en dísticos elegíacos (unión de un hexámetro y un pentámetro dactílicos). Muchos temas ya abordados por la elegía griega fueron adaptados por los romanos a su peculiar ambiente, por ejemplo: la dualidad muerte y amor, o goce y sufrimiento vitales.
También los poetas latinos aprendieron de los griegos a utilizar las narraciones amorosas de la mitología como correlato objetivo de los sentimientos personales del poeta. No obstante, la elegía romana no es una gregaria imitación de la griega, por más que la experiencia erótica tuviera un lugar notable en el epigrama helenístico, pues su característica distintiva estriba en el tratamiento subjetivo de la relación erótica, peculiaridad omnipresente en la elegía romana y sin apenas huellas en la griega. En otro sentido, la elegía erótica latina aglutina no sólo elementos del epigrama erótico griego, sino también rasgos afines al género bucólico, al epilio o a la elegía de tema convival, patriótico o filosófico.
La historia de este fugaz género (tiene plena vigencia durante 50 años) ha sido recogida sucintamente por el propio Ovidio en Tristes IV 10, 51-54:
“y a Tibulo los hados / avaros no dieron de ser mi amigo ocasión. / Éste fue tu sucesor, Galo; Propercio de él; / cuarto tras ellos, con el paso del tiempo, fui yo” (traducción de Antonio Alvar Ezquerra).
No obstante, con anterioridad a estos poetas (Galo, considerado el inventor, junto a Tibulo, Propercio y Ovidio), los primeros atisbos del género en Roma se vislumbran en torno a la segunda mitad del siglo II a. C. desde el círculo de Quinto Lutacio Cátulo, integrado por Valerio Edituo, Porcio Lícino y el mismo Lutacio; más tarde, la poesía calimaquea de Gayo Valerio Catulo (ca. 84-54 a. C.) fue concretando aún más la elegía latina.
Otros caracteres de esta poesía son, amen del dístico, del amor y del subjetivismo, la preponderancia de la relación exclusiva y heterosexual, consagrada a una amante que se refugia, de ordinario, bajo un pseudónimo poético: Delia en el poemario de Tibulo, Cintia en el de Propercio y Corina en el caso de Ovidio; el uso de un lenguaje delicado, del gusto urbano, carente de la ampulosidad épica como corresponde a un género menor; la subordinación hiriente del poeta enamorado a su caprichosa y adorada amada, cuya cruel indiferencia propicia la amalgama de consabidos lugares comunes: el exclusus amator (el poeta ronda las puertas de la amante), el servitium amoris, la militia amoris, el navigium amoris (el amor como navegación) o el magister amoris (es el poeta quien adiestra sobre el amor); a ellos, hay que sumar también la verosimilitud autobiográfica, y, por último, el hecho de que estas aventuras eróticas tengan lugar en o cerca de Roma.
Amores
Ovidio inició su carrera literaria muy joven, al ir publicando poemas amorosos según los parámetros poéticos de la elegía erótica latina. En torno al 23 a. C. el sulmonense recopiló estos poemas amorosos y sacó a luz su primera edición con el título de Corina, en cinco libros. Pero fue su segunda edición, titulada Amores, en tres libros, la que logró llegar hasta nuestros días. Ovidio, seguramente en un ejercicio de autocrítica, escogió sólo las mejores elegías en su segunda versión, editada con anterioridad al 1 ó 2 a. C. Para el autor, aquella criba, según explica en el epigrama introductorio de dicha reedición, hacía más llevadera su lectura. En total, suman 50 poemas: 15 en los libros I y III, y 20 en el II.
Ovidio condujo a este género latino hasta el agotamiento, por lo que es, así pues, el último gran poeta elegíaco. El dístico elegíaco, metro del género, se perfecciona con su mano y no deja motivo o tópico por explotar hasta la extenuación; sólo Maximiano en el siglo VI retoma el género imitando la técnica ovidiana, al escribir, ya como un viejo melancólico, 6 elegías que versan sobre los pasados goces de su juventud. La versatilidad del estilo y la abundancia del genio ovidiano imprimieron a la elegía erótica una nueva frescura, abriendo nuevas perspectivas en un campo poético ya felizmente trillado por Tibulo y Propercio. Enseguida encandiló a toda la sociedad romana, que conocía sobradamente los vericuetos de los amores mundanos. Los poemas de Amores reconstruyen con viveza aquel escenario social donde los protagonistas, Ovidio y Corina, no son, como en el caso de Delia y Tibulo o Cintia y Propercio, dos enamorados en la vida real; sin embargo, pese a la ficción, parecen serlo. Ovidio, aun hablando en primera persona, rompe, por ende, con la línea autobiográfica que vertebra los poemarios de sus predecesores e introduce la pura imaginación para argumentar sus irreales amoríos. Tanto Ovidio como Corina resultan de este modo dos personajes arquetípicos, que imitan la vida amorosa de época augústea y representan, con sus vicios y virtudes, el modus vivendi de los hombres y mujeres de Roma.
El libro primero de Amores comienza con una elegía programática, siguiendo la senda literaria de Calímaco, donde en virtud del tópico de la recusatio prefiere la poesía erótica a la poesía épica, de más altos vuelos. Este recurso se extiende a cada libro, que se abre y se cierra con un poema donde Ovidio defiende sus criterios literarios. En medio, el poeta aborda su historia de amor con Corina entre competidores de amor, celestinas, brujería, avaricia y otros peligros. Entre los poemas más famosos destacan dos, un par monotemático sobre la primera vez que hizo el amor con Corina (Amores I 5 y II 11). He aquí los versos 9-16 del primer poema según una interpretación en tercetos hecha por Diego Hurtado de Mendoza (“Hacía calor y en punto a mediodía”):
“Entró Corina luego, desceñido / su cuerpo, con tan sola la camisa, / el cabello en los hombros desparcido, / tal ir Semiramis se me divisa / a su tálamo blando a solazarse, / o Lais, a cuyo amor tuvo tal prisa. / Tiré de su camisa, aunque quitarse / no era menester por ser delgada, / más ella porfiaba por taparse. / Y porfiando como quien no agrada / vencer, / vencida fue de mi porfía / y, sin que le pesare, despojada”.
Algunas constantes en el estilo de Ovidio ya se apuntan en esta obra inaugural: tendencia a pasar la realidad por el crisol del humor para trivializarla; maestría en el uso del dístico y de los modelos; asimilación de la tradición anterior, pero también ruptura con ella; afán de novedad; tratamiento agotador y polifacético de los temas, y facilidad en desnudar el alma femenina.
Cartas de las heroínas o Las Heroidas
No se puede datar con exactitud la publicación de este singular epistolario. Ovidio, poseído por una febril actividad escritora, debió de redactarlo a la par que retocaba su segunda edición de poemas elegíacos (Amores). Por ello, las fechas aproximativas abarcan un arco cronológico entre los años 15 al 1 a. C. En las Heroidas Ovidio transporta al lector al mundo mitológico, pero desde un singular punto de vista: las enamoradas más legendarias escriben epístolas poéticas a sus maridos ausentes, salvo en tres ocasiones donde toman la iniciativa los maridos. Esta es la galería de cartas: Penélope a Ulises (1), Filis a Demofonte (2), Briseida a Aquiles (3), Fedra a Hipólito (4), Enone a Paris (5), Hipsípila a Jasón (6), Dido a Eneas (7), Hermíone a Orestes (8), Deyanira a Hércules (9), Ariadna a Teseo (10), Cánace a Macareo (11), Medea a Jasón (12), Laodamía a Protesilao (13), Hipermestra a Linceo (14), Safo a Faón (15), Paris a Helena (16), Helena a Paris (17), Leandro a Hero (18), Hero a Leandro (19), Aconcio a Cidipe (20) y Cidipe a Aconcio (21).
Esta suerte de correspondencia mitológica no sigue fielmente el estrecho camino de la elegía erótica, pero tampoco lo abandona: el metro sigue siendo el dístico elegíaco, y la temática amorosa, ahora centrada en la sensibilidad femenina, continúa dando sentido al hilo argumental. El sulmonense tiñe este mundo mítico de las vivencias amorosas comunes a su entorno social, tan bien fingidas en los Amores. Ovidio no confiesa en primera persona sus experiencias eróticas entre burlas y veras, sino que se enmascara tras estas heroínas o en sus maridos para explotar todavía más el repertorio elegíaco. Y así, por ejemplo, el discurso de las heroínas suele desembocar en la queja y en la añoranza por el hombre amado, incidiendo desde la postura femenina en un eje recurrente del género: la tristeza por la ausencia de la persona querida.
Ovidio presumía de haber inventado este original modo de poetizar sobre el amor (Arte de amar III 346). Pero Propercio ya había introducido en su elegía IV 6 una carta de amor, en la que Aretusa, una esposa contemporánea, escribía a su marido, Licotas, ausente. Fue esta epístola, tal vez, la que sugirió al poeta la redacción de esta colección epistolar como un “subgénero” dentro del mundo amatorio de la elegía latina. Al aunar la tradición mitológica de cada personaje, tan heterogénea, y la temática uniforme del amor, sentido desde la personalidad femenina, Ovidio asumió una labor complejísima de la que salió airoso, pues en la aparente monotonía del tema logró hilvanar una sucesión diversa de brillantes historias y pareceres amorosos, acomodados a los respectivos personajes míticos. Las epístolas sitúan al lector in medias res, en un momento climático de la relación, y desde este punto se desenvuelven. De este modo, Ovidio anima en el lector, conocedor del mito, evocaciones del pasado legendario de la pareja, inquietudes por el inseguro porvenir de ésta y deja que él mismo conjeture sobre el final, puesto que termina las cartas cuando la acción aún no ha acabado.
Arte de amar, Remedios de amor y Cosméticos para el rostro femenino
Estas obras cierran una etapa del poeta consagrada al amor. El polifacético Ovidio intenta de nuevo abrir otra senda poética por donde tratar el amor de forma distinta. Cuenta con 40 años aproximadamente cuando escribe estas obras. Esta vez recurre a la poesía didáctica para abordar otra vez la temática amorosa. Así, culmina una línea ascendente que inició al escribir poesía erótica desde su experiencia personal, siempre tergiversada, con Amores, desde la psicología femenina en Cartas de las heroínas y ahora desde la perspectiva de un praeceptor amoris o “maestro del amor”. Esta poesía parodia un género serio que tenía una tradición sólida y un metro dado desde Los trabajos y los días de Hesíodo: el hexámetro. Ovidio fraguó una poesía híbrida. De una parte, estos poemarios transpiran la seriedad habitual de la poesía didáctica y, de otra, muestran la visión más desenfada y burlesca de la poesía erótica latina. El metro empleado por el sulmonense es el dístico elegíaco, a pesar de que el canon exigiese el hexámetro.
La poesía didáctica latina había alumbrado ya entonces algunas obras sobresalientes. Basta recordar, por ejemplo, el tratado epicúreo del De rerum natura de Lucrecio o los Geórgica de Virgilio. Estos manuales circulaban con enorme difusión en la Roma coetánea de Ovidio, abordando las materias más dispares: alfarería, juegos de mesa o normas de buen comportamiento. Pero también se encontraban monografías erotodidácticas que adiestraban a los novatos sobre estrategias amorosas. El satírico Marcial y el historiador Suetonio, por ejemplo, aluden a una escritora de este subgénero, Elefántide.
Arte de amar
Este exquisito tratado de amor se publicó no antes del 1 a. C. Está estructurado en tres libros: los dos primeros aleccionan al hombre sobre cómo conquistar a una mujer y mantener viva su relación. El tercero se dirige a las mujeres para adoctrinarlas, como a los hombres, sobre tácticas para encandilar al sexo contrario. El sabio magisterio de Ovidio, íntimo conocedor de este universo galante, ilumina los tres libros, al tiempo que transporta al lector a las calles mismas de Roma. Pinta así un soberbio retrato de la vida cotidiana de la época. Teatros, templos, termas, fiestas o espectáculos públicos constituyen el escenario por donde discurren las enseñanzas de Ovidio como maestro de amor. La mitología o las escenas naturales son aprovechadas constantemente para ejemplificar sus consejos (exempla mythologica o naturae) consiguiendo amenizar y enriquecer la lectura.
Arte de amar le ocasionaría años más tarde una consecuencia desastrosa, pues la lascivia de sus páginas fue un pretexto poderoso para que Augusto lo relegase a Tomis. Con todo, el mismo se defendió de esta acusación en Tristes II 353-4 argumentando “que su vida era casta, aunque su Musa frívola”.
Remedios de amor
Con este recetario poético de soluciones para el mal de amores el sulmonense se despide de la poesía elegíaca. La fecha precisa de su publicación no se conoce, pero se sabe que debió de salir a la luz poco después de Arte de amar, entre la primavera del 1 a. C. y la del 1 d. C. Remedios de amor se considera el reverso temático de Arte de amar, por lo que su estudio, normalmente, se acomete de forma conjunta. Está escrito también en dísticos elegíacos y se compone de un solo libro. La obra ya no enseña las argucias para triunfar en el amor; por el contrario, enseña el camino para escapar de él, ya que el enamorado es un enfermo que necesita unos “remedios medicinales” para el alma. Su escritura obedece, en un sentido, a la voluntad literaria de Ovidio para acercarse a los temas desde visiones antagónicas, pero complementarias, bien variando los sexos (el amor es analizado en su obra desde la intimidad masculina y femenina) o bien buscando finalidades opuestas (tener éxito en el amor o librarse de sus garras); sin embargo, el poeta pudo sentirse obligado a escribirla para calmar las iras de los sectores más recalcitrantes de la moral octaviana, quienes vieron con malos ojos el desparpajo de Arte de amar.
En el género didáctico existían parejas de tratados, que bien pudo emular Ovidio, donde un mismo autor versaba sobre una materia desde presupuestos diferentes. El modelo literario más preclaro y cercano es Nicandro de Colofón, poeta helenístico a quien se debe un Tratado sobre los venenos y un Tratado sobre los antídotos. De hecho, el poeta latino Emilio Macro, amigo de nuestro poeta, imitó en latín estas obras.
La secuencia argumental describe un proceso inverso al de Arte de amar. Si en éste, Ovidio emprende su magisterio amoroso desde la ausencia absoluta de amiga para culminar con la seducción, en Remedios de amor se retrocede sobre los pasos dados para llegar al seguro puerto del desenamoramiento. La mitología no tiene un papel tan relevante como en la trama de Arte de amar, pero el lenguaje es prolijo en metáforas, símiles de la medicina y guiños al lector.
Cosméticos para el rostro femenino
Con este título se conoce una obrilla también didáctica, legada fragmentariamente en 100 versos. Su propósito primordial es velar por el idóneo aderezo femenino y el cuidado corporal. Aunque se ha dudado sobre su autenticidad, el propio Ovidio se refiere a ella en Arte de amar III 205-8. Rezan así este par de dísticos elegíacos:
“Tengo escrito un tratado en el que doy detalle sobre los cosméticos para vuestro embellecimiento, libro breve pero obra de gran valía por el esmero con que la hice. En él también podréis encontrar remedio para los desperfectos de la belleza: no se despreocupa mi arte de vuestros asuntos” (traducción de Vicente Cristóbal López).
Este poema fue compuesto entre el 1 a. C. y el 2 d. C. Los 100 versos constan de dos partes: una primera ocupa los 50 primeros versos, donde el poeta argumenta a favor de la preocupación por el cuerpo; y una segunda, de tono más narrativo, compuesta por un ramillete de cinco recetas.
Las Metamorfosis
Es la obra más universalmente conocida de Ovidio y la que más gloria poética le procuró. Su escritura supuso una inflexión en la carrera del poeta hacia el ensayo de nuevos géneros poéticos, tras haber cultivado con enorme éxito e, incluso, agotado la elegía erótica latina. Inicia la redacción de Metamorfosis en el 2 d. C. y concluye sus quince libros en el 8 d. C, articulando en su interior 11.991 hexámetros que versan sobre un total de 250 mitos y leyendas. Las metamorfosis, bien en animales, en plantas, en piedras o en estrellas, de los personajes mitológicos constituyen el ovillo narrativo que urde todo el argumento, siguiendo una sucesión cronológica desde la creación del mundo hasta la época contemporánea. Este libro se convirtió en el manual mitológico por antonomasia desde el Medievo y ha sido a partir de entonces fuente inagotable de inspiración para las artes plásticas.
La poesía mitográfica escrita en hexámetros gozaba de una espléndida tradición literaria desde la Teogonía de Hesíodo. En cuanto a las transformaciones de las figuras míticas, ya los poemas homéricos contenían prodigiosas mutaciones como las de Proteo y Circe. Las fuentes más próximas a la antología ovidiana se remontan al siglo III a. C. con Boio, autor de Ornitogonía; en ella, se relatan las metamorfosis de hombres en pájaros. El científico Eratóstenes (275 – 194 a. C.) recopiló asimismo en su poema Catasterismós diversas transformaciones de personas en constelaciones. Otras obras de idéntica trama y quizás más a mano fueron las Metamorfosis de Partenio de Nicea (ca. S. I a. C) y la perdida Ornitogonía de su compañero de viaje Emilio Macro.
El género de las Metamorfosis ovidianas ha sido ampliamente debatido. El proemio de la obra, donde Ovidio expresa las aspiraciones puestas en ella, resulta ya abiertamente polémico, en la medida en que asocia dos conceptos canónicos excluyentes: el perpetuum carmen (“canto continuo”), evocador monótono de las hazañas de un héroe o pueblo, y el deductum carmen (“canto ligero”), un precepto poético de Calímaco, quien abominaba del poema largo y temáticamente ininterrumpido. Ovidio utilizó el metro genuino de la épica, el hexámetro. El léxico tenue y delicado de la poesía amorosa no aflora constantemente en estos versos, sino que cede su puesto a otro más sublime y familiar a la épica. Además Ovidio moteó a menudo las anécdotas mitológicas con la parafernalia tópica de la poesía épica: catálogos de héroes (III 206-24), pintura de batallas (V 1-249), símiles naturalísticos (I 533-8) o digresiones sobre obras artísticas (VI 70-128). Pero las diferencias con el género épico abundan: la temática no es unitaria, ya que son diversos los temas que se encadenan; además el tono tampoco es equilibrado, pues se adapta a los diversos géneros que contaminan la obra: el epilio, el bucolismo, la tragedia o la lírica. Así pues, Ovidio encauza en sus Metamorfosis un elenco variopinto de géneros grecolatinos bajo la apariencia épica del hexámetro.
La estructura de las Metamorfosis está montada sobre un eje cronológico progresivo, desde los orígenes del mundo hasta la época augústea, y por medio del tema recurrente de las transformaciones mitológicas. Intentar abarcar todas las ramificaciones de un poema tan coral y pulido resulta una empresa imposible. Una propuesta de organización puede ser ésta: prólogo I 1-4; introducción I 5-451; dioses I 452-VI 420; héroes y heroínas VI 421-XI 193, personajes históricos XI 194-XV 870 y epílogo XV 871-9.
El contenido detallado de las Metamorfosis ovidianas es el siguiente según un esquema del latinista Antonio Ramírez de Verger:
Libro I: prólogo (versos 1-4), la creación (5-88), las edades del hombre (89-150), la batalla de los Gigantes (151-62), primera asamblea de los dioses (163-208), Licaón (209-43), segunda asamblea de los dioses (244-52), el diluvio (253-312), Decaulión y Pirra (313-415), la generación espontánea (416-33), Apolo y la serpiente Pitón (434-51), Apolo y Dafne (452-567), Júpiter e Io (568-688), Pan y Siringe (689-712), Júpiter e Io (713-49) y Faetón (750-79).
Libro II: Faetón (1-332), las Helíades (333-400), Júpiter y Calisto (401-532), Apolo y Coronis (533-49), Nictímene (549-95), Apolo y Coronis (596-632), Ocírroe (633-75), Bato (676-707), Aglauro, Mercurio y Herse (708-832) y Júpiter y Europa (833-75).
Libro III: Cadmo (1-137), Acteón (138-252), Júpiter y Sémele (253-315), Tiresias (316-38), Narciso y Eco (339-510), Penteo (511-81), los marineros tirrenos (582-691) y Penteo (