O’Neill, Eugene Gladstone (1888-1953).


Dramaturgo estadounidense, nacido en Nueva York el 16 de octubre de 1888 y fallecido en Boston el 27 de noviembre de 1953. Autor de una fecunda, extensa y deslumbrante producción teatral que, partiendo de las grandes tradiciones míticas, religiosas y literarias de todos los tiempos (los clásicos griegos, el legado bíblico y la herencia del teatro isabelino), asume las principales aportaciones de la cultura occidental contemporánea (el darwinismo social, el expresionismo, el psicoanálisis, etc.) para ofrecer un crudo retrato de la América del siglo XX, trazó en sus obras un profundo análisis de los problemas fundamentales del ser humano e inventó un peculiar universo escénico que le sitúan en la cúspide de la literatura dramática de todos los tiempos. Galardonado en cuatro ocasiones con el prestigioso Premio Pulitzer, en 1936 se convirtió en el primer dramaturgo norteamericano honrado por la Academia Sueca con el Premio Nobel de Literatura, en reconocimiento a «la energía, la honradez y la profunda emoción de sus obras dramáticas, que encarnan un nuevo concepto de tragedia«.

Vida

Nacido en el seno de una familia de origen irlandés firmemente vinculada al mundo de la escena -era hijo del actor James O’Neill-, vivió desde su niñez inmerso en los ambientes teatrales que frecuentaba en compañía de su padre, al que acompañaba en sus giras siempre que se lo permitía la férrea disciplina de las escuelas católicas en que se forjó su educación primaria y secundaria. En 1906, a los dieciocho años de edad, ingresó en la Universidad de Princeton, pero su espíritu inquieto y aventurero le impulsó a abandonar sus aulas al cabo de un año, para contraer matrimonio y emprender una vida bohemia y disipada que le obligó a desempeñar las más variadas ocupaciones. Así, tras subsistir durante un breve período de tiempo como dependiente en una tienda neoyorquina, en 1909 viajó a Honduras con una expedición de buscadores de oro, actividad que pronto abandonó para aceptar el puesto de gerente en la compañía teatral fundada por su padre. Poco después, dejó también este empleo para enrolarse como marinero en una larga singladura que le llevó a las costas de Sudamérica y Sudáfrica, ocupación que le permitió visitar también una parte de Inglaterra y algunos de los principales puertos de mar de los Estados Unidos.

Tras esta enriquecedora experiencia naval, volvió a integrarse en el colectivo teatral de su padre (esta vez, en calidad de actor), actividad que comenzó a compaginar con la redacción de crónicas y reportajes para un rotativo de New London (Connecticut). En 1912, su azarosa vida aventurera sufrió un brusco parón al tener que quedar recluido en un sanatorio para reponerse de una leve afección tuberculosa, que, sumada al abuso del alcohol, estaba minando seriamente su salud. Fue durante esta larga estancia en el hospital cuando, al socaire de la lectura de las obras de Fiodor Dostoievsky, August Strindberg y -muy especialmente- Joseph Conrad, Eugene O’Neill comenzó a transformar sus ideas y experiencias en una serie de ejercicios creativos que dieron lugar a sus primeras piezas teatrales (compuestas, por lo general, de un solo acto).

A la salida de la residencia clínica, una vez repuesto de su dolencia, el joven dramaturgo se matriculó en la Universidad de Harvard para estudiar, entre 1914 y 1915, las célebres técnicas dramáticas del profesor de teatro George Pierce Baker. En 1916, nombrado autor y gerente de la compañía teatral Provincetown Players (fundada en 1915 por la novelista y dramaturga Susan Glaspell y su marido George Carm Cook, con la intención de crear en los Estados Unidos el equivalente de las salas independientes europeas), se estableció en Provincetown (Massachussetts) y comenzó a llevar a la escena algunos de los dramas que, basados en su fructífera aventura marina, había escrito durante su convalecencia. El colectivo teatral al que pertenecía, de marcado sesgo experimental, se ocupó del montaje y la representación de estas obras primerizas de O’Neill, entre las que destacan las tituladas Bound east for Cardiff (Rumbo al Este hacia Cardiff (1916), The long voyage home (El largo viaje de vuelta a casa, 1917) y The moon of the Caribbees (La luna de los caribes, 1918).

Alentado por la buena acogida de estas piezas breves, a finales de aquella década Eugene O’Neill entregó a la compañía Provincetown Players su primera obra extensa, un drama compuesto de tres actos que, bajo el título de Beyond the horizont (Más allá del horizonte, 1920), llevaba a escena el conflicto entre la rutina y la aventura, la tensión surgida del enfrentamiento entre la realidad y el sueño. Convertida en el gran éxito de Broadway durante aquella temporada, y galardonada en 1921 con el premio Pulitzer de teatro, esta obra supuso la consagración definitiva del escritor neoyorquino como una de las voces más destacadas de un nuevo teatro genuinamente norteamericano.

A partir de entonces, a caballo entre su Nueva York natal y su residencia en Provincetown, Eugene Gladstone O’Neill se entregó a una frenética actividad creativa que, aunque interrumpida constantemente por sus penosas circunstancias personales (amores frustrados, divorcios, nuevos fracasos amorosos, dependencia del alcohol y desgracias familiares), le situó en la cúspide del panorama teatral estadounidense de la década de los años veinte. No sólo se vinculó al Arte de Talía en calidad de autor dramático, ya que también desplegó una constante labor de animador cultural que le llevó a asumir, entre otras muchas actividades, la organización del Greenwich Village Theatre y la fundación del Theatre Guild. Sin embargo, ni este fecundo trabajo ni los múltiples galardones y reconocimientos de que era objeto su producción impidieron el progresivo deterioro de su complejo y delicado equilibrio psíquico, gravemente dañado, desde 1934, por una afección nerviosa similar a la enfermedad de Parkinson. Trabajaba, por aquel entonces, de forma intermitente, sujeto a fuertes altibajos emocionales que, tras la obtención del Premio Nobel, le sumieron en un silencio creativo que se prolongó por espacio de diez años (1936-1946). Fruto de esta dedicación intermitente a la escritura durante sus últimos años de vida fue un largo ciclo de obras sobre la historia de una familia estadounidense, de las que sólo llegó a dejar concluidas las tituladas Un toque de poeta (estrenada en 1958) y Más mansiones majestuosas (producida en 1967). A pesar de estas dificultades, las piezas teatrales de su última etapa -algunas de ellas, estrenadas después de su muerte- poseen el mismo vigor escénico que sus primeras entregas, con el interés añadido de aportar una honda y bellísima indagación sobre las relaciones familiares y, por extensión, las formas de vida de la América contemporánea. Desprovisto del menor apoyo afectivo y sentimental, murió en la soledad de una habitación de hotel en Boston, el día 23 de noviembre de 1953.

Obra

El mismo año en que triunfó en Broadway con el estreno de Beyond the horizont (Más allá del horizonte, 1920), Eugene O’Neill llevó a las tablas un brillante drama naturalista que, bajo el título de The emperor Jones (El emperador Jones, 1920), presentaba el derrumbamiento psíquico de un dictador negro atormentado y -a la postre- vencido por el miedo. El dramaturgo neoyorquino, que había comenzado a escribir bajo la evidente influencia de Strindberg e Ibsen, recurrió aquí a una mezcla de las técnicas del expresionismo y los postulados del darwinismo naturalista para afrontar el tema de lo primitivo y salvaje, inquietud que también animó la redacción de otros tres dramas de gran vigor expresivo: The hairy ape (El mono velludo, 1922), All God’s chillun got wings (Todos los hijos de Dios tienen alas, 1924) y Desire under the elms (Deseo bajo los olmos, 1924).

Dos años después del estreno de esta última obra, O’Neill apeló a uno de sus recursos escénicos habituales, el uso de máscaras, para componer The great God Brown (El gran Dios Brown, 1926), un drama que denunciaba el paganismo y la falta de riqueza espiritual que gobernaba todos los actos de la moderna sociedad materialista. Su posterior entrega teatral, titulada Strange interlude (Extraño interludio, 1927), está considerada como una de sus obras maestras. Se trata de un largo drama, compuesto de nueve actos, en el que O’Neill se propuso reflejar sobre la escena el modo en que los procesos psicológicos triunfan sobre cualquier acción externa; para ello, el escritor de Nueva York introdujo algunas de las novedades estructurales que habrían de consagrarle como uno de los grandes revolucionarios de la escritura dramática del siglo XX, entre las que sobresale la inclusión de largos soliloquios que, incrustados como «apartes», no sólo sirven para reproducir la evolución del pensamiento de los personajes, sino que intentan traducir, al lenguaje teatral, ese recurso del «fluir de conciencia» que había puesto en boga la narrativa contemporánea. Respecto al contenido de esta obra maestra, cabe destacar la aparición del tema de las relaciones familiares, que a partir de entonces habría de convertirse en una de la obsesiones del teatro de O’Neill.

A comienzos de la década de los años treinta, poco antes de que su salud se agravara seriamente, Eugene O’Neill dio a conocer su magistral trilogía dramática titulada Mourning becomes Electra (A Electra le sienta bien el luto, 1931), en la que la tradicional importancia del hado trágico helénico que sirve como punto de partida se transforma en el destino psíquico del hombre actual, sujeto ahora a los estudios del psicoanálisis. O’Neill transplantó la mítica tragedia de los Átridas a una familia de la Nueva Inglaterra decimonónica que, sometida a sus propios códigos represivos y al efecto devastador de la guerra civil, se despeña progresivamente hacia la autodestrucción.

Un brusco cambio de registro estilístico y temático llevó a O’Neill a pasar de la influencia de La Orestíada de Esquilo a la ligereza plasmada en Tierras vírgenes (1932), obra que, a pesar de sus menores pretensiones intelectuales, resultó un gran éxito de crítica y público. Tras el estreno de alguna otra obra menor (como Días sin fin, de 1934) y el largo paréntesis de silencio creativo que se concedió el dramaturgo neoyorquino, a mediados de los años cuarenta volvió clamorosamente a los escenarios norteamericanos como The iceman cometh (Llega el hombre de hielo, 1946), un espléndido y turbador retrato de un grupo de inadaptados sociales que, recluidos en el espacio arquetípico de un bar, encarnan en sus frustradas existencias el fracaso de la sociedad americana, incapaz de recobrar -como los propios personajes de la obra- la esperanza de las ilusiones perdidas y el esplendor de los sueños desvanecidos.

Posteriormente, Eugene O’Neill escribió dos tragedias basadas en su propia peripecia familiar, tituladas Long day’s journey into the night (Largo viaje de un día hacia la noche, estrenada en 1956 y galardonada con el premio Pulitzer en 1957) y Una luna para el bastardo (producida en 1957). Otras obras suyas no mencionadas en parágrafos anteriores son Anna Christie (de 1921, premiada con el Pulitzer en 1922), Lázaro reía (1926), Marco Millions (1928) y Dinamo (1929).

Entre las novedosas técnicas teatrales introducidas por Eugene O’Neill en la escena contemporánea, resulta obligado destacar una serie de recursos de amplio alcance simbólico que le permitieron reforzar sus ideas religiosas, culturales y filosóficas, así como acentuar sobre las tablas la hondura psicológica de sus personajes. Entre estas innovaciones, cabe recordar el ya citado uso de máscaras (que le servía para reflejar los diversos matices de la personalidad de sus personajes) y el también mencionado recurso al monólogo interior (que, expresado en forma de «apartes», permitía a los personajes recitar en voz alta sus pensamientos, al estilo de las antiguas tragedias griegas); en esta misma línea de recuperación de algunos elementos básicos del teatro helénico, O’Neill introdujo también en algunas de sus mejores piezas la voz de un coro que iba repasando y comentando la acción de la obra. Otra novedad aportada por el dramaturgo neoyorquino fue el empleo de unos sones de tam-tam que iban indicando el progresivo aumento de la tensión dramática.

La ausencia de una genuina tradición teatral estadounidense obligó a O’Neill a partir de una herencia dramática universal en la que se daban cita, en fecunda promiscuidad, los postulados estéticos naturalistas de Strindberg e Ibsen (sustentados en el legado científico de Darwin), los mitos griegos y bíblicos, y la tradición literaria del teatro inglés isabelino. Con estereotipos tan diversos y complejos, su amplia formación cultural y su asombrosa capacidad para la creación escénica pudieron amasar una concepción dramática nueva que intentó reflejar la grandeza mítica de la América contemporánea, y explicar el derrumbamiento de su potencialidad heroica a la luz de las enseñanzas psicoanalíticas de Sigmund Freud y de las propuestas filosóficas de Friedrich Nietzsche.

En lo que respecta a la construcción psicológica de sus personajes, en la mayor parte de sus obras Eugene O’Neill presenta a unos seres débiles, indefensos y atribulados que, ante su inminente autodestrucción, intentan buscar los motivos externos de su infelicidad, al tiempo que se castigan y humillan por su conciencia culpable y pecaminosa. Todos ellos configuran una visión global pesimista del ser humano, contemplado como una víctima de circunstancias externas que, desprovista de sus antiguos recursos de consuelo (la fe religiosa, la creencia en el destino o el libre albedrío, etc.), no halla otra causa de su desgracia que su propia y desamparada debilidad.

La introducción del realismo psicológico en la escena contemporánea dota a la producción teatral de Eugene O’Neill de unos valores históricos que, sumados a su brillantez literaria, sitúan al autor neoyorquino en la esfera de los grandes dramaturgos de la literatura universal. No obstante, desde la perspectiva actual no resulta difícil señalar algunos defectos que bien podrían alejarle de la genialidad reconocida en otros autores contemporáneos. Entre ellos, cabe señalar su pretenciosa dimensión simbólica (en ocasiones, demasiado hermética para la correcta interpretación desde una butaca de teatro), así como el forzado empleo de algunas innovaciones escénicas que, o bien resulta hoy día demasiado elementales (como el ya citado uso del sonido del tam-tam), o bien se le antojan al espectador moderno como experimentos tan voluntariosos como fallidos (ya que no logran siempre los objetivos deseados). Por lo demás, el lenguaje teatral empleado por algunos de sus personajes ha sido objeto de numerosas críticas, por su tendencia a pasar bruscamente en los momentos de mayor tensión dramática, sin solución de continuidad, desde el registro más sublime hasta el tono más patético y ridículo.