Mutamid ibn Abbad, al-, Rey de Sevilla (1039-1095).


Rey poeta abadí, nacido en Beja (Portugal) en 1039, y muerto en Agmat (Marruecos) en 1095. Gobernó en el reino de Sevilla en el siglo XI, entre los años de 1069 y 1091. La refinada sensualidad que rezuman sus poemas le convierte en una de las figuras cimeras de las letras de al-Andalus.

Vida.

Fue nieto del fundador de dicho reino, el emir Abu l-Qasim Muhammad ibn Abbad, quien, en el año 1023, después de haberse deshecho de los dos correligionarios con quienes había formado un triunvirato en su ciudad, rompió los lazos que la unían al califato de Córdoba y proclamó la soberanía de Sevilla. Al-Mutamid era el segundo hijo varón del rey al-Mutadid, que lo engendró en una de las setecientas mujeres que nutrían su harén.

Al nacer, recibió el nombre de su abuelo y el título honorífico de al-Mu’ayyid bi-Llah, título que, en función de sus obligaciones dinásticas, cambió luego por el de al-Zafir bi Hawl Allah y, finalmente, por el de al-Mutamid, que fue con el que subió al trono. Creció en Sevilla, en la corte de su padre, quien se había rodeado de una refinada escuela de intelectuales y estetas, entre los que destacó el que fue preceptor del joven al-Mutamid: el exquisito poeta cordobés Ibn Zaydun. Parece ser que el propio al-Mutamid, terrible en sus acciones militares y políticas, estaba dotado a la vez de una sensibilidad artística que dirigió y fomentó la educación de su segundo hijo (no así la de su primogénito, al que mandó asesinar después de que se hubiese rebelado dos veces contra él).

Cuando contaba tan sólo con doce años, el príncipe al-Mutamid fue nombrado gobernador de Silves. Allí, acompañado por su amigo el gran poeta Ibn Ammar, empezó a dar muestras de su inclinación a la molicie, el vino y las mujeres; y allí también conoció a la bella lavandera Rumaykiyya, que, al cabo de los años, habría de convertirse en su esposa, la reina Umm Rabi I’timad.

Muerto su hermano mayor, al-Mutamid recibió el título de heredero y hubo de regresar a la corte de Sevilla. Se hizo cargo entonces, como correspondía a su nuevo estado, de las tropas del reino, lo que le ocasionó un inmediato y rotundo fracaso en la expedición que los abadíes, capitaneados por él, dirigieron contra Málaga. Acaeció que, conquistada brillantemente la ciudad -que se había rebelado contra el rey Badis, señor bereber de Granada-, al-Mutamid rehusó atacar la alcazaba, donde se había atrincherado el último reducto de la defensa malacitana; el joven príncipe prefirió entregarse a los placeres que hallaba en la bella ciudad recuperada, lo que permitió a los ziríes entrar a fuego y sangre en ella y humillar, saquear y expulsar a los abadíes. En su precipitada huida, temeroso de la cólera paterna, al-Mutamid halló refugio en Ronda, donde entretuvo con versos su melancolía hasta que se granjeó el perdón del terrible al-Mutadid.

Muerto éste en el año 1069, al punto fue elevado al trono al-Mutamid, quien pronto se preocupó por conservar y acrecentar el lujo palaciego en que viviera su progenitor, sin continuar, en cambio, con la sanguinaria tradición de crueldad y ferocidad bélicas que recibía en el mismo legado paterno. Pero su amor a las mujeres no sólo reprodujo los excesos lascivos de al-Mutadid, sino que le movió a considerar insuficiente el número de concubinas de que gozara su padre; y así, se rodeó de ochocientas mujeres que, junto con su esposa y favorita, Rumaykiyya, surtieron de argumentos sensuales el venero fértil de su poesía. Al mismo tiempo, su desmedida afición al vino (del que, a pesar de la expresa prohibición coránica, gozaba sin mesura) iba dejando huella no sólo en sus bellos versos, sino también en las frecuentes orgías que promovía en su corte, de las que en demasiadas ocasiones no guardaba memoria alguna por mor de la enajenación etílica en que caía:

«A una gacela pedí vinoy me sirvió vino y rosas;pasé la noche bebiendo el vino de su bocay tomando la rosa de sus mejillas«.

A la par que los favores de las bellísimas mujeres que le rodeaban, al-Mutamid conoció también, al arrimo de su inseparable amigo Ibn Ammar, el «amor de los efebos». A pesar de que al-Mutadid se afanó en alejar a uno de otro (Ibn Ammar hubo de buscar asilo en Zaragoza), al-Mutamid volvió a traerlo a su lado tras la muerte de su padre, y le nombró gobernador de Silves y, después, primer ministro de su gobierno sevillano. La política exterior de Ibn Ammar fue decisiva en las relaciones con el rey leonés Alfonso VI, pero su denodado esfuerzo por conquistar el reino de Murcia habría de conducirle a su perdición. Esta última campaña militar, en la que el primer ministro puso en peligro mortal la vida de un hijo de al-Mutamid (el príncipe al-Rasid, al que dejó durante mucho tiempo como rehén de su aliado Ramón Berenguer II), supuso el inicio del distanciamiento entre los dos poetas amigos, quienes intercambiaron desde entonces versos plagados de acusaciones y reproches.

Tras muchos esfuerzos, y con el auxilio inestimable del gobernador de Vilches, Ibn Ammar logró hacerse con el reino de Murcia, del que no tardó en proclamarse rey sin reconocer los derechos que asistían a su señor natural. El cual, acomodado en esa indolencia en la que fructificaba su espíritu de poeta, supo burlarse en versos irónicos de las «pretensiones dinásticas» de su antiguo amigo:

«¡Oh sol de aquel palacio! ¿Cómo se deshicieron en ti los golpes del destino?Aún no tenías naciones, cuando fuertes varonescruzaban por tus altos muros.¡Cuántos leones te guardabany defendían con lanzas y espadas!«.

Como era de esperar, Ibn Ammar cayó en la misma placentera dejación en que incurriera al-Mutamid en Málaga, y pronto perdió el reino de Murcia. En su huida, recaló en Zaragoza, donde se ofreció para conquistar Denia. La campaña resultó un fracaso rotundo para el destronado rey poeta, que cayó prisionero y se vio obligado a escribir, humillado, a su antiguo amigo al-Mutamid, solicitando de él el dinero necesario para su rescate. Y aquí brilla otra vez, deslumbrante, el poder de la palabra poética: porque, aunque las razones políticas de Ibn Ammar no convencieron en absoluto al rey de Sevilla, los versos suplicantes de su viejo camarada conmovieron su sensibilidad de poeta. Al-Mutamid perdonó la traición y la soberbia de Ibn Ammar, y volvió a recibirlo en su palacio, en donde lo tuvo arrestado a la espera de concederle un perdón definitivo.

Sin embargo, cuando el indulto estaba a punto de llegar, la desmedida ambición política de Ibn Ammar acabó por costarle la vida. Su intento de granjearse la voluntad del príncipe al-Rasid, para volverse así contra su benefactor, provocó que el propio al-Mutamid, enterado de la conspiración, acabase con la vida del traidor. La tradición cuenta que lo mató cuando, encadenado, Ibn Ammar se arrastraba a sus pies implorando de nuevo el perdón regio; y que para la ejecución se sirvió de un hacha de doble filo, regalo del Alfonso VI de León. Moría así uno de los mayores poetas de Al-Andalus, vencido por unas aspiraciones terrenales que en nada menoscabaron la hondura de su lírica.

La pasional relación de amistad y odio que al-Mutamid sostuvo con Ibn Ammar contrasta con la dulce y constante serenidad del vínculo amoroso que le unió a la reina I’timad, su única esposa legítima. A pesar de las ochocientas concubinas que alegraban su harén, el rey poeta amó profundamente a su mujer, hasta el punto de concederle todos los caprichos que se le antojaran, por más extravagantes que éstos pudieran resultar; así, verbigracia, se cuenta que en cierta ocasión en que I’timad tuvo el antojo de modelar figuras de barro, al-Mutamid ordenó empozar las aguas claras de una alberca con azúcar, canela, jengibre y otras especies aromáticas, para que el lodo resultante perfumase las manos de su esposa. En su obra poética quedaron numerosas huellas de este sereno amor, reflejadas en poemas tan bellos como este acróstico:

«Invisible tu persona a mis ojos, está presente en mi corazón;Te envío mi adiós con la fuerza de la pasión, con lágrimas de pena, con insomnio;Indomable soy, y tú me dominas, y encuentras la tarea fácil;Mi deseo es estar contigo siempre, ¡ojalá pueda concederme ese deseo!¡Asegúrame que el juramento que nos une no se romperá con la lejanía!Dentro de los pliegues de este poema escondí tu dulce nombre, I’timad«.

Al-Mutamid, que había visto cómo la antigua ciudad que independizara su abuelo se había convertido en un reino que comprendía, merced a sus más recientes conquistas, el Algarve, Huelva, Algeciras, Ronda, Córdoba, Murcia, toda la actual provincia de Sevilla y parte de la de Jaén, sufrió también la desgracia de ver cómo desaparecía su dinastía en manos de la dominación almorávide. El 7 de septiembre del año 1091, Sevilla fue víctima de la traición de sus últimos defensores y cayó en manos de sus enemigos. El rey poeta fue hecho prisionero y conducido al aduar marroquí de Agmat por orden del vencedor, el almorávide Ibn Tasufin. Allí vio morir a su amada I’timad, y allí murió él mismo pocos meses después, vencido de la melancolía, en el año de 1095.

Obra poética.

Heredera del clasicismo que ilumina los versos de su maestro Ibn Zaydun de Córdoba, la poesía de al-Mutamid de Sevilla, compuesta sólo por el propio placer que al autor reportaba su escritura, aparece exenta de esas claves herméticas que suelen oscurecer la lírica andalusí. Construida, además, a partir de un material léxico cuya sencillez lo presenta fácilmente asimilable por cualquier lector medianamente instruido, la correcta administración de los escasos recursos retóricos que la adornan (paronomasias, acrósticos, antítesis…) la descarga de la dificultad presente en otros textos poéticos arábigos del Medioevo. Y los símbolos usados por al-Mutamid tampoco hacen necesaria una profunda labor hermenéutica: el león es el guerrero; la gacela, la mujer; el agua, el llanto; etc.

Respecto a la variedad temática de su obra, es preciso destacar la importancia de la pasión amorosa, de un amor sensual y refinado que puede presentarse a través de elementos metafóricos naturales (el sol, la noche, las nubes…) y, sobre todo, oníricos:

«Te he visto en sueños en mi lechoy era como si tu brazo mullido fuese mi almohada;era como si me abrazases y sintiesesel amor y el desvelo que yo siento;es como si te besase los labios, la nuca,las mejillas, y lograse mi deseo.¡Por tu amor!, si no me visitase tu imagenen sueños, a intervalos, no dormiría más!«.

También el vino, el lujo palaciego y las obligaciones políticas, familiares y militares están presentes en los versos de al-Mutamid, cuya obra no es sino un reflejo de su azarosa trayectoria vital, una especie de diario lírico y sentimental donde el rey poeta fue anotando los episodios más notables de su biografía junto a las impresiones poéticas que éstos le sugerían.

Bibliografía.

  • -GARCÍA GÓMEZ, Emilio. Poemas arábigoandaluces. (Madrid: 1930).

  • -MUTAMID IBN ABBAD, al-. Poesías. (Ed. de María Jesús Rubiera Mata). (Madrid: Instituto Hispano-Árabe de Cultura, 1987).

  • -RUBIERA MATA, María Jesús. «Algunos problemas cronológicos en la biografía de al-Mutamid de Sevilla: Silves y Rumaykiyya», en Actas de las Jornadas de cultura árabe e islámica. (1978).