Martí y Pérez, José Julián (1853-1895).
Político y escritor cubano, precursor y líder independentista de su país, nacido en La Habana el 28 de enero de 1853 y fallecido en el campo de batalla de Dos Ríos en 1895, que está considerado un símbolo de la lucha por la libertad de América y cuya memoria es venerada en su país.
Escritor, poeta, periodista, traductor, crítico, diplomático, profesor y empleado comercial, José Martí participó desde muy joven en la liberación de Cuba, por lo que fue apresado y deportado a España, en cuya capital estudió Derecho y Filosofía y Letras. Tras ser autorizado su regreso a Cuba con motivo de la firma de la Paz de Zanjón, en 1878 volvió a ser expulsado de su país debido a sus actividades subversivas. El 5 de enero de 1892 promovió una reunión en Tampa (Florida) a la que asistieron diferentes asociaciones independentistas en el exilio y durante la cual se aprobaron las bases del Partido Revolucionario Cubano. El 29 de enero de 1895 Martí ordenó el inicio de la rebelión contra la dominación española.
Asimismo, Martí, que fue llamado «la voz de América», es uno de los más grandes poetas hispanoamericanos y la figura más destacada de la etapa de transición al modernismo, que en América supuso la llegada de nuevos ideales artísticos. Como poeta se le conoce por Ismaelillo (1882), obra que puede considerarse un adelanto de los presupuestos modernistas por el dominio de la forma sobre el contenido; Versos libres (1878-1882), La edad de oro (1889) y Versos sencillos (1891), esta última decididamente modernista y en la que predominan los apuntes autobiográficos y el carácter popular. En A mis hermanos muertos el 27 de noviembre (1872), publicado durante su destierro en España, Martí dedica sus versos a los estudiantes muertos en una masacre acaecida en aquella fecha. Su única novela, Amistad funesta, también llamada Lucía Jérez y firmada con el pseudónimo de Adelaida Ral, fue publicada por entregas en el diario El latino-Americano entre mayo y septiembre de 1885; aunque en su argumento predomina el tema amoroso, en esta obra de final trágico también aparecen elementos sociales. Entre sus obras dramáticas destacan Adultera (1873), Amor con amor se paga (1875) y Asala. También fundó una revista para niños, La Edad de Oro, en la que aparecieron los cuentos Bebé y el señor Don Pomposo, Nené traviesa y La muñeca negra, y colaboró con diversas publicaciones de distintos países, como La Revista Venezolana, la Opinión Nacional de Caracas, La Nación de Buenos Aires o la Revista Universal de México. Cronista y crítico excepcional, hizo de muchos de sus textos auténticos ensayos, algunos de carácter revolucionario como El presidio político en Cuba (1871) -de gran fuerza lírica-, El Manifiesto de Montecristi o su Diario de campaña. Sus Obras completas (1963-1965) constan de 25 volúmenes.
José Martí, «Yo soy un hombre sincero» (Versos sencillos).
Vida y obra
Su padre, Mariano Martí, era un sargento de artillería natural de Valencia y su madre, Leonor Pérez, era oriunda de las Canarias. El hogar de José Martí no era pobre pero sí humilde. El trabajo de celador de policía, mal retribuido, obligó a la familia a regresar a Valencia para recuperar la salud del padre y mejorar su situación económica. Sin embargo, dos años después, retornaron a La Habana solicitando el padre ser readmitido en la administración colonial en la que desempeñó distintos empleos: policía para el reconocimiento de buques en Batabanó, celador de policía en Guanabacoa y juez pedáneo en Habánaba. Martí niño acompañó a su progenitor en algunos de estos destinos. Allí conoció una vida diferente a la de la ciudad, pudo apreciar la grandiosidad de la naturaleza y conmoverse con el triste espectáculo de la esclavitud y su tráfico, que su padre, en calidad de juez pedáneo trataba de controlar. Depuesto de su cargo, parten padre e hijo para Belice, viaje del que poco se conoce, pero que supone su primer contacto con nuestra América.
Los primeros estudios los recibió Martí, entre viaje y viaje, en el colegio de San Ancleto, donde conoce a uno de sus mejores amigos, Fermín Valdés Domínguez, y en el San Pablo, donde encuentra al pedagogo, poeta e independentista Rafael María Mendive, una influencia definitiva en su formación. A los doce años, culminada la enseñanza elemental, ingresó en la Escuela de Instrucción Primaria Superior Municipal de Varones, institución que dirigía Mendive, quien, ante las dificultades económicas de la familia, tomó a Martí bajo su tutela, costeando su educación. El maestro pronto percibió las grandes cualidades de su alumno y éste supo comprender lo justo y necesario de una Cuba independiente.
En octubre de 1868, fracasada la Junta de Información, que hubiera posibilitado un nuevo modelo colonial, y en la estela de la revolución democrática que en septiembre había derrocado a Isabel II, estalló en Oriente la guerra. Martí tenía quince años, pero ya era consciente de su deber. Al amparo de la libertad de imprenta que el nuevo capitán general, Domingo Dulce, había decretado edita, con Valdés Domínguez, El Diablo Cojuelo y, en otra de sus primeras aventuras periodísticas, La Patria Libre, en la que se aprecia la mano de Mendive, insertó su drama Abdalá, “escrito expresamente para la patria”. Ambientado en una región de África imaginaria, un príncipe, en contra del deseo de su madre, conduce a su pueblo a luchar contra el invasor, recuperar la libertad y morir por la patria. Pocos días después, enero de 1869, a consecuencia de los sucesos del Teatro Villanueva, Mendive fue detenido y deportado a España. No acabaría el año sin que su discípulo corriese la misma suerte. Una tarde de octubre, en casa de Valdés Domínguez, Martí y sus amigos se burlaron de un grupo de voluntarios, milicias armadas adeptas al poder colonial, que pasaba por la calle. Esa misma noche, en un registro de la casa, aparece una carta dirigida a un condiscípulo al que calificaban de apóstata por haber ingresado en el ejército español. Las autoridades fueron incapaces de determinar quién era el autor de la correspondencia, por el gran parecido de la letra de Martí y Valdés Domínguez, pero en el juicio Martí asumió toda la responsabilidad, lo que le supuso una condena de seis años de cárcel.
Con diecisiete años conoció el espanto de la prisión del que dará viva descripción en uno de sus primeros trabajos El presidio político en Cuba: “Dolor infinito debía ser el único nombre de estas páginas”. En ellas describe en detalle la vida en la cárcel, el trabajo en las canteras, la crueldad de los carceleros: “Yo apartaré con vergüenza los ojos de esta España que no tiene corazón” y afirma que, a pesar de los progresos políticos del sexenio, nunca podrá regenerarse ni ser libre mientras mantuviese un sistema penitenciario que es “la negación viva de todo noble principio y de toda idea que quiera desarrollarse”. No era un problema de política, sino de dignidad humana y una lección que no olvidó en toda su vida. Por presiones de la familia le trasladaron a la finca de José María Sardá, en la Isla de Pinos. De la cárcel salió con una herida inglinal, que lo mortificó el resto de su vida, y con un pedazo de hierro de sus cadenas fundió un anillo que lo acompañó siempre. En enero de 1871 parte deportado a la metrópoli.
En Madrid malvive de distintos empleos y se integra en el ambiente de los exiliados cubanos. Carlos Sauvalle, Manuel Fraga, Calixto Bernal fueron algunos de sus contertulios habituales. Con todos ellos discutió de política y juntos consiguieron que un periódico republicano, El Jurado Federal, reprodujese en sus columnas algunas de sus demandas. Serán sus páginas las que denuncien la detención, el juicio y fusilamiento en noviembre de 1871 de los ocho estudiantes de Medicina, y serán los republicanos, apoyados en las informaciones del exilio cubano, quienes soliciten en las Cortes una investigación sobre lo sucedido. Además de para la política, Martí tuvo tiempo para matricularse en Derecho en la Universidad Central de Madrid, frecuentar el Ateneo (donde se empapó de krausismo) y acudir a la tribuna de las Cortes. Fermín Valdés Domínguez, uno de los estudiantes de medicina encausados que había visto conmutada su pena de muerte por la de destierro, llegó a Madrid a fines de 1872. Para Martí supuso un consuelo moral y económico, pues al amigo le acompaña la fortuna de la familia. Enfermo, se trasladó a Zaragoza, para recuperar la salud y continuar sus estudios de Derecho.
A orillas del Ebro le sorprendió la proclamación de la República, un régimen sin sentido para Martí si no era capaz de conceder la independencia de Cuba: “Que la República de España sería entonces República de sinrazón y de ignominia, y el gobierno de la libertad sería esta vez Gobierno liberticida”. Su folleto, La República española ante la revolución cubana, fue ampliamente difundido por Madrid y no fueron pocos los políticos republicanos que lo leyeron, aunque sus ideas, según confiesa en carta al líder independentista de Nueva York Néstor Ponce de León, “no las profesa más que un ministro español”. Sin embargo, lamentó el golpe de estado de Pavía que acabó con la República y ensalzó la rebeldía de los aragoneses que trataron de impedirlo: “Para Argón, en España / Tengo yo mi corazón / Un lugar todo Argón, / Franco, fiero, fiel, sin saña”. En Zaragoza escribió el drama Adultera, inspirado en un recuerdo de su estancia en Madrid. A fines de diciembre de 1874, licenciado en Derecho y Filosofía y Letras, recibió la noticia de que su familia se había trasladado a México donde vivía de la caridad publica. Tras un breve viaje por Europa con Valdés Domínguez, arribó a México en enero de 1875.
En México entró en el conocimiento de nuestra América. Allí conoció la realidad de las nuevas naciones latinoamericanas, libres del poder colonial, pero esclavas de su pasado; repúblicas de caudillos y oligarcas, donde el indio, marginado, era un estorbo. En la capital azteca recibió la noticia de la muerte de su hermana Ana y con un poema dedicado a su memoria, en el más puro estilo romántico, inauguró su colaboración con la Revista Universal. Gracias a Manuel Mercado, amigo de la familia -para Martí desde entonces “un hermano”- y bien relacionado con el gobierno de Lerdo de Tejada, consiguió introducirse en la sociedad mexicana. Además de colaborador habitual de la Revista Universal, desarrolló una amplia actividad cultural que le hacía estar presente en el Liceo Hidalgo, en la fundación de la Sociedad Alarcón; traduce a Víctor Hugo y saborea los primeros éxitos literarios con la puesta en escena de su proverbio Amor con amor se paga. Martí se convierte en personaje conocido y apreciado en los círculos políticos, periodísticos y culturales mexicanos. Se le atribuyen distintos romances, propiciados por su fama de poeta, pero será finalmente la cubana Carmen Zayas Bazán con la que se comprometa en matrimonio. En México tampoco se olvidó de Cuba; con Nicolás Azcárate, abogado habanero, compartió el día a día de una guerra que languidecía y discutió largamente sobre el futuro de la isla.
Las dificultades del gobierno de Lerdo de Tejada le recomendaron abandonar México y trasladarse a Guatemala. Con pasaporte mexicano a nombre de Julián Pérez, realizó una breve estancia en La Habana que le sirvió para comprobar por sí mismo la imposibilidad de un triunfo independentista. En Guatemala, las cartas de recomendación del padre de Valdés Domínguez le ganaron el favor del gobierno de Justo Rufino Barrios, y fue nombrado catedrático de Literatura e Historia de la Escuela Normal de Guatemala (dirigida por el cubano José María Izaguirre) y vicepresidente de la Sociedad Literaria “El Porvenir”. Aunque se enamoró de la hija de un general guatemalteco, la niña de Guatemala, (“Quiero, a la sombra de un ala, / Contar este cuento en flor: / La niña de Guatemala, / La que se murió de amor”), volvió a México para casarse con Carmen Zayas Bazán. Tras publicar en la capital azteca su folleto Guatemala, regresó a ésta y por solidaridad con Izaguirre, que había sido depuesto de la dirección de la Escuela Normal, dimitió de sus cátedras.
Para Martí era tiempo de espera. La firma de la Paz del Zanjón abría un nuevo tiempo político en Cuba y estaba dispuesto a aprovecharlo (para más información sobre este periodo de la historia cubana véase el apartado La Guerra Larga (1868-1878) y la nueva Cuba en la voz Cuba: Historia, Época contemporánea). En julio de 1878 Martí escribe a Manuel Mercado: “¿He de decir a V. cuánto propósito soberbio, cuánto potente arranque hierve en mi alma? ¿qué llevo mi infeliz pueblo en mi cabeza, y que me parece que de un soplo mío dependerá en un día su libertad? … No a ser mártir pueril; a trabajar para los míos, y a fortificarme para la lucha voy a Cuba. Me ganará el más impaciente, no el más ardiente. Y me ganará en tiempo: no en fuerza y en arrojo”. El dos de septiembre de ese mismo año desembarcaba a La Habana.
La Paz del Zanjón había puesto fin a diez años de guerra en Cuba. El poder colonial tuvo que ceder ante el empuje criollo y aceptar la representación política en Cortes, diputaciones y ayuntamientos; tuvo que admitir la formación de partidos y un conjunto de libertades mínimas. Diez años de guerra habían servido para que los cubanos lograsen una vía de reforma política dentro de la legalidad del Estado español. Sin embargo, Martí desconfía profundamente del nuevo tiempo político. Consiguió trabajo en los bufetes de Nicolás Azcárate y Miguel Viondi, ambos convencidos autonomistas. En noviembre nacía su hijo y poco después fue nombrado, posiblemente gracias a Azacárate, secretario de la sección de literatura de una de las principales instituciones culturales cubanas, el Liceo Artístico y Literario de Guanabacoa. Candidato a Cortes por Santiago de Cuba en las elecciones de abril de 1879, sólo obtiene 129 votos: “[…] unas elecciones que se suponían hechas por los revolucionarios sometidos no enviaran un solo representante al parlamento donde iban a decidirse sus destinos” ¿Qué hubiera sucedido de haber logrado su acta de diputado y haber accedido, de esta manera, a la legalidad constituida? Nunca lo sabremos; lo que conocemos es que pronto comenzó a conspirar con el líder de color Juan Gualberto Gómez y a desafiar en público, incluso delante del gobernador general, la legalidad recién constituida: “Porque el hombre que clama, vale más que el que suplica: el que insiste hace pensar al que otorga. Y los derechos se toman, no se piden; se arrancan, no se mendigan”. Reiniciada la guerra en el Oriente, Martí, sub-delegado en La Habana del Comité Revolucionario de Nueva York, y Gómez fueron detenidos y deportados a la península.
Martí no estaba dispuesto a aceptar el destierro: a fines de octubre llega a Madrid; en diciembre está en París, donde conoce a Sarah Bernhardt y el 3 de enero en Nueva York. Días después pronunció en el Steck Hall su discurso Asuntos cubanos: carta de presentación ante una emigración recelosa del elemento civil. Glosa la Guerra de los Diez Años y propone cómo debía conducirse la revolución futura para obtener el triunfo: “Esta no es sólo la revolución de la cólera. Es la revolución de la reflexión”; un movimiento con sus normas, democrático, justo: “Cuando un mal es preciso, el mal se hace. Y cuando nada basta ya para evitarlo, lo oportuno es estudiarlo y dirigirlo, para que no nos abrume y precipite con su exceso” y en el que todos, negros y blancos, libres y esclavos, son necesarios: “Ellos saben que hemos sufrido tanto como ellos y más que ellos; que el hombre ilustrado padece en la servidumbre política más que el hombre ignorante en la servidumbre de la hacienda; que el dolor es vivo a medida de las facultades del que ha de soportarlo; que ellos no hicieron una revolución por nuestra libertad, y que nosotros la hemos hecho, y la continuamos bravamente ahora, por nuestra libertad y por la suya”; una revolución, en definitiva, con una clara voluntad de triunfo: “¡Antes que cejar en el empeño de hacer libre y próspera a la patria, se unirá el mar del Sur al mar del Norte, y nacerá una serpiente de un huevo de águila!”. La oratoria de Martí convenció a los veteranos: presidente interino del Comité Revolucionario Cubano.
A pesar de todo, la guerra vuelve a fracasar. Martí comprendió que era necesario la unidad de acción, crear un vigoroso movimiento capaz no sólo de obtener la independencia, sino de fundar una república; el momento de una “tregua fecunda”. Comienza a colaborar con la prensa norteamericana, The Sun y The Hour y a sentir esa especial relación de amor y odio que siempre tuvo con los Estados Unidos; admiración por su sistema de libertades civiles, pero un desprecio hacia una república que denigraba lo ajeno y mostraba ambiciones imperialistas: “Amamos tanto a la patria de Lincoln, tanto como tememos a la patria de Cutting”.
A principios de 1881, disuelto el Comité Revolucionario Cubano, partió a Venezuela, una escala más en el conocimiento de nuestra América: “Cuentan que un viajero llegó un día a Caracas al anochecer, y sin sacudirse el polvo del camino no preguntó dónde se comía ni se dormía sino cómo se iba adonde estaba la estatua de Bolívar. Y cuentan que el viajero, sólo con los árboles altos y olorosos de la plaza, lloraba frente a la estatua, que parecía que se movía, como un padre cuando se le acerca un hijo”. Cartas de presentación de distintos amigos le facilitaron su labor. Conoció al presidente Guzmán Blanco, participó en las sesiones del Club de Comercio, en las que pronuncia discursos que acrecientan su fama, e impartió clases en distintos colegios. Escribe en La Opinión Nacional y funda Revista Venezolana, una revista de literatura, no retórica, y americanista, quizá el mismo espíritu que, en su anterior escala americana, animó a la nonata Revista Guatemalteca. Pero otra vez esa América de caudillos corta el camino de nuestra América. Si en México fue Porfirio Diaz y en Guatemala Justo Rufino Barrios, en Venezuela será Guzmán Blanco el que censurase una revista con criterio propio. En el número dos, una semblanza de Cecilio Acosta, adversario de Guzmán Blanco, provocó que toda la saña del poder se cebase en Martí y su publicación. El último numero de la Revista Venezolana salió el 25 de julio, el 28 de julio, cinco meses después de su llegada, Martí partía rumbo a Nueva York. Un nuevo desengaño; una nueva enseñanza de los que no debe ser una Cuba independiente. A pesar de todo, en la despedida, escribe a su amigo venezolano Fausto Teodoro de Aldrey: “De América soy hijo: a ella me debo”.
De regreso a Nueva York continúa, bajo seudónimo, su colaboración con La Opinión Nacional, hasta que la tensión política afloja y puede recuperar su firma. Escribe también en La Ofrenda de Oro (N. York), La América (Madrid), La Pluma y El Pasatiempo (Bogotá) y La Nación (Buenos Aires). Traduce para la editorial Apelton y trabaja de empleado comercial en Lyons & Co, pero no olvida su deber político e interviene como miembro del Comité Patriótico Organizador de la Emigración Cubana en Nueva York. En 1882 aparece Ismaelillo, colección de poemas con los que trata de enjuagar la pena de la ausencia del hijo.
Frente al romanticismo de composiciones suyas anteriores, muy influidas por poetas cubanos (Milanés, Heredia, Mendive), con Ismaelillo surge una nueva lírica que plantea controversia entre los críticos. Unos, más preocupados por su estética, consideran los poemas de Martí un antecedente del modernismo. Otros, más atentos a la renovación lírica que supuso, ven en ella la obra fundacional del nuevo movimiento literario. Arte menor, predominio de la seguidilla, recuerdos de villancicos y poemas populares: “Para un príncipe enano / Se hace esta fiesta. / Tiene guedejas rubias, / Blandas guedejas; / Por sobre el hombro blanco / Luengas le cuelgan. / Sus dos ojos parecen / Estrellas negras: /¡Vuelan, brillan, palpitan, / Relampaguean!”. En el mismo año termina de escribir Versos Libres, que no se publicaría hasta 1913, más de cuarenta composiciones, en endecasílabos, sin rima, “tajos de mis propias entrañas… [que] van escritos, no en tinta de academia, sino en mi propia sangre”. Ya no es la ausencia del hijo, ahora es más la vida privada rota, pues su mujer no comparte su pasión política (“Aquí estoy, solo estoy, despedazado”), unido a una vida pública, que Martí desea heroica, y que no se encauza: «¿En pro de quién derramaré mi vida?”.
En 1884 fue nombrado cónsul interino de Uruguay en Nueva York, cargo al que renunció meses después para poder dedicarse a sus actividades revolucionarias. En octubre, se reunió con Máximo Gómez y Antonio Maceo, los líderes militares de la Guerra de los Diez Años, con los que discutió las posibilidades del independentismo. Martí era partidario de un movimiento fuerte, organizado, con una preponderancia del elemento civil; una insurrección capaz de vencer en la guerra y fundar una república democrática. Otras eran las intenciones de los militares, que Martí no compartía: “es mi determinación de no contribuir un ápice […] a traer a mi tierra un régimen de despotismo personal, que sería más vergonzoso y funesto que el despotismo que ahora soporta […]. Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”. No estaba de acuerdo con una aventura personal “en la que los propósitos particulares de los caudillos pueden confundirse con las ideas gloriosas que los hacen posibles”, considerándolo una traición al pueblo cubano: “Respetar a un pueblo que nos ama y espera de nosotros, es la mayor grandeza. Servirse de sus dolores y entusiasmos en provecho propio, sería la mayor ignominia”.
Tras dejar clara su opinión se retiró: “esperar, que es en política… el mayor de los talentos”. Su postura recibió ataques de distintos sectores del exilio, que siempre supo acallar; de la isla llegaban rumores que le situaban próximo al autonomismo, que supo desmentir. Trabaja intensamente en la prensa, traduce, publica por entregas y bajo seudónimo su novela Amistad Funesta, asume de nuevo el consulado de Uruguay y está atento a cuanto ocurre a su alrededor, Escenas norteamericanas. Le conmueve la represión del movimiento obrero, que considera que es consecuencia del desmedido culto a la riqueza, que genera desigualdad, injusticia y violencia: “No es en los anarquistas donde debe ahorcarse el anarquismo, sino en la injusta desigualdad social”. En febrero de 1887 muere su padre en La Habana. Antes le había visitado en Nueva York. El antiguo militar español había avalado la decisión de su hijo de luchar por la independencia, actitud que nunca compartieron plenamente ni su mujer, ni su madre.
El discurso conmemorativo del 10 de octubre devolvió a Martí al primer plano de la lucha política. Fracasado el plan Gómez-Maceo, retoma la idea de una revolución civil, volver a los orígenes civilistas de la revolución de Yara. Fundó el club patriótico “Los Independientes”, publicó Vindicación de Cuba, en donde rechazó la posibilidad de la anexión a los Estados Unidos, y defendió a su pueblo de los juicios injustos que habían publicado The Evening Post y The Manufacturer. En 1889, editó el primer número de La Edad de Oro, mensual en el que explica nuestra América a sus niños. Aunque, por falta de financiación, únicamente aparecieron cuatro números, Martí siempre consideró una adecuada educación infantil el mejor camino por el que llegar a ser un adulto de provecho.
La Conferencia de Naciones Americanas (1889) y la Conferencia Monetaria Internacional (1891), ambas auspiciadas por el gobierno estadounidense, le pusieron de manifiesto el peligro del imperialismo. El consulado de Uruguay, al que se habían unido el de Paraguay y Argentina, la representación de Uruguay en la Conferencia Monetaria, sus viajes por el continente, las corresponsalías de distintos periódicos latinoamericanos, en cuyas crónicas diseccionaba la vida en los Estados Unidos, le habían convencido a Martí de la necesidad de la unidad americana para resistir el impulso imperialista norteamericano. La independencia de Cuba, de esta manera, adoptaba una nueva perspectiva: “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”. En enero de 1891 publica, en El Partido Liberal de México, “Nuestra América”, una arenga a la unión y conocimiento mutuo de los pueblos que viven entre el Bravo y el Magallanes: “Cree el aldeano vanidoso que el mundo entero es su aldea”; que deben tener y defender su propia personalidad, su propia historia: “La historia de América, de los incas acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la historia de los arcontes de Grecia”; y que deben gobernarse de acuerdo a sus necesidades: “el buen gobernante en América no es el que se sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país […]. El gobierno ha de nacer del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país”.
En 1891 publica Versos Sencillos que como indica en el prólogo “le salieron del corazón… en aquel invierno de angustia… [que] se reunieron en Washington, bajo el águila terrible, los pueblos hispanoamericanos”. Frente a los Versos Libres, ahora predomina el sentimiento y la intuición; la patria, el amor, la amistad, la poesía, la humanidad, tratados en cuarenta y seis poemas sin títulos, en cuartetos octosílabos, con una sorprendente variedad de efectos rítmicos y estilísticos, además de un aire popular que, sin duda, han favorecido su adaptación musical: “Yo soy un hombre sincero / De donde crece la palma, / Y antes de morirme quiero / Echar mis versos al alma”; “Cultivo una rosa blanca / En julio como en enero / Para el amigo sincero / Que me da su mano franca // Y para el cruel que me arranca / El corazón con que vivo, / Cardo ni oruga cultivo / Cultivo una rosa blanca”.
El fracaso del viaje de propaganda de Maceo por Cuba le convenció de la necesidad de una organización más sólida que aglutinase a todo en el independentismo. En la isla, los autonomistas, hartos de ver aplazadas una y otra vez las reformas, se habían retraído de la vida política. Era el momento de aglutinar, a los veteranos con las nuevas generaciones de independentistas; a los de la isla con los de la emigración; a los de Nueva York, con los de Tampa y Cayo Hueso; a los negros con los blancos (“Hombre es más que blanco, más que mulato, más que negro”). Cualquier cubano que estuviese dispuesto a sacrificarse por su patria sería bienvenido; cualquiera, incluso un español, que quisiese compartir el sueño de una república independiente, justa y democrática (“porque de Cuba sólo se ha de desarraigar el gobierno que la aflige y el vicio que la pudre, no el hombre útil que respete y ayude sus libertades”). Martí sabía lo que necesitaba: un partido y un órgano de prensa que hablase por él. Absorbido por sus trabajos revolucionarios, renunció a todos sus puestos diplomáticos y a la presidencia de la Sociedad Literaria Hispano-Americana. A fines de noviembre partió para Tampa. Allí pronunció dos de sus mejores discursos, “Con todos y para el bien de todos”, y “Los pinos nuevos”; discursos de los que convencen a los indecisos y abren la bolsa de los poderosos. Dos días después se redactaron las bases del partido, aprobadas en Tampa el ocho de enero de 1892. El 14 de abril apareció el primer número de Patria y tres días después se proclamó el Partido Revolucionario Cubano a todas las emigraciones cubanas y puertorriqueñas de los Estados Unidos. Martí es elegido delegado.
Conseguido lo más difícil, la unidad, Martí trata de encontrar el momento preciso: “Cree el Partido Revolucionario que la revolución no se ha de intentar hasta no haber allegado los acuerdos y los recursos necesarios para su triunfo […]. Y el Partido, sin prisa ni ilusión, allega los recursos indispensables para poner, sobre la colonia expulsa, la República en donde puedan vivir en paz cubanos y españoles […] el Partido existe, seguro de su razón, como el alma visible de Cuba, harto crecida para no desear empleo sus fuerzas, y sobrado prudente para lanzarse a empresas temerarias”. En los dos años siguientes desarrolló una actividad frenética (“Las manos he tenido ocupadas… en una labor bestial y sin descanso: en ir levantado, hombre por hombre, todo este edificio”): visitó constantemente los clubs de emigrados reclamando dinero, fue a Costa Rica a entrevistarse con Maceo, a Santo Domingo, con Gómez; Haití, Jamaica, México donde le pidió fondos a Porfirio Díaz; Gerardo Castellanos partía con instrucciones secretas para Cuba, mientras que Juan Gualberto Gómez, el delegado en La Habana, preparaba el alzamiento; en la isla los ánimos se alteraban y ya se habían producido algunas intentonas (Purnio, Lajas y Ranchuelo), todas fracasadas y ajenas al control del Delegado. España había hecho su última oferta política, la reforma descentralizadora de Antonio Maura, pero a principios de enero de 1895, ésta, que tantas esperanzas había levantado, languidecía. Los Estados Unidos habían modificado los aranceles y la producción azucarera no encontraba mercado. Era el momento de los independentistas; la coyuntura que Martí aguardaba.
El plan, Plan de Fernandina, consistía en hacer coincidir el desembarco de tres expediciones en tres puntos distintos, con la insurrección general de la isla. Una delación de última hora, frustró el plan y las expediciones fueron retenidas por las autoridades norteamericanas. A pesar de todo, el 29 de enero Martí firmó la orden de alzamiento y al día siguiente se dirigió a Santo Domingo al encuentro de Gómez. El 24 de febrero estalla la guerra; un mes después redacta y firma con Gómez el Manifiesto de Montecristi, síntesis de lo debía ser la guerra y la futura república: “La guerra no es contra el español […] y la república será un tranquilo hogar para cuantos españoles de trabajo y honor gocen en ella de la libertad”; consciente de evitar los errores las independencias latinoamericanas que habían desembocado en “repúblicas feudales o teóricas”, mientras que Cuba volvía “a la guerra con un pueblo democrático y culto, conocedor celoso de su derecho y del ajeno” que no concibe la segregación racial: “Sólo los que odian al negro ven en el negro odio”.
Con Gómez desembarcó en Cuba el 11 de abril; saltaba de la “trinchera de ideas”, a la realidad de la guerra. La tropa, que se iba incrementando día a día, reconocía e