Jiménez, Juan Ramón (1881-1958)
Poeta español, nacido en Moguer (Huelva) el 23 de diciembre de 1881, y fallecido en Santurce (barrio perteneciente a San Juan, capital de Puerto Rico) el 29 de mayo de 1958. Autor de una extensa y espléndida producción poética que parte de la estética modernista para alcanzar, tras sucesivas etapas de constante depuración ornamental, las mayores cotas de hondura espiritual en la estela de la denominada «poesía pura», está considerado como uno de los poetas mayores -si no el principal- de la lírica española contemporánea. Su carácter arisco, retraído e individualista, sumado a la radical originalidad de su producción poética, le apartó de cualquier escuela o grupo generacional de cuantos florecieron en la literatura española de la primera mitad del siglo XX; sin embargo, la crítica especializada ha subrayado su papel de puente o enlace transmisor entre el Modernismo y la Generación del 27 -colectivo en el que fue unánimemente admitido como guía o mentor-, y, en general, su influencia innegable en la mayor parte de los poetas en lengua castellana que le sucedieron (incluidos numerosos autores hispanoamericanos). En 1956, dos años antes de su muerte, la Academia Sueca le otorgó el Premio Nobel de Literatura, con el que venía a reconocer la elevadísima cotización de su obra poética, «que constituye un ejemplo de honda espiritualidad y artística pureza en lengua castellana«.
Vida
Nacido en el seno de una familia acomodada que se dedicaba al cultivo de viñedos y la elaboración y exportación de caldos, vino al mundo en la casa solariega ubicada en el número 2 de la calle de la Ribera, en donde transcurrieron los primeros años de su infancia hasta que, en 1887, su familia se trasladó a otra residencia ubicada en la calle Nueva (donde, en la actualidad, se halla la sede del museo dedicado al poeta por su villa natal). Su niñez fue triste y aislada, marcada por una soledad que luego habría de convertirse en una constante a lo largo de su individualista peripecia vital («de esos años recuerdo que jugaba muy poco, y que era gran amigo de la soledad«), y que, unida a un permanente ensimismamiento del que apenas salía para extasiarse en la contemplación del campo y de la mar, forjó en su personalidad algunos de los principales defectos (como su sempiterna tendencia al egocentrismo) y virtudes (como la sutilísima capacidad de introspección, o la refinada plasmación de emociones provocadas por la contemplación de la belleza) que habrían de hacerse bien patentes en su vida y en su obra.
Ya en plena adolescencia, accedió al grado de bachiller en el Colegio de los Jesuitas del Puerto de Santa María (Cádiz), donde empezó a tomar conciencia de su acusada vocación artística, orientada en un principio hacia la pintura. Con la intención de dedicarse en sus ratos de ocio a las artes plásticas, a comienzos del otoño de 1896 el joven Juan Ramón se estableció en Sevilla, donde, por imposición paterna, se matriculó en la Facultad de Derecho para cursar estudios superiores de Leyes; sin embargo, la imperiosa necesidad de dar rienda suelta a su pujante creatividad le llevó a dedicar más tiempo a la lectura y escritura de poemas -vivamente impresionado, en aquel tiempo, por la obra de Bécquer (1836-1870)- y, sobre todo, a la pintura -cuyos rudimentos aprendió en el estudio de un pintor neoimpresionista sevillano-. Así pues, abandonó pronto la carrera de Derecho (aunque hubo de reiniciarla en varias ocasiones, presionado por su progenitor) y decidió consagrarse de lleno a su vocación artística, determinación que acabó por encontrar el apoyo de su familia, a la que el propio autor definió años más tarde como «culta, tradicionalista y conservadora«. Merced a la envidiable posición de los suyos, durante su infancia y juventud nunca se vio afectado por problemas económicos; antes bien, se vio favorecido por un constante respaldo financiero familiar que le permitió desarrollar libremente su quehacer literario, al tiempo que cubría generosamente sus gastos de manutención tanto en Sevilla como en Madrid, ciudad -esta última- a la que decidió trasladarse en 1900 para ampliar sus horizontes culturales.
Su desplazamiento a Madrid correspondió a una invitación del poeta modernista almeriense Francisco Villaespesa (1877-1936), que residía en la capital del país desde 1897. Villaespesa, que había leído los poemas primerizos de Juan Ramón Jiménez (publicados en revistas literarias de Huelva y Sevilla) y las magníficas traducciones de Ibsen (1828-1906) que el joven poeta de Moguer había realizado en sus ratos de ocio, compartía con él su admiración por la poesía modernista de Rubén Darío (1867-1916); y, al mismo tiempo, se honraba con la amistad del genial vate nicaragüense, a la sazón instalado en Madrid como corresponsal del rotativo argentino La Nación. La tarjeta postal que Juan Ramón Jiménez recibió en Sevilla, en la que se le invitaba a viajar a la capital, venía firmada por Villaespesa y por el propio Rubén Darío, dos nombres que provocaron su inmediato traslado a Madrid, a donde llegó el día 13 de abril de 1900. Alentado por sus mentores, dio a conocer nuevos poemas suyos en algunas revistas de la Villa y Corte, y publicó allí sus dos primeros poemarios: Almas de violeta (1900) -cuyo título obedecía a una sugerencia de Darío- y Ninfeas (1900) -título inspirado, ahora, por Valle Inclán (1866-1936)-. A pesar de esta fulgurante irrupción en los foros y cenáculos literarios de la capital, el huraño, abstraído y melancólico Juan Ramón Jiménez fue incapaz de adaptarse al ajetreo de la gran ciudad, en la que cayó víctima de una grave neurosis depresiva que, con diferentes altibajos, habría de acompañarle a lo largo de toda su vida.
Con la sensación de haber fracasado en su aventura urbana y el malestar por haber interrumpido, una vez más, sus estudios de abogacía, el joven poeta regresó a Moguer a finales de mayo de 1900, antes de que hubieran transcurrido dos meses desde su llegada a la Villa y Corte. Su estabilidad emocional -de suyo tan frágil que le había impulsado, incluso, a visitar a algunos facultativos durante su estancia en Madrid- sufrió un golpe terrible a comienzos del verano de aquel mismo año, cuando el día 3 de julio falleció, repentinamente, su padre. Presa de una gravísima depresión agravada por problemas coronarios, en la primavera de 1901 recurrió nuevamente a la fortuna familiar para pagarse un tratamiento psiquiátrico en el nosocomio de enfermos mentales de Castell d’Andorte (en Le Bouscat, Burdeos), en donde pasaba consulta un afamado especialista en salud mental, el doctor Lalanne. Fue harto provechosa esta visita a Francia del débil e inestable Juan Ramón Jiménez, tanto en lo referido a su vida sentimental como en lo que atañe a su obra literaria: al parecer, aunque no se libró nunca de la preocupación derivada del saberse enfermo, descubrió gozosamente su talante enamoradizo y protagonizó varias aventuras amorosas que quedaron bien plasmadas en sus versos; y, por otra parte, aprovechó su estancia en territorio galo para leer con fruición la poesía francesa de finales del siglo anterior (especialmente, la de los autores parnasianos y simbolistas (véase parnasianismo y simbolismo), a los que ya conocía en parte por haber servido de germen a esa estética modernista que tanto le atraía). Fruto de estas provechosas lecturas y de esas primeras experiencias eróticas que necesitó plasmar en sus versos fue su tercer volumen de poemas, publicado en Madrid bajo el abiertamente becqueriano título de Rimas (1902).
Había, en efecto, regresado a la capital española a finales de 1901, pero no para volver a enfrentarse con ese bullicio urbano que tanto le había atribulado durante su primera visita a la Villa y Corte, sino para recluirse voluntariamente en la clínica del Rosario -especializada en tratamientos neuropatológicos-, en la que residió hasta 1903, con libertad suficiente para entablar nuevas amistades, casi todas ellas vinculadas al mundillo literario. Entre ellas se contaba el doctor Simarro, quien le condujo por vez primera a la Institución Libre de Enseñanza, donde su libro Rimas -como ocurriera en todos los mentideros culturales de Madrid- había sido muy bien recibido. Consagrado, en fin, como una de las grandes revelaciones de la poesía española de comienzos del siglo XX, dejó patente su evolución desde el post-romanticismo becqueriano y el modernismo parnasiano hasta el simbolismo en su cuarta entrega poética, publicada bajo el título de Arias tristes (1903), y considerada unánimemente por críticos y lectores como su primera obra maestra.
En su privilegiada residencia («sanatorio del Rosario, blanco y azul, de Hermanas de la Caridad bien ordenada. En este ambiente de convento y jardín he pasado dos de los mejores años de mi vida«), Juan Ramón Jiménez organizaba frecuentes tertulias literarias a las que asistían, entre otras figuras de las Letras hispanas del momento, los hermanos Manuel (1874-1947) y Antonio Machado (1875-1939), el dramaturgo Jacinto Benavente (1866-1954) y el ya citado Ramón María del Valle Inclán. Tras abandonar la clínica mental, ya supuestamente restablecido, vivió durante otros dos años en diversos lugares de Madrid (entre ellos, el domicilio del mencionado doctor Simarro) hasta que una nueva crisis anímica le aconsejó regresar a su pueblo natal, donde, más retraído y melancólico que nunca, se enfrascó en la redacción de la que estaba llamada a convertirse en una de las obras maestras de la literatura universal: el volumen en prosa Platero y yo (escrito hacia 1906, pero inédito hasta 1914), libro en el que la acusada sensibilidad lírica de Juan Ramón Jiménez se pone al alcance de los lectores de toda las edades.
Seguía, entretanto, cultivando con fructífera continuidad la creación poética, a la que se sentía indisolublemente ligado como si de una predestinación se tratase (“Mi vida es todo poesía. No soy un literato, soy un poeta que realizó el sueño de su vida. Para mí no existe más que la belleza”), y enviando sus composiciones a algunas de las principales publicaciones literarias del país, como la revista Prometeo, fundada por otro de los grandes admiradores de su obra, el polígrafo madrileño Ramón Gómez de la Serna (1888-1963). A instancias de éste regresó a Madrid en 1911, después de que la agudización de sus constantes depresiones, sumada a la progresivo declive económico de su familia, le aconsejara un nuevo cambio de aires. Pero al instalarse de nuevo en la Villa y Corte comenzó a alejarse de los conceptos estéticos de Gómez de la Serna (a los que tildó de meros «juegos» vanguardistas), al tiempo que se sentía atraído por el ambiente y las ideas dominantes en la Residencia de Estudiantes, en la que se alojó a partir de 1913. En dicho año conoció también a la joven y cultísima escritora barcelonesa Zenobia Camprubí (1887-1956), de la que se enamoró perdidamente hasta el punto de llegar a jurarle -ante el rechazo inicial de la joven- que todas las amadas a las que había hecho referencia en su poesía anterior eran fruto de su invención poética, y que ella era la única mujer a la que había amado en toda su vida.
Inspirado por esta arrebatada pasión, Juan Ramón escribió y publicó Estío (1915), un bellísimo poemario amoroso («Se caerá tu corazón sin mancha / en mi desordenado sentimiento, / y, cual la luna en la mañana inmensa, / en mi oro se hundirá rosa no vista, / estando allí, de mi desnudo pecho«) que, junto a la tenaz insistencia del poeta, acabó por vencer la resistencia de Zenobia. Concertado, en fin, el matrimonio, la pareja viajó a los Estados Unidos en 1916 para celebrar su boda en la iglesia católica de St. Stephen, de Nueva York, donde el poeta prometió a su amada el más bello poemario amoroso que jamás se hubo escrito. Absorbido por la redacción de este libro, que habría de salir a la luz bajo el hermoso título de Diario de un poeta reciencasado (1916), tal vez ni el propio autor advirtió que un nuevo tema irrumpía con desusado vigor en su poesía, hasta el extremo de sobrepasar, en extensión y alcance, el contenido amoroso que había ofrecido a Zenobia como testimonio irrefutable de su pasión. El largo viaje transatlántico de ida y vuelta le deparó, en efecto, el «descubrimiento» del mar como fuente innegable de belleza y emoción poéticas, y de la absorta contemplación del vasto océano -en una viva reminiscencia de aquel mar onubense de su infancia- surgió su inmediato acercamiento a la «poesía pura», a esa expresión sobria y depurada del lenguaje poético, entendido ahora como un código marcadamente intelectual, al que se accede antes por el pensamiento que por las emociones.
Se abría, así, una segunda etapa en la trayectoria literaria de Juan Ramón Jiménez, nacida no sólo -claro está- de esa contemplación ensimismada del mar, sino también del conocimiento adquirido durante su viaje de bodas acerca de la poesía anglosajona, y del descubrimiento de la obra del genial poeta indio Rabindranath Tagore (1861-1941), cuyos versos habían sido traducidos al castellano por la propia Zenobia (al respecto, no resulta ocioso apuntar que la esposa del poeta influyó decisivamente no sólo en su vida sentimental, sino también en el resto de sus facetas, incluidas la creativa y la intelectual).
De regreso a España, Zenobia y Juan Ramón siguieron viajando por el sur del país (Sevilla, Moguer…) y volvieron a visitar los Estados Unidos (Caldwell, Boston…), para acabar retornando a la Península Ibérica, donde fijaron su residencia en Madrid. El poeta andaluz ya era, por aquel entonces, una de las figuras cimeras de la lírica española contemporánea, posición que consolidó definitivamente con otro poemario genial, Eternidades (1918), una de las obras que mayor influencia han ejercido en la poesía española del siglo XX. Inmerso en una febril actividad creativa, Juan Ramón Jiménez se había convertido en el mejor y más admirado animador de las Letras de su tiempo: alentaba o desprestigiaba los nuevos movimientos literarios que florecían por doquier, intervenía en la fundación de revistas culturales (en muchas de las cuales daba a conocer sus nuevos poemas), apoyaba a los jóvenes poetas que buscaban en su magisterio un punto de referencia (entre ellos, los balbucientes muchachos que pronto habrían de quedar englobados bajo el marbete de «Generación del 27»), aconsejaba y prologaba la edición de numerosas obras de autores primerizos, y, simultáneamente, continuaba produciendo una asombrosa poesía que iba quedando impresa en algunos volúmenes tan celebrados por la crítica y los lectores como Piedra y cielo (1919), Segunda antolojía poética. 1898-1918 (1922), Poesías (1923) y Belleza (1923).
Consciente de este protagonismo, a partir de 1925 comenzó a publicar sus Cuadernos -que fueron saliendo, con irregular periodicidad, hasta 1935-, en los que, además de numerosos poemas originales, había ido copiando algunas de las cartas que conformaban su rica correspondencia con otros personajes de la cultura española. Pero lo más interesante de estos Cuadernos eran las anotaciones que el poeta de Moguer había ido tomando acerca de otros escritores coetáneos, a los que solía juzgar con desdén y superioridad, y criticar con observaciones harto malintencionadas. No es de extrañar que, paulatinamente, esta actitud displicente y recelosa le fuera configurando un perfil de figura engreída y endiosada que contribuyó a acentuar su soledad; ni que le fueran dando la espalda -sin atreverse a negar, desde luego, la altísima calidad de su obra poética- casi todos los escritores, artistas e intelectuales que, tiempo atrás, habían gozado de su confianza, incluidos los jóvenes poetas de la Generación del 27, con los que discutió acaloradamente por dos motivos que muestran bien a las claras la aspereza del carácter de Juan Ramón: por un lado, se negó en rotundo a participar en ese homenaje a Góngora (1561-1627) que, celebrado en el Ateneo de Sevilla en 1927, habría de pasar luego a la historia de la literatura española como el acontecimiento generacional que los aglutinó; y, por otro lado, se sintió muy ofendido porque uno de sus poemas había aparecido, en una publicación editada por dichos jóvenes, debajo de un poema de Unamuno (1864-1936). Desde el desprecio y el ensañamiento que le caracterizaba, Juan Ramón Jiménez, en una conversación mantenida con José Bergamín (1895-1983), llegó a tildar a los poetas del 27 de «mariconcillos de playa«, aludiendo a las preferencias sexuales de algunos de ellos; pero estas injustificables descalificaciones ad hominem no fueron el detonante directo del distanciamiento que, a finales de la década de los años veinte y comienzos de la siguiente, se produjo entre los autores del 27 y su primer guía o mentor. En realidad, la progresión de las respectivas poéticas de quienes habían homenajeado a Góngora se orientó hacia una poesía humana, del todo opuesta a la «poesía pura» juanramoniana, que por aquel tiempo tenía en España a un destacado adalid, el poeta chileno Pablo Neruda (1904-1973), quien pasó a convertirse en el nuevo referente de dicho colectivo generacional -y, por ende, en objeto de los ataques inmisericordes de Juan Ramón, que definió al chileno como un «grande poeta malo«, remedando burlescamente su peculiar estilo-. El sevillano Luis Cernuda (1902-1963) -probablemente, uno de esos «mariconcillos de playa» a los que pretendió vejar Juan Ramón-, recordó al mismo tiempo la generosidad inicial y el rencor postrero del poeta de Moguer, y lo definió como «un Dr. Jeckill y Mr. Hyde«; pero no todos sus compañeros de andadura artística fueron tan ecuánimes: el pintor Salvador Dalí (1904-1989) y el cineasta Luis Buñuel (1900-1903) le remitieron un telegrama que supuso una auténtica bofetada para un hombre tan pagado de sí mismo como Juan Ramón (“Amigablemente. Te felicitamos por tu Platero y yo. Es el burro más burro de todos los burros que hemos conocido”). Por su parte, el nuevo mentor del colectivo tampoco se quedó atrás: honrado por los ya consagrados poetas del 27 con el cargo de director de su nueva revista (Caballo verde para la poesía), Neruda estampó en las páginas de esta publicación su célebre Manifiesto de la poesía impura, un ataque frontal y despiadado contra la estética juanramoniana.
Al margen de estas encarnizadas polémicas -tan frecuentes en los foros y cenáculos literarios españoles-, otras desgracias mayores incrementaban la tristeza depresiva del poeta de Moguer. En 1928 había fallecido su madre, y aún no se había recuperado bien del desconsuelo que le causó esta pérdida irreparable cuando, en 1931, comenzaron a manifestarse los primeros síntomas del tumor canceroso que habría de acabar con la vida de Zenobia. A pesar de estas adversidades, Juan Ramón Jiménez seguía enfrascado en la escritura poética, encaramado ya a un alto y solitario pedestal desde el que se permitió rechazar, en 1935, la invitación de la Real Academia para que ocupara una vacante en la Docta Casa. Poco después, a raíz del estallido de la Guerra Civil, abrazó la causa republicana y, en un gesto filantrópico extraño en él, acogió en su propia casa a varios niños huérfanos, a cuya atención destinó una elevada parte de su hacienda cuando, en agosto de 1936, abandonó España para tomar posesión de su nuevo cargo de agregado cultural en la Embajada de Washington.
A partir de entonces, dio inicio un largo periplo de Juan Ramón y Zenobia por diferentes lugares del continente americano, donde el poeta había alcanzado tanto prestigio literario como en España. Tras haber impartido una serie de conferencias en la Universidad de Miami (Florida), marchó a Cuba y vivió un tiempo en La Habana, rodeado del cariño y la admiración de todos los poetas antillanos. En 1939, el matrimonio de escritores se instaló en Nueva York, la ciudad que tanto les había unido, y a finales de aquel mismo año se afincó en Coral Gables (Miami), localidad que acabó dando título a una nueva colección de poemas de Juan Ramón (Romances de Coral Gables, 1948). Dos años antes de la aparición de este libro, coincidiendo con la publicación de otro poemario genial del escritor andaluz (La estación total, 1946), Juan Ramón Jiménez había sufrido otra violenta crisis depresiva que le había obligado a permanecer ingresado en un centro de salud por espacio de ocho meses. Pero, a pesar de estas constantes recaídas y del progresivo deterioro físico de Zenobia, continuó viajando sin descanso por toda América, correspondiendo al afecto que se le mostraba en numerosos actos académicos y homenajes (como el que le tributó el senado uruguayo en 1948). Finalmente, ambos escritores fijaron su residencia en Puerto Rico en 1950, y un año después Zenobia Camprubí hubo de pasar por el quirófano para ser intervenida de una afección cancerosa que le había dañado la matriz.
El poeta, entretanto, había seguido firmemente ligado a ese destino lírico -ahora atravesado por exaltaciones místicas- que se le había manifestado desde su temprana juventud, plasmado a finales de los años cuarenta en un poemario donde sus hondas inquietudes espirituales -orientadas, en esta última etapa de su vida, hacia una religiosidad inmanente y panteísta- alcanzaban una intensidad lírica difícilmente superable. Se trata de Animal de fondo (1949), obra que Juan Ramón Jiménez -constantemente obsesionado por la revisión y corrección de su poesía-, volvió a publicar en el transcurso de aquel mismo año bajo el título de Dios deseado y deseante (1949), nombre de la segunda y novedosa parte del poemario.
En 1954 se agravó aún más el estado de salud de Zenobia, con la consiguiente desesperación de Juan Ramón, cuya fragilidad anímica era incapaz de superar este tormento. Sumido en una profunda depresión, el 25 de octubre de 1956 recibió la llamada de la Academia Sueca que le anunciaba la concesión del Premio Nobel, honor que, en su lamentable situación, no le trajo ningún consuelo. Tres días después fallecía Zenobia Camprubí en la clínica Mimiya, sita en el barrio sanjuanero de Santurce, el mismo centro hospitalario en el que, al cabo de año medio, perdió la vida el poeta, quien había pasado toda su atribulada viudez recluido en su casa, presa de la amargura y el dolor. El día 6 de junio de 1958, Francisco Hernández-Pinzón, sobrino del poeta, se hacía cargo del traslado de los restos mortales de sus tíos, que, en cumplimiento de la última voluntad del poeta, recibieron sepultura en el Cementerio de Jesús, de Moguer, en medio de grandes muestras de duelo y sentidos homenajes póstumos.
Obra
Resulta ciertamente complejo, en una breve reseña bio-bibliográfica de esta naturaleza, condensar todo el alcance de la vasta producción juanramoniana, siempre en constante proceso de revisión -el poeta vivía exclusivamente para su obra, y le gustaba hablar de su poesía como una unidad global, permanentemente ligada a su propia peripecia vital- y, en varias ocasiones, refundida en nuevos poemarios. A continuación se ofrece una nómina -lo más exhaustiva posible- de los volúmenes que, en vida, dio a la imprenta, enumerados por orden cronológico atendiendo a su fecha de publicación (que no coincide necesariamente con la de redacción, como ya se ha indicado más arriba al hablar de Platero y yo).
– Almas de violeta (Madrid: Tipografía Moderna, 1900).- Ninfeas (Madrid: Tipografía Moderna, 1900).- Rimas (1900-1902) (Madrid: Librería de Fernando Fe, 1902).- Arias tristes (Madrid: Librería de Fernando Fe, 1903).- Jardines lejanos (Madrid: Librería de Fernando Fe, 1904).- Elegías I. Elegías puras (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1908).- Elegías II. Elegías intermedias (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1909).- Olvidanzas, I. Las hojas verdes (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1909).- Elegías III. Elegías lamentables (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1910).- Baladas de primavera (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1910).- La soledad sonora (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1911).- Pastorales (Madrid: Prieto y Cía Editores, 1911).- Poemas mágicos y dolientes (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1909).- Melancolía (Madrid: Tipografía de la Revista de Archivos, 1912).- Laberinto (Madrid: Ed. Renacimiento, 1913).- Platero y yo [edición menor] (Madrid: Ed. La Lectura, 1914).- Estío (Madrid: Calleja, 1916).- Platero y yo [1ª ed. completa] (Madrid: Calleja, 1917).- Sonetos espirituales (Madrid: Calleja, 1917).- Diario de un poeta reciencasado (Madrid: Calleja, 1917).- Poesías escojidas (Nueva York: The Hispanic Society of America, 1917).- Eternidades (Madrid: Tip. lit. A. de Angell Alcoy, 1918).- Piedra y cielo (Madrid: Imprenta Fortanet, 1919).- Segunda antolojía poética (Madrid: Espasa-Calpe, 1922).- Poesías de J.R.J. (México: Ed. México Moderno., 1923).- Poesía (En verso) (Madrid: Talleres Poligráficos, 1923).- Belleza (En Verso) (Madrid: Talleres Poligráficos, 1923).- Poesía en prosa y verso (Madrid: Ed. Signo, 1932).- Canción (Madrid: Ed. Signo., 1935).- Verso y prosa para niños (Puerto Rico, 1937).- Españoles de tres mundos (Buenos Aires: Ed. Losada, 1942).- Voces de mi copla (México: Ed. Stylo, 1945).- El Zaratán (México, 1946).- La estación total con las Canciones de la nueva luz (Buenos Aires: Ed. Losada, 1946).- Romances de Coral Gables (México: Ed. Stylo. México, 1948).- Animal de fondo (Buenos Aires: Ed. Pleamar, 1949).- Dios deseado y deseante (Madrid: Aguilar, 1964).- Antolojía para niños y adolescentes (Buenos Aires: Ed. Losada, 1951).- Tercera antolojía poética (Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, 1957).- Libros de poesía (Madrid: Ed. Aguilar, 1957).- Los mejores versos de J.R.J. (Buenos Aires: Ed. Ntra. América, 1957).- Pájinas escojidas (Madrid: Ed. Gredos, 1958).- Moguer (Valencia: Ed. de la Dirección General de Archivos y Bibliotecas, 1958).
Desde la muerte del poeta hasta nuestros días han ido apareciendo numerosas ediciones que recopilan sus prosas y poesías ya impresas, rescatan otros escritos juanramonianos diseminados por periódicos y revistas, o recuperan muchos de los textos inéditos hallados entre los papeles del autor andaluz. Entre ellas, cabe recordar las tituladas Primeros libros de poesía (Madrid: Ed. Aguilar, 1959), Olvidos de Granada (San Juan de Puerto Rico: Ed. La Torre, 1960), Cuadernos de JRJ (Madrid: Ed. Taurus, 1960), La corriente infinita (Madrid: Aguilar, 1961), Por el cristal amarillo (Madrid: Aguilar, 1961), El trabajo gustoso (México: Aguilar, 1961), Primeras prosas (Madrid: Aguilar, 1962), Cartas [1ª selección] (Madrid: Aguilar, 1962), El modernismo, notas de un curso (México: Ed. Aguilar, 1962), Trescientos poemas (Barcelona: Plaza & Janes, 1963), Sevilla (Sevilla: Imp. de S. Antonio, 1963), Poemas revividos en el tiempo de Moguer (Barcelona: Ed. Vergara, 1963), La colina de los chopos (Barcelona: Ed. Vergara, 1963), Libros inéditos de poesía (Madrid: Ed. Aguilar, 1964), Retratos líricos (Madrid: Aguilar, 1965), Estética y ética estética (Madrid: Aguilar, 1967), Libros inéditos de poesía, 2 (Madrid: Aguilar, 1967), El nuevo Mar (Madrid: Ed. Arte y Bibliofilia, 1973), Con el carbón del Sol (Madrid: Ed. Magisterio Español, 1973), Nueva antolojía (Barcelona: Ed. Península, 1973), Selección de cartas (Barcelona: Ed. Picazo, 1973), El andarín de su órbita (Madrid: Ed. Magisterio Español, 1974), En el otro costado (Madrid: Ed. Júcar, 1974), Ríos que se van (Santander: Ed. Bedia, 1974), Crítica paralela (Barcelona: Narcea, S.A. de Ediciones, 1975), Cartas literarias (Barcelona: Ed. Bruguera, 1977), Leyenda (Madrid: Cupsas Ed., 1978), Historias y cuentos (Barcelona: Ed. Bruguera, 1979), Elejías andaluzas (Barcelona: Ed. Bruguera, 1980), Autobiografía y artes poéticas (Madrid: Los Libros de Fausto, 1981), Aquel pueblo de fuego (Cádiz, 1981), Canta pájaro lejano (Madrid: Espasa-Calpe, 1981), Prosas críticas (Madrid: Taurus, 1981), Isla de la Simpatía (San Juan de Puerto Rico: Ed. Huracán, 1981), Antolojía breve (Madrid: Ed. Blancas, 1981), Antolojía general en prosa (Madrid: Ed. Biblioteca Nueva, 1981), Baladas de amor (Madrid, 1981), Cantares (Córdoba: Ed. Demófilo, 1981), 35 poemas del mar (Madrid: Ed. Rialp, 1981), Poesías últimas escojidas (Madrid: Espasa Calpe, 1982) y Política poética (Madrid: Alianza Editorial, 1982).
La significativa evolución estética y temática que experimentó la dilatada andadura literaria de Juan Ramón Jiménez ha permitido a la crítica especializada distinguir en su obra, aún respetando esa concepción unitaria con que la veía el propio poeta, varios períodos o etapas bien diferenciados entre sí. Al respecto, los estudiosos de la obra juanramoniana han podido partir de la atinada periodización que el propio autor andaluz propuso en su libro Animal de fondo (1949), donde afirmó que su quehacer poético, sin perder nunca esa continuidad que daba sentido unitario a toda su obra, había atravesado tres épocas distintas: una sensitiva, otra intelectual, y otra postrera que el autor dejó sin calificar, a la que la c