Jaimes Freyre, Ricardo. (1868-1933)
Poeta, narrador, ensayista, dramaturgo, periodista, profesor y diplomático boliviano, nacido en Tacna (Perú) en 1868 y fallecido en Banfield (cerca de Buenos Aires) en 1933. Autor de una breve pero intensa producción poética que, en la estela del mejor Rubén Darío -con quien mantuvo una estrecha relación de amistad-, ahonda con rigor y brillantez en la teoría y la práctica de la novedosa estética modernista, fue uno de los grandes innovadores de la métrica castellana y, sin lugar a dudas, uno de los poetas más destacados de las Letras hispanoamericanas de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria.
Nacido en el seno de una familia en la que ambos progenitores aportaban una notable herencia literaria (su padre era el poeta, narrador, dramaturgo y periodista Julio Lucas Jaimes, muy conocido en su tiempo por su pseudónimo de «Brocha Gorda»; y su madre, la prestigiosa escritora peruana Carolina Freyre, una de las cabezas visibles de esa generación de mujeres hispanoamericanas que, por vez primera, ocupaban un lugar relevante en la creación y la crítica literarias), recibió desde niño una esmerada formación humanística que enseguida alentó su inclinación natural hacia el cultivo de la literatura.
Su infancia transcurrió, indistintamente, en tierras peruanas (donde su progenitor ejerció el cargo de cónsul) y bolivianas, hasta que se instaló en Argentina a raíz de las nuevas ocupaciones laborales que se le ofrecieron allí a su padre, quien trabajó como redactor en el rotativo La Nación y como profesor de Estética y Letras en el Colegio Nacional y la Escuela Normal de Buenos Aires. Al igual que su padre, Ricardo Jaimes Freyre acabaría desempañando a lo largo de su vida las tres profesiones que, en aquella época, permitían sobrevivir a quienes se habían consagrado a la creación literaria: el periodismo, la docencia y la carrera diplomática; y, como le ocurriera también a su progenitor, desplegó su mayor actividad literaria en suelo argentino, donde encontró el apoyo y el reconocimiento unánimes de la crítica y los lectores.
Muy pronto se dio a conocer por sus inquietudes estéticas en Buenos Aires, donde entabló amistad con algunos de los más bulliciosos modernistas hispanoamericanos que, a la sazón, coincidían en la capital argentina. Entre ellos estaba, desde 1893, el gran poeta nicaragüense Rubén Darío (ya consagrado tras la publicación, en 1888, de su poemario Azul…), quien compartió con el joven y entusiasta Jaimes Freyre esa preocupación innovadora que, dirigida principalmente hacia el terreno de la métrica, ambos pusieron de manifiesto en sus colaboraciones aparecidas en la Revista de América (1894), una interesante publicación literaria codirigida -en su breve andadura- por Freyre y Darío. El artículo de presentación de esta revista, firmado al alimón por ambos poetas, ponía de manifiesto su encomiable propósito de «trabajar por el brillo de la lengua española en América y, al par que por el tesoro de sus riquezas antiguas, por el engrandecimiento de esas mismas riquezas, en vocabulario, rítmica, plasticidad y matiz…«; se trata, pues, de un auténtico manifiesto del Modernismo, en el que, junto a esas pretensiones estéticas y culturalistas que comparten todos los poetas adscritos a este movimiento, hay también un lugar para la afirmación explícita de una conciencia artística que se sabe incluida en «la aristocracia intelectual de las repúblicas de lengua española«.
Fue por aquellos años cuando el estilo del joven poeta boliviano se dejó impregnar por la influencia avasalladora de Rubén, patente sobre todo en el primer poemario de Ricardo Jaimes Freyre, Castalia bárbara (Buenos Aires: Imprenta de Juan Schürer-Stolle, 1899), donde no sólo salta a la vista la continuidad de esa corriente estética abierta por Azul…, sino también la poderosa huella del nuevo volumen de versos de Rubén Darío, Prosas profanas (1896), cuya predilección por el juego de antítesis guía los pasos de la opera prima del poeta boliviano.
Pero, antes de la publicación de este primer poemario, Ricardo Jaimes Freyre ya se había dado a conocer como escritor por medio de un par de incursiones en otros géneros que, sumadas a su infatigable labor periodística, anunciaban bien a las claras su intención de consagrarse profesionalmente a la escritura. Había publicado, en efecto, a mediados de aquella última década del siglo XIX un curioso ensayo histórico-literario titulado Historia de la Edad Media y los Tiempos Modernos (Buenos Aires, 1895), obra que, ya desde el privilegiado frontispicio de su título, pregonaba la atención y el interés otorgados por Jaimes Freyre hacia una época (el Medievo) que, aupada también a la cima de la poesía contemporánea merced a los afanes creativos de Rubén Darío y de otros autores modernistas (como el español Manuel Reina), pronto llegó a convertirse no sólo en un marco cronológico recurrente, sino incluso en un tema distintivo de la creación modernista. A tal extremo llevaron esta afición común hacia los temas, personajes, formas métricas y demás usos y costumbres de la Edad Media castellana, que el vate nicaragüense dedicó a su joven amigo y discípulo boliviano su célebre «Epístola a Ricardo Jaimes Freyre» (1895), subtitulada «Obra en fabla dedicada a un amigo bonaerense«, y considerada por buena parte de la crítica como un ejercicio humorístico alentado por la complicidad estética establecida en aquel tiempo entre ambos poetas (sólo desde la consideración de pasatiempo lúdico y bienhumorado, teñido incluso de alusiones autocríticas hacia esa obsesiva pasión colectiva por lo medieval, puede entenderse que el gran Rubén diera a la estampa unos ripios tan aberrantes como éstos: «Señor Nuestro Xaimes Freyre, / fijo de Julio L. Xaimes, / fijodalgo bien tenudo, / bien tenudo en Buenos Aires. / Gracias de Nuestra Señora / y buena salud tengades«).
Anécdotas «medievales» -más o menos afortunadas- al margen, lo cierto es que Jaimes Freyre se incorporó plenamente al Modernismo hispanoamericano (que tenía, a la sazón, por capital mundial la ciudad de Buenos Aires) no sólo desde el ejercicio activo de la creación poética, sino también por esas inquietudes culturales y espirituales compartidas por todos los grandes creadores de dicho movimiento. Algunos de los rasgos estilísticos comunes que empezaron a hacerse evidentes en los seguidores de Rubén quedaron patentes también en La hija de Jefté (La Paz: Tipografía de El Siglo Industrial, 1899), un drama bíblico en prosa que supuso la primera incursión de Ricardo Jaimes Freyre en la escritura teatral, y su segunda obra impresa antes de dar a los tórculos ese excelente poemario que es Castalia bárbara. Al cabo de treinta años, el poeta boliviano publicó otra pieza escénica, el drama histórico titulado Los conquistadores (Buenos Aires: Imprenta y Librería Juan Perroiti, 1928), una curiosa obra en verso que, junto con La hija de Jefté, constituye la totalidad de su producción teatral (al parecer, nunca llevada a la escena).
Fue, empero, como ya se ha apuntado más arriba, el volumen poético Castalia bárbara (1899) la obra que introdujo de golpe a Jaimes Freyre en el selecto parnaso modernista, al tiempo que suponía su auténtico descubrimiento como escritor en un país extraño en el que, hasta entonces, apenas era conocido por el reducido número de lectores de la Revista de América. Este espléndido poemario no sólo presentaba, ya desde su título, un claro paralelismo con Prosas profanas de Rubén Darío, sino que aparecía también avalado en su prólogo por la firma de otro de los poetas modernistas más conspicuos, el argentino Leopoldo Lugones, quien, a pesar de su juventud (era seis años menor que Jaimes Freyre), ya había sorprendido a los lectores australes con dos colecciones de versos tan notables como Los mundos (1893) y, sobre todo, Las montañas de oro (1897), una de las cumbres más elevadas del Modernismo argentino. Era notoria, además, en esta primera entrega lírica del poeta boliviano la influencia del francés Leconte de Lisle, uno de los autores decimonónicos que mayor poso dejaron en los jóvenes poetas modernistas hispanoamericanos que volvieron sus ojos (entre otras muchas inquietudes cosmopolitas) hacia las Letras europeas contemporáneas.
Dentro de ese prurito cosmopolita y exótico, teñido de amplios alardes culturalistas, Ricardo Jaimes Freyre aunó en Castalia bárbara su pasión por la Edad Media y su interés por la literatura del Viejo Continente, recurriendo a las tradiciones míticas de los pueblos del Norte de Europa y recreando en los trece poemas que conforman la primera parte del libro (titulada «Los Eddas») ese universo legendario de las sagas nórdicas medievales. En las dos partes restantes del libro («País de sueño» y «País de sombra»), reaparecen algunas ramificaciones de este exotismo bárbaro que, sin ocultar la herencia debida al legado de los Poèmes barbares (1862) del citado Leconte de Lisle -a los que el poemario de Jaimes Freyre rinde también homenaje desde su propio título-, convierten al poeta boliviano en el escritor hispanoamericano que con mayor acierto supo explorar ese universo remoto, brumoso y legendario: «Por sanguinario ardor estremecido, / hundiendo en su corcel el acicate, / lanza el bárbaro en medio del combate / su pavoroso y lúgubre alarido. // Semidesnudo, sudoroso, herido, / de intenso gozo su cerebro late, / y con su escudo al enemigo abate / ya del espanto y del dolor vencido. // Surge de pronto claridad extraña, / y el horizonte tenebroso baña / un mar de fuego de purpúreas ondas; // y se destacan, entre lampos rojos, / los anchos pechos, los sangrientos ojos / y las hirsutas cabelleras blondas» («Los héroes»).
Cabe anotar, de paso, que esa atracción por la épica y el mito da pie a la inclusión de frecuentes alusiones religiosas que son una seña de identidad no sólo de la obra lírica de Jaimes Freyre, sino de todo el corpus poético modernista: «Un Dios misterioso y extraño visita la selva. / Es un Dios silencioso que tiene los brazos abiertos. / Cuando la hija de Nhor espoleaba su negro caballo / le vio erguirse, de pronto, a la sombra de un añoso fresno. / Y sintió que se helaba su sangre / ante el Dios silencioso que tiene los brazos abiertos» («Aeternum vale»). Otros rasgos notables de Castalia Bárbara son la explotación de esos dos tópicos temáticos anunciados en los títulos de sus dos últimas partes (el sueño y la sombra), y, desde luego, la búsqueda continua de dos de las obsesiones constantes del Modernismo: la belleza plástica y la sonoridad musical del verso: «Vuela sobre la roca solitaria, / peregrina paloma, ala de nieve / como divina hostia, ala tan leve // como un copo de nieve; ala divina / copo de nieve, lirio, hostia, neblina, / peregrina paloma imaginaria» («Siempre…»).
Casi veinte años tardó Ricardo Jaimes Freyre en dar a la imprenta su segunda -y, a la postre, última- recopilación poética, publicada a mediados de la segunda década del nuevo siglo bajo el título de Los sueños son vida. Anadiomena. Las víctimas (Buenos Aires: Cooperativa Editorial Ltda., 1917). Tras su estancia inicial en Buenos Aires, el poeta boliviano se había afincado en Tucumán, donde desplegó una intensa labor ensayística e historiográfica, al tiempo que seguía componiendo una exquisita producción poética que, inédita o dispersa en revistas de escasa difusión, quedó finalmente recogida en este segundo poemario, caracterizado por la desaparición total de ese universo legendario nórdico que había dado forma a Castalia bárbara, pero no de los temas esenciales que configuraban la sustancia poética de los apartados «País de sueño» y «País de sombra». También son dignas de reseña en esta colección de poemas sus preocupaciones acerca de la introducción de novedades en la versificación castellana (manifiestas cinco años antes en un valioso ensayo), y sus tenues -pero hasta entonces desconocidas- inquietudes político-sociales, que le llevaron incluso a entusiasmarse por el utopismo social-cristiano de León Tolstoi y, sin llegar a militar en ninguna formación política, por el talante revolucionario que había prendido en Rusia en aquellos primeros años del siglo XX: «¡Enorme y santa Rusia, la tempestad te llama! / Ya agita tus nevados cabellos, y en tus venas / la sangre de Rurico, vieja y heroica inflama… / Desde el Neva hasta el Cáucaso con tu rugido llenas / las selvas milenarias, las estepas sombrías… // […] // ¡Enorme y santa Rusia! De tu dolor sagrado / como de un nuevo Gólgota, fe y esperanza llueve… / La hoguera que consuma los restos del pasado / saldrá de las entrañas del país de la nieve. // El pueblo con la planta del déspota en la nuca, / muerde la tierra esclava con sus rabiosos dientes / ¡y tíñese entretanto la sociedad caduca / con el sangriento rojo de todos los ponientes!» («Rusia»).
Entre la ya aludida producción historiográfica de Ricardo Jaimes Freyre, conviene recordar las numerosas obras que dedicó a la ciudad en la que vivió durante buena parte de su vida, como Tucumán en 1810 (Tucumán, 1909); Historia de la República de Tucumán (Buenos Aires, 1911); El Tucumán del siglo XVI. (Bajo el gobierno de Juan Ramírez de Velasco) (Buenos Aires: Universidad de Tucumán, 1914); El Tucumán colonial. (Documentos y mapas del Archivo de Indias) (Buenos Aires: Universidad de Tucumán, 1915); e Historia del descubrimiento de Tucumán (Buenos Aires: Universidad de Tucumán, 1916). Durante todo este prolongado período de dedicación a la historia tucumana, Ricardo Jaimes Freyre ejerció la docencia, en calidad de profesor de literatura y de filosofía, en las más prestigiosas instituciones de enseñanza secundaria y superior de la provincia norteña argentina.
El resto de su obra ensayística se orientó a cuestiones filológicas como las tratadas en La lectura correcta y expresiva (Tucumán, 1908) y, de manera muy destacada, en Leyes de la versificación castellana (Buenos Aires: Imprenta de Coni Hnos., 1912), sin duda alguna su ensayo de mayor interés en nuestros días, ya que nos permite conocer las disquisiciones teóricas de un poeta que, como todos los integrantes del movimiento modernista, tuvo entre sus más hondas preocupaciones la introducción de novedades en la métrica y la prosodia castellanas. Revestido de una severa autoridad, Ricardo Jaimes Freyre rechaza en este trabajo las diversas teorías sobre versificación defendidas hasta entonces y propone la implantación de sus propias «leyes», basadas en lo que él denomina «período prosódico» y en la atención debida al acento rítmico. Según esta teoría propia, en castellano la utilización de períodos prosódicos iguales o similares da lugar al verso, mientras que la prosa se alcanza combinando períodos prosódicos desiguales. Y, aunque en su intención primera esta teoría de los períodos prosódicos sólo estaba referida a las formas regulares de versificación aceptadas por la tradición de la lírica española, lo cierto es que, publicada pocos años antes de la vigorosa eclosión de las Vanguardias, puede advertirse en ella una preparación para la difusión y asimilación inminente del versolibrismo, modalidad que, por cierto, tuvo en Ricardo Jaimes Freyre a uno de sus primeros cultivadores: «Vibra el himno rojo. Chocan los escudos y las lanzas / con largo fragor siniestro. / De las heridas sangrientas por la abierta boca brotan / ríos purpúreos. / Hay besos y risas. / Y un cráneo lleno / de hidromiel, en donde apagan, / abrasados por la fiebre, su sed los guerreros muertos» («El Walhalla», de Castalia bárbara).
En su constante actividad periodística, durante sus primeros años de estancia en Tucumán el poeta boliviano fue codirector -en compañía de Juan B. Terán y Julio López Mañán- de otra acreditada publicación cultural, la Revista de Letras y Ciencias Sociales (1904-1907), desde donde realizó una importante labor de promoción y difusión literaria. También por aquellos años se empleó en la prosa de ficción, con singular acierto en la redacción de narraciones breves (entre las que resulta obligado mencionar las tituladas «En las montañas» y «En una hermosa tarde de verano») y no tanta fortuna en la escritura de una novela extensa que, concebida bajo el título de Los jardines de Academo, quedó a la postre inconclusa. En total, su breve producción narrativa consta de siete relatos y apenas cuatro capítulos de esta novela fallida, capítulos que, publicados como un anticipo en la Revista de Letras y Ciencias Sociales, permiten encuadrar este proyecto inconcluso dentro del género de la novela histórica ambientada -como era, por lo demás, frecuente en los escasos narradores modernistas- en la Antigüedad clásica.
Consagrado, en fin, como una de las figuras precipuas de la intelectualidad local, fue fundador de la Universidad de Tucumán y dejó impresos diferentes textos (discursos, conferencias, artículos y notas de viaje) que, aunque no aportan nada significativo a su producción estrictamente literaria, sí revelan la hondura y extensión de sus conocimientos humanísticos. A su regreso a Bolivia, ocupó altos cargos en la administración pública de su país, al que pronto empezó a servir también en calidad de diplomático, primero como representante del pueblo y el gobierno bolivianos en la Sociedad de las Naciones (sita en Ginebra) y, posteriormente, como embajador en Chile, en los Estados Unidos de América y, por último, en Brasil. Los postreros años de su vida los pasó otra vez cerca de los foros intelectuales y artísticos de Buenos Aires, a los que acudía desde su definitivo asentamiento en la vecina localidad de Banfield, donde murió en 1933. Cuando había transcurrido algo más de diez años desde su desaparición, vio la luz una valiosa recopilación de sus Poesías completas. Leyes de versificación castellana y otros trabajos inéditos (Buenos Aires: Claridad, 1944); posteriormente, salió a la calle otra interesante edición de sus Poesías completas (La Paz: Imprenta Industrial Gráfica E. Burillo y Cía, 1957).
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J. R. Fernández de Cano.