Hugo, Victor Marie (1802-1885).


Poeta, narrador, dramaturgo y político francés, nacido en Besançon (en el departamento de Doubs) el 26 de febrero de 1802 y fallecido en París el 22 de mayo de 1885. Autor de una extensa, brillante y variada producción literaria que progresa con singular fluidez y originalidad por los géneros más diversos, está considerado como uno de los poetas mayores de las Letras francesas de todos los tiempos, y uno de los más ilustres propagadores de la estética romántica por todas las literaturas del mundo.

Victor Hugo.

En los últimos días del gobierno de los Borbones, Victor Marie Hugo destacó de un modo brillante en la oposición liberal, en defensa del sufragio universal y la libertad de prensa. Unido después a la monarquía de julio de 1830, fue nombrado individuo de la Academia y par de Francia. Verificada la revolución de 1848, fue elegido diputado de la Asamblea constituyente y de la legislativa, y aunque al principio figuró entre el Partido Conservador, el espíritu reaccionario de la mayoría de la segunda Asamblea le hizo lanzarse completamente a la extrema izquierda. Sus discursos sobre las principales cuestiones legislativas produjeron el mayor entusiasmo y admiración. Anunció y quiso, como otros muchos, parar el golpe que destruyó la libertad en Francia en 1851, y cuando esto se efectuó, formó parte de la Junta de Resistencia, que se esforzó en sostener el espíritu público en París, durante las matanzas de los primeros días de diciembre. Considerado el gran patriarca de la literatura francesa y desde su participación como miembro de la Academia y el Senado, Hugo nunca abandonó su protagonismo en la vida social, política y cultural de Francia.

Sus primeras novelas, así como sus odas, baladas y obras dramáticas, le colocaron muy pronto entre los primeros escritores de su tiempo. En toda sus producción se advierte su encendida defensa a favor de los grupos sociales menos favorecidos y su progresivo acercamiento a las posiciones ideológicas progresistas. Con su novela Los últimos días de un condenado a muerte (1829), extendió por todos los ánimos un horror profundo contra la pena de muerte, que él no cesó jamas de combatir. La obra teatral Hernani, estrenada en 1830, supone el más claro ejemplo de los presupuestos románticos en contra del conservadurismo monárquico y a favor de los ideales antiburgueses y democráticos. Con Nuestra Señora de París (1831), la novela de su consagración definitiva, Hugo quiso mostrar el alma de los monumentos, síntesis de la historia y la leyenda. En otra de sus obras más representativas, Los miserables (1862), el protagonista representa lo largo de sus múltiples reencarnaciones la sombra de una voluntad más fuerte que el mal y el espiritualismo como fundamento de la conducta moral. En el libro de poemas filosófico-moral La leyenda de los siglos (1859-1883), Hugo aborda la historia, desde el Génesis hasta la fecha de su publicación, como una inmensa epopeya, de acuerdo con un planteamiento fantástico y una elaboración formal plagada de recursos verbales y rítmicos.

Vida

Nacido en el seno de una familia de la clase media acomodada -su padre, oficial del ejército francés, alcanzó el grado de general entre las tropas napoleónicas y ejerció como gobernador militar de Ávila durante la invasión francesa-, vivió una primera infancia agitada y viajera, unas veces al lado del general Hugo (al que acompañó en sus destinos militares en Córcega y España) y otras veces en París, en compañía de su madre y sus hermanos. Durante estos compases iniciales de su vida, el pequeño Victor Marie estudió en su Besançon natal, en los mejores colegios de la capital francesa y en el Seminario de Nobles de Madrid (1811-1812), donde, a sus diez años de edad, fue educado para servir de paje al rey José I Bonaparte (1768-1844). A la caída de este grotesco monarca tras las derrotas francesas en Arapiles (22 de julio de 1812) y Vitoria (21 de junio de 1813), Victor Hugo regresó a Francia y se asentó definitivamente en París, de donde apenas se había movido su culta progenitora, en cuya casa vivía refugiado el general Lahorie (opositor al Imperio, padrino del futuro poeta y, en realidad, compañero sentimental de Madame Hugo, separada de su esposo desde hacía ya varios años; Lahorie, que acabaría siendo arrestado y fusilado, fue el «padre ideal» del joven Victor Marie, poco amigo de la severidad castrense de su auténtico padre).

Durante los períodos de su niñez y adolescencia que pasó al lado de su madre, recibió de ésta un notable estímulo para ahondar en el cultivo de su innata vocación literaria, tan patente en él desde su temprana juventud que, ya en 1816, había dejado expresada en un cuaderno escolar su firme determinación de llegar a ser, algún día, «Chateaubriand o nada«. Sólo un año después, cuando el joven y precoz poeta acababa de cumplir los tres lustros de existencia, la Academia Francesa distinguió con una mención honorífica una de sus composiciones poéticas primerizas, reconocimiento que le animó definitivamente a orientar todos sus afanes profesionales e intelectuales hacia la creación literaria.

Asentado en París y considerado, en los foros y cenáculos artísticos e intelectuales de la capital gala, como un auténtico enfant prodige de la literatura, renovó su precoz prestigio en 1819, merced a la conquista de la corona de laurel en los Juegos Florales de Toulouse. Estos poemas iniciales de Victor Hugo acusaban la estética realista heredada de los gustos maternos, aunque pronto sus inquietudes juveniles se encargaron de imprimir un brusco giro a la obra de quien, por lo escrito hasta entonces, era conocido como «el vate de los Borbones».

Su plena incorporación al panorama literario de su tiempo quedó consolidada en aquel mismo año de 1819, cuando su espíritu audaz le llevó a fundar -en colaboración con sus hermanos Abel y Eugène- la revista Le Conservateur Littéraire, publicación en la que vieron la luz otros poemas de Victor Hugo que, junto a nuevas composiciones salidas de su pluma, quedaron finalmente recogidas en su primer poemario, editado a comienzos de los años veinte bajo el título de Odes e poésies diverses (Odas y poesías diversas, 1822). La feliz andadura de su precoz carrera literaria se vio ensombrecida, por aquellos años, con graves desavenencias en el seno de su familia, causadas por el rechazo de su madre a que se uniera en matrimonio con la joven Adèle Foucher. La repentina muerte de Madame Hugo provocó el acercamiento del poeta a la espiritualidad religiosa, bajo la influencia directa del filósofo Félicité-Robert de Lamennais (1782-1854), que se había convertido al catolicismo y ordenado sacerdote en 1816. Liberado, pues, del veto materno y aconsejado por Lamennais, contrajo finalmente nupcias con Adèle, lo que dio pie a un nuevo problema familiar, pues su hermano Eugène, que estaba enamorado de la joven, sufrió un rapto de locura a raíz del enlace y hubo de ser internado en un sanatorio mental. Para acabar de agravar su difícil situación dentro de su propia familia, por aquel tiempo se hicieron más patentes que nunca las pésimas relaciones entre el general Hugo y su hijo, quien rechazaba la ideología de su progenitor y le recriminaba su implicación directa en la política napoleónica.

No permitió, empero, que estos problemas familiares se interpusieran en el progreso de su trayectoria literaria, notablemente impulsada en 1823 con la publicación de su novela Han de Islandia (1823), obra con la que demostró su capacidad para el cultivo de la prosa, a la vez que anunciaba su progresivo acercamiento a los postulados del romanticismo emergente. Ya era, por aquel entonces, sobradamente conocido por sus colaboraciones periodísticas publicadas en los principales rotativos y revistas de Francia, así como por una sólida producción lírica que incrementó, al año siguiente de la publicación de su primera novela, con otra entrega poética titulada Nouvelles odes (Nuevas odas, 1824). Reconciliado, al fin, con su progenitor, en 1825 se significó por sus versos de ensalzamiento a la coronación de Carlos X (1757-1836), hermano menor de Luis XVI (1754-1793) y Luis XVIII (1755-1824), y último monarca de la Casa de Borbón en Francia; estos poemas áulicos y heroicos del «vate de los Borbones» incidían también en su asimilación de la estética romántica, en la que pronto quedó señalado Victor Hugo como uno de sus máximos exponentes e, incluso, como su principal cabeza visible a mediados de la tercera década del siglo XIX, cuando dio a la imprenta su segunda novela, Bug Hargal (1825), centrada en una revuelta de la población negra en Santo Domingo. A partir de entonces, quedó patente su interés por las víctimas anónimas de la Historia y su encendida defensa de los grupos sociales menos favorecidos, así como su radical acercamiento a las posiciones ideológicas progresistas.

Pero la definitiva consagración de Victor Hugo como el escritor romántico más sobresaliente de su generación tuvo lugar en el segundo lustro de la década de los veinte, con la aparición de su poemario Odes et ballades (Odas y baladas, 1826) -en el que por vez primera dedicó unos versos a la figura ya histórica de Napoleón Bonaparte– y, sobre todo, con el exitoso estreno de su primera obra teatral, Cromwell (1827), un espléndido drama histórico en verso que sentó los modelos canónicos del género y difundió, desde su conocido «Prefacio», los postulados estéticos e ideológicos de ese vasto y fecundo movimiento que habría de difundirse por toda Europa y buena parte de América, durante casi todo el siglo XIX, bajo el nombre de Romanticismo. En dicha introducción, el escritor de Besançon declaraba su especial valoración de la historia como fuente no sólo de conocimiento, sino también de argumentos susceptibles de tratamiento literario; y elevaba la modalidad genérica del drama romántico a la categoría de imago mundi, ya que, en su opinión, los acentuados contrastes que caracterizaban este vehículo de expresión literaria, siempre oscilante entre lo cómico y lo trágico, ponían de manifiesto esa concepción grotesca de la vida que, por aquel tiempo, se había empezado a apoderar del hombre occidental. En lo que a los aspectos formales se refiere, el drama Cromwell también dejó patente la apertura del gusto romántico hacia nuevas tentativas experimentales regidas por el ansia de libertad que animaba a los primeros cultivadores de esta tendencia, plasmadas aquí en un verso novedoso, de aliento a la vez lírico y épico, que rompía las barreras fijas de la métrica tradicional para servirse libremente de los recursos específicos de la prosa.

La defensa inequívoca de la «libertad en el arte» impresa en el «Prefacio» de Cromwell, así como otras ideas fundamentales de este texto paradigmático -como la definición de aquel tiempo a partir del conflicto declarado entre las aspiraciones espirituales del hombre y su apresamiento en la carnalidad del cuerpo-, volvieron a triunfar en la siguiente entrega poética de Victor Hugo, Les Orientales (Las orientales, 1828), una colección de composiciones líricas que daban fe de la asimilación, por parte de las Letras contemporáneas, de esa admiración por la cultura oriental que se había apoderado ya de historiadores, arqueólogos y pintores -entre ellos, Eugène Delacroix (1798-1863)-. Sólo un año después, Victor Hugo volvió a hacer gala de su talante liberal con la publicación de Les derniers jours d’un condamné (Los últimos días de un condenado a muerte, 1829), un breve relato en el que, al hilo de su firme rechazo a la pena capital, el ya afamado escritor de Besançon exhibía su afinidad ideológica y moral con la doctrina de los primeros socialistas utópicos; y, en el transcurso de aquel mismo año, alentado por el éxito de Cromwell, concluyó su segunda pieza teatral, Marion Delorme (1829), basada en la vida de una cortesana francesa del siglo XVII, cuyo estreno se vio retrasado por la censura debido al sesgo progresista que había tomado la escritura del otrora «vate de los Borbones».

No pudo, en cambio, el rígido celo de los censores con el vigor iconoclasta de Hernani (1830), tercer drama de Victor Hugo que, dirigido abiertamente contra los modelos formales y temáticos del caduco teatro institucional, dañó seriamente el conservadurismo clasicista de la Comédie Française y dio paso a la gozosa irrupción de toda una generación de dramaturgos románticos entusiasmados por las nuevas propuestas teatrales de Victor Hugo. Entretanto, la agitada vida política de la Francia de aquel período, marcada por la revolución liberal de julio de 1830 y el derrocamiento del último rey Borbón, alentó los afanes progresistas del escritor de Besançon, quien se adhirió a las propuestas reformistas instauradas de inmediato por Luis Felipe de Orleáns (1773-1849), el primer monarca constitucional. En este período de cambios, la vida sentimental del todavía joven autor se vio convulsionada por nuevas inquietudes que provocaron las primeras desavenencias con su cónyuge, de la que comenzó a alejarse mientras se enfrascaba en la redacción de su primera gran novela, Nôtre-Dame de París (Nuestra Señora de París, 1831), obra en la que, bajo el pretexto argumental de una pasión amorosa, volvía a mostrar su interés por la exhumación de la historia, en este caso resumida en uno de los monumentos más representativos de la capital gala.

Consagrado, merced a esta novela, como uno de los grandes narradores franceses de aquel tiempo, Victor Hugo continuó exprimiendo su fecunda inspiración para llenar las librerías de numerosos poemarios, relatos y piezas teatrales que le convirtieron en el autor nacional más prolífico y conocido durante la década de los años treinta. La mezcla de sus vivencias personales con el análisis de la situación política quedó bien plasmada en algunas colecciones de poemas tan notables como Feuilles d’autonne (Hojas de otoño, 1831) y Les chants du crépuscule (Cantos del crepúsculo, 1835), a las que pronto se sumaron -tras la definitiva ruptura con Adèle Foucher y la entrada en su vida de Juliette Drouet- otras recopilaciones de versos como Les voix intérieures (Las voces interiores, 1837) y Les rayons et les ombres (Los rayos y las sombras, 1840), en las que el nuevo lenguaje literario del romanticismo le permitía no sólo reescribir su propia aventura interior, sino también proponer una nueva moral cívica y social. Simultáneamente, su valiosa y aplaudida producción dramática se incrementaba con nuevos títulos centrados en esa interpretación evocadora del pasado histórico, como Le roi s’amuse (El rey se divierte, 1832) -que habría de dar pie, casi veinte años después de su estreno en París, a la celebérrima versión operística de Verdi (1813-1901) titulada Rigoletto (1851)-, Lucrèce Borgia (Lucrecia Borgia, 1833), María Tudor (1833), Angélo, tyran de Padoue (Ángelo, tirano de Padua, 1835) y Ruy Blas (1838). Y no dejaba, en medio de esta incesante actividad teatral, de enriquecer también su producción narrativa, a la que añadió por aquellos años la novela Claude Gueux (1834), en la que, sirviéndose de la historia de un hombre marginal que acaba siendo guillotinado, volvía a denunciar las miserias de la sociedad occidental, cada vez más insensible a las desgracias de los menos favorecidos por la fortuna, y centraba sus críticas en el sistema penal de la Francia de su tiempo.

Era, pues, cada vez más notoria en su escritura esa toma de conciencia política y moral que le impulsaba a dejar un testimonio literario de cualquier acontecimiento público de cierta repercusión social, como el regreso a Francia de las cenizas de Napoleón, que le inspiró el texto de Le retour de l’Empereur (El retorno del Emperador, 1840); y, al mismo tiempo, seguía dejando constancia en sus obras de su propia peripecia vital, enriquecida a comienzos de los cuarenta por un prolongado viaje por el centro de Europa en compañía de su amada Juliette, que dio pie al volumen titulado Le Rhin (El Rhin, 1842). Pero una grave crisis creativa y espiritual le estaba aguardando a su regreso a Francia tras este grato recorrido, iniciada por el estrepitoso fracaso de su obra teatral Les burgraves (Los burgraves, 1842), acentuada por la constatación de las antiguas infidelidades de su esposa -quien le venía engañando con el escritor y crítico literario Sainte-Beuve (1804-1869), amigo del propio Victor Hugo-, y definitivamente arraigada en su interior a finales del verano de 1843, cuando su hija Leopoldine perdió la vida el día 4 de septiembre en la localidad de Villerquier, ahogada en las aguas del Sena junto a su esposo, Charles Vacquérie. De los cuatro vástagos que había tenido con Adèle Foucher, sólo dos seguían vivos (Charles Hugo, nacido en 1826, y Adéle, venida al mundo en 1830), ya que el mayor de ellos (Leopoldo, nacido en 1823) había fallecido poco después de su alumbramiento.

El desaliento causado por estos reveses, mínimamente reparado por su elección como miembro de número de la Academia Francesa en 1841, llevó a Victor Hugo a desentenderse durante algún tiempo de la creación literaria, absorbido -por otra parte- por sus ambiciones mundanas y su emergente carrera política. Sus anhelos de protagonismo en la vida pública de la Francia de mediados del siglo XIX se vieron colmados en 1845 con su nombramiento como par de Francia, título del que se sirvió para presentarse a las elecciones de 1848 y ganar un escaño de diputado por París en la Asamblea Legislativa de la nueva República. Inscrito en las filas del Partido Conservador, apoyó en un principio la candidatura de Luis Napoleón Bonaparte (1808-1873), pero poco a poco fue significándose por unas brillantes soflamas parlamentarias que se escoraban hacia posturas tan progresistas como la denuncia de las miserables condiciones de vida de los marginados, la defensa a ultranza del sufragio universal o la exigencia de libertad extrema en el ejercicio de la actividad periodística. Definitivamente distanciado del Partido Conservador, el 17 de julio de 1851 pronunció un vibrante e inflamado discurso parlamentario en el que condenaba si paliativos las ambiciones dictatoriales de quien pronto habría de ser coronado como Napoleón III, y, tras el inmediato golpe de estado llevado a cabo por éste, se vio forzado a huir precipitadamente de París, para buscar refugio político en suelo belga, de donde pasó enseguida a la ciudad inglesa de Jersey, acompañado ya de su familia.

Se enfrascó, entonces, en la redacción de una novela satírica en la que, bajo el título de Napoleon le Petit (Napoleón el Pequeño, 1852), arremetía violentamente contra el emperador golpista; y recuperó el aliento poético de su juventud, ahora revestido de una feroz virulencia expresiva dirigida contra la situación política de su patria, primero desplegada en cauces sarcásticos -así, v. gr., en su poemario Les Châtiments (Los castigos, 1853)- y, poco después, enriquecida con fuertes dosis de reflexión moral que, partiendo de su propio estado de ánimo, se remontaban hasta la dimensión mítica del ser humano -como quedó bien patente en los poemas de Les contemplations (Las contemplaciones, 1856)-. Instalado, desde aquel año de 1856, en las propiedades que había adquirido en la isla británica de Guernsey (en pleno canal de La Mancha), continuó denunciando los excesos del dictador y rechazó, en 1859, la amnistía que le ofreciera el propio Napoleón III, mientras continuaba produciendo una brillante poesía filosófico-moral con la que pretendía reflejar el trayecto de la humanidad, en busca de la verdad, desde la época bíblica hasta el tiempo que le había tocado vivir -todo ello plasmado en poemarios de posterior aparición, como La légende des siècles (La leyenda de los siglos, 1859-1883) y los volúmenes póstumos La fin de Satan (El fin de Satán, 1886) y Dieu (Dios, 1891). Al mismo tiempo, en su mansión de la isla de Guernsey (bautizada como Hauteville-House) recuperó los borradores de un viejo proyecto narrativo concebido en la década de los años cuarenta, y llamado a convertirse -tras su definitiva redacción- en su obra maestra: la novela Les misérables (Los miserables, 1862).

Acogida con singular entusiasmo por sus compatriotas, esta espléndida narración del ya sexagenario Victor Hugo se convirtió en el referente estético y moral de una legión de lectores que se identificaba plenamente con la honda espiritualidad del poeta de Besançon, con su particular visión del mundo y con sus propuestas de regeneración política y moral, encarnadas aquí en un protagonista (Jean Valjean) que, en su simbólico recorrido por todas las etapas de la reciente historia de Francia, acaba demostrando que su férrea voluntad puede imponerse a las más aviesas fuerzas del mal.

Tras la publicación de un excelente acercamiento ensayístico a la figura y la obra de uno de los mayores dramaturgos de todos los tiempos (William Shakespeare, 1863), Victor Hugo volvió sentirse atraído por la vida pública, lo que no le impidió dar a la imprenta nuevas creaciones literarias, como la novela titulada L’homme qui rit (El hombre que ríe, 1869). A su regreso a Francia después del derrocamiento de Napoleón III (1870), fue recibido entre aclamaciones y elegido nuevamente diputado, en medio de una confusa agitación política en la que tampoco estaban perfectamente definidas las coordenadas ideológicas del viejo escritor, por más que eran de sobra conocidos sus esfuerzos por mejorar las condiciones de vida de las clases más desfavorecidas. De nuevo las turbulencias políticas se erigieron en el timón que gobernaba sus pasos, pronto derrotados en los comicios siguientes, coincidiendo con el penoso final del movimiento revolucionario conocido como La Comuna (1870-1871). Desolado, regresó a su exilio de Hauteville-House para residir allí entre 1872 y 1873, donde escribió L’année terrible (El año terrible, 1872), un agrio testimonio de la aventura idealista de los malogrados comuneros, en un momento en que todas las fuerzas reaccionarias de su país centraban sus despiadados ataques en las figuras de los progresistas vencidos. Poco después, volvió sus ojos -una vez más- hacia el pasado histórico para escribir la novela Quatre vingt-treize (Noventa y tres, 1874), inspirada por todos los movimientos revolucionarios que habían tenido lugar en su patria, y centrada concretamente en la Revolución Francesa y en la dura represión desatada contra los insurgentes de La Vendée -que tuvo lugar en 1793, año que da título a la obra-, en la que había tomado parte activa el padre del escritor.

Su retorno a Francia a mediados de la década de los setenta se vio recompensado por numerosos honores y reconocimientos de toda índole, entre los que destaca su elección como senador por París en 1876, cargo desde el que acometió la dificultosa tarea de conseguir una amnistía para los comuneros. En plena vejez, volvió a entusiasmarse con esta actividad política y sintió un nuevo renacer de su vena poética, que le inspiró algunas colecciones de versos como El arte de ser abuelo (1879) y Cuatro vientos del espíritu (1883), a las que vino a sumarse la edición de la ya mencionada La légende des siècles (La leyenda de los siglos, 1859-1883), un deslumbrante ejercicio de meditación poética que, plagado de elementos simbólicos, referencias culturales, visiones fantásticas, reminiscencias religiosas y poderosos recursos verbales, se había venido gestando durante más de veinte años como una extensa epopeya mítica de la humanidad, desde el Génesis hasta la fecha de su publicación.

En sus últimos años de existencia, el feraz Victor Hugo no logró mantener esa fecundidad creativa de épocas pasadas, aunque no por ello dejó de protagonizar en primera plana la vida social, política y cultural de su país, ya en sus puntuales comparecencias en el Senado, ya en sus no menos frecuentes asistencias a las sesiones de la Academia. Erigido en el gran patriarca de las Letras francesas decimonónicas, el día 26 de febrero de 1881 -fecha en la que cumplía setenta y nueve años de edad- asistió, emocionado, a la ovación clamorosa de todos sus colegas del Senado, quienes, puestos en pie en sus tribunas, le tributaron uno de los mayores homenajes improvisados de cuantos han tenido lugar en dicha cámara. No es de extrañar que con motivo de su muerte, sobrevenida en la primavera de 1885, el gobierno francés decretara un día de luto nacional y organizara unas suntuosas honras fúnebres que, entre otros actos de respetuosa solemnidad, incluyeron la exposición de sus restos mortales en el Arco de Triunfo de París, y su posterior sepelio en el Pantheón.

Obra

Poesía

Poeta prolífico, inspirado y torrencial, autor de una variada producción lírica que fue desgranando desde su temprana juventud hasta su edad provecta, Victor Hugo puede ser contemplado en la actualidad como el creador de unos versos desiguales, excesivos y, en no pocas ocasiones, artificiosamente recargados; sin embargo, resulta innegable que sus poemas marcaron una orientación decisiva en las obras de sus contemporáneos, y que su vasta y poderosa influencia, lejos de limitar su alcance al estro romántico, dejó una huella notable en los simbolistas que llegaron a superar los ya caducos modelos formales y temáticos de dicha corriente, como Baudelaire (1821-1867), Rimbaud (1854-1891) e, incluso, Mallarmé (1842-1898). Testimonio elocuente de la importancia que cobró su influencia es la opinión de Jorge Luis Borges (1899-1966), quien señaló a Victor Hugo como el poeta más destacado del siglo XIX; e incluso otro autor tan alejado de la estética y el pensamiento del escritor de Besançon como André Gide (1869-1951), al ser requerido para que mencionara el nombre del mejor creador de las Letras francesas de todos los tiempos, respondió enigmáticamente: «Victor Hugo, por desgracia…«.

Pese a la evolución del gusto poético iniciada, ya a finales del siglo XIX, por simbolistas y modernistas, y prolongada en la centuria siguiente por los movimientos de Vanguardia, muchos de los poemas de Victor Hugo siguen gozando de cierta vigencia en nuestros días, como puede advertirse en la lectura de una de sus composiciones más célebres: «Por cerezas garrafales / íbamos juntos al huerto. // Con sus brazos de alabastro / escalaba los cerezos, / y montábase en las ramas, / que se doblaban al peso. // Yo subía detrás de ella / y mis ojos indiscretos / su blanca pierna seguían, / y ella cantando y riendo, / les decía con sus ojos / a los míos: -¡Estaos quietos! // Luego hacia mí se inclinaba, / en los dientes ya trayendo / suspendida una cereza; / y yo mi boca de fuego / sobre su boca posaba; / y ella, siempre sonriendo, / me dejaba la cereza / y se llevaba mi beso» («En el huerto»).

Otros poemas suyos, en cambio, no han resistido el paso de los años ni la evolución de las ideas que ha ido conformando el pensamiento occidental a lo largo del siglo XX, y pueden resultarnos tan caducos y desfasados como el titulado «El hombre y la mujer», que fue, en su tiempo, una de sus composiciones líricas más aplaudidas: «El hombre es la más elevada de las criaturas; / La mujer es el más sublime de los ideales. / Dios hizo para el hombre un trono, / para la mujer un altar. / El trono exalta; / el altar santifica. / El hombre es el cerebro, / la mujer el corazón. / El cerebro fabrica la luz; / el corazón produce el amor. / La luz fecunda, el amor resucita. / El hombre es fuerte por la razón; / la mujer invencible por las lágrimas. / La razón convence; / las lágrimas conmueven. / El hombre es capaz de todos los heroísmos; / la mujer de todos los martirios. / El heroísmo ennoblece; / el martirio sublima. / El hombre tiene la supremacía; / la mujer la preferencia. / La supremacía significa la fuerza; / la preferencia representa el derecho. / El hombre es un genio; / la mujer es un ángel. / El genio es inconmensurable; / el ángel indefinible. / La aspiración del hombre es la suprema gloria, / la aspiración de la mujer es la virtud extrema. / La gloria hace todo lo grande; / la virtud hace todo lo divino. / El hombre es un código; / la mujer un evangelio. / El código corrige, / el evangelio perfecciona. / El hombre piensa; / la mujer sueña. / Pensar es tener en el cráneo una larva; / soñar es tener en la frente una aureola. / El hombre es un océano; la mujer es un lago. / El océano tiene la perla que adorna; / el lago la poesía que deslumbra. / El hombre es el águila que vuela; / la mujer es el ruiseñor que canta. / Volar es dominar el espacio, / cantar es conquistar el alma. / El hombre es un templo; / la mujer es el sagrario. / Ante el templo nos descubrimos; / ante el sagrario nos arrodillamos. / En fin: / el hombre está colocado donde termina la tierra; / la mujer donde comienza el cielo«.

Otros poemas suyos de gran difusión son los titulados «Para ti de la colina he cortado una flor», «Puesto que este mundo existe», «¡Nunca insultéis a la mujer caída!», «Ya brilla la aurora fantástica, incierta», «Él decía a su amada», «La belleza y la muerte son dos cosas profundas», «Yo tenía doce años» y, entre otros muchos, «Te deseo primero que ames».

Teatro

Con el estreno de Cromwell (1827) y la difusión de su revelador «Prefacio», Victor Hugo se convirtió en el padre del género dramático más representativo de la estética romántica: el drama histórico. Pero fue la subida al escenario de la Comédie Française de su drama Hernani (1830) -convertido luego en libreto operístico por Francesco Maria Piave (1810-1876), y estrenado con gran éxito en la Scala de Milán con partitura musical de Verdi (Ernani, 1844)- el acontecimiento cultural que supuso la auténtica consagración de esta modalidad genérica del drama como principal vehículo expresivo del espíritu romántico. A partir de entonces, una auténtica legión de jóvenes dramaturgos arremetió, furiosa, contra los rancios gustos clasicistas del teatro institucional francés, y pronto su ejemplo cundió por otros muchos países europeos, que vieron cómo sus escenarios más conspicuos se poblaban de figuras y episodios del pasado histórico, ahora rescatados como modelos de una nu