Hisham III (975-1036).


Último califa cordobés de al-Andalus (1027-1031), hermano mayor del malogrado califa Abd al-Rahman IV al-Murtada (1018), nacido en Córdoba en el año 975 y muerto en Lérida en 1036, exiliado de Córdoba y refugiado en la corte del reyezuelo de la ciudad, Sulayman ben Hud. Su reinado coincidió con el final de la institución califal en al-Andalus, que dio paso al período conocido como el de los reyes de taifas (muluk al-tawaif).

Tras la expulsión de Córdoba del último califa hammudí, Yahya ben Ali ben Hammud (1021-1023; 1025-1026), gracias a la colaboración de los reyezuelos esclavos de Almería y Denia, Jayran y Muchahid, respectivamente, en junio de 1026, la nobleza cordobesa, liderada por un miembro de la vieja familia de los Banu Abda, Abu al-Hazam Yahwar, intentó por última vez restaurar el califato en la persona de un miembro de la dinastía omeya. Los notables cordobeses acordaron como requisito para entronizar al candidato que éste fuera reconocido por los numerosos jefecillos y señores eslavos y andalusíes independientes que pululaban por todo al-Andalus, con el fin de presentarlo como una especie de aglutinador o campeón nacional en la lucha contra el enemigo común, los beréberes, considerados como la única fuente de todos los males que venía sufriendo al-Andalus desde la caída de los amiríes en 1009.

Tras una exhaustiva búsqueda de casi un año, se encontró al candidato perfecto. Se trataba de Hisham ben Muhammad ben Abd al-Malik, hermano mayor de Abd al-Rahman IV al-Murtada, el desgraciado héroe de la malograda aventura granadina. El candidato, que vivía desde los primeros tiempos de la fitna (guerra civil) en el castillo de Alpuente, al noroeste de Valencia, hospedado por el señor de la fortaleza, Abd Allah ben Qasim al-Fihri, no manifestó ninguna prisa por tomar posesión de un trono tan peligroso y problemático como era el cordobés. Córdoba había dejado de ser una presa codiciable para cualquier príncipe, omeya o no, que aspirase a un trono vacante. Todo aquel que se instalaba en el Alcázar de los descendientes del Inmigrado (Abd al-Rahman I, fundador del emirato independiente en 756), sabía de sobra que exponía su propia vida por un título despojado de toda su gloria y esplendor pasado, y por unos provechos materiales insignificantes, así como un territorio sobre el que reinar que se extendía un poco más allá del alfoz dominado por la urde de Córdoba. Todas las provincias califales (Sevilla, Granada, Jaén, Elvira, etc), hacía ya mucho tiempo que se habían desentendido de la autoridad califal, gobernadas por sus respectivas dinastías locales. De todos modos, Hisham accedió al requerimiento que se le hacía y fue proclamado califa en el mes de junio de 1027, con el título o laqab de al-Mutadd bi-llah (‘el que confía en Alá’), aunque continuó viviendo en Alpuente, mientras esperaba que se desvanecieran por completo las susceptibilidades que su nombramiento había suscitado en Córdoba.

Al cabo de dos años y medio de su proclamación, en diciembre de 1029, Hisham III hizo su aparición en Córdoba, a la cabeza de un pequeño y anodino séquito, y se instaló en el imponente Alcázar heredado de sus mayores. La impresión que causó a sus nuevos súbditos, que no pudo ser más decepcionante, preludiaba lo que habría de ser su reinado.

Tal como sospecharon todos los cordobeses, el nuevo califa no se quedó atrás, en cuanto a mediocridad e incapacidad para gobernar, respecto de sus inmediatos predecesores. Hisham III, recordando los tiempos del califato de Hisham II (976-1009; 1010-1013), delegó el gobierno en su primer ministro. Hakam ben Said, un advenedizo intrigante y antiguo tejedor, al que confirió plenos poderes, mientras que él se preocupaba únicamente de disfrutar con todos los lujos posibles la dorada existencia que le habían procurado los cordobeses. Hakam asumió el verdadero mando de la nave del Estado, con una actitud arrogante que desembocó en una sucesión interminable de abusos de todo tipo, sobre todo económicos, hasta el punto de que el Tesoro Público fue sangrado hasta su último dinar. Asimismo, Hakam despidió a casi todos los funcionarios de la Corte, cuyos puestos cubrió con jóvenes libertinos menos escrupulosos si cabe que el visir y el califa, atentos sólo a su medro personal. Para paliar la ausencia del dinero en las arcas públicas, Hakam impuso una serie de impuestos contrarios a la ley coránica con los que pudo recabar el dinero suficiente para cubrir los gastos derrochadores de una Corte abandonada por completo a la lujuria constante y a la deriva administrativa y política. Ante las lógicas protestas de los juristas coránicos, Hisham III y Hakam amenazaron a éstos con iniciar una represión sangrienta en contra de todo aquel que osara enfrentarse al poder del califa y al de su visir. Semejante episodio colmó la paciencia de la aristocracia cordobesa y selló el principio del fin, tanto del reinado de Hisham III como de la propia institución del califato en al-Andalus.

La aristocracia cordobesa resolvió deshacerse de semejante pelele. Para ello provocaron un levantamiento de la población, liderado por otro familiar de la dinastía omeya, Umayya ben Abd al-Rahman ben Hisham ben Sulayman, al que la aristocracia cordobesa prometió el trono si asesinaba al odiado visir Hakam. La promesa como tal no era cierta, ya que los notables cordobeses, con Abu al-Hazam a la cabeza, habían decidido de antemano prescindir definitivamente del califato como forma de gobierno, dignidad ficticia que ya no correspondía a ninguna realidad, ni temporal ni espiritual, y sustituirlo por un Consejo de Notables que se encargaría de administrar la ciudad y el poco territorio que dependía de ella.

Umayya cumplió con su palabra. Reunió a un nutrido grupo de partidarios descontentos y se apostó con ellos en la calle por la que de ordinario pasaba el visir para ir a palacio. Hakam fue literalmente despedazado el 30 de noviembre de 1031, mientras que su cabeza era paseada por la ciudad en el extremo de una pica ante la general alegría de todos los cordobeses.

Una vez calmados los ánimos, el infeliz Umayya fue conminado a abandonar la ciudad lo antes posibles, so pena de muerte. Hisham III, al darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor, se refugió, muerto de miedo, en una dependencia de la Mezquita, aprovechando un pasadizo que unía ésta con el Alcázar. Reunido el Consejo de Notables, el veredicto de la asamblea fue la pena del destierro para el califa destronado. Aunque Hisham III se atrevió todavía a protestar dicha decisión, en el fondo se felicitó por haber podido salvar la vida, cuando la tónica general ante semejante situación no era otra que la pena de muerte o la ejecución inmediata. Hisham III se exilió en Lérida, donde encontró asilo político bajo la protección de su reyezuelo, Sulayman ben Hud. En 1036 moría en aquellas tierras, de manera oscura y sin aclarar.

Con este lejano y poco glorioso descendiente de Abd al-Rahman I el Inmigrado, finalizó para siempre la larga nómina de príncipes andalusíes que reinaron en al-Andalus. Sin duda alguna, el antaño esplendoroso emirato y califato cordobés no merecía un final tan triste y patético como el que tuvo, proceso iniciado desde el reinado del cautivo Hisham II y que, en tan sólo un cuarto de siglo, se derrumbó como si de un castillo de naipes se tratase. Desaparecida la institución califal, hizo su aparición el período de los reyes de taifas (muluk al-tawaif).

Bibliografía

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  • GUICHARD, Pierre. La España musulmana: al-Andalus omeya (siglos VIII-XI). (Madrid: Ed. Grupo 16. 1995).

  • VALLVÉ, J. Los omeyas. (Madrid: Ed. Grupo 16. 1985).

Carlos Herráiz García.