González Prada, Manuel (1848-1918).
Poeta, ensayista, periodista, ideólogo, político y reformador radical peruano, nacido en Lima el 5 de enero de 1844 y fallecido en su ciudad natal el 22 de julio de 1918. Defensor apasionado de las clases menos favorecidas (indios y trabajadores), arremetió con furia contra la injusticia social, y dejó un valioso y riquísimo legado literario que, abierto a los más diversos frentes genéricos y temáticos, mostró también su radical oposición a las estéticas del pasado reciente (como el academicismo envarado y caduco, o el romanticismo lánguido y trasnochado), para dar un impulso definitivo a los nuevos postulados artísticos defendidos por el modernismo. Hombre audaz e impulsivo, abrazó la causa progresista y la ideología libertaria, se convirtió en una de las voces más críticas contra las oligarquías de su pueblo (el clero, el ejército y los terratenientes), y luchó sin desmayo -desde el vigor que le conferían su vasta formación humanística y su asombrosa capacidad intelectual- contra cualquier forma de opresión que contribuyera a conservar el poder omnímodo de las clases privilegiadas. Tanto por la calidad literaria de su obra como por la honradez y sinceridad de sus actividades socio-políticas (encaminadas a regenerar su patria desde unos planteamientos generales de proyección continental), está considerado como uno de los grandes intelectuales hispanoamericanos de todos los tiempos.
Vida
Nacido en el seno de una familia acomodada en la que dominaba el conservadurismo ideológico y el catolicismo a ultranza, vivió su primera infancia en Chile, donde su padre -fuertemente vinculado a la oligarquía terrateniente, la Iglesia y el Ejército- se había tenido que exiliar por causas políticas. En la ciudad chilena de Valparaíso, el jovencísimo Manuel comenzó a recibir una esmerada formación académica que le permitió, entre otros grandes logros atribuidos a su precocidad, aprender y dominar a la perfección las lenguas inglesa y alemana.
De regreso a su Lima natal, González Prada ingresó -por decisión familiar- en el Seminario de Santo Toribio, donde mostró tan escasa vocación religiosa como la que le siguió faltando, poco tiempo después, en el Convictorio de San Carlos, segundo centro en el que fue matriculado para que completase sus estudios secundarios. En ambas instituciones se significó por su rebeldía y su falta de interés por los contenidos de los programas educativos tradicionales, si bien destacó, al mismo tiempo, como autor de unos inflamados versos juveniles de marcado acento romántico que pronto le otorgaron ese halo de poeta que no habría de abandonarle a lo largo de toda su vida. Compuso, también por aquellos años finales de su adolescencia, algunas piezas teatrales de nulo interés, y comenzó a avezarse en la traducción de los grandes clásicos alemanes como Goethe y Schiller.
Su inicial formación positivista comenzó a ceder terreno ante las ideas que se iba forjando tras la lectura de las obras de Hegel, Schopenhauer y Nietzsche, y, aunque más tarde tendría ocasión de conocer también en profundidad el pensamiento marxista, a la postre habría de decantarse por un discurso ideológico anarquista elaborado tras su asimilación de las principales obras de Tolstoi, Proudhon y Kropotkin. A pesar de su falta de vocación religiosa, el paso por el Seminario habría de serle muy útil, años después, para canalizar todo su furor anticlerical.
Tampoco mostró demasiado interés por los estudios jurídicos que emprendió poco después, por lo que pronto abandonó los tratados de leyes para consagrarse de lleno al cultivo de la creación literaria. Su talante impulsivo, alentado por la osadía de la juventud, le llevó a abandonar el domicilio familiar en Lima para emprender un romántico recorrido, a uña de caballo, por las regiones andinas del país, donde se familiarizó con la población indígena y fue sumando experiencias personales y recopilando abundante material que dieron forma y contenido a muchas de las composiciones poéticas escritas por González Prada durante aquella impetuosa aventura. Algunos de estos poemas vieron la luz entre las páginas de una selección antológica de poetas hispanoamericanos aparecida en Valparaíso en 1871.
Durante casi toda la década de los años setenta, el poeta limeño vivió retirado en una hacienda familiar ubicada al sur de la capital peruana, donde alternó su dedicación a los cultivos agrícolas con una frenética actividad intelectual que le permitió completar el conocimiento de los grandes clásicos ingleses, franceses y alemanes, así como la redacción de nuevas obras poéticas originales. Pero un episodio bélico de gran repercusión en el devenir histórico peruano vino a sacarle bruscamente de este apacible retiro: el estallido de la guerra contra Chile (1879-1883), acontecimiento capital no sólo en la vida de Manuel González Prada, sino en la de todos los peruanos de su generación.
En cuanto tuvo noticias de la declaración de guerra, el poeta abandonó su hacienda rural para alistarse, en Lima, entre las tropas destinadas a la defensa de la ciudad sitiada. La humillante derrota peruana, que dio paso a la ocupación de Lima por parte de las fuerzas militares chilenas, obligó a González Prada a recluirse en su domicilio capitalino por espacio de tres años, a la espera de un tratado definitivo que estipulase la desocupación de la ciudad. Durante este forzoso retiro en su propia casa, abrumado por el dolor y la humillación de la derrota, Manuel González Prada buscó refugio en la creación literaria y compuso varias piezas dramática y numerosos poemas, entre los que sobresalen, junto a diferentes romances, epigramas, sonetos y letrillas, algunas de sus mejores baladas; pero, por encima de todo, el desolado humanista limeño cobró conciencia de la misión que le correspondería desarrollar tan pronto como se hiciera efectiva la liberación de la capital: convertirse en el profeta ideológico de un nuevo Perú, arremeter con furia iconoclasta contra todos aquellos que habían llevado al país a su actual estado de postración, y promover el desarrollo social y cultural de los menos favorecidos.
Transformado, pues, en un hombre nuevo, en 1884 reapareció en la escena pública limeña convertido en el gran agitador intelectual del país, una especie de fiscal vitriólico de las clases dominantes contra las que arremetió con saña en gran cantidad de discursos, ensayos y artículos periodísticos. Convencido de que la Iglesia, el Ejército y la oligarquía terrateniente habían contribuido poderosamente a la desintegración moral del Perú, se hizo célebre por una serie de escritos virulentos cuya amplitud temática abarcaba desde la exaltación del héroe nacional Miguel Grau (fallecido el 8 de octubre 1879, en el transcurso de los enfrentamientos navales contra la flota chilenas), hasta el elogio fúnebre de Víctor Hugo, publicado en 1885.
Inmerso en la vorágine de esta frenética actividad reformista, apenas se concedió tiempo para celebra su luna de miel, después de haber contraído matrimonio, en 1887, con la joven francesa Adriana de Verneuil, de la que le separaban más de veinte años de edad. A pesar de esta notable diferencia generacional, su joven esposa pronto dio muestras de estar dispuesta a convertirse en la mejor aliada de sus acciones políticas y en la principal alentadora de su obra literaria. Con este sólido apoyo a su lado, González Prada se consagró definitivamente como el mayor abanderado de las reformas sociales, políticas y culturales que estaba reclamando a gritos el Perú.
Su primera decisión, tan pronto como hubo regresado del viaje de novios, fue la de asumir la presidencia del Círculo Literario, en un acto que quedó subrayado por esta ambiciosa declaración: «Me veo, desde hoy, a la cabeza de una agrupación destinada a convertirse en el partido radical de nuestra literatura«. Un año después, en el transcurso de una encendida soflama que lanzó desde una tribuna de la capital limeña, González Prada pronunció una de las máximas que habrían de extender su fama por todos los rincones del subcontinente hispanoamericano: «¡Los viejos a la tumba, los jóvenes a la obra!«. Cifraba así, en esta furiosa declaración de propósitos, todo su afán reformista y renovador: llamamiento a la lucha de las nuevas generaciones en pro de la regeneración social; censura de las viejas ideas y los perniciosos hábitos de las clases dominantes; crítica de la legislación y las constituciones ajenas a la realidad social y cultural peruana; rechazo de la peor herencia colonial; y, sobre todo, prevención contra los agoreros que, al servicio de los más turbios intereses imperialistas, vaticinaban el hundimiento de una Hispanoamérica justamente empecinada en protagonizar su propio destino. Poco a poco, el discurso ideológico de Manuel González Prada, surgido de sus primeras lecturas positivistas y su afán cientificista, fue abriéndose a las nuevas perspectivas de lucha procedentes de Europa, al paso que ganaba en claridad, intensidad y radicalidad. De ahí que, ya consagrado como la voz de la conciencia que clamaba por crear un nuevo Perú desde las ruinas del desastre bélico, el iconoclasta humanista limeño mostrara sobre todo su preocupación por abolir todos los vicios que había arrastrado el país desde la época colonial, encarnados -mejor que en cualquier otro- en la vergonzante indiferencia con que las clases más favorecidas habían tratado durante siglos a la población indígena.
Por aquellos años finales de la década de los ochenta, una serie de desgracias familiares irreparables vinieron a perturbar el ánimo del aguerrido luchador limeño, aunque no lograron apartarle durante mucho tiempo de sus ensayos literarios, sus artículos políticos y su siempre sostenida producción poética. A la muerte de su primera hija, acaecida cuando apenas contaba cuatro meses de edad, se sumó el fallecimiento de la hermana mayor del poeta, penosas circunstancias que acentuaron en González Prada su furor anticlerical e intensificaron su dedicación a la creación literaria. Poco tiempo después falleció también, sólo diez días después de haber llegado al mundo, su primer hijo varón, desgracia que inspiró al autor limeño su bello texto «La muerte y la vida».
Su preeminencia en la vida pública peruana atemperó, en la medida de lo posible, el inmenso dolor causado por estas tres pérdidas consecutivas. A comienzos de la década de los noventa, después de haber rechazado varias propuestas para que ocupara altos cargos en la administración del país, encabezó la reconversión del Círculo Literario en el denominado Partido Unión Nacional, una agrupación política que, conocida también como Partido Radical, propugnaba en su programa, entre otras medidas, el régimen federal de gobierno y la devolución de tierras a las comunidades indígenas. Tras dejar la dirección de esta formación política en manos de sus más estrechos colaboradores (entre los que se contaba el escritor de Sarín Abelardo Gamarra), Manuel González Prada se embarcó en 1891, en compañía de su joven esposa, con rumbo a Europa, en donde habría de permanecer hasta 1898.
Concebida, en principio, como un viaje de ampliación de su horizonte cultural, esta larga estancia en el Viejo Continente contribuyó aún más a la radicalización de su ideología política, ahora iluminada por la causa anarquista que González Prada tuvo ocasión de conocer en París y, sobre todo, en Barcelona. En efecto, aunque asistió en la capital gala a las más diversas manifestaciones culturales (entre ellas, las conferencias dictadas en el College de France por el egiptólogo Renan, el sinólogo Maspero y otros muchos expertos en civilizaciones y filologías orientales), y aunque frecuentó en varias ciudades europeas los mejores museos, teatros, óperas y universidades, González Prada se dejó impresionar sobre todo por las ideas libertarias escuchadas en la Universidad de París, ciudad en la que dio a la imprenta, a mediados de dicha década, su libro titulado Pájinas libres (París: Tip. Paul Dupont, 1894), compuesto por una recopilación de ensayos y conferencias en los que el humanista limeño postuló una auténtica revolución ortográfica. Después de visitar Bélgica, el matrimonio González Prada se afincó en España en 1896, donde permaneció, instalado primero en Madrid y luego en Barcelona, hasta que, en 1898, decidió que había llegado la hora de regresar al Perú. En el transcurso de este largo periplo europeo había nacido su tercer hijo.
De regreso a Lima, González Prada empezó a divulgar por la capital peruana las ideas anarquistas que había descubierto en Europa, lo que a su vez le condujo a integrarse progresivamente en los movimientos obreros anarcosindicalistas que comenzaban a florecer en su país. Entretanto, su esposa editó en su propia casa, con la única ayuda de una pequeña máquina de imprimir tarjetas, el que habría de convertirse en el primer poemario del gran vate limeño, publicado bajo el título de Minúsculas (Lima: [Ed. privada], 1901). Las sucesivas decepciones que le fue causando el reencuentro con sus antiguos colaboradores políticos e intelectuales, cada vez más integrados en las altas instancias burocráticas o doblegados por los ofrecimientos de cargos y prebendas, le acercaron aún más a la causa de los trabajadores ácratas; se significó, entonces, por sus frecuentes colaboraciones publicadas en el periódico Los Parias, de claro sesgo libertario, casi todas centradas en la denuncia de la injusticia social y en la defensa de la población indígena. Fue muy leído y comentado, por aquellos primeros años del siglo XX, su célebre ensayo titulado «El intelectual y el obrero», que al cabo de tres años quedó recogido en el libro Horas de lucha (Lima: Tip. El Progreso Literario, 1908).
Un año después, lanzado ya a una constante labor de recopilación y edición de su obra, dio a la imprenta su cuarto libro, Presbiterianas (Lima: Imp. El Olimpo, 1909), un original poemario conformado por sus mejores composiciones anticlericales, al que siguió, al cabo de dos años, otro volumen de versos titulado Exóticas (Lima: Tip. El Lucero, 1911). Al año siguiente, Manuel González Prada venció su habitual rechazo a los cargos oficiales y aceptó su nombramiento como director de la Biblioteca Nacional, puesto que permanecía vacante desde la renuncia del escritor Ricardo Palma, antiguo adversario literario e ideológico del humanista limeño. Humillado por los correligionarios de Palma (que le tildaron de «Catón de alquiler»), González Prada se vio obligado a responderles con la publicación de su famosa Nota informativa sobre la Biblioteca Nacional (Lima: Imp. La Acción Popular, 1912), opúsculo en el que señalaba los principales errores de su predecesor al frente de dicha institución. Este escrito dio lugar a una de las polémicas intelectuales más intensas de la vida cultural peruana de aquellos años, ya que Ricardo Palma contraatacó, a su vez, con la publicación de Apuntes para la historia de la Biblioteca de Lima (1912), donde hacía un recuento de sus logros como director. Cinco años después, González Prada volvería a ocuparse de este asunto en su obra Memoria del Director de la Biblioteca Nacional: 1917 (Lima: Tip. La Opinión Nacional, 1917).
El derrocamiento del gobierno constitucional por parte de un golpe militar obligó a Manuel González Prada a hacer pública su renuncia al frente de la Biblioteca Nacional, así como a escribir un interesante libro antimilitarista que, titulado Bajo el oprobio, permaneció inédito hasta quince años después de la desaparición de su autor (París: Louis Bellenand et Fils, 1933). Restituido el orden constitucional, González Prada volvió a asumir la dirección de la Biblioteca Nacional, en donde, consagrado como uno de los grandes patriarcas de las Letras hispanoamericanas, desempeñó una importante labor de mecenazgo y apoyo a los autores peruanos de las nuevas generaciones. Allí permaneció hasta que, el 22 de julio de 1918, una fulminante afección cardíaca acabó con su vida.
Obra
Ensayo
Considerado como uno de los pensadores más lúcidos de la literatura hispanoamericana de finales del siglo XIX y comienzos de la siguiente centuria, Manuel González Prada redactó, a lo largo de su fecunda trayectoria literaria, numerosos textos ensayísticos que dio a conocer, de manera dispersa, en forma de artículos periodísticos, conferencias, discursos o -en menor medida- a través de ediciones individuales. En vida, sólo vio impresos dos volúmenes recopilatorios de este género (los ya citados Pájinas libres y Horas de lucha); pero, tras su muerte, su hijo Alfredo González Prada y el escritor, político y pedagogo Luis Alberto Sánchez recogieron, anotaron y editaron los restantes escritos ensayísticos del pensador limeño, que quedaron englobados bajo los títulos de Anarquía (Santiago de Chile: Ed. Ercilla, 1936), Nuevas páginas libres (Santiago de Chile: Ed. Ercilla, 1937), Propaganda y ataque (Buenos Aires: Imán, 1941), El tonel de Diógenes. Seguido de Fragmentario y Memoranda (México: Fondo de Cultura Económica, 1945) y Optometría: apuntes para una rítmica (Lima: Universidad Mayor de San Marcos, 1977).
En general, todos los ensayos de González Prada están escritos en una prosa directa y contundente, plagada de bellas imágenes audaces que acentúan la radicalidad de algunos de sus contenidos. El tema principal de estos escritos, siempre orientado a la regeneración del país y a la búsqueda de la identidad nacional peruana, atraviesa obligatoriamente por los senderos de la crítica socio-política, la defensa del indigenismo y el anarquismo, y la feroz diatriba anticlerical.
Entre las ideas anticlericales de González Prada (forjadas, en lo personal, por su rechazo a la obsesiva religiosidad que vivió en su casa desde niño, y encauzadas, en su dimensión pública, a través de la corriente cientificista que surgió del liberalismo positivista decimonónico), sobresalen su convicción de que la tiranía clerical tiene su asiento en la ignorancia del pueblo; su defensa de la ética por encima del dogma y el culto religiosos; su propuesta de separación tajante entre Iglesia y Estado; su petición de un sistema educativo científico y laico; y su reclamación de la necesidad de establecer legalmente la libertad de cultos.
Aunque González Prada no elaboró en sus ensayos una doctrina política propiamente dicha (ni tan siquiera un programa de acción sistemática), sí tuvo el convencimiento de que era imprescindible una revolución que, propagada a escala mundial, impusiera la libertad y la justicia entre todas las razas y en cualquier lugar del planeta. Rechazó, por ello, la revolución proletaria o cualquier otra forma de cambio radical implantado en nombre de un sector concreto de la población, pues temía que, tras su posible éxito, surgieran nuevas formas dictatoriales en las que los anteriormente oprimidos se convertirían en los nuevos opresores. En sus ataques políticos, fustigó con crudeza a los tipos más negativos de la clase dirigente peruana (y, por extensión, de toda Hispanoamérica), como el legislador corrupto y nepotista, el magistrado a sueldo de los poderosos, el aristócrata inmovilista y decadente, el militar parásito y enemigo del pueblo (el militarismo era para él «la peste de las naciones»), el periodista medrador y complaciente, etc. Y, aunque abogó por la paz universal y el control de la violencia, defendió con ahínco el uso de la fuerza en determinadas acciones que, como el tiranicidio, podrían evitar un mayor derramamiento de sangre.
Respecto a su enconada defensa del indigenismo, conviene recordar, antes que nada, que para Manuel González Prada el problema de la población amerindia constituye una parte inseparable del problema general de la decadencia peruana, aunque las soluciones que aportó para lograr algunas mejoras en la vida de los indios tienen una vocación y un alcance universal. Convencido de que la educación, antes que las propuestas económicas o las medidas sociales, era la clave indispensable para devolver al indígena su verdadera condición humana, abogó por la necesidad de inculcar en los indios unos valores pedagógicos que estimulasen su orgullo y su rebeldía, para que así pudiesen recuperar su dignidad por medio de su propio afán de superación, y no merced al hipócrita -y siempre interesado- humanitarismo de las clases dominantes. Desde su optimismo positivista, amparado en la firme convicción de que la educación laica y científica sería capaz de cambiar la faz del planeta, el humanista limeño alentó a todos los grupos sociales y raciales del Perú a enfrascarse en una continua acción constructiva que podía traer al país (y, por extensión, a todas las naciones de Hispanoamérica) la paz, el progreso y el racionalismo; su lucha fue, por ende, siempre constructiva, aunque para lograr sus objetivos idealistas fuera necesario abolir (en ocasiones, como ya se ha indicado más arriba, recurriendo al uso de la fuerza) los grandes males que, durante siglos, habían asegurado la permanencia de los opresores en las altas instancias del poder: el militarismo cerril y levantisco, el feudalismo anacrónico, el caudillismo epidémico, el falso paternalismo de gobernantes e instituciones, el nepotismo de la clase política, el servilismo del pueblo acomodado, y, sobre todo, el fanatismo y la ignorancia alentados por la religión.
Como anarquista teórico -pues bien es cierto que el escritor de Lima no protagonizó en persona ninguna acción armada de sesgo ácrata-, González Prada se convirtió en el principal difusor en el continente americano de las ideas de Proudhon, Kropotkin y Bakunin. Habiendo soñado una sociedad futura basada en la libre asociación de ciudadanos libres, consideró que todas las formas de gobierno llevaban implícito ese germen de corrupción que nace de la ostentación del poder, por lo que propuso, más que abolirla plenamente, reducir a su mínima expresión la delegación del poder en manos de los gobernantes. Convencido, también, de que el anarquismo era la meta final de cualquier pensamiento revolucionario, no desdeñó la acción violenta siempre que estuviera destinada a abolir la injusticia y la desigualdad social, en una audaz línea de ataque que, muchos años después, iluminó los fundamentos teóricos de algunos militantes del grupo revolucionario armado Sendero Luminoso. Defendió, en suma, lo que él mismo denominó «propaganda por medio de los hechos«, ya que resulta imprescindible «romper los huevos para hacer la tortilla«.
Poesía
En los inicios de su fecunda trayectoria poética, Manuel González Prada partió de una tradición romántica cuya poderosa influencia había dejado un considerable poso en su formación literaria juvenil. Sin embargo, su espíritu transgresor e iconoclasta pronto le llevó a reaccionar con dureza contra los viejos moldes y los manidos tópicos del pasado, reacción que halló un cauce adecuado en la nueva corriente modernista que comenzaba a conmover los cimientos de todas las literaturas hispanoamericanas. Gracias a su impagable labor de precursor en la difusión y el cultivo de los postulados modernistas, la poesía escrita en lengua castellana se vio beneficiada con dos valiosas aportaciones: el enriquecimiento de las estrofas clásicas españolas por medio de las innovaciones importadas de las líricas francesa e italiana, de los modelos ingleses (con especial rendimiento de la denominada «estrofa spenserina»), e, incluso, de algunos moldes orientales (como las famosas rubaiyyat o «cuartetos persas», tomadas de las traducciones al inglés de la obra de Omar Jayyam, realizadas por el poeta Edward Fitzgerald); y la recuperación de la dignidad artística y estética del tema político, casi siempre repudiado (o reducido a meras composiciones panfletarias) en la lírica escrita en lengua castellana.
Relación de sus obras
Dada la dispersión con que vieron la luz los distintos escritos de Manuel González Prada (que, en vida, sólo alcanzó a ver impresos cinco títulos -al margen de los citados opúsculos polémicos sobre la Biblioteca Nacional-, aunque después de su muerte aparecieron nueve volúmenes de ensayos y doce poemarios suyos), parece necesario concluir esta apresurada semblanza bio-bibliográfica con la relación completa de sus obras:
– Pájinas libres (París: Tip. Paul Dupont, 1894).– Minúsculas (Lima: [Ed. privada], 1901).- Horas de lucha (Lima: Tip. El Progreso Literario, 1908).- Presbiterianas (Lima: Imp. El Olimpo, 1909).- Exóticas (Lima: Tip. El Lucero, 1911).- Nota informativa sobre la Biblioteca Nacional (Lima: Imp. La Acción Popular, 1912).- Memoria del Director de la Biblioteca Nacional: 1917 (Lima: Tip. La Opinión Nacional, 1917).- Bajo el oprobio (París: Louis Bellenand et Fils, 1933).- Trozos de vida (París: Louis Bellenand et Fils, 1933).- Baladas peruanas (Santiago de Chile: Ed. Ercilla, 1935).- Anarquía (Santiago de Chile: Ed. Ercilla, 1936).- Nuevas páginas libres (Santiago de Chile: Ed. Ercilla, 1937).- Grafitos (París: Louis Bellenand et Fils, 1937).- Figuras y figurones (París: Louis Bellenand et Fils, 1938).- Libertarias (París: Louis Bellenand et Fils, 1938).- Baladas (París: Louis Bellenand et Fils, 1939).- Prosa menuda (Buenos Aires: Imán, 1939).- El tonel de Diógenes. Seguido de Fragmentario y Memoranda (México: Fondo de Cultura Económica, 1945).- Adoración (Lima, 1947).- Poemas desconocidos (Lima, 1973).- Cantos de otro siglo (Lima: Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1976).- Optometría: apuntes para una rítmica (Lima: Universidad Mayor de San Marcos, 1977).- Obras [Prólogo y notas de Luis Alberto Sánchez] (Lima: PetroPerú, 1985-1988). 5 vols.
Bibliografía
-
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– GARCÍA SALVATTECCI, Hugo. El pensamiento de González Prada (Lima: Ed. Arica, [s.d.]).- GONZÁLEZ PRADA, Adriana de. Mi Manuel (Lima: Cultura Antártica, 1947).
– MARIÁTEGUI, José Carlos. Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana (Lima: Ed- Minerva, 1928), págs. 188-196.
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———— Mito y realidad de González Prada (Lima: Villanueva, 1976).
– VELAZCO ARAGÓN, Luis (ed.). Manuel González Prada por los más notables escritores del Perú y de América (Cuzco: Imp. Rozas, 1924).
J. R. Fernández de Cano.