France, Anatole (1844-1924).
Poeta y narrador francés, nacido en París en 1844 y fallecido en La Béchellerie (Saint-Cyr-sur-Loire) en 1924. Aunque su verdadero nombre era el de François-Anatole Thibault, es universalmente conocido por su pseudónimo de Anatole France, con el que firmó la mayor parte de su producción literaria. Poseedor de una extensa y refinada cultura que confiere a algunas de sus obras una envarada frialdad intelectual, cultivó la ironía amable y el sereno desencanto para abordar, entre el escepticismo lúcido y el epicureísmo indulgente, los problemas cotidianos del hombre de su época y, en general, las más candentes cuestiones relacionadas con la dignidad del ser humano. Logró así, a la postre, una extensa y fecunda producción narrativa que entronca con las ideas de los mejores representantes del pensamiento racionalista francés; pero, tal vez demasiado lastrada por su culturalismo frío y cerebral y por la artificiosa elegancia de su prosa, su obra quedó, en conjunto, relegada a la historia de las formas y los contenidos propios del pasado, sin aportar ninguna novedad ni sumarse en ningún momento a las nuevas corrientes estéticas que habrían de encauzar la creación artística del siglo XX (en el que vivió por espacio de veinticuatro años y publicó una parte considerable de su obra). A pesar de ello, fue en su tiempo un escritor muy leído y admirado, cuyo prestigio alcanzó gran proyección internacional a raíz de que se le galardonara, en 1921, con el Premio Nobel de Literatura, «en reconocimiento de sus brillantes logros literarios, caracterizados por su nobleza de estilo, su profunda gracia y simpatía humanas, y la exacta plasmación de la idiosincrasia francesa«.
Vida
El desarrollo de su innata vocación literaria halló un temprano y eficaz punto de apoyo en el oficio de su padre, un librero parisino que tenía su negocio de compra y venta de libros en la acera opuesta al Louvre. Entre la vecindad del museo y el acceso inmediato a los ejemplares que abarrotaban los anaqueles del negocio paterno, el joven François-Anatole se fue forjando una sólida formación cultural que pronto le permitió ganarse la vida merced a diferentes ocupaciones relacionadas con la letra impresa: fue, en efecto, colaborador asiduo en numerosos rotativos y revistas, y posteriormente desempeñó diversos cargos en algunas de las empresas editoras más destacadas del París de la segunda mitad del siglo XIX, para conseguir a la postre el envidiable cargo de bibliotecario del Senado, donde tuvo ocasión de continuar ampliando una vasta cultura libresca que hundía sus raíces en el laicismo racionalista de la filosofía ilustrada francesa y, en general, en toda la tradición literaria occidental.
Desde su temprana juventud dio muestras de poseer un carácter alegre, afable, abierto y bienhumorado, que le convertía en un ingenioso e infatigable conversador, aunque temible a veces por la agudeza de su cinismo intelectual y su ironía mundana. Fruto de sus abundantes lecturas (fundamentalmente, de obras de la Antigüedad clásica; pero también de ese pensamiento ilustrado del siglo anterior) eran su amor hacia la belleza natural y artística, su habilidad para pasar -sin solución de continuidad- de la burla irónica a la ternura indulgente, y su constante apelación a la cita literaria y, en general, a cualquier destello del saber y el intelecto humanos. Fue así como, apoyado siempre por sus lujosos alardes de erudición, ganó fama de intelectual sabio, cínico, honrado, implacable y, sobre todo, escéptico, hasta el extremo de que, tanto por sus obras como por sus intervenciones en cualquier foro cultural, pronto fue aceptado como el principal representante, en su época, de ese escepticismo laico e ilustrado tan característico de las letras francesas; o, lo que es lo mismo, como el digno heredero, en la segunda mitad del siglo XIX, de la frialdad lúcida, analítica y escéptica de Montaigne y Voltaire. El propio Anatole France asumió gustoso esta catalogación y llegó a escribir, en alguna ocasión, que «todas las mentes más excelsas de nuestra raza han sido escépticas«, actitud filosófica que, a su modo de ver, le permitía acercarse a cualquier idea o fenómeno con simpatía y tolerancia, dispuesto a conocerlo a fondo pero sin la intención de concederle demasiada importancia (y, desde luego, ninguna trascendencia). De ahí la elegancia e indiferencia que caracteriza su curiosidad intelectual, bien manifiesta –v. gr.– en la frase con que solía resumir y despachar de un sólo golpe de ingenio la historia de la Humanidad: «Nacieron, sufrieron y murieron«.
Celebrado primero por sus poemas y luego por sus narraciones, pronto se convirtió en una de las figuras más destacadas de los cenáculos literarios y sociales de París, donde conoció a su futura esposa, Valérie Guérin, de la que se divorció en 1892. A partir de entonces, el gran amor de su vida fue madame Armand de Caillavet, con la que compartió los frecuentes premios, honores y reconocimientos que recayeron sobre su obra y su persona en el último tercio de su vida.
A mediados de la última década del siglo XIX, ya consagrado como uno de los grandes escritores galos del momento, fue designado miembro de número de la Académie Française, honor que no le condujo a la autocomplacencia conservadora ni al acatamiento de los designios emanados de la política y la cultura oficiales; antes bien, por aquel mismo tiempo se significó entre los intelectuales más combativos en el denominado affaire Dreyfus, defendiendo pública y vigorosamente la inocencia del encausado, junto a otros grandes escritores como Émile Zola o Charles Péguy. Poco después, tomó parte activa en la política educativa del gobierno francés, y se implicó de tal manera en la vida pública que, en la actualidad, sigue siendo recordado como uno de los principales responsables de la legislación que aseguró el laicismo en la enseñanza oficial en Francia.
Amigo del famoso político y filósofo socialista Jean Jaurès -con el que coincidió también en la defensa de Alfred Dreyfus-, el propio Anatole France se sintió tentado por el comunismo y manifestó su entusiasmo y simpatía por las ideas que habían dado lugar a la Revolución Rusa, a pesar de que el caos de odios e intereses políticos e ideológicos que afloraron durante la I Guerra Mundial le había sumido en una gran confusión. En medio de esa crisis de valores que afectaba profundamente a todos los intelectuales que, como él, ya estaban demasiado curtidos para subirse al carro de las nuevas tendencias del arte y el pensamiento contemporáneos, en 1921 le llegó el reconocimiento universal otorgado a su obra por la Academia Sueca, honor que, al mismo tiempo, le hacía malquisto ante los sectores más conservadores de la política, la cultura y la religión, como quedó bien patente en la inclusión de sus obras, en 1922, en el índice de libros prohibidos que seguía elaborando la curia romana. Por aquellas fechas se convirtió también en uno de los intelectuales europeos que alzó la voz en defensa de los anarquistas italianos Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti (véase Sacco y Vanzetti, Caso).
A su muerte -y a pesar, como ya se ha indicado más arriba, de que por aquel entonces su obra ya no influía para nada en los grandes creadores del momento-, se declaró en Francia luto nacional y se celebraron funerales oficiales en numerosos puntos del país.
Obra
El joven François-Anatole Thibault se dio a conocer como escritor, a mediados de los años sesenta, por medio de la publicación en periódicos y revistas de algunos poemas primerizos que revelaron las claves de su breve producción lírica posterior, enmarcada de lleno en la fría perfección formal del Parnasianismo. Eran los suyos unos versos tan pulcros y atildados como carentes de la menor intensidad emotiva, muy en la línea, pues, de esa corriente en boga que fue floreciendo en París, entre 1866 y 1876, en las sucesivas ediciones de Le Parnasse contemporain, antología de la que procede el nombre de dicha tendencia poética, y en cuya edición de 1871 vieron la luz algunas de estas composiciones parnasianas del joven Anatole France. En el transcurso de aquel mismo año tuvo lugar en París la instauración del gobierno insurreccional de La Comuna (18 de marzo-28 de mayo de 1871), con el que el joven poeta parisino no se mostró de acuerdo, a pesar de ese talante liberal republicano de que hizo gala desde siempre, y que habría de llevarle a coincidir, en otros episodios históricos, con los intelectuales más progresistas del país. Pero, por aquellos días, los afanes e inquietudes de Anatole France estaban encaminados exclusivamente a su incorporación a esa pléyade que pronto habría de ser conocida como «Segunda generación parnasiana», y en la que quedaron incluidas otras figuras precipuas de la poesía francesa decimonónica, como Catulle Mendès, François Edouard Coppée, René Sully-Prudhomme, Paul Verlaine y Villiers de L’Isle-Adam.
Conviene recordar, empero, que el joven poeta parnasiano que empezaba a descollar en el panorama literario parisino a comienzos de los años setenta se había asomado por vez primera a la imprenta en 1868, con un volumen propio en el que abordaba el género poético no desde la perspectiva del creador, sino desde el enfoque de la erudición y la crítica. Se trataba, en efecto, de un ensayo sobre el poeta y político progresista Alfred de Vigny, cuya visión pesimista del ser humano y su tibia esperanza en los efectos reparadores de la moral laica constituían ya una excelente carta de presentación de las inquietudes humanísticas de Anatole France. Pero su mayor interés -en aquellos comienzos de su trayectoria literaria- por el cultivo de la poesía le animó a centrarse en este género, lo que arrojó por fruto, al cabo de un año de su feliz inclusión en Le Parnasse contemporain, una primera colección de poemas publicada bajo el significativo título de Poèmes dorés (Poemas áureos, 1872), y dedicada -desde su rígida precisión de orfebre- a Leconte de Lisle, el máximo exponente de la estética parnasiana.
A finales de los años setenta se estrenó con éxito como prosista de ficción, con la divulgación de los relatos Jocaste et le chat maigre (Yocasta y el gato flaco, 1879), que merecieron los elogios entusiastas de la crítica, los lectores y algunos de sus colegas de oficio, entre ellos Gustave Flaubert. Alentado por tan feliz comienzo, se adentró de lleno en la narrativa con una primera novela titulada Le crime de Sylvestre Bonnard, membre del Institut (El crimen del académico, 1881), una espléndida y regocijante sátira de los ambientes de la cultura oficial que, a pesar de su tono mordaz y corrosivo, recibió el respaldo de la comunidad literaria y fue, incluso, galardonada con el primer premio del certamen de novela que convocaba el Instituto Francés. Desde esta exitosa irrupción en el género narrativo hasta -aproximadamente- finales del siglo XIX, la prosa de ficción de Anatole France estuvo nítidamente influida por la obra y las ideas de Ernest Renan, el autor de la polémica Vie de Jésus (Vida de Jesús, 1863), obra que, por el fuerte impacto que causó entre los lectores franceses, provocó la destitución de su autor de la cátedra de hebreo que ocupaba en el prestigioso Collège de France. En ella, Renan acepta la existencia histórica de Jesús de Nazaret y exalta su ejemplar conducta humanitaria, pero niega su naturaleza divina, ideas centrales de su pensamiento -al menos, en lo que al tema religioso se refiere- que, sumadas a las expuestas en otras interesantes obras suyas como Études d’histoire religieuse (Estudios de historia religiosa, 1857), Essais de morale et de critique (Ensayos de moral y de crítica, 1859) y L’avenir de la science (El futuro de la ciencia, 1890), le convirtieron en uno de los mejores exponentes de ese positivismo francés, que, en cuestiones de fe, se mostró siempre firmemente escéptico. No obstante, en medio de su escepticismo, Renan sí creyó poseer al menos una certeza: la imposibilidad de lo sobrenatural de origen divino, es decir, de que Dios hubiera podido intervenir en la historia de los hombres por medio de la revelación, de los milagros y de otras manifestaciones de índole pareja.
Al hilo de estas ideas de Renan, la obra de Anatole France se fundamenta en un hedonismo pagano y escéptico que, alimentado por la riquísima tradición humanística, viene desde la Antigüedad clásica greco-latina y renace en varias ocasiones diferentes en la Europa laica, culta, elegante y refinada, presta siempre a reverenciar el tradicional gusto clásico por el orden, la claridad, la compostura y el equilibrio. Sustentada sobre dos pilares básicos -el amor a la razón y la pasión por la belleza-, su producción literaria hundía sus raíces en el decadentismo latino de Epicuro y Petronio, pero también en la recuperación de ese epicureísmo llevada a cabo por Villon y Rabelais, y por numerosos escritores y pensadores franceses del Renacimiento y -dos siglos más tarde- de la Ilustración. Y todo ello sin desprecio de una moral laica que salvaba de la religión católica algunas de las manifestaciones más auténticas -y, por lo tanto, alejadas del edificio artificioso de la Iglesia-, como la fe ingenua del campesino analfabeto, las enseñanzas de Jesús (desprovistas, en la línea abierta por el citado Renan, de su naturaleza divina) y la bondad natural -ejemplo de la más pura armonía universal- de san Francisco de Asís.
La novela que había de consagrarle definitivamente como uno de los mayores prosistas de finales del siglo XIX fue Thaïs (1890), una bellísima narración que, sujeta siempre a esos postulados estéticos del Anatole France obsesionado con la cultura clásica, buscaba en el ambiente decadente y cosmopolita de la antigua Alejandría algunas claves universalmente válidas para explicar la condición humana. En pleno éxito de crítica y lectores, el escritor parisino se lanzó a una frenética actividad creadora que, al cabo de tres años, propició la aparición casi simultánea de otras tantas narraciones originales: Les opinions de Jerôme Coignard (Las opiniones de Jerónimo Coignard, 1893), L’humanine tragédie (La tragedia humana, 1893) y La rôtisserie de la reine Pédauque (El figón de la reina Pédauque, 1893), esta última también muy celebrada por los lectores, que apreciaron mucho la magnífica recreación que en sus páginas ofrecía Anatole France del París barroco y pintoresco de finales del siglo XVII.
Al cabo de una año, el ya fecundo escritor volvía a los anaqueles de las librerías francesas con una bella historia de amor ambientada en París y Florencia, Le lys rouge (El lirio rojo, 1894), título al que pronto se sumó una nueva entrega narrativa que volvía a exhibir la pasión de Anatole France por la cultura clásica, Le jardin d’Epicure (El jardín de Epicuro, 1894). Mientras era reconocido oficialmente con su designación como miembro de la Academia Francesa (1896), trabajaba de forma infatigable -como ya venía siendo habitual en él- en la composición de una elaborada tetralogía novelesca que, reunida a la postre bajo el significativo título de Histoire contemporaine (Historia contemporánea), vino a mostrar, por un lado, su plena madurez como escritor, manifiesta ya en un estilo propio que, a partir de entonces, habría de ser forzosamente identificado con su obra; y, por otra parte, la irrupción en su producción narrativa de esas inquietudes sociales y políticas que, en adelante, irían desplazando tanto en sus obras como en su pensamiento esa constante atención hacia el mundo decadente de la Grecia y la Roma clásicas, para centrar ahora el enfoque de sus críticas en la realidad inmediata, desde una posición ideológica cercana -como ya se ha indicado más arriba- al socialismo comunista revolucionario. Los títulos que conforman esa tetralogía son L’orme du mail (El olmo del mal, 1897), Le mannequin d’osier (El maniquí de mimbre, 1897), L’anneau d’améthyste (El anillo de amatista, 1899) y, ya publicado en el nuevo siglo, Monsieur Bergeret à Paris (El señor Bergeret en París, 1901).
En la misma estela de preocupación por la realidad política y social de la época se sitúan otras narraciones suyas de aquel período, como L’affaire Crainquebille (El caso Crainquebille, 1901), Opinions sociales (Opiniones sociales, 1902) e Histoire comique (Historia cómica, 1903). Posteriormente, su obra experimentó un nuevo giro ideológico y, sin dejar de mostrar ese interés socio-político, se adentró en una fase satírica mucho más cínica y liberada de cualquier prejuicio, como quedó bien patente en La vie de Jeanne d’Arc (La vida de Juana de Arco, 1908) y, sobre todo, en L’île des pingouins (La isla de los pingüinos, 1908), una regocijante sátira alegórica en la que resultaba evidente que su crítica social había ganado mucho en mordacidad y humor corrosivo. Idéntico tono se apreciaba en otra de sus grandes novelas de esta época, Les dieux ont soif (Los dioses tienen sed, 1912), en la que Anatole France volvía a mostrar su ya legendaria aversión hacia cualquier forma de fanatismo y su no menos paradigmático amor hacia la tolerancia, el respeto y la armonía universal, ahora a través de una espléndida reconstrucción del ambiente enrarecido que se vivió en su país durante la Revolución Francesa.
En esta línea de enfoque estilístico y pensamiento crítico, aún tuvo tiempo de escribir otra novela, La révolte des anges (La rebelión de los ángeles, 1914), antes de que el estallido de la I Guerra Mundial y la subsiguiente subversión de buena parte de los valores morales y culturales del pasado le sumiera en esa profunda crisis de identidad a la que ya se ha aludido en su semblanza biográfica. El desencanto que dominó sus últimos años de existencia quedó plasmado en algunas novelas postreras que, como Le petit Pierre (Pedrín, 1918) y La vie en fleur (La vida en flor, 1922), eran ya el testimonio desfasado de una literatura de otro tiempo, profundamente anacrónica al lado de otras obras coetáneas que, como A la recherche de temps perdu (En busca del tiempo perdido, 1913-1927), de Marcel Proust, o Ulysses (Ulises, 1922), de James Joyce, sí habrían de marcar las directrices generales de la narrativa universal del siglo XX.
Cabe añadir, por último, un breve recuerdo a la labor de crítica literaria desarrollada por quien estuvo siempre en estrecho contacto, desde sus puestos de colaborador periodístico y bibliotecario del Senado, no sólo con la cultura libresca del pasado, sino también con el mundillo literario y editorial de su época. Desde su condición de crítico impresionista, Anatole France defendió siempre la inevitable subjetividad de cualquier juicio, basándose principalmente en su convicción de que el hombre nunca puede salir de sí, por lo que la objetividad plena resulta para él inalcanzable, mientras que la subjetividad se convierte en el único campo donde le resulta posible desarrollar algún conocimiento crítico. Al igual que había hecho en su producción literaria, también en esta faceta de crítico atacó con firmeza la superstición, la intolerancia, la demagogia y las actitudes totalitarias, y defendió con pasión -sobre todo, en su etapa de férreo positivismo anticlerical- la libertad de pensamiento, el libre progreso de la ciencia y la implantación y el desarrollo de la educación liberal. Asimismo, desde sus artículos y ensayos luchó denodadamente por el acceso a la cultura y a la educación de las clases menos favorecidas, por el establecimiento de una nítida barrera de separación entre la Iglesia y el Estado, y, en general, por la reforma social y los derechos de las minorías.