Cook, James (1728-1779).
Explorador británico, nacido en la villa de Yorkshire el 27 de octubre de 1728 y fallecido en febrero de 1779 en Hawai, sin duda alguna, el explorador más destacado del mundo angloamericano de todos los tiempos. Si el último tercio del siglo XVIII recibe el calificativo genérico de Segunda era de los descubrimientos se debe principalmente a la obra de Cook, el gran navegante de los Mares del Sur.
Quizás nadie mejor que él, exceptuando a Humboldt, encarnó el ideal viajero de la Ilustración; si bien, desde un punto de vista científico, Humboldt es una figura mayor, Cook aventaja a todos sus contemporáneos en el terreno de lo que habitualmente se entiende por viajes de descubrimiento.
Hijo de un humilde campesino del condado de York, la infancia de Cook fue un rosario de privaciones. A los trece años comenzó a trabajar en un taller. Sin estudios y una vez muerto su padre, se enroló como grumete en un barco costero. Con una gran capacidad de sacrificio y dotado de una voluntad implacable desde muy joven, un rasgo mil veces glosado por quienes le conocieron y por todos sus biógrafos, el joven Cook fue ascendiendo en el escalafón de la Marina británica. En 1755 fue nombrado contramaestre y pronto pasó a gobernar pequeñas embarcaciones. Más tarde participó en las guerras coloniales con destino en el Canadá, donde practicó sus primeros reconocimientos hidrográficos en el río San Lorenzo, Terranova y Labrador. En uno de esos destinos, a bordo del buque Northumberland, fue precisamente donde Cook estudió Astronomía Náutica y Matemáticas. Sus cartas y mediciones le valieron gran reputación como cartógrafo, y llegó a publicar el resultado de sus observaciones del eclipse solar de agosto de 1766 en las prestigiosas Philosophical Transactions, la revista de la Royal Society. Es un hecho cargado de significado que un hombre sin apenas estudios, lo que se dice un self made man (‘un hombre hecho a sí mismo’), llegara a publicar en las páginas reservadas a los eruditos y académicos más distinguidos de la ciencia europea; un siglo y medio antes Francis Bacon, uno de los ideólogos de la Revolución Científica y padre espiritual de la Royal Society, había señalado ya a los artesanos, campesinos y navegantes, y no a los profesores y universitarios, como verdaderos actores e impulsores del progreso del conocimiento.
Primera expedición (1768-1771)
Aupado por esos primeros trabajos, el Almirantazgo le confió la organización del que sería el primero de sus tres grandes viajes. Dos fueron los objetivos que perseguía la Corona británica con la expedición del Endeavour. De un lado, la observación del tránsito de Venus por el disco solar, un fenómeno celeste previsto para el mes de junio de 1768 y cuya medición en latitudes australes contribuiría a la resolución de un problema astronómico de primera magnitud, como era el paralaje solar, la distancia entre el sol y la tierra. En segundo lugar, el Gobierno británico perseguía el hallazgo de uno de los mitos geográficos más antiguos y buscados de toda la historia universal, el fabuloso continente austral, la Terra Australis Incognita.
La creencia de que el hemisferio austral debía albergar una gran masa continental hunde sus raíces en la geografía ptolemaica del periodo helenístico, cuando dicha disciplina adquirió una vocación matemática y geométrica. Siguiendo un principio de equilibrio hipotético, ambos hemisferios debían guardar una equivalencia en la distribución de tierras y océanos. Hasta la época de Cook, el conocimiento geográfico del globo era mucho más completo en su mitad septentrional. De la mitad austral apenas se conocía el perfil de las costas que bañaban el cabo de Buena Esperanza y el cabo de Hornos, la India y algunos archipiélagos del Extremo Oriente. Así, el océano Pacífico resultaba un gigante azul prácticamente desconocido: razones suficientes como para sospechar que en sus latitudes meridionales se debería alzar la Terra Australis. Desde principios del siglo XVI, cuando Magallanes y Nuñez de Balboa lo visitaron por primera vez, hasta los días de Cook, la cartografía europea muestra la perseverancia de este mito, una gran masa continental supuesta que se extendía en las representaciones desde el estrecho de Magallanes hasta Nueva Guinea.
Cook efectuó en Tahití las observaciones celestes relacionadas con el tránsito de Venus, pero no logró dar con la Terra Australis, o mejor dicho, con lo que esperaba encontrar. En su rastreo del fabuloso continente descubrió primero Nueva Zelanda, para después «toparse» con la fachada oriental de Australia en abril de 1770. Una vez reconocida Nueva Zelanda, Cook había decidido que el Endeavour pusiera vela hacia poniente, pues el regreso por el cabo de Hornos era demasiado peligroso en esas fechas para una sola embarcación. Y fue entonces, sin muchas esperanzas de encontrar nada y sorteando la Gran Barrera del Coral, el obstáculo geográfico que había reservado en el anonimato la costa oriental australiana, cuando Cook pasó a los manuales de todo Occidente como el descubridor oficial de Australia. Poco importa que el Almirantazgo no le prestara demasiada importancia al hallazgo: la colonización del territorio no se produjo hasta dieciocho años después, cuando se decidió enviar a Nueva Gales del Sur, el embrión de la actual Australia, una flota con los presidiarios que se aglomeraban en la cárceles de Londres; tampoco es relevante que Cook no fuera en sentido estricto el primer occidental en avistar el quinto continente, ya que viajeros españoles, holandeses y portugueses del siglo XVII lo habían alcanzado ya ligeramente con anterioridad.
Durante su travesía por el estrecho de Torres, acontecida en agosto de 1770, Cook escribió en su crónica diaria de viajes el desembarco en una isla:
«A las cuatro de la tarde habíamos avanzado una milla y media o dos aproximadamente en la entrada y anclamos al encontrar fondo seguro con siete brazas y media de profundidad. Allí el canal comenzaba a ensancharse, pues las islas que se alinean en ambas orillas, aparecían, tanto por el lado derecho como por el izquierdo, a una milla de distancia de nosotros. La costa de la tierra firme se apartaba, desde aquel lugar hacia SO. La punta más lejana de ella que podíamos divisar se hallaba al S a 48 O, mientras el extremo más meridional de las islas situadas en la parte NO del canal lo teníamos al S a 78 O. Entre estas dos puntas no aparecía tierra alguna. Esperábamos, por consiguiente, haber dado al fin con un camino que llevara al océano Indico. […] Desembarcamos y emprendimos enseguida la ascensión de una montaña, alta aproximadamente como el triple del mastelero mayor, pero más árida que cuantas habíamos visto hasta entonces. Desde la cumbre no se divisaba tierra alguna entre SO y OSO, lo cual me indujo a no dudar ya más de que había encontrado un canal que conducía al otro mar. Hacia NO sí podía ver tierra desde mi punto de observación. Eran islas de diferentes extensiones y altitudes; se alineaban una tras otra y se extendían hacia NO hasta perderse de vista, por lo menos hasta una distancia de trece millas.«
El primer viaje de Cook conquistó los salones y las academias europeas por otros motivos, sobre todo por el supuesto descubrimiento del mito de la Edad de Oro en Tahití, un descubrimiento que, como todos, tenía tanto de invención como de restauración de un viejo tópico. Además, encandiló con sus reflexiones sobre aquellos dominios antes inexplorados:
«En proporción a la magnitud del territorio, el numero de sus pobladores parece ser muy reducido. Los grupos más cuantiosos que vimos no sobrepasaban la cifra de treinta personas y aun esto ocurrió una sola vez, precisamente en Botany Bay, cuando se reunieron en una roca hombres, mujeres y niños para contemplar el paso de nuestro barco. Incluso en las ocasiones en que se evidenciaba su intención de agredirnos (y, por consiguiente, necesitaban ser muchos), nunca se reunieron más alta de catorce o quince hombres de aspecto guerrero. Tampoco vimos en ninguna parte cobertizos o viviendas agrupadas en cifra suficiente para albergar más individuos. Cierto es que de todo el país no hemos visitado más que una estrecha zona de su costa oriental y que entre ésta y la occidental existe una enorme extensión de tierra, inexplorada todavía. Pero es más que probable que todo ese inmenso territorio se halle, o totalmente desierto o, de seguro, mucho menos habitado que las regiones que hemos recorrido. Sin agricultura, los habitantes de las partes interiores del país no podrían encontrar los elementos de vida necesarios para todas las estaciones. Pero sería completamente inverosímil que los moradores de la costa ignorasen en absoluto cualquiera práctica agrícola que se efectuase en el interior y sería igualmente increíble que, de conocerla, no se manifestase entre ellos alguna huella de la misma. El caso es que en todo el territorio no hemos visto ni un pie de tierra cultivada y de ello puede inferirse que en las regiones donde el mar no aporta lo suyo para la subsistencia de los habitantes, el país debe estar forzosamente inhabitado.«
La cultura de la Ilustración, una cultura imbuida en la idea de progreso, contempló la sociedad primitiva de los pueblos del Mar del Sur como quien contempla su propia infancia, su propia imagen invertida en un espejo. De ahí que filósofos de la altura de un Diderot, o antes Voltaire, glosaran este tipo de viajes o recrearan sus hallazgos en forma de fábulas morales y tratados antropológicos. John Hawkesworth, un escritor de fortuna, incluyó el primer viaje de Cook en una colección de viajes que editó en 1773, y el libro se vendió tan bien que constituyó uno de los mayores éxitos editoriales de todo el siglo.
Cook recogió en su diario hermosas descripciones de Tahití:
«Una mañana tan bella que difícilmente sabría pintarla un poeta, divisamos la isla de Tahití a dos millas ante nosotros El viento del E, que nos había acompañado hasta entonces, había amainado. Una leve brisa que soplaba de tierra nos traía fragancias magníficas y vivificantes y rizaba la superficie del mar. Montañas coronadas de bosques alzaban sus soberbias cumbres en majestuosas figuras, brillando va al primer rayo del sol. Por debajo de ellas, la vista distinguía hileras de colinas más bajas y de marcadas pendientes que, como las montañas, se hallaban cubiertas de bosque y matizadas de diferentes tonos de hermoso verde, así como de los pardos otoñales. Por delante extendíase la llanura, sombreada por árboles del pan e innúmeras palmeras, cuyas regias copas sobrepasaban en mucho las de aquéllos. Todo parecía sumido aún en el más profundo sueño. Apenas apuntaba la mañana y las sombras flotaban todavía sobre el paisaje. Pero poco a poco iban apareciendo bajo los árboles numerosas casas y embarcaciones, varadas en la playa arenosa. A media milla de la costa, paralela a ella, había una hilera de bajos escollos, contra los cuales rompía el mar en espumosas olas. Detrás, en cambio, el agua estaba tranquila como un espejo prometiendo un fondeadero magnífico. Luego el sol comenzó a iluminar la llanura, y los habitantes y el paisaje empezaron a adquirir vida.«
Acompañaron a Cook en su primera circunnavegación el astrónomo Green, el pintor Parkinson y los naturalistas Daniel Solander, discípulo de Linneo, y el joven Joseph Banks, quien llegaría a ser el botánico más destacado de la Inglaterra del periodo y presidente de la Royal Society. Sus trabajos, unidos a los levantamientos cartográficos que desvelaban nuevos perfiles de un océano desconocido y al propio interés del Almirantazgo en explorar nuevos territorios, hicieron que nada más regresar se le encomendara a Cook un segundo viaje.
Segunda expedición (1772-1775)
La segunda expedición de Cook estuvo destinada al reconocimiento exhaustivo de las latitudes más meridionales del océano Pacífico en busca de la Terra Australis. Ahora se le asignaron dos buques, el Resolution y el Adventure, y en esta ocasión el puesto de Banks lo ocuparon el alemán Reinhold Forster y su hijo Georg Forster, que publicaría una famosa versión del viaje y que además sería uno de los maestros de Humboldt. Otros nombres célebres asociados a esta segunda empresa fueron el del botánico Sparrman, otro discípulo de Linneo, el matemático Wales, el médico Samwell y el pintor Hodges, un artista de primer rango que llegó a crear una forma de ver el Mar del Sur, entre el clasicismo y lo exótico, tan perdurable en Europa como los relatos de Stevenson o la mirada de Gauguin.
Tampoco dieron en esta segunda oportunidad con el continente imaginario, pero Cook llegó a cruzar el círculo polar antártico y descubrió múltiples islas y archipiélagos, como Nuevas Hébridas, Norfolk, Nueva Caledonia, Georgia Meridional. Sus relatos y descripciones de las costumbres de sus pueblos se han convertido en clásicos de la Antropología y la literatura de viajes:
«Todos los habitantes que vimos iban completamente desnudos. No parecían ser muy numerosos ni tampoco vivir en sociedad, sino que, como otros animales cualesquiera, se mantenían solitarios, dispersos a lo largo de las costas o en el interior de los bosques. Lo que principalmente nos impidió informarnos de su género de vida, fue el hecho de no poder establecer con ellos la más mínima relación. Después del primer choque, ocurrido al desembarcar nosotros, no quisieron ya acercársenos lo bastante para que pudiésemos hablar con ellos. Ni siquiera tocaron uno solo de los objetos que habíamos depositado expresamente para ellos en sus chozas y en otros lugares donde solían acudir. […] A primeras horas de la mañana, vinieron hacia nosotros varias canoas tripuladas por salvajes que no habíamos visto aún. Sus embarcaciones eran de diferentes tamaños y tres de ellas iban provistas de velas, cosa que no ocurre con frecuencia en aquellos países. Los propietarios traían para vender varios objetos de adorno, tallados en su mayor parte en fragmentos de jade verde y, algunos, totalmente originales por la forma. Unos eran llanos y presentaban agudo filo, a modo de hojas de hacha; otros, largos y delgados, servían de pendientes, y unos terceros, pulimentados a modo de pequeños cinceles, encajaban en empuñaduras de madera. Finalmente, los había tallados en figuras en cuclillas y cuya confección revelaba no poco trabajo y esfuerzo; solían representar seres humanos y tenían grandes ojos de madreperla. Este adorno, llamado ‘tighi’, lo llevaban tanto las mujeres como los hombres, sin distinción de sexos, sobre el pecho colgando de un collar y supusimos que debía de tener algún significado religioso. Además, adquirimos un montón de anzuelos, los cuales eran de factura muy tosca, de madera, provistos en la punta de un trozo de hueso recortado que, al decir de los vendedores, era hueso humano. […] Las gentes que nos rodeaban mostraban tanta dulzura en sus rasgos como obsequiosidad en su proceder. Eran aproximadamente de nuestra talla, de tez color caoba claro, con hermosos ojos y cabellos negros y se cubrían la parte media del cuerpo con una pieza de tela de su propia confección, mientras otra les envolvía la cabeza a modo de turbante dispuesto en pintorescas formas. Las mujeres que se encontraban entre ellos eran lo bastante bonitas para agradar a los ojos europeos que, desde hacía más de un año, no habían visto a sus compatriotas.«
También deben atribuirse a Cook dos grandes avances científicos: la puesta en práctica del cronómetro como método para calcular la longitud en alta mar y la dieta a base de col fermentada como remedio para combatir el escorbuto; este segundo asunto fue resultado de la constatación empírica, pues habría de transcurrir tiempo aún para que la vitamina C fuera descubierta. De cualquier modo, Cook contribuyó decisivamente a combatir el azote más terrible con que se enfrentaban los marinos en alta mar. Desde los tiempos de Magallanes, el escorbuto había sido uno de los causantes de que el Pacífico quedara fuera del alcance de las naves occidentales; como puede comprobarse, por ejemplo, en el diario de Pigafetta y sus intrépidos seguidores. La dieta impuesta por Cook, que le valió ser admitido como miembro de la Royal Society, impidió que la enfermedad se manifestara a bordo; incluso puede afirmarse que este concentrado de verduras, una especie de antecedente de los cubitos de caldo, puso al hombre europeo en el Pacífico del mismo modo que el microchip lo catapultó, en nuestra era, al espacio.
El primer problema, el de las longitudes, revestía similar o mayor importancia aún. El cálculo de la altitud en alta mar era una práctica más o menos resuelta desde hacía mucho tiempo. Conocida la altura solar o con ayuda del posicionamiento de determinadas estrellas en el firmamento, la cuestión no ofrecía graves problemas. Muy distinto era lo que ocurría con la longitud, un serio inconveniente que había ocupado a los mejores cosmógrafos y astrónomos desde el Renacimiento. Al margen de las distancias lunares, el otro método clásico para resolverlo era el empleo de un reloj a bordo. En teoría, desde un punto en alta mar y midiendo la inclinación del sol, se sabía qué hora exacta era en ese lugar. Si se disponía de un reloj de precisión que guardara el cómputo de la hora que era en el lugar de partida (Greenwich, a la postre), la diferencia entre ambos cómputos, traducida a grados terrestres, daba la longitud precisa del navío en ese momento. El problema era que por entonces no se contaba con un reloj que resistiera la humedad y el bamboleo de una nave durante días sin un margen de error considerable. Un minuto al día significaba media hora en un mes de navegación, lo que trasladado al espacio viene a ser unos 800 kilómetros a la altura del Ecuador; sobra decir la catástrofe que este nivel de imprecisión suponía.
Cook llevó consigo uno de los más famosos relojes de todos los tiempos, el cronómetro de Harrison, otro héroe muy al gusto de Bacon, pues no era un gran teórico matemático, sino un artesano meticuloso y conocedor de su oficio. A Harrison su reloj le sirvió para ganar una fortuna considerable, ofrecida por una comisión formada para resolver el problema de la longitud; a Cook, su empleo, junto a sus descubrimientos, sus trabajos sobre la salud de la tripulación, sus cartas, etc., le proporcionó una reputación como el mejor navegante de todos los tiempos.
Tercera expedición (1776-1779)
Cuando había alcanzado un enorme prestigio, Cook dirigió su tercer y último viaje, cuyo propósito era el descubrimiento del Paso del Noroeste, el otro gran enigma geográfico que había provocado el derroche de buenas sumas por parte de los soberanos europeos y ríos de literatura desde el descubrimiento del Nuevo Mundo. La creencia en la existencia de un estrecho que comunicara el Pacífico y el Atlántico en latitudes septentrionales se debía también al principio de simetría. Al igual que en su extremo meridional, al norte debía haber un brazo que comunicara los dos océanos. Descrito por navegantes apócrifos, alquimistas y otros aventureros del siglo XVI, el Paso del Noroeste se puso de nuevo en boga gracias a una memoria leída en la Academia de Ciencias de París, uno de los epicentros del racionalismo ilustrado.
Cook desmontó también este mito, sondeó la Costa Noroeste más allá de Vancouver y levantó su perfil hasta Alaska como jamás se había hecho hasta la fecha. Llegó a cruzar el estrecho de Bering, donde se topó con masas de hielo infranqueables. Después dirigió el Resolution y el Discovery hacia el sur, a las Islas Sandwich, descubiertas por él mismo en ese mismo viaje de camino al Noroeste. En febrero de 1779 encontró la muerte en Hawai a manos de los nativos y tras una refriega ocasionada aparentemente por un suceso menor (un hurto), un episodio glosado desde entonces, que en nuestro tiempo ha dado lugar a uno de los textos antropológicos más celebrados, escrito por M. Sahlins.
Su muerte fue llorada no sólo en Inglaterra, sino en todas las naciones ilustradas. James Cook se había convertido en una leyenda para la historia de las navegaciones y fue sin duda el arquetipo de explorador científico durante más de un siglo. Su gloria llega hasta nuestros días, algo de lo que da fe la historiografía y los libros de texto de cualquier idioma al borde del siglo XXI. En verdad, Cook supo encarnar al héroe del conocimiento y la aventura que Occidente llevaba barruntando desde el Renacimiento. Cualquiera de los profetas de la Revolución Científica o de la expansión europea hubiera firmado su famosa sentencia: «Yo ambicionaba no sólo ir más lejos de cuanto ningún hombre había ido hasta entonces, sino además tan lejos como fuera posible ir«.
Bibliografía
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BEAGLEHOLE, J. C. The life of captain James Cook. California, Stanford University Press, 1974.
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GRENFELL PRICE, A. (ed.) Los viajes del capitán Cook (1768-1779). Barcelona, Ediciones del Serbal, 1985.
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SAHLINS, M. Islas de historia. La muerte del capitán Cook: metáfora, antropología e historia. Barcelona, Gedisa, 1988.
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TREUE, W. La conquista de la Tierra. Barcelona, Ed. Labor, 1948.
Juan Pimentel