Claudel, Paul (1868-1955).


Poeta, dramaturgo, ensayista y diplomático francés, nacido en Villeneuve-sur-Fère-en-Tardenoise (en el departamento de Aisne) el 6 de agosto de 1868 y fallecido en París el 23 de febrero de 1955. Autor de una espléndida producción poética que le convierte en uno de los grandes maestros de la lírica francesa contemporánea, y de una no menos brillante producción teatral en la que queda patente su predilección por el símbolo, sobresalió fundamentalmente en su tiempo por su ardorosa profesión de fe católica de que hace gala en su obra.

Vida

Nacido en el seno de una familia provinciana perteneciente a la clase media acomodada, fue educado desde su niñez en la doctrina del catolicismo, pero sin ningún fervor especial respecto a lo que era habitual en otras familias de su entorno, pues sus padres eran más bien indiferentes en materia religiosa. Su progenitor, Louis Prosper Claudel, era un alto funcionario de la administración estatal que ejercía en Villeneuve-sur-Fère como conservador de hipotecas; su madre, Louise Cerveux, era hija de campesinos e inculcó al pequeño Paul su amor a la tierra, por lo que el futuro escritor se entretenía en su infancia colaborando de forma voluntaria en las faenas agrícolas.

Recibió su instrucción primaria en un colegio de monjas de su localidad natal, y pasó luego al liceo de Bar-le-Duc (en el departamento de Meuse), del que salió en 1881, cuando se trasladó con toda su familia a París, donde su hermana mayor Camille (1864-1943) estudiaba escultura bajo la supervisión del genial artista Auguste Rodin (1840-1917). A sus trece años de edad, el joven Paul Claudel reanudó sus recién iniciados estudios secundarios en el célebre instituto Louis-le-Grand, de donde pasó, una vez obtenido el grado de bachiller, a la Escuela de Ciencias Políticas. Ya por aquel entonces había experimentado la necesidad de consagrarse al cultivo de la creación literaria, actividad en la que tuvo una precoz iniciación mientras cursaba su enseñanza secundaria, cuando, a los quince años de edad, compuso su primer texto teatral (L’Endormie). Esta precoz vocación literaria le llevó, por aquellos años, a convertirse en un ávido lector que devoraba cuantas obras caían en sus manos, lo que a su vez le permitió descubrir, en el verano de 1886, la poesía de Arthur Rimbaud (1854-1891), que le causó una honda conmoción y le ayudó a perfilar no sólo sus intuiciones estéticas, sino también sus inquietudes espirituales.

En efecto, la lectura de las Iluminaciones del célebre «poeta maldito» -recién publicadas por Verlaine (1844-1896) aquel mismo año de 1886- despertó la conciencia espiritual de un joven Paul Claudel que, a sus dieciocho años de edad, vivía radicalmente apartado de la fe religiosa que le inculcaron en su niñez. Los versos de Rimbaud, con su fuerte carga mística y simbólica, le descubrieron la frialdad del positivismo y el mecanicismo que dominaban la cultura, el arte, el pensamiento y, en general, todas las parcelas de la vida en la Europa de finales del siglo XIX, y le empujaron a buscar en el plano del espíritu las grandes revelaciones que no hallaba en las leyes metódicas de la ciencia y la razón. Pero su auténtico regreso al catolicismo tuvo lugar unos meses después, en la Navidad de aquel mismo año, cuando, en lo que el propio poeta denominó un ejercicio de «diletantismo«, entró en la catedral de Nôtre Dame para asistir a una ceremonia religiosa con la intención de hallar algunos elementos de inspiración ansiados por su talante de artista decadente. Al escuchar el «Magníficat» entonado por el coro de la catedral parisina, se produjo en su conciencia una inesperada reacción que el propio Claudel definió con estas palabras:

«En un instante mi corazón fue tocado y creí. Creí con tal fuerza de adhesión, con tal entrega de todo mi ser, con una convicción tan poderosa, con una certidumbre que no daba lugar a ninguna duda; y después, todos los libros, todos los raciocinios, todos los azares de una vida agitada no han podido quebrantar mi fe, ni tocarla… ¡Es verdad! Dios existe, Él está aquí -me dije-; es Alguien. ¡Es un ser tan personal como yo mismo!«.

Cuatro años después de esta súbita recuperación de la fe, Paul Claudel aprobó los exámenes que le permitieron ingresar en la carrera diplomática, a la que habría de consagrarse profesionalmente durante el resto de su vida. Fue destinado, en un principio, al Departamento de Comercio de la Administración, sito en París (1890-1892), de donde pasó a ejercer el cargo de vicecónsul de Francia en Nueva York (1893). Al año siguiente, con idéntica misión diplomática, fue destinado a Shanghai, y durante toda la última década del siglo XIX y los primeros años de la nueva centuria trabajó en otros consulados asiáticos como los de Hankao, Pekín y Tien-Tsin (1899-1906).

En 1906, Claudel aprovechó uno de sus viajes a su Francia natal para unirse en matrimonio con Reine-Saint-Marie Perrin, con la que habría de tener cinco hijos (Marie, Pierre, Henri, Reine y Renée). Poco después de su enlace conyugal, regresó a China en compañía de su esposa, ahora con un cargo diplomático de mayor rango, pues había sido nombrado primer secretario de la Embajada francesa. Permaneció en el país asiático otros dos años y medio, y en 1909 consiguió por fin que se le destinara a Europa, primero a la legación de su país en Praga, después a la de Frankfurt (1911) y, al cabo de otros dos años, a la de Hamburgo (1913). Su brillante trayectoria dentro de la carrera diplomática fue siempre ascendente; y así, en 1916 fue nombrado Ministro Plenipotenciario de Francia en Río de Janeiro, en donde permaneció por espacio de cinco años, pues en 1921, ya con el rango de embajador, fue destinado al Japón. Su interés por las culturas orientales le permitió introducirse en los ambientes literarios y teatrales de Tokio, donde enseguida alcanzó gran prestigio y popularidad, ya que adaptó a las formas tradicionales del teatro NO algunas de las piezas más célebres de la literatura dramática francesa, adaptaciones que cosecharon grandes aplausos entre la crítica y el público. Su éxito propició que algunas de estas versiones fueran representadas incluso en el Teatro Imperial, y que Claudel fuera conocido en Japón como «el embajador-dramaturgo».

Tras este lustro de fecunda ósmosis cultural en territorio nipón, en 1926 abandonó de nuevo el Lejano Oriente para trasladarse a los Estados Unidos de América, pues había sido nombrado embajador de Francia en Washington, donde permaneció entre 1927 y 1932. Posteriormente, ya con una larga y brillante ejecutoria diplomática a sus espaldas, pidió ser trasladado a algún país más próximo -tanto geográfica como culturalmente- a su tierra natal, y consiguió el cargo de embajador en Bruselas, donde residió hasta que, en 1936, puso fin a su prolongada carrera al servicio de la diplomacia de su país. Ya por aquel entonces era uno de los poetas y dramaturgos franceses más leídos y respetados, y tal vez el intelectual de su nación más comprometido en la defensa de unos ideales católicos que, ciertamente, no estaban muy en boga entre la mayor parte de los artistas e intelectuales de la Francia de entreguerras. En su vejez, continuó escribiendo y fue objeto de numerosos honores y reconocimientos que vinieron a subrayar la importancia de su obra, entre los que cabe recordar su elección como miembro de número de la Académie Française, el día 4 de abril de 1946 (aunque no se incorporó oficialmente a la docta institución hasta el 13 de marzo de 1947).

Obra

Entre los grandes logros alcanzados por la producción literaria de Paul Claudel, tal vez el principal sea su reconciliación de dos géneros que, como la poesía y el teatro, parecían condenados a seguir su particular evolución por trayectorias divergentes. Pero el escritor de Villeneuve-sur-Fère supo guiar las líneas argumentales de sus piezas dramáticas hacia unos núcleos temáticos perfectamente definidos y reducidos hasta su mínima expresión, de tal manera que las intrigas puramente teatrales se van depurando hasta acabar convergiendo en el mensaje central de su obra (y, desde luego, de su pensamiento y de su actitud en cualquier faceta de la existencia): la fe religiosa concebida como una gozosa propuesta de resolver los enfrentamientos entre lo natural y lo sobrenatural, entre las cosas del mundo y las pertenecientes a la esfera de la divinidad, entre las contradicciones del hombre y la omnisciencia de Dios. Por eso en su teatro los conflictos internos de los personajes se presentan aislados de lo puramente dramatúrgico, y más bien concebidos como efusiones líricas que, enriquecidas por esa visión simbolista heredada de Rimbaud, desbordan los rígidos esquemas del drama clásico para darse la mano con la creación poética (a través de formas híbridas de uno y otro género, como el himno, el canto, etc.). Del mismo modo, su poesía rompe con los modelos formales de la tradición (sobre todo, en lo concerniente a la rima y la métrica) para adoptar, como vehículo expresivo y -en el fondo- auténtica seña de identidad, un verso largo, sosegado y cadencioso que se asemeja mucho al versículo bíblico (es decir, un tono discursivo en el que, a pesar de que las pausas vienen marcadas más por intuiciones líricas que por razones lógicas y gramaticales, hay mucho también de declamación escénica o teatral).

Teatro

La simpleza argumental -como se ha apuntado en el parágrafo anterior- es una constante en las piezas dramáticas de Paul Claudel, todas ellas portadoras de un mensaje fundamental que es el denominador común de su pensamiento y de toda su obra literaria: la civilización contemporánea camina hacia el caos y la destrucción por haber cometido el erro imperdonable de destruir la religiosidad colectiva y entregarse, en cambio, a los dictados del individuo hedonista que caracteriza esta época. Tras este propósito general, que se cumple en todos su dramas, hay luego en cada uno de ellos una leve anécdota argumental que desarrolla una idea específica, pero sin ahondar en una intriga puramente dramática, sino más bien desde el lirismo del símbolo y la imagen poética (no es de extrañar, al respecto, que el propio escritor francés catalogara sus piezas teatrales como «poemas musicales en prosa, dotados de significación simbólica«).

Su primera incursión en los dominios de Talía llevaba por título Tête d’Or (Cabeza de oro, 1891), obra ciertamente precoz -al margen ya de anteriores y anecdóticas probaturas adolescentes- que, escrita cuando sólo contaba veintitrés años de edad, le reveló ya como una de las voces más novedosas y singulares del teatro simbolista francés de finales del siglo XIX. En la misma línea estética -marcada por la influencia no sólo de Rimbaud, sino también de Mallarmé (1842-1898)- cabe situar sus dos entregas siguientes, La Ville (La ciudad, 1890) y La Jeune Fille Violaine, la segunda de las cuales fue reelaborada al cabo de unos años por el escritor de Villeneuve-sur-Fère, quien la acabó transformando en su obra maestra, ahora estrenada bajo el título de L’annonce faite à Marie (La anunciación de María, 1912).

La anunciación de María (1912)

Se trata de un drama compuesto de cuatro actos precedidos de un prólogo, cuya acción transcurre en una época medieval fijada por las convenciones literarias. Cuenta la trágica, poética y espiritual peripecia de la dulce Violaine, hija del poderoso Señor de Combernon, el cual parte hacia una cruzada después de haber aprobado el matrimonio de la joven con su amado Jacques Hury. Pero Mara, hermana de Violaine, está también enamorada de éste, y se propone hacer cualquier cosa para arrebatárselo. Su innoble propósito se ve favorecido por la llegada de Pierre de Craon, un constructor de catedrales que, tiempo atrás, había pretendido a Violaine, y que ahora, afectado por la lepra, vive inmerso en agitadas efusiones místicas. Violaine, al escuchar en boca de Pierre de Craon el triste fin que le aguarda, accede, en un gesto de piedad y caridad supremas, a darle un beso de despedida, sin reparar en los estragos de la terrible enfermedad. Mara sorprende este acto espontáneo de generosidad y sacrificio de su hermana y, disfrazándolo como una muestra de infidelidad y lascivia, se lo cuanta a Jacques Hury, quien repudia a su prometida y acaba casándose con Mara.

Entretanto, Violaine, que ha contraído la lepra a través del beso que fue el origen de su desgracia, se ha visto rechazada también por su familia, por lo que ha decidido retirarse del mundo y vivir en soledad en un bosque, consagrada únicamente a Dios. Pronto la fama de su santidad se esparce por toda la comarca y llega a oídos de Mara, quien acaba de perder a una hija recién nacida, fruto de su matrimonio con Jacques. Destrozada por esta pérdida, acude ante su hermana con el cadáver de la niña, convencida de que Violaine puede obrar el milagro de devolverle la vida. Al calor del seno de la leprosa, del que empieza a brotar leche, la niña muerta, en efecto, resucita; pero Mara siente ahora celos de la santidad de su hermana y la entierra en vida. Poco después, Pierre de Craon, que ha sanado milagrosamente de la lepra, pasa por el lugar del crimen y encuentra moribunda a Violaine, quien consigue por fin que Jacques Hury acepte su declaración de inocencia. Finalmente, se produce la muerte de Violaine y el retorno del Señor de Combernon, quien, puesto al tanto de todo lo ocurrido, interpreta las acciones de su hija como frutos de su «divina cordura», mientras una mano invisible hace que suenen los acordes del Ángelus, para recordar que la anunciación del ángel a María es el primer misterio del dogma cristiano.

En el primer lustro de la década de los noventa, durante su estancia en Estados Unidos de América y mucho antes de redactar esta versión definitiva de lo que en un principio fue La Jeune Fille Violaine, Paul Claudel escribió L’échange (El cambio, 1893), una pieza teatral concebida como una proclamación del rango de «ley divina» que el autor francés atribuía al matrimonio. Luego, ya afincado en China, concluyó una nueva obra titulada Le repos du septième jour (El descanso del séptimo día, 1896), a la que siguió Partage de midi (Reparto de mediodía, 1906), un texto teatral publicado en una edición muy reducida, que no fue llevado a escena hasta 1948, cuando habían transcurrido más de cuarenta años desde su paso por la imprenta. Se trata de otra pieza espléndida de Paul Claudel, buen exponente de la importancia concedida por el dramaturgo francés a los aspectos simbólicos. La obra arranca con la presentación en escena de una embarcación en la que viajan, rumbo a China, el protagonistas Mesa -que se halla «en el mediodía de su vida«-, el provenzal de «ojos tiernos» Ciz y su esposa Ysé. A bordo se repite, entre estos tres personajes, la vieja leyenda medieval de Tristán, Isolda y el rey Marcos, dando lugar a un triángulo que queda bruscamente quebrantado por la irrupción de un cuarto personaje: Amalric, un hombre fuerte y poderoso por el que se siente irresistiblemente atraída Ysé, que anda necesitada de amparo y protección. Una vez en China, Mesa e Ysé vuelven a encontrarse y la mujer, desesperada por la falta de atención de su esposo, comete adulterio con el protagonista, lo que a la postre empuja a ambos a desembarazarse de Ciz (en una clara muestra de otro de los principios que gobiernan el pensamiento de Claudel: el pecado conduce al crimen). Pero una nueva aparición de Amalric, que encarna en su figura el valor simbólico de la fuerza de la vida, arrancará a Ysé de los brazos de Mesa y dará lugar a un final trágico para ambos amantes.

Mientras ultimaba la versión definitiva de L’annonce faite à Marie (La anunciación de María, 1912), Paul Claudel acometió, inspirándose ahora en el teatro clásico de Esquilo (524-456 a.C.), un ambicioso proyecto dramático consistente en una trilogía que, a la postre, quedó integrada por L’otage (El rehén, 1911), Le pain dur (El pan duro, 1914) y Le père humiliè (El padre humillado, 1916). De este conjunto de tres obras concebidas con el propósito de demostrar la necesidad de mantener lazos de unión entre todos los seres humanos (sean amigos o enemigos, conocidos o desconocidos, e incluso hijos de los más variados lugares y generaciones), tal vez la más sobresaliente sea la primera de ellas, El rehén, puesta en escena por vez primera en la Comédie Française en 1934. En ella se cuenta la historia de Sygne de Coufontaine, dueña de un castillo que ha sido destruido por la Revolución, y ahora residente en la abadía que, siglos atrás, edificaron sus antepasados. La protagonista es la prometida de Georges, primo suyo y partidario a ultranza del régimen monárquico, a quien la Revolución ha arrebatado a sus padres, que han sido ajusticiados. En su defensa fanática del antiguo régimen, Georges se muestra también como un católico convencido, pero exige que el Papa se pronuncie claramente en favor de su bando y sus ideas políticas. Ante las dudas del Sumo Pontífice, lo secuestra durante la campaña de Napoleón en Rusia y lo recluye en la abadía donde vive Sygne, en la que queda bajo la jurisdicción de Toussalnt Turelure, el prefecto del departamento, un hombre mediocre elevado a una posición privilegiada no por sus propios méritos, sino por obra y gracia de la Revolución y, poco después, de la administración napoleónica.

Turelure, que había intentado sin éxito casarse con Sygne de Coufontaine, aprovecha el poder que tiene ahora sobre Georges, el Papa y la propia mujer para exigir de nuevo su mano. La joven, puesta en el dilema de salvar su orgullo o la vida de su primo y el Papa, opta por plegarse a las exigencias del chantajista Turelure, que es, además, quien provocó la muerte de sus padres en la guillotina. Así pues, Toussalnt Turelure y Sygne de Coufontaine contraen matrimonio y tienen un hijo que va a ser bautizado en presencia de un ministro plenipotenciario del bando monárquico, pues el maquiavélico prefecto, consciente de la progresiva pérdida de poder que está experimentando napoleón, ha ido basculando en el panorama político hasta ponerse al lado del futuro Luis XVIII. El mismo día del bautizo, exige a Georges que renuncie a sus derechos sucesorios en favor del recién nacido; pero Georges, presa de la indignación, dispara contra él y hiere en realidad a Sygne. Poco después, con la muerte de Georges, la entrada en París de Luis XVIII y la entrega a Turelure, por parte del nuevo monarca, de ese título nobiliario al que aspiraba secretamente desde hacía muchos años, queda simbólicamente escenificada sobre las tablas la extinción del mundo antiguo.

El zapato de raso (1929)

A las vicisitudes de los Coufontaine, desarrolladas en las otras dos obras que completan la trilogía, se sumó, en la ya rica producción teatral de Paul Claudel, Le soulier de satin (El zapato de raso, 1929), considerada por la crítica como su segunda obra maestra, después de La anunciación de María. Ambientada en la España y la América del siglo XVI, es una evocación del apostolado católico desde la perspectiva de los jesuitas (y, en concreto, desde el pensamiento puramente ignaciano), en un plano universal que ha sido puesto en relación con el perfecto conocimiento de los lugares más remotos del mundo que llegó a adquirir Claudel a lo largo de su fecunda carrera diplomática.

Concebida como un intenso poema dramático centrado en los temas universales de la vida y la muerte, El zapato de raso consta de cuatro jornadas divididas en cincuenta y dos escenas, en las cuales estos dos grandes arcanos universales son presentados por Claudel como secretos pertenecientes a la sabiduría de Dios. El protagonista es Rodrigo, un brioso conquistador del Renacimiento que encarna en sí la fuerza y el vigor del catolicismo en uno de sus momentos de mayor esplendor, cuando por fin se extendió por todo el orbe la misión evangélica encomendada por Cristo; una época enaltecida y glorificada por el propio Claudel con estas encendidas palabras: «El Evangelio terminó sus conquistas en el espacio y en el tiempo: […] Vasco de Gama encuentra el Asia […], Cristóbal Colón ve surgir un mundo nuevo para él del seno de las aguas […], Copérnico abre la Biblia en el cielo […], don Juan de Austria rechaza al Islam […], el Protestantismo es detenido en la Montaña Blanca y Miguel Angel alza la corona de San Pedro«.

Cabe citar, por último, dentro de este apartado consagrado a la novedosa y singularísima producción teatral de Paul Claudel, su pieza titulada Jeanne au bûcher (Juana en la hoguera, 1939), a la que dotó de acompañamiento musical A. Honneger.

Poesía

El corpus poético de Paul Claudel, integrado por esos largos y cadenciosos versos a los que ya se ha hecho referencia más arriba, no es sino el reflejo de su propia concepción del mundo vista desde su perspectiva católica, que aspira a tener un conocimiento armonioso y global de todo lo creado por el Ser Supremo. Así pues, según el escritor de Villeneuve-sur-Fère la misión del poeta en el mundo en el que vive es estudiar esa armonía e indagar en sus misterios hasta descubrir los significados ocultos que conducen, en último término, siempre hasta Dios, ya que todas las cosas están relacionadas entre sí por medio de su dependencia constante respecto a Supremo Hacedor. Del mismo modo, hay entre los seres vivos y las cosas que les rodean una correspondencia armoniosa que refleja dicha relación permanente entre la divinidad y su creación.

De todas estas ideas -plasmadas con asombrosa elocuencia e inspiración en poemarios tan bellos como Connaissance de l’Est (Conocimiento del Este, 1900), L’art poétique (El arte poética, 1907), Cinq grandes odes (Cinco grandes odas, 1910), Cantate à trois voix (Cantata a tres voces, 1913) y Feuilles de saints (Hojas de santos, 1952)- se desprende una especie de panteísmo o pananimismo cristiano según el cual nada existe por sí mismo ni para su propio fin, sino para mantener y asegurar su relación con el Todo y reforzar el armonioso equilibrio de un universo que no está quieto ni fosilizado, sino que se renueva gozosamente en cada instante.

En lo que se refiere a los aspectos formales de su poesía, cabe insistir en esa utilización de un verso largo, pausado y carente de cualquier ritmo que haga recordar la sonoridad de la lírica tradicional; antes bien, su poesía fluye en moldes cercanos al versículo bíblico, e intenta fundirse con la propia naturaleza humana adecuando su cadencia al ritmo de la respiración (que aparece descrita en sus versos como uno de los actos supremos del ser vivo, ya que por medio de la respiración -según el propio Claudel- el hombre coge y restituye la vida a cada paso, en un ejemplo más de esa comunión gozosa con el Todo). No es de extrañar, por ende, que le vocabulario empleado por el poeta de Villeneuve-sur-Fère también rehúya constantemente el artificio y la pretenciosidad, para intentar fundirse con el lenguaje vivo, natural y cotidiano del ser humano.

Otras obras.

Además de los libros ya citados en líneas precedentes, Paul Claudel dio a la imprenta otros títulos como Poèmes de guerre (Poemas de guerra), A travers de villes en flammes (A través de ciudades en llamas), La nuit de Noël (La noche de Navidad), Vers d’exil (Versos de exilio), Un coup d’oeil sur l’âme japonaise (Una mirada al alma japonesa) y Christophe Colomb (Cristóbal Colón), ópera -esta última- estrenada en Berlín en 1931, aunque escrita cuando ejercía como ministro plenipotenciario en Brasil, donde fue musicada por el compositor Darius Milhaud (1892-1974), a la sazón secretario de la embajada francesa. Además, fue autor de los ensayos titulados Introduction a la peinture hollandaise (Introducción a la pintura holandesa) y Positions et prépositions (Posiciones y preposiciones), así como de algunas brillantes traducciones al francés de obras de autores angloparlantes como Chesterton (1874-1936), Edgar Allan Poe (1809-1849) y Coventry Patmore (1823-1896).

Bibliografía

  • BOISDEFREE, Pierre. Les écrivains français d’Aujourd’jui (París: Presses Universitaires de France, 1965).

  • BOISDEFREE, Pierre. La poésie française de Baudelaire à nos jours (París: Perrin, 1966).

  • DUBRUCA GALIN, Danielle. Literatura francesa contemporánea (Palma de Mallorca: Prensa Universitaria, 1988).

  • ORTEGA ÁLVAREZ, M. Poesía francesa contemporánea (1915-1965). Antología bilingüe (Madrid: Akal, 1983), 2 vols.