Chocano, José Santos (1875-ca.1934).


Poeta, político, diplomático y aventurero peruano, nacido en Lima en 1875 y fallecido en Chile en 1934. Hombre arrogante, romántico, impulsivo, ambicioso, inquieto, inspirado, cosmopolita y polifacético, dejó impreso un desigual legado poético que, en ocasiones, se remonta a la más altas cotas de pirotecnia expresiva que alcanzó el Modernismo, y otras veces, incurre en graves excesos de altisonante y hueca verbosidad que deslucen, en parte, la grandeza de una producción lírica que -según su propia e inmodesta intuición- estaba llamada a convertirle en «el poeta de América«, «un Colón del verso«, «el cantor de América, autóctono y salvaje«, algo así como el Walt Whitman del subcontinente hispanoamericano («Walt Whitman -llegó a dejar escrito el propio Chocano- tiene el Norte; pero yo tengo el Sur«).

Vida

Su rocambolesca peripecia vital, trufada de numerosos lances peregrinos que para sí hubiera deseado cualquier protagonista de un folletín romántico, eclipsa en ocasiones el luminoso resplandor de sus mejores aciertos poéticos y le convierte en uno de los más claros paradigmas de esa figura del escritor impetuoso, torrencial, disperso y desconcertante (en el fondo, confuso y desubicado) que abundó a finales del siglo XIX y comienzos de la centuria siguiente. Absorbido, desde su temprana juventud, por una apasionada vocación literaria y una no menos impetuosa ambición político-social, con tan solo quince años de edad llegó a ocupar -bien es verdad que de forma interina- la dirección de la revista cultural El Perú Ilustrado, cuyas páginas le sirvieron de trampolín para zambullirse de lleno en el panorama literario, político y social de su nación. Pocos meses después, obtuvo el certificado que acreditaba su brillante paso por la enseñanza secundaria y formalizó su ingreso en la facultad de Letras de la prestigiosa universidad de San Marcos, donde pronto se distinguió tanto por sus fecundas inquietudes literarias como por su incesante actividad política. Así, tras la publicación de unos versos satíricos en los que, arropándose bajo el elocuente pseudónimo de Juvenal, criticaba con dureza el régimen dictatorial del general Andrés Avelino Cáceres (1833-1923), fue detenido, condenado a muerte, sometido a un tétrico simulacro de ajusticiamiento (en el que llegó a estar frente a un pelotón de fusileros) y, a la postre, encerrado en un calabozo de El Callao. Allí, imposibilitado para el ejercicio de sus actividades políticas, se entregó de lleno a su otra pasión y compuso la mayor parte de los poemas que habrían de configurar sus dos primeras colecciones de versos, En la aldea: poesías americanas (Lima: Imprenta del Estado, 1895) e Iras santas: poesías americanas (Lima: Imprenta del Estado, 1895).

De este primer episodio turbulento de su vida salió, pues, reforzado en su dimensión de agitador político y, sobre todo, en su condición de poeta, reconocidas ambas por las nuevas autoridades peruanas que habían sustituido al evadido Cáceres tras la rebelión de Piérola (17 de marzo de 1895). En efecto, José Santos Chocano se benefició de los favores otorgados a quienes se habían opuesto públicamente al dictador y consiguió un ventajoso empleo en la Imprenta del Estado, lo que le permitió sacar a la luz no sólo las dos obras citadas en el parágrafo anterior, sino sus dos poemarios siguientes, publicados bajo los títulos de Azahares (Lima: Imprenta del Estado, 1896) y Selva virgen: poemas y poesías (Lima: Imprenta del Estado, 1898). Además, volvió a adquirir un relevante protagonismo en los foros y cenáculos literarios de Lima, merced a su nombramiento como editor de la revista La Neblina (1895-1897).

Entretanto, su novelesca andadura política y literaria le había dejado tiempo para no descuidar la parcela sentimental de su vida, que ocupó un primer plano en 1896, cuando, prácticamente recién salido del presidio, contrajo nupcias con Consuelo Bermúdez y Velázquez. Comenzó a viajar después por el interior del país y siguió entregado febrilmente a la creación poética, hasta que en 1898 concluyó el poemario que habría de consolidarle definitivamente como una de las grandes voces de la poesía hispanoamericana de su tiempo. Se trata de La epopeya del Morro: poema americano (Lima: Ed. Iquique, 1899), basado en un reciente episodio bélico entre Chile y Perú, y adobado con fuertes dosis de fervor patriótico que le hicieron acreedor del primer premio del certamen poético convocado por el Ateneo de Lima.

Alentado por este primer gran éxito de su carrera literaria, José Santos Chocano dio a la imprenta en el transcurso de aquel mismo año una nueva colección de versos, El derrumbe: poema americano (Lima: Imprenta de El Comercio, 1899), a la que pronto siguieron otras notables entregas líricas que vinieron a subrayar su privilegiada ubicación en el proteico «parnaso» hispanoamericano de la época, como El canto del siglo: poema finisecular (Lima: Imprenta La Industria, 1901) y El fin de Satán y otros poemas (Guatemala: Imprenta Tip. Nacional, 1901). En el momento de la aparición de este último poemario, el autor limeño se hallaba instalado en Guatemala, en donde había sido nombrado Comisionado Especial en Centroamérica por el presidente del gobierno peruano Eduardo López de Romaña (1847-1912), a quien José Santos Chocano -siempre atento a los vaivenes políticos de su entorno- había dedicado su inflamado «poema finisecular«. Tuvo así ocasión de conocer algunos de los territorios cuya belleza paisajística y riqueza humana habrían de dejar una acusada impronta en su producción poética, y de entablar contacto con algunas de las figuras precipuas del Modernismo centroamericano, entre ellas el genial vate nicaragüense Rubén Darío (1867-1916). Simultáneamente, aprovechó la altura diplomática de su cargo para dar rienda suelta a sus inquietudes políticas, que le empujaron a mediar por su cuenta y riesgo en un grave conflicto fronterizo entre El Salvador y Guatemala. La casi inmediata firma de la paz entre ambos países, alcanzada en buena medida merced a la intercesión de José Santos Chocano, otorgó el poeta limeño un gran prestigio social en todo el ámbito geo-cultural hispanoamericano, y propició que el gobierno peruano le abriera definitivamente las puertas de la carrera diplomática, al tiempo que le nombraba encargado de negocios en Centroamérica.

Con poco más de medio siglo de existencia, puede afirmarse que, en aquellos primeros compases del siglo XX, José Santos Chocano había rozado ya la cúspide de sus ambiciones políticas y culturales, lo que no dio pie a que el bullicioso e intrigante poeta limeño se quedase «dormido en los laureles». En 1903, destinado en misión legataria a Bogotá, continuó ampliando sus relaciones de amistad con las principales figuras de las letras hispanoamericanas. Entre éstas podemos destacar al gran poeta colombiano Guillermo Valencia (1873-1943) -otra de las cumbres cimeras del Modernismo- y al escritor, pedagogo y político Baldomero Sanín Cano (1861-1957) -maestro y amigo del anterior-, egregios literatos que sumaron sus elogios a los numerosos testimonios de apoyo y entusiasmo con que ya contaba la obra de José Santos Chocano. Así, estaba el excelso poeta e ideólogo peruano Manuel González Prada (1848-1918), quien se había complacido en prologar, un año antes, la primera recopilación de la obra lírica de su precoz compatriota, publicada en España bajo el título de Poesías completas (Barcelona: Ed. Maucci, 1902). Respaldos tan autorizados como éstos justifican, en parte, algunos de los delirios de grandeza que pronto habrían de apoderarse del poeta limeño, cuya obra volvió cruzar el Atlántico en 1904 para presentarse en recopilación selecta ante los lectores franceses, bajo el título de Los cantos del Pacífico (París/México: Ed. Vda. de Ch. Bouret, 1904)

Alentado, pues, por esta proyección internacional de sus versos, el que ya empezaba a proclamarse «el poeta de América» -repárese en las altas pretensiones de quien se atrevía a usar este título estando vivo el citado Rubén Darío, amén del mejicano Amado Nervo (1870-1919), el boliviano Ricardo Jaimes Freyre (1868-1933), el argentino Leopoldo Lugones (1874-1934) y, entre otros, el uruguayo Julio Herrera y Reissig (1875-1910)- cruzó el océano en 1905 para afincarse en Madrid, donde fue saludado con alborozo por algunos de los recién citados -Darío y Nervo-, por otros autores hispanoamericanos afincados también, a la sazón, en la capital española -como el guatemalteco Enrique Gómez Carrillo (1873-1927)-, y por algunos de los escritores más relevantes del panorama literario español de la época -como el poeta modernista Salvador Rueda (1857-1933), o el «eximio escritor y extravagante ciudadano» Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936)-. Fue el mismísimo Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912) quien, acompañado nada menos que por Miguel de Unamuno (1864-1936), presentó ante los lectores españoles la nueva colección de poemas del peruano recién arribado a Madrid, significativamente titulada Alma América: poemas indo-españoles (Madrid: Ed. Suárez, 1906), obra que, en el transcurso de aquel mismo año, fue objeto de una edición franco-mexicana (París/México: Ed. Vda. de Ch. Bouret, 1906). En todo su esplendor sonoro y colorista, no exento de cierta pretenciosa grandilocuencia, el bello soneto alejandrino titulado «Blasón» se erige, dentro de este poemario, en una especie de manifiesto estético-ideológico de la poética y el pensamiento que, por aquel entonces, albergaba José Santos Chocano, quien se presentaba ante la «plana mayor» de las letras hispánicas como el mejor exponente de esa brillante síntesis resultante del encuentro entre los españoles y los indígenas, y configuradora, en última instancia, de la auténtica identidad sincrética del pueblo hispanoamericano: «Soy el cantor de América, autóctono y salvaje; / mi lira tiene un alma, mi canto un ideal. / Mi verso no se mece colgado de un ramaje / con un vaivén pausado de hamaca tropical… // Cuando me siento Inca, le rindo vasallaje / al Sol, que me da el cetro de su poder real; / cuando me siento hispano y el evoco el Coloniaje, / parecen mis estrofas trompetas de cristal… // Mi fantasía viene de un abolengo moro: / los Andes son de plata, pero el León de oro: / y las dos astas fundo con épico fragor. // La sangre es española e incaico es el latido; / ¡y de no ser poeta, quizás yo hubiese sido / un blanco aventurero o un indio emperador!«.

La espléndida acogida que le había dispensado la comunidad intelectual y artística madrileña le convirtió en uno de los personajes habituales en cuantos foros y cenáculos literarios se convocaban en la Villa y Corte. Y, con singular recurrencia, se le veía en la tertulia organizada por Pueyo, un afanoso y eficaz librero, editor y animador cultural que publicó las otras dos obras de José Santos Chocano impresas en España. Una era una curiosa -aunque no demasiado afortunada- incursión en la escritura teatral, titulada Los conquistadores (Madrid: Imp. Pueyo, 1906) y estructurada en forma de drama heroico, escrito en verso y compuesto de tres actos. Y la otra era una minuciosamente revisada y corregida selección de sus mejores poemas, publicada bajo el epígrafe de ¡Fiat lux!: poemas varios (Madrid: Pueyo, 1908) y prologada -en esta edición española- por el poeta y prosista conquense Andrés González Blanco (1886-1924), que por aquellos años gozaba de gran predicamento en la República de las letras hispanas. Esta última compilación de sus mejores poemas, publicada también en territorio galo en el transcurso de aquel mismo año (París: Ollendorff, 1908), fue saludada unánimemente por críticos y lectores como la mayor aportación del poeta limeño a la lírica hispanoamericana contemporánea. Este juicio vino a subrayar la importancia de esa rigurosa labor de poda, revisión y selección que el propio José Santos Chocano había aplicado al conjunto de su producción poética, y descubría también el origen de los defectos detectados en otros poemarios suyos que había salido de los tórculos con excesiva premura, sin pasar antes por ese necesario proceso de criba y reposo que para sí requiere cualquier cosecha de versos con pretensiones de excelencia. Por lo demás, se aprecia en las composiciones de ¡Fiat lux! -algunas muy descargadas de la suntuosa, exuberante y ya fatigosa alharaca modernista- ese aliento indiscutiblemente romántico que, al margen de las modas y corrientes literarias de la época que le tocó vivir, constituye la verdadera esencia de la voz poética de José Santos Chocano: «Era un camino negro. / La noche estaba loca de relámpagos. Yo iba / en mi potro salvaje / por la montaña andina. // […] // Y hasta mí llegó, entonces, / una voz clara y fina / de mujer que cantaba. Cantaba. Era su canto / una lenta… muy lenta… melodía: / algo como un suspiro que se alarga / y se alarga y se alarga… y no termina. // […] // Y formándole dúo, / otra voz femenina / completó así la endecha / con ternura infinita: / -El amor es tan sólo una posada / en mitad del camino de la Vida…» («La canción del camino»).

Pero las mieles y los laureles del reconocimiento literario alcanzado en España quedaron de repente eclipsados por la desmedida ambición del escritor peruano, quien, no satisfecho con el aprecio de que gozaba entre creadores e intelectuales, se vio tentado a probar fortuna en el tortuoso mundo de los negocios, en busca de nuevas satisfacciones para su desmedida egolatría. Así las cosas, implicado en turbias operaciones financieras que amenazaban con llevarle de nuevo a presidio -cuando no con otros riesgos aún más peligrosos para su integridad física-, se vio forzado a huir precipitadamente de Madrid en el transcurso de aquel mismo año de 1908. A partir de entonces, su trayectoria vital entró en una espiral de lances y episodios a cual más extravagante y peregrino, vivencias irregulares y estrafalarias que -salvo en muy particulares excepciones- son difíciles de asimilar a la existencia de un exquisito y laureado hombre de letras. Instalado en los Estados Unidos de América, recorrió algunas de las principales ciudades del país (como Nueva Orleans y Nueva York) al tiempo que se ocupaba, a distancia, de la publicación en Chile de un nuevo poemario, El Dorado: epopeya salvaje (Santiago de Chile: Ed. Beltrán, 1908), para pasar a continuación a Centroamérica (Guatemala) y las Antillas (Cuba), donde parece ser que generó suculentos beneficios económicos merced a la organización de continuos recitales de su obra. En 1909 contrajo segundas nupcias con Margot Batres Jáuregui. Con ella regresó a Guatemala para hacerse cargo del rotativo La Prensa, que él mismo había fundado, y para compartir amistad y complicidades políticas con el dictador Manuel Estrada Cabrera (1857-1924), quien se sirvió de la antigua experiencia del poeta en misiones diplomáticas -y, sin duda alguna, de su abusivo afán de protagonismo- para convertirlo en una especie de agente encubierto de los servicios secretos guatemaltecos.

Así las cosas, en 1910, ante el estallido de la Revolución Mexicana, José Santos Chocano se trasladó a la capital azteca y, tras hacer público su fervoroso apoyo a los insurrectos, buscó una participación activa en el conflicto en calidad de consejero de Francisco Madero (1873-1913), quien le agradeció la propaganda ideológica que, en favor de la revolución, había desplegado en los Estados Unidos, sin saber que, al mismo tiempo, el tracista poeta limeño realizaba misiones de espionaje para el gobierno dictatorial de Guatemala. En 1913, el asesinato de Madero provocó una nueva huida precipitada de José Santos Chocano, quien después de refugiarse otra vez en Cuba y permanecer luego durante un tiempo en Puerto Rico -donde publicó el poemario Puerto Rico lírico y otros poemas (1914)-, regresó a México para alistarse en las huestes de Pancho Villa (1878-1923) y tomar parte activa -ahora parece ser que con auténticas convicciones revolucionarias- en la lucha armada. Finalmente, en 1920, con el asesinato de Venustiano Carranza (1859-1920), la elevación al poder presidencial mejicano de Álvaro Obregón (1880-1928) y la subsiguiente pacificación del país, Chocano abandonó el territorio azteca y regresó a su Lima natal. Allí, a pesar de su larguísimo período de ausencia y de que llevaba más de seis años sin dar a la imprenta libro alguno, fue recibido con honores de eximio literato y coronado, solemne y pomposamente, en 1922 como el gran poeta nacional del momento. Con los textos que generó este notable episodio de su vida, el propio autor limeño publicó, dos años después, un volumen titulado La coronación de José Santos Chocano (Lima: Imprenta La Opinión Pública, 1924).

Incapaz de alcanzar una estabilidad psicológica y emocional que le permitiera gozar sin sobresaltos de ese reconocimiento tributado por sus compatriotas, en 1925 se enzarzó en una agria -y, a la postre, trágica- polémica con el joven escritor Edwin Elmore, quien se había empecinado en sacar a la luz pública los turbios vaivenes político-ideológicos de algunas de las grandes voces modernistas de la generación anterior, entra las que figuraba José Santos Chocano. Curiosamente, a pesar de que fue el argentino Leopoldo Lugones el creador censurado con mayor dureza por Elmore, Chocano se sintió tan ofendido por las acusaciones del joven intelectual que no dudó en presentarse ante él y darle muerte a balazos. Esto le acarreó su inmediata detención y una nueva condena a prisión, que, dadas las prerrogativas de que gozaba en Perú, quedó al final reducida a menos de dos años de privación de libertad.

Excarcelado, pues, en 1927, decidió abandonar nuevamente su país natal para intentar rehacer su vida en un escenario distinto donde, por fin, pudiera integrarse plenamente sin arrastrar esa conciencia de inadaptado o desarraigado que pesaba sobre él como una losa. Se estableció, así, en Santiago de Chile en 1928, e intentó allí, en efecto, recuperar su antiguo aliento poético, plasmado al cabo de seis años en los que habrían de ser sus dos últimos volúmenes de versos: Primicias de oro de lndias: poemas neo-mundiales (Santiago de Chile: Imprenta Siglo XX, 1934) y Poemas del amor doliente (Santiago de Chile: Nascimento, 1937). Pocas semanas después de la aparición de este poemario, mientras cruzaba el centro de la capital chilena a bordo de un tranvía, José Santos Chocano recibió por sorpresa varias puñaladas que pusieron fin a su azarosa y agitada existencia. Corría, a la sazón, el día 13 de diciembre de 1934, fecha en la que en los foros oficiales de la administración político-cultural chilena se difundió la noticia de que el gran poeta peruano afincado en Santiago había perecido víctima del ataque inesperado de un demente. Sin embargo, en los mentideros literarios de la bella capital andina -y, muy pronto, en todos los cenáculos poéticos de Hispanoamérica- se supo de inmediato que el auténtico responsable del asesinato de José Santos Chocano era un ingenuo y encolerizado obrero santiaguino que, tiempo atrás, había sido víctima de un fraudulento negocio puesto en marcha en la capital chilena por la incesante ambición fabuladora del poeta limeño: la búsqueda de tesoros ocultos.

Obra

En opinión de José Olivio Jiménez -uno de los más lúcidos analistas de ese vasto movimiento estético e ideológico que fue el Modernismo-, «es Chocano, sin duda, el modernista hispanoamericano que más lejos ha quedado de nuestra sensibilidad pues fue la suya una poesía que encarnó, como la de ningún otro coetáneo, esa línea exterior y grandílocua del modernismo que más pronto quedó arrumbada por el tiempo. En rigor, claves suyas fueron algunas actitudes que en principio ocuparon un lugar central en la estética modernista (antes de que ésta comenzara a cuestionarse a sí misma, y a abrirse hacia la más estricta modernidad): el amor a la palabra hermosa, la confianza plena en el lenguaje, el gusto por los ritmos potentes. Mas Chocano estaba dotado de unos robustos pulmones de romántico; pero tal como el romanticismo había sido entendido en la tradición hispánica del XIX, nunca del todo despojada del lastre oratorio de la retórica neoclásica […]». Ciertamente, esta altanera y grandilocuente sensibilidad romántica está ya bien presente en su primera entrega lírica, Iras santas (1895), un libro impreso en tinta roja en el que José Santos Chocano se presenta con un acento desgarrado y combativo que, desde su condición natural de voz del pueblo, clama en defensa de la libertad de los suyos y pone al servicio de tan romántico ideal patriótico todo el vigor juvenil y desordenado de su soberbia y altanería.

Algo más sosegada y sistematizada se muestra la verbosidad del vate limeño en su segunda colección de versos, En la aldea (1895), donde es ahora una tinta azul la que permite estampar sobre el papel los anhelos bucólicos de Chocano, quien recoge aquí el viejo tópico renacentista del «menosprecio de corte y alabanza de aldea» para pasarlo por el tamiz idealista del Romanticismo y usarlo como vehículo expresivo de la exaltación de la naturaleza y el ansia de libertad que nace de su contemplación («Como hastiado de luchas beber quiero / nuevo raudal de fuerzas, / echar el ancla y arrojar la pica, / huyo de la ciudad, parto a la aldea«). Anuncia, pues, el poeta desde este segundo poemario la que parecía habría de ser la línea temática central de su cuarta entrega poética, Selva virgen (1898), en la que aquel deseo de retirarse al sosiego de los espacios naturales -hecho realidad en la propia experiencia vital de Chocano por vía de un prolongado recorrido por la región amazónica de Chanchamayo- queda bien plasmado en el largo poema que abre el volumen. Pero, a la postre el libro avanza por otros derroteros temáticos de lo más variado, perdiendo así la unidad que hasta entonces había caracterizado sus poemarios -incluida su tercera colección de versos, Azahares (1896), de temática erótico-amorosa y consagrada por entero a Consuelo Bermúdez, la mujer con la que acababa de contraer matrimonio.

Retoma luego el poeta limeño su fervor patriótico con La epopeya del Morro (1899), cuyo argumento central -servido por el reciente episodio bélico de la defensa del fuerte emplazado en el Morro de Arica (1880), a la postre tomado por los chilenos- da pie a una recuperación de la retórica épica heredada del Neoclasicismo y el Romanticismo. Y, en el transcurso de aquel mismo año, vuelve Chocano a mostrar su interés por la Naturaleza a través de los poemas que configuran El derrumbe (1899), su sexta entrega poética, cuya corta extensión no es óbice para que quede bien patente la admiración que siente el autor por la furia desatada de los elementos naturales (nueva muestra, asimismo, de ese espíritu del Romanticismo que late por debajo de casi todos sus versos).

A ojos de un poeta de tan largo recorrido versificador como José Santos Chocano, la llegada del nuevo siglo constituye un pretexto inmejorable para pasar revista a los principales acontecimientos históricos y a las grandes corrientes de pensamiento de la centuria recién rebasada, con especial atención a la idea positivista de avance o progreso (tanto en la investigación científico-técnica como en la creación artística) y algunos eventos históricos de proyección universal (como la expansión napoleónica o la emancipación de las naciones hispanoamericanas). Esta visión complaciente y un tanto exagerada -en lo que a la exaltación de los logros decimonónicos se refiere- del pasado inmediato constituye el material poético sobre el que se forja El canto del siglo (1901), título al que se suma, en el transcurso de aquel mismo año, El fin de Satán (1901), donde Chocano reelabora algunos temas y motivos ya presentes en poemarios anteriores (v. gr., en Selva virgen). Sus dos publicaciones siguientes –Poesías completas (1902) y Los cantos del Pacífico (1904)- tampoco añaden grandes innovaciones al conjunto de su obra ya impresa, con la excepción de los ocho poemas inéditos que recoge la citada en último lugar.

Ya ha quedado apuntado más arriba que la pausada selección, lima, poda y revisión de los poemas recopilados en ¡Fiat luz! convierten este volumen poético en la muestra más acabada del quehacer literario de José Santos Chocano. Sin embargo, es su poemario anterior, Alma América (1906), la auténtica tarjeta de presentación y consagración del autor limeño en Europa, y, sin lugar a dudas, la obra que continua fascinando poderosamente a quienes siguen siendo capaces de apurar, de un sorbo, esas copiosas y lujuriantes libaciones de alta graduación que vertió en diamantinas copas quien, por aquel entonces, era sin lugar a dudas uno de los más altos e inspirados poetas modernistas. Al margen de esas bellísimas señas de identidad cinceladas en poemas de tan rigurosa factura formal como el ya copiado «Blasón» o el soneto «Troquel» («No beberé en las linfas de la castalia fuente, / ni cruzaré los bosques floridos del Parnaso / ni tras las nueve musas dirigiré mi paso: / pero, al cantar mis himnos, levantaré la frente. // […] // Yo beberé en las aguas de caudalosos ríos; / yo cruzaré otros bosques lozanos y bravíos; / yo buscaré a otra Musa que asombre al Universos. // Yo de una rima frágil haré mi carabela; / me sentaré en la popa; desataré la vela; / y zarparé a las Indias, como un Colón del verso«), en Alma América estalla, suntuosa y rutilante, esa visión poética de la naturaleza hispanoamericana que convierte a José Santos Chocano en uno de los más felices y fecundos cantores de la riqueza y variedad autóctonas del subcontinente, ya sea en su armoniosa descripción metafórica de su grandiosidad orográfica («Los volcanes son túmulos de piedra, / pero a sus pies los valles que florecen / fingen alfombras de irisada yedra; // y por eso, entre campos de colores, / al destacar en el azul, parecen / cestas volcadas derramando flores«), ya sea en su mágica y visionaria contemplación de algunos de los elementos más representativos de su flora y su fauna, como las orquídeas («Ánforas de cristal, airosas galas / de enigmáticas formas sorprendentes; / diademas propias de apolíneas frentes, / adornos dignos de fastuosas salas. // En los nudos de un tronco hacen escalas, / y ensortijan sus tallos de serpientes, / hasta quedar en la altitud pendientes, / a manera de pájaros sin alas. // Tristes como cabezas pensativas, / brotan ellas sin torpes ligaduras / de tirana raíz, libres y altivas; // porque también, con lo mezquino en guerra, / quieren vivir, como las almas puras, / sin un sólo contacto con la tierra«) o el sigiloso y mayestático caimán («Enorme tronco que arrastró la ola, / yace el caimán varado en la ribera: / espinazo de abrupta cordillera, / fauces de abismo y formidable cola. // El sol lo envuelve en fúlgida aureola / y parece lucir cota y cimera, / cual monstruo de metal que reverbera / y que al reverberar se tornasola. // Inmóvil como un ídolo sagrado, / ceñido en mallas de compacto acero, / está ante el agua extático y sombrío, // a manera de un príncipe encantado / que vive eternamente prisionero / en el palacio de cristal de un río«).

Tras este espléndido ejercicio de exuberancia expresiva, sensual y colorista (el recién copiado soneto «El sueño del caimán» es, sin lugar a dudas, una de las cumbres cimeras de la lírica modernista, y como tal, figura en todas las muestras antológicas de esta vastísima y fructífera corriente), poco añaden a la estatura literaria alcanzada por Chocano el resto de sus entregas poéticas, salvo en ese aspecto de revisión y reelaboración iniciado por el poeta limeño con ¡Fiat lux!, y sostenido luego en sus postreras publicaciones. De hecho, el título de su penúltima entrega –Primicias de oro de Indias– anuncia el adelanto (de ahí lo de «primicias«) de un ambicioso proyecto que no llegó a ver concluido José Santos Chocano: la edición corregida y revisada, bajo el elocuente epígrafe de Oro de Indias, de toda su producción poética. Sí vio la luz, en cambio, póstumamente, la narración -entre verista y novelesca- de su rocambolesca trayectoria vital (Memorias. Las mil y una aventuras [Santiago de Chile; Nascimento, 1940]), así como una valiosísima edición, veinte años después de la desaparición del poeta, de sus Obras completas (México: Aguilar, 1954), realizada por el escritor, político y crítico literario peruano Luis Alberto Sánchez (1900-1994).

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