Cervantes Saavedra, Miguel de (1547-1616).
Poeta, novelista y dramaturgo español, nacido en Alcalá de Henares el 29 de septiembre de 1547, y muerto en Madrid el 22 de abril de 1616. Está considerado como el más grande novelista español y uno de los mejores escritores universales de todos los tiempos. Su magisterio ha sido reconocido por la inmensa mayoría de los prosistas posteriores: Balzac, Dostoievsky, Galdós, García Márquez, Kundera, Torrente Ballester, Borges, etc. La difusión alcanzada por El Quijote no conoce fronteras lingüísticas y su trascendencia va más allá de culturas. Basta con referirse a «la lengua de Cervantes» para significar la grandeza del castellano.
Vida
Tanto su vida como su literatura han sido abordadas desde los enfoques críticos más dispares, ortodoxos y heterodoxos, para ser explicadas con intenciones hagiográficas o sensacionalistas, arrojando una cosecha bibliográfica inabarcable que todavía no ha logrado resolver multitud de interrogantes y enigmas. Nuestro primer autor sigue siendo todo un desconocido en numerosos aspectos: ni siquiera conocemos su verdadero rostro, por más que estemos habituados a ver su retrato -supuestamente pintado por Jáuregui- estampado como auténtico en todos sitios; no sabemos, a ciencia cierta, su fecha de nacimiento, ni poseemos documentación alguna relativa a su vida personal; tampoco conservamos manuscritos autógrafos de ninguna de sus obras, sino impresiones de época un tanto descuidadas; ni siquiera contamos todavía con auténticas «ediciones críticas» de la mayoría de sus creaciones y, en fin, nunca acertaremos a deslindar las atribuciones. La única verdad absoluta en Cervantes es El Quijote: la mayor aportación de España a la cultura occidental.
El retrato más fidedigno que conocemos de Miguel de Cervantes no se debe a los pinceles, sino a su propia pluma, con la que trazó su «rostro y talle» en el prólogo a las Novelas ejemplares:
«Éste que veis aquí, de rostro aguileño, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro, los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tiene sino seis, y ésos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos estremos, ni grande, ni pequeño, la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas, y no muy ligero de pies; éste digo que es el rostro del autor de La Galatea y de Don Quijote de la Mancha, y del que hizo el Viaje del Parnaso, a imitación del de César Caporal Perusino, y otras obras que andan por ahí descarriadas y, quizá, sin el nombre de su dueño. Llámase comúnmente Miguel de Cervantes Saavedra. Fue soldado muchos años, y cinco y medio cautivo, donde aprendió a tener paciencia en las adversidades. Perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo, herida que, aunque parece fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos, ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Carlo Quinto, de felice memoria«.
Así habrá que aceptarlo, sin mistificaciones ni sensacionalismos: no muy agraciado físicamente, soldado lisiado en Lepanto, cautivo en Argel y, sencillamente, autor del Quijote.
El «comúnmente» llamado Miguel de Cervantes Saavedra fue bautizado, el 9 de octubre de 1547, en la iglesia parroquial de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares, lo que aclara su «patria chica» y, unido a su nombre, permite aventurar el 29 de septiembre, día de San Miguel, como posible fecha de nacimiento. Era el cuarto hijo de los seis que tuvo el matrimonio Rodrigo de Cervantes y Leonor de Cortinas, sin más posibles que el oficio de «médico cirujano» -entiéndase practicante o barbero- del padre, a todas luces insuficiente para sustentar con holgura tan pesada carga, máxime cuando el abuelo paterno, el licenciado Juan de Cervantes, se había marchado a Córdoba, con amante y esclavo negro, dejando abandonada a su familia. Las estrecheces económicas, en las que sin duda se crió nuestro autor, forzaron a su padre a emprender un vagabundeo por Valladolid, Córdoba y Sevilla en busca de mejor suerte, nunca conseguida, sin que sepamos a ciencia cierta si su prole lo acompañó en sus viajes o no. Si lo hizo, Cervantes podría haber aprendido sus primeras letras en un colegio de la Compañía de Jesús de esas localidades, e incluso haberse aficionado al teatro -una vocación que no abandonaría jamás- bajo la tutela del padre Acevedo.
El hecho cierto es que desde 1566 el cirujano estaba definitivamente establecido con su familia en Madrid y que por esos años debió de iniciar el joven autor su carrera literaria: primero, en 1567, con un soneto dedicado a la reina («Serenísima reina, en quien se halla»), con motivo del nacimiento de la infanta Catalina, la segunda hija de Felipe II, que bien pudo estamparse en un medallón gracias a Getino de Guzmán, el organizador de la celebración y compadre de Rodrigo; después, en 1569, con cuatro poemas de corte garcilacista dedicados a la muerte de Isabel de Valois, tercera esposa de Felipe II, que le pidió Juan López de Hoyos, rector del Estudio de la Villa -tratándolo de «caro y amado discípulo»-, para incluirlos en la Historia y relación de las exequias reales. Cabe suponer, entonces, que Cervantes se inició en la literatura bajo los auspicios del humanista y gramático, pero desconocemos las circunstancias y el alcance de tal magisterio. Tan sólo puede asegurarse que la primera vocación cervantina fue la poesía, nunca abandonada aunque las musas no le fueran propicias: «Yo, que siempre trabajo y me desvelo / por parecer que tengo de poeta / la gracia que no quiso darme el cielo», reconocería muchos años después, en 1614, en el Viaje del Parnaso.
Esos tempranos inicios poéticos se vieron truncados casi en sus comienzos. A finales de 1569, sin saber cómo ni por qué, hallamos al joven poeta instalado en Roma como camarero del cardenal Giulio Acquaviva, al que serviría durante un tiempo para iniciar pronto su carrera militar. A falta de mejor explicación, el traslado a Italia se ha supuesto provocado por un mandamiento judicial de ese año en el que se ordenaba la prisión y destierro, además de la pérdida de la mano derecha, de un estudiante llamado Miguel de Cervantes, acusado de haber herido al maestro de obras Antonio de Sigura. Mal que nos pese, la conjetura no es ni mucho menos descartable, a no ser que nos quedemos a la espera, como sugiere Canavaggio, de descubrir la existencia de «dos Miguel de Cervantes». Entre tanto, lo cierto es que nuestro autor tuvo ocasión de familiarizarse con la literatura italiana del momento, tan influyente en su propia obra.
El ambiente pontificio no debió de agradarle demasiado, pues hacia 1570 lo abandona para abrazar, durante unos cinco años, la carrera militar, en la que tampoco le sonreiría la fortuna. Supuestamente, se alistó primero en Nápoles a las órdenes de Álvaro de Sande, para sentar plaza después, con toda seguridad, en la compañía de Diego de Urbina, del tercio de don Miguel de Moncada, bajo cuyas órdenes se embarcaría en la galera Marquesa, junto con su hermano Rodrigo, para combatir, el 7 de octubre de 1571, en la batalla naval de Lepanto. Sin duda, luchó más que valerosamente, pese a las fiebres que sufría a la sazón, desde el esquife de la nave, pues recibió dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda, que se la dejaría inutilizada para siempre. A cambio, quedaría inmortalizado como «El manco de Lepanto» y conservaría hasta su muerte el orgullo de haber participado en «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (prólogo al Quijote de 1615).
Recuperado de sus heridas en Mesina, en 1572 se incorpora a la compañía de don Manuel Ponce de León, del tercio de don Lope de Figueroa, dispuesto a seguir como soldado, pese a tener una mano lisiada. Pero, sin duda alguna, su carrera militar ha tocado techo con el reciente nombramiento de «soldado aventajado» y, aunque participa, sin pena ni gloria, en varias campañas militares durante los años siguientes (Navarino, Túnez, Corfú y La Goleta), pasa gran parte del tiempo en los cuarteles de invierno de Mesina, Sicilia, Palermo y Nápoles. Consciente de ello y hastiado de tal modo de vida, unos tres años después, Cervantes decide regresar a España, no sin obtener antes cartas de recomendación del duque de Sessa y del mismo don Juan de Austria, reconociéndole sus méritos militares, con intención de utilizarlas en la Corte para obtener algún cargo oficial. Mal podía imaginar que, muy al contrario, sólo le acarrearían disgustos.
Así, en 1575 embarca en Nápoles, junto con su hermano Rodrigo, en una flotilla de cuatro galeras que parten rumbo a Barcelona, con tan mala fortuna que una tempestad las dispersa y precisamente El Sol, en la que viajaban Cervantes y su hermano, es apresada, ya frente a las costas catalanas, por unos corsarios berberiscos al mando del renegado albanés Arnaut Mamí. Los cautivos son conducidos a Argel y Miguel de Cervantes cae en manos de Dalí Mamí, apodado «El Cojo», quien, a la vista de las cartas de recomendación del prisionero, fija su rescate en 500 escudos de oro, cantidad prácticamente inalcanzable para la familia del cirujano.
Se inicia, así, el período más calamitoso de su vida: cinco años largos de cautiverio en las mazmorras o baños argelinos, que dejarían una huella indeleble en la mente del escritor -normalmente traducida en una continua exaltación de la libertad-,
«La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres» (Quijote, II, 58).
a la vez que alimentarían numerosas páginas de sus obras, desde La Galatea al Persiles, pasando por El capitán cautivo del primer Quijote, y sin olvidar El trato de Argel ni Los baños de Argel.
Sin embargo, Cervantes aprendió pronto a tener «paciencia en las adversidades», y el «soldado aventajado» no se dejaría doblegar ni abatir fácilmente, como nos consta por la información hecha sobre el cautiverio y por los testimonios recogidos en la Topografía e historia general de Argel, de Diego de Haedo. Muy al contrario, llevó a cabo hasta cuatro intentos de fuga, todos fallidos, pero que prueban sobradamente su temple valiente y su nobleza de ánimo:
«Ya en 1576 huye con otros cristianos rumbo a Orán, pero el moro que los guiaba los abandonó y hubieron de regresar a Argel.
Al año siguiente, se encierra con catorce cautivos en una gruta del jardín del alcaide Hasán, donde permanecen cinco meses en espera de que su hermano Rodrigo, rescatado poco antes, acuda a su liberación. Un renegado apodado «El Dorador» los traiciona y son sorprendidos en la gruta: Cervantes se declara el único responsable, lo que le vale ser cargado de grillos y conducido a las mazmorras del rey.
En 1578 dirige unas cartas a don Martín de Córdoba, general de Orán, para que les envíe algún espía que los saque de Argel, pero el moro que las llevaba es detenido y empalado, en tanto que Cervantes, el responsable, es condenado a recibir 2000 palos, que, sin duda, nunca le dieron.
Sin cejar en el empeño, dos años después procura armar una fragata en Argel para alcanzar España con unos sesenta pasajeros. De nuevo una delación, realizada por el renegado Blanco de Paz, hace fracasar la empresa y Cervantes, otra vez, se declara el máximo responsable y se entrega a Hasán, quien le perdona la vida y lo encarcela en sus propios baños«.
Desde luego, tan «ejemplar y heroica» conducta merece toda nuestra admiración y elogios, pero ello no es óbice para ocultar lo sorprendente que resulta el trato de favor dispensado por los turcos a nuestro preso, máxime cuando andaba de por medio Hasán Bajá, de cuya crueldad tenemos sobradas pruebas, dispuesto siempre a indultarlo y capaz de pagarle a Dalí Mamí los 500 escudos de oro que pedía por él. Razones hay evidentes para sospechar una relación personal muy especial entre el cautivo y el gobernador de Argel, sin que conozcamos exactamente de qué tipo, ni siquiera recurriendo a las maledicencias de Juan Blanco de Paz. En modo alguno podemos dar por sentada la hipótesis, tan aireada recientemente a la búsqueda del sensacionalismo, de que Cervantes mantuviese relaciones homosexuales con Hasán, basándonos en su oscura relación con las mujeres y en la condición sodomítica del segundo. De cualquier modo, «tanto monta, monta tanto…».
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que, pese a las calamidades, encontró tiempo para redactar algunos poemas laudatorios, dedicados a dos compañeros de esclavitud (Bartolomeo Ruffino y Antonio Veneziano) y, en caso de que fuese suya, la «Epístola a Mateo Vázquez». Por fin, el 19 de septiembre de 1580, cuando Cervantes estaba a punto de partir en la flota de Hasán Bajá hacia Costantinopla, los trinitarios fray Juan Gil y fray Antón de la Bella pagan el monto del rescate y nuestro autor queda en libertad. El 27 de octubre llega a las costas españolas y desembarca en Denia (Valencia): su cautiverio ha durado cinco años y un mes.
Miguel de Cervantes: Epístola a Mateo Vázquez.
Se encuentra en Madrid con una familia arruinada e intenta en seguida valerse de las «cartas de recomendación» para conseguir algún nombramiento oficial, pero no logra sino una oscura misión en Orán, llevada a cabo a mediados de 1581, desde donde se traslada a Lisboa para dar cuenta a Felipe II del resultado. No ceja en su aspiración a alguna vacante en Indias y, en 1582, dirige una solicitud a Antonio de Eraso, que le es denegada. Nunca le serían recompensados sus méritos militares.
Pese a ello, estos son años relativamente felices y aun triunfales. Con la alegría del regreso y el orgullo imperialista, Cervantes se dedica de lleno a las letras. Se integra perfectamente en el ambiente literario de la Corte, mantiene relaciones amistosas con los poetas más destacados (Laýnez, Figueroa, Padilla, etc.) y se dedica a redactar La Galatea -donde figuran como personajes buena parte de estos autores-, que vería la luz en Alcalá de Henares, en 1585. Simultáneamente, sigue de cerca la evolución del teatro, acelerada por el nacimiento de los corrales de comedias, y se empapa en la obras de Argensola, Cueva, Virués, etc., llevando a cabo una actividad dramática muy fecunda no ajena al éxito:
«compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas» (prólogo a Ocho comedias).
De ellas sólo conservamos El trato de Argel, La Numancia y, si admitimos su paternidad, la recién atribuida Conquista de Jerusalén. También conocemos un contrato firmado en 1585 con Gaspar de Porres, referente a dos piezas perdidas: El trato de Constantinopla y La Confusa.
Entre tanto, queda tiempo para el amor. A través del mundillo teatral, se relaciona con Ana de Villafranca, o Ana Franca de Rojas (casada con Alonso Rodríguez, que tenía taberna en la calle Tudescos), de quien nacería, en 1584, la única descendiente de nuestro autor: Isabel, con el tiempo apellidada de Saavedra. Pese a ello, Cervantes viaja en seguida a Esquivias para entrevistarse con Juana Gaitán, viuda de su amigo Pedro Laýnez, e intentar publicar sus obras. Allí conoce a Catalina de Palacios, con cuya hija de diecinueve años, Catalina de Salazar, contrae matrimonio, hacia sus treinta y ocho, el 12 de diciembre de ese mismo año. De momento, se instala con su esposa en Esquivias, pero los viajes continuos irán en aumento y, pasados tres años, el marido abandonará a su esposa para no reunirse con ella definitivamente hasta principios del XVII.
En 1587 aparece instalado en Sevilla, donde, al fin, obtiene, por mediación de Diego de Valdivia, el cargo de comisario real de abastos para la Armada Invencible, al servicio de los sucesivos responsables de la provisión de las galeras reales: Antonio de Guevara, Miguel de Oviedo y Pedro de Isunza; años después sería encargado de recaudar las tasas atrasadas en Granada, habiéndole denegado una vez más el oficio en Indias («Busque por acá en qué se le haga merced») que volvió a solicitar en 1590. Tan miserables empleos lo arrastrarían a soportar, hasta finales de siglo, un continuo vagabundeo mercantilista por el sur (Écija, La Rambla, Castro del Río, Cabra, Úbeda, Estepa, etc.), sin lograr más que disgustos, excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento (Castro del Río, en 1592, y Sevilla, en 1597), al parecer siempre injustos y nunca demasiado largos. Como contrapartida, el viajero entrará en contacto directo con las gentes de a pie, y aun con los bajos fondos, adquiriendo una experiencia humana magistralmente recreada en sus obras.
Tan largo período administrativo, lleno de sinsabores, lo aparta del quehacer literario: «Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias» (prólogo a Ocho comedias), pero sólo relativamente. El escritor se mantiene en activo: como poeta, sigue cantando algunos de los sucesos más sonados (odas al fracaso de la Invencible, soneto al saqueo de Cádiz o «Al túmulo de Felipe II» y numerosas composiciones sueltas aparecidas en obras de otros autores); como dramaturgo, se compromete en 1592 con Rodrigo Osorio a entregarle seis comedias, que no cobraría si no resultaban de las mejores, entre las cuales han de contarse varias de las incluidas en el tomo de 1615; como novelista, redacta varias novelas cortas (El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, etc.) y, mucho más importante, esboza nada menos que la primera parte del Quijote y, quizá, el comienzo del Persiles. Ello explica su increíble fecundidad editorial en los últimos años de su vida. Con el comienzo de siglo, Cervantes se despide de Sevilla y sólo sabemos de él que anda dedicado de lleno al Quijote, seguramente espoleado por el éxito alcanzado por Mateo Alemán con la primera parte del Guzmán de Alfarache (1599). El hecho es que en 1603 el matrimonio Cervantes se instala en Valladolid, nueva sede de la Corte con Felipe III, en el suburbio del Rastro de los Carneros, junto al hospital de la Resurrección, rodeado de la parentela femenina: sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina Constanza, hija de la primera, su propia hija Isabel y, por añadidura, una criada, María de Ceballos. Todas estaban bien experimentadas en los desengaños amorosos, aunque debidamente cobrados, con los hombres. Cabe pensar que el escritor, sin oficio ni beneficio, se refugiase al arrimo de sus parientas, pero eso no autoriza a hablar de gineceos ni de comercios carnales, como últimamente se viene postulando.
Miguel de Cervantes. «Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla».
A principios de 1605, de forma un tanto precipitada, ve la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, a costa de Francisco de Robles, con un éxito inmediato y varias ediciones piratas, por lo que Juan de la Cuesta inicia la segunda edición al poco tiempo. Pero la alegría del éxito se vería turbada en seguida por un nuevo y breve encarcelamiento, ahora ordenado sediciosamente por el alcalde Villarroel, motivado por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las puertas de los Cervantes, en cuyo proceso la familia queda acusada de llevar vida licenciosa («Las Cervantas«).
De nuevo tras la Corte, Cervantes se traslada a Madrid en 1606, donde luego se instalará en el barrio de Atocha. Todavía queda mucha literatura por publicar, pero la edad empieza a no estar ya «para burlarse con la otra vida» (prólogo a las Novelas ejemplares). Se dedica exclusivamente a escribir y pronto ingresa en la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar, mientras que la muerte se ceba en sus parientes: Andrea, Magdalena e Isabel Sanz, su nieta, mueren en torno a 1609. Tan sólo intenta, en 1610, acompañar al conde de Lemos a Nápoles, pero Lupercio Leonardo de Argensola, encargado de reclutar la comitiva, lo deja fuera, lo mismo que a Góngora. Tan sólo queda la recta final: un par de mudanzas, primero a la calle Huertas y luego a la de Francos, la asistencia a las academias de moda, como la del conde de Saldaña, en Atocha, y el ingreso en la Orden Tercera de San Francisco.
Amparado en su prestigio como novelista, se centra pacientemente en su oficio de escritor y va redactando gran parte de su producción literaria, aprovechando títulos y proyectos viejos. Tras ocho años de silencio editorial desde la publicación de la novela que lo inmortalizaría, publica una verdadera avalancha literaria: Novelas ejemplares (1613), Viaje del Parnaso (1614), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (el mismo año). La lista se cerraría, póstumamente, con la aparición, gestionada por Catalina, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (1617).
Pero Cervantes estaba gravemente enfermo de hidropesía y, en 1616, sus días tocaban ya a su fin: el 18 de abril recibe los últimos sacramentos; el 19 redacta, «puesto ya el pie en el estribo», su último escrito: la sobrecogedora dedicatoria del Persiles; el 22, poco más de una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote fallece y es enterrado al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega. Sus restos mortales se perdieron, pero «dejónos harto consuelo su memoria» y su literatura.
Obra.
Sin afanes de polígrafo, Miguel de Cervantes cultivó los tres grandes géneros literarios -poesía, teatro y novela- con el mismo empeño, aunque con resultados bien distintos. La historia literaria ha respetado siempre la evaluación adelantada por sus contemporáneos: fue menospreciado como poeta, cuestionado como dramaturgo y admirado como novelista.
Poesía.
La producción poética cervantina ocupa un espacio considerable en el conjunto de su obra, se halla diseminada a lo largo y ancho de sus escritos y recorre su biografía desde sus inicios literarios hasta el Persiles. Responde a una vocación profunda, cultivada ininterrumpidamente, aunque no siempre con la inspiración necesaria, según dejó sentado el propio poeta en el Viaje del Parnaso:
«Yo, que siempre trabajo y me desvelopor parecer que tengo de poetala gracia que no quiso darme el cielo«.
Dejando de lado los poemas incluidos en las obras mayores, donde no escasean los logros ocasionales, está integrada por numerosas composiciones sueltas, normalmente de circunstancias (conmemorativas, fúnebres, laudatorias o satírico-burlescas), y por un largo poema menipeo con perfiles auto biográficos: el Viaje del Parnaso.
Las poesías sueltas se inician con cinco piezas, de corte garcilasista, dedicadas a Isabel de Valois: un soneto (1567) laudatorio por el nacimiento de su hija Catalina («Serenísima reina, en quien se halla»), y los cuatro poemas conmemorativos de su muerte, publicados por López de Hoyos en 1569, entre los que destaca una larga elegía («¿A quién irá mi doloroso canto»). A los años del cautiverio corresponden dos sonetos laudatorios, no carentes de habilidad, dedicados a los italianos Bartolomeo Ruffino di Chiambery («¡Oh cuán claras señales habéis dado») y a Antonio Veneziano («Si, ansí como de nuestro mal se canta»), y la celebrada «Epístola a Mateo Vázquez» («Si el bajo son de la zampoña mía»), en tercetos encadenados logradísimos, aunque no está nada clara su atribución. Tras su regreso, el poeta no escatimaría nunca poemas laudatorios destinados a las obras de sus amigos (Juan Rufo, López Maldonado, Alonso de Barros, Pedro de Padilla… e incluso a Lope de Vega), que no ofrecen mayor interés. Mucho más logradas están las dos canciones dedicadas a la Invencible (1588), todavía impregnadas de imperialismo («Bate, Fama veloz, las prestas alas» y «Madre de los valientes de la guerra»), y el acabado romance pastoril de «Los celos» («Hacia donde el sol se pone»). Las joyas de este conjunto están representadas por dos sonetos de trasfondo histórico y de tono burlesco: uno («Vimos en julio otra Semana Santa») dedicado a ridiculizar la entrada de las tropas españolas en Cádiz, en 1596, al mando del duque de Medina-Sidonia, cuando ya se habían retirado los ingleses, tras haber saqueado a la ciudad durante veinticuatro días; otro («¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza»), reputado por Cervantes como «honra principal de mis escritos», no menos irreverente, destinado a poner en solfa la majestuosidad del túmulo levantado en Sevilla en 1598 con motivo de la muerte de Felipe II (un «valentón» allí presente reacciona así: «Esto oyó un valentón y dijo: -¡Es cierto / lo que dice voacé, seor soldado, / y quien dijere lo contrario miente! / Y luego encontinente / caló el chapeo, requirió la espada, / miró al soslayo, fuese, y no hubo nada»).
El Viaje del Parnaso (1614) es el único poema narrativo extenso de Cervantes. Hecho a imagen y semejanza del Viaggio di Parnaso (c. 1578), de Cesare Caporali di Perugia, como declara el propio autor, se inscribe en la tradición satírico-alegórica menipea, de ascendiente clásico, medieval y erasmista. Narra autobiográficamente, en ocho capítulos, un viaje fantástico al monte Parnaso, a bordo de una galera capitaneada por Mercurio, emprendido por muchos poetas buenos con el fin de defenderlo contra los poetastros. Reunidos allí con Apolo, salen victoriosos de la batalla y el protagonista regresa mágicamente a su morada. La aventura se completa con la «Adjunta al Parnaso», donde Pancracio de Roncesvalles entrega a Miguel dos cartas de Apolo con las que se cierra la adenda. Realmente, el viaje alegórico se rellena con la enumeración y evaluación de unos ciento treinta poetas contemporáneos, tal y como se había hecho en el «Canto de Calíope» de La Galatea, mientras que la «Adjunta» incluye unas «ordenanzas», al modo quevedesco, contra los poetas.
Lo importante es notar, por un lado, que la primera persona responde a un planteamiento claramente pseudoautobiográfico, imbuido de evocaciones relacionadas con la vida de su autor, gracias a las cuales el Viaje termina convertido en un verdadero testamento literario y espiritual; por otro, que el poema despliega, como obra de madurez, los mejores recursos literarios cervantinos: humor, ironía, perspectivismo, etc.
Teatro.
Comedias y tragedias.
También el teatro fue cultivado por Miguel de Cervantes con asiduidad y empeño vocacional: «desde mochacho fui aficionado a la carátula, y en mi mocedad se me iban los ojos tras la farándula» (Quijote, II, 11). Se dedica a él desde sus inicios literarios, tras volver del cautiverio, hasta sus últimos años, de modo que la cronología de sus piezas abarca desde comienzos de los 80 hasta 1615, dejando escasos períodos inactivos. No obstante, la mayoría de estudiosos tiende a agrupar sus creaciones en dos o tres épocas, separadas por la etapa andaluza como recaudador y por los años dedicados a la publicación del primer Quijote. Realmente se trata de una ocupación permanente, siempre a vueltas con empresarios y libreros, sobre la que sólo puede asegurarse la diferente aceptación recibida: si en los comienzos se vio aplaudida y coronada por el éxito (La Numancia y El trato de Argel, al menos), al final sería rechazada y confinada a la imprenta (Ocho comedias y ocho entremeses). Al menos, así lo cuenta el propio dramaturgo:
«Se vieron en los teatros de Madrid representar Los tratos de Argel, que yo compuse; La destruición de Numancia y La batalla naval […]; compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza; corrieron su carrera sin silbos, gritas ni barahúndas. Tuve otras cosas en que ocuparme; dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica […]. Algunos años ha que volví yo a mi antigua ociosidad, y, pensando que aún duraban los siglos donde corrían mis alabanzas, volví a componer algunas comedias, pero no hallé pájaros en los nidos de antaño; quiero decir que no hallé autor que me las pidiese […]. En esta sazón me dijo un librero que él me las comprara si un autor de título no le hubiera dicho que de mi prosa se podía esperar mu cho, pero que del verso, nada […]. Aburríme y vendíselas al tal librero, que las ha puesto en la estampa como aquí te las ofrece (prólogo a Ocho comedias)».
Desafortunadamente, de aquellos ti