Becket, Thomas, o Santo Tomás de Canterbury (1118-1170).
Prelado y político británico, canciller de Inglaterra (1155-1162) y arzobispo de Canterbury (1162-1170). Nació en Cheapside (Londres) probablemente el 21 de diciembre de 1118 (aunque no hay seguridad en esta fecha) y murió en la catedral de Canterbury (Kent) el 29 de diciembre de 1170, asesinado por cuatro caballeros vasallos del rey inglés, Enrique II. Hombre de profundos principios, su devenir vital representa un caso paradigmático de las tensas relaciones mantenidas en la Europa medieval entre la jerarquía eclesiástica y estamento regio. A su vez, la imagen piadosa de Tomás Becket ha prevalecido como ejemplo de obediencia a los preceptos de la iglesia, a lo que ayudó sobremanera su precoz canonización, en 1173, apenas transcurridos dos años de su fallecimiento. Su festividad, que cuenta con un riquísima tradición en tierras anglosajonas, se celebra el 29 de diciembre.
Origen y primeros años
Tomás nació en el seno de una familia de mercaderes y comerciantes de origen normando. Su padre, Gilbert Becket, fue también sheriff de Londres, mientras que su madre, Matilde de Caen, se dedicaba a cuidar a la familia. Durante mucho tiempo se especuló con la raigambre sarracena de su madre, en la actualidad el dato se tiene por espúreo, aunque durante los años inmediatamente posteriores a su muerte proliferaron los ataques al santo debido precisamente a este origen oscuro, ataques procedentes de los agentes propagandísticos al servicio de Enrique II. No se sabe demasiado de los primeros años de la vida de Tomás Becket, salvo la influencia piadosa que sobre él ejerció su madre y su incipiente aprovechamiento de las letras en el priorato de Merton, una pequeña abadía situada en el centro de Londres que hacía las funciones de escuela local. Hacia 1139, cuando falleció su madre, Tomás Becket había entrado al servicio de Osbert Huitdeniers, Justicia Mayor de Londres, labor que compaginaba con el secretariado de un importante noble londinense, sir Richard de l’Aigle. No obstante, hacia 1141, haciendo caso de los consejos paternos, Tomás aceptó entrar en el séquito de Teobaldo, arzobispo de Canterbury, a quien el padre del futuro canciller conocía desde su época de abad de Bec.
Los años pasados en la corte arzobispal de Teobaldo fueron fundamentales para el aprendizaje cultural, político y religioso de Tomás. No en vano, allí coincidió con el reputado teólogo y filósofo Juan de Salisbury, con el prestigioso abogado Vacario, o con el que sería futuro arzobispo de York, Roger de Pont l’Évêque. Inserto en tan alta compañía cultural, a Teobaldo no le pasaron desapercibidas las evidentes aptitudes mostradas por el joven Becket, convirtiéndole en su hombre de confianza y en su confidente íntimo. En 1142 fue enviado por el arzobispo de Canterbury a a completar su formación jurídica a las dos escuelas catedralicias europeas más importantes en la materia: París, Auxerre y, sobre todo, Bolonia.
Primeros oficios en Inglaterra
De su periplo universitario guardó Becket una profunda convicción de la unidad espiritual, religiosa y cultural de toda la Europa occidental, lo que sin duda incidió mucho en su concepción universal de la cristiandad latina. En 1153, de regreso a Inglaterra, el arzobispo Teobaldo le recompensó con el oficio de arcediano de Canterbury. Para sus contemporáneos, Becket aunaba brillantez intelectual e ingenio natural, habilidad en la conversación y en los negocios, además de mantener un carisma impresionante merced a su vida casta, dedicada al estudio y a la oración, ya que las ricas rentas monetarias que llevaba aparejado el arcedianato le permitían hacerlo. Durante ese mismo año, Teobaldo ya había advertido a la corte regia de Esteban II las amplias cualidades que adornaban a su discípulo predilecto.
En 1154 falleció el rey inglés; su heredero, Enrique II, era apenas un joven impetuoso de 20 años de edad que rápidamente aceptó el consejo de Teobaldo de Canterbury y nombró a Becket como Canciller Mayor, el puesto de mayor importancia en el precario organigrama cortesano del reino. El paso del arcedianato de Canterbury a la cancillería del reino, además de a las habilidades mostradas por Becket, tuvo un importantísimo componente personal: el rey Enrique y su canciller simpatizaron enseguida, convirtiéndose la relación en una especie de protectorado de Becket a modo de hermano mayor del monarca, quince años más joven que el canciller. La relación entre ambos personajes ha sido objeto de numerosos estudios, destacándose la complementariedad de sus caracteres personales: la sabiduría, sagacidad y templanza de Becket habrían de ser el bálsamo con que el impetuoso y carismático rey adobase sus pretensiones absolutistas dentro de una época caracterizada por la rebeldía de algunos barones feudales ingleses. En los buenos tiempos, el rey y el canciller compartían muchas horas de trabajo y de consejo, a pesar de que también era habitual que las jornadas se viesen salpicadas por algunos encontronazos como, por ejemplo, la oposición de Becket a la solicitud efectuada por Enrique II al papa para que María, abadesa de Romsey, pudiese contraer matrimonio con Mateo de Bolonia, un enlace beneficioso en términos políticos pero que chocaba con la escrupulosidad que Becket pretendía ya imponer en el clero británico. Sin embargo, estos enfrentamientos no eran obstáculo para que el prelado antepusiese su fidelidad a la monarquía en caso necesario, como ocurrió cuando, a principios de 1158, Becket capitaneó las tropas militares inglesas que pelearon en el continente para que los rebeldes condes de Tolosa volviesen a prestar la fidelidad debida a Enrique II.
Buena prueba de la posición ascendente de Becket en la corte inglesa fue su misión como embajador a París en 1158, cuando realizó varios tratados matrimoniales que aseguraban la paz entre los reinos inglés y francés. El despliegue de boato, joyas, ropas caras y diversos oropeles fue tan fastuoso (también en una maniobra calculada para deslumbrar a los franceses), que el público se preguntaba cuántas riquezas no tendría el mismo rey de Inglaterra si solamente su canciller y arcediano, Becket, vestía con tanta pompa. El canciller debía de sentirse cómodo en estas circunstancias, pues, al fin y al cabo, su carrera ascendente se reafirmaba cada vez más, abandonando por completo los tiempos de dificultades durante su infancia y juventud, merced a la posición económica humilde de su familia.
En 1159 organizó una expedición a Toulouse, acompañando a Enrique II, donde posiblemente se gestaron la mayor parte de reformas administrativas que, tradicionalmente, se atribuyen al rey pero en las que el canciller debió de desempeñar un papel protagonista, sobre todo en los aspectos teóricos. Una de las reformas más importantes radicaba en el impuesto del scutage (similar a la fonsadera de la Castilla medieval). Se trataba del pago de una cantidad en metálico a cambio de no prestar servicios militares; se da la casualidad de que Becket exigió el pago del scutage a muchos feudos eclesiásticos que, por lógica, estaban exentos de prestar tales servicios, lo que hizo que sus relaciones con la jerarquía eclesiástica no fuesen demasiado buenas desde la introducción de esta tasa, hacia el año 1160.
Después de lo afirmado hasta aquí, la carrera de Becket hubiera continuado por los derroteros cortesanos habituales de no mediar un hecho insólito: sus profundas convicciones personales de independencia y su total apoyo a la corriente reformista de la Iglesia que, tradicionalmente, se ha denominado como Reforma Gregoriana en atención a su máximo propulsor, el papa Gregorio VII. Puede considerarse a Tomás Becket como el introductor de los postulados reformistas en Inglaterra, sobre todo la total independencia de las estructuras eclesiásticas nacionales con respecto a los deseos del rey. Naturalmente, esta cuestión fue la que acabó por enfrentar a los antiguos amigos, al monarca y al canciller, hasta el punto de deshacer su amistad y convertirles en enemigos con un trágico final. Pero esta situación de enfrentamiento no arredró a Becket, que continuó con el intento de aplicar la Reforma gregoriana a pesar de la voluntad contraria del rey.
De Canterbury a la enemistad con Enrique II
La iglesia inglesa había estado totalmente aislada de cualquier soplo reformista durante los reinados de Enrique I y Esteban II, lo que había repercutido en un absoluto control de todas las cuestiones eclesiásticas, sobre todo el nombramiento de obispos y la percepción de rentas eclesiásticas, por parte de los monarcas. Es sumamente curioso cómo hasta 1161, Becket fue uno de los más fieles colaboradores de la política regia, mediante la cual Enrique II interpuso un férreo control sobre las disposiciones eclesiásticas de Inglaterra. En 1160, por ejemplo, el arzobispo Teobaldo, antiguo maestro de Becket y opositor al control monárquico, había concertado a su discípulo para tener una cita común en Canterbury, ya que Teobaldo estaba ya muy enfermo y a punto de morir, pero quería asegurarse de cuáles eran las verdaderas intenciones de Becket. Éste, por su parte, se encontraba en una difícil tesitura, debido a que la entrevista con Teobaldo podía levantar las suspicacias del monarca. Finalmente, Becket no acudió a Canterbury, lo que fue interpretado por la jerarquía eclesiástica como un acto de sumisión del canciller a los deseos de Enrique II y, con ello, la pérdida de cualquier intento de control de la iglesia por sí misma ante las continuas intromisiones del monarca. Muy pronto demostraría Becket que su escrupulosa fidelidad a Enrique II no estaba reñida con sus propias intenciones al respecto de la reforma.
En 1161 falleció Teobaldo, arzobispo de Canterbury, por lo que Enrique II aceleró los preparativos para que Becket lo sustituyese en la sede primada británica y, de esta forma, completar el control regio sobre la iglesia del reino. El canciller Becket resistió y durante un año trató de convencer al rey de que él no era la persona más adecuada para ese cargo; en los doce meses que la sede arzobispal estuvo vacante, Enrique II y Becket mantuvieron una dura pugna dialógica, totalmente desconocida por desgracia, en la que ya comenzó a resquebrajarse su antigua amistad, al caminar por senderos distintos sus respectivos intereses. El cardenal Enrique de Pisa, hombre de confianza del papa, desempeñó también un papel fundamental para vencer las reticencias de Becket a ejercer al palio canturiense.
Finalmente, el 3 de junio de 1162 Becket fue elegido arzobispo de Canterbury y consagrado en la secular catedral inglesa. Puede decirse que los problemas comenzaron desde este mismo momento, ya que, para sorpresa del rey, Becket decidió renunciar a su oficio de canciller mayor a pesar de que legalmente podía compaginar ambos cargos; «un hombre no puede servir a dos señores» fue la lacónica respuesta que, legendariamente, pronunció el prelado ante un iracundo Enrique II. Sí quiso mantener las ricas rentas del arcedianato de la catedral, pero, en venganza, el rey le obligó a renunciar a las mismas. Desde ese momento, Becket sufrió un cambio total en su apariencia física y en su modo de vida, que pasó de la fastuosa pomposidad del canciller a la austeridad y devoción de un arzobispo totalmente entregado a la reforma del clero, sobre todo en unas buenas costumbres que, como rezaba la Biblia, Becket quería predicar con el ejemplo. Buena prueba de este cambio hacia la espiritualidad tuvo lugar el 10 de agosto de 1162, cuando Becket despertó la admiración popular al acudir descalzo a recibir al legado pontificio.
La jurisdicción sobre el clero
Factores personales aparte, el enfrentamiento entre Becket y Enrique II tuvo dos puntos principales de fricción: la negativa del arzobispo a aceptar la política impositiva propuesta por el rey hacia la iglesia y, sobre todo, la cuestión de a quién correspondía la jurisdicción sobre los delitos y crímenes cometidos por clérigos, conocida en la época como el problema de los «clérigos incriminados» o «clérigos criminales». En la Europa medieval, los miembros del estamento eclesiástico contaban como uno de sus privilegios principales el no ser juzgados por tribunales laicos, sino sólo por los propios tribunales de la Iglesia. Durante el proceso de consolidación de las monarquías feudales, entre los siglos XI y XII, la inmensa mayoría de gobernantes habían intentado, en mayor o menor medida, intentar abolir o cuando menos mitigar este privilegio, institucionalizando que la justicia ordinaria también alcanzase a los delitos eclesiásticos. Sin embargo, esta pretensión chocó frontalmente con lo postulado en la Reforma Gregoriana, que resaltaba la independencia de la justicia eclesiástica. El fondo del problema estribaba en la habitual benevolencia de los tribunales clericales con sus miembros, no tanto en lo referente a delitos, pero sí en faltas que, para la administración laica, eran de más gravedad que para la eclesiástica. Si a ello se le une la tremenda pugna política acontecida en toda Europa por el control de la Iglesia, el problema estalló en Inglaterra de manera desorbitada al existir un peligroso precedente: durante el reinado de Enrique I, el clero había estado temporalmente bajo jurisdicción laica, precedente que enarboló Enrique II no sólo para atribuirse tal potestad sino también para solicitar que todas las rentas y beneficios eclesiásticos, así como el nombramiento de obispos, pasase por las manos del rey. Tomás Becket, por supuesto, no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer y amenazaba con iniciar el camino de las excomuniones.
Un primer intento de acercar las posturas divergentes tuvo lugar en el concilio de Westminster, celebrado en octubre de 1163. Becket, amparado en sus amplios conocimientos jurídicos, formuló la teoría canónica al uso, consistente en que nadie podía ser juzgado dos veces por cometer el mismo crimen. El pulso era evidente, ya que la única vía que le quedaba a Enrique II era la de cuestionar la validez de los tribunales eclesiásticos, lo que, en caso de haber optado por esa vía, hubiera conducido a un enfrentamiento mucho mayor. De cualquier forma, las divergencias estallaron completamente en enero de 1164, cuando en el concilio de Clarendon (Wiltshire), Enrique II, con la anuencia (libre o bajo presión) del estamento eclesiástico, aprobó los dieciséis puntos del documento conocido como las Constituciones de Clarendon: los crímenes cometidos por clérigos serían juzgados por tribunales laicos, como lo habían sido en época de Enrique I, a la vez que se declaraba a las penas del derecho canónico como inválidas para algunos miembros de la sociedad (sobre todo, estaban exentos de excomunión todos los oficiales del rey). Las rentas de las sedes vacantes revertían también a la corona, mientras que el rey se aseguraba el voto final en la designación de los arzobispos de mayor importancia. Las constituciones de Clarendon fueron aprobadas con el consentimiento verbal de Tomás Becket, pero ambas partes implicadas, rey y prelado, sabían que sólo se trataba de un formulismo para finiquitar el concilio, ya que el enfrentamiento sería directo desde entonces.
El exilio del prelado
En cuanto regresó a Canterbury, es decir, en cuanto Becket se puso a salvo de la vigilancia del ejército real, el arzobispo revocó su firma en el concilio y apeló a la intervención del Papa, vulnerando además otro de los puntos de Clarendon referentes a la nulidad de las apelaciones a Roma. La postura firme de Becket, basada tanto en sus convicciones personales como en su conocimiento del derecho, encolerizó muchísimo a Enrique II, quien, literalmente, perdía los estribos a cada acción de su antiguo canciller. El enfrentamiento entre ambos fue, además, azuzado por una corriente eclesiástica creada en contra de Becket, grupo afín a los intereses regios dirigido por Gilbert Foliot, que entonces tenía el oficio de obispo de Londres. Todavía hubo un último intento de acuerdo en el concilio de Northampton, acontecido en octubre de 1164, pero, realmente, Enrique II fue con más intención de obligar a Becket a renunciar a su arzobispado y a meterle en prisión que con voluntad de diálogo. El prelado, por su parte, consciente del estado al que su resistencia contra el rey había llegado, prefirió la cautela y, aprovechando las buenas relaciones que le unían con el monarca francés, Luis VII, tomó el camino del exilio, embarcando en Sandwich el 2 de noviembre con destino al continente.
El 23 de noviembre de 1164 Becket fue recibido por el rey de Francia; pocos días más tarde, el propio papa, Alejandro III, le colmó de honores y gratitudes. Sin embargo, el apoyo a quien había sido el puntal de la Reforma en Inglaterra no fue pleno por parte pontificia debido al complejo momento que se vivía en cuanto a política exterior. El emperador germano, Federico I Barbarroja, había favorecido el reconocimiento de un antipapa, Pascual III; bastó, pues, la enemistad de Enrique II con Alejandro III por el asunto de Tomás Becket para que el papa romano temiese una alianza entre el monarca británico y el emperador alemán que acabase con su mando al frente de la sede pontificia. Seguramente, Becket esperaba mucho más de las buenas pero únicas promesas que recibió por parte del papa.
Becket vivió, primero, en la abadía cisterciense de Pontigny hasta que Enrique II amenazó con confiscar todas las posesiones y rentas del Císter en su territorio, el conocido como imperio angevino, en caso de que la orden continuase dando hospedaje a Becket. Por esta razón, al año siguiente Tomás Becket se trasladó a un cenobio cercano a la localidad francesa de Sens. Durante este tiempo, su dedicación espiritual fue prioritaria, demostrando claramente que el Becket canciller, amante de las fiestas, del lujo y de la ostentación, había dejado de existir en beneficio del hombre asceta y temeroso de Dios. Tal vez tuviese algo que ver el hecho de que Enrique II había confiscado todas sus rentas y dignidades para repartirlas entre los clérigos que fueron principales opositores a la política de enfrentamiento con la monarquía preconizada por el arzobispo de Canterbury, sobre todo Gilbert Foliot, obispo de Londres, y Roger de York, arzobispo de esta sede. Este despojo de bienes fue, a la postre, lo que frustró los tímidos intentos de concordia entre Becket y Enrique II, fomentados sobre todo por el papa Alejandro III: Becket, que todavía se consideraba a sí mismo como legítimo obispo, realizó diversas excomuniones contra los prelados que apoyaban la política monárquica. Como es lógico adivinar, la situación del clero británico era de gran tensión, ya que partidarios y detractores del arzobispo de Canterbury provocaban continuas acciones en pro o en contra de los litigantes.
Regreso a Inglaterra y trágico final
La cuestión se complicó todavía más a raíz del éxito de los legados pontificios de Alejandro III, que consiguieron de Enrique II la promesa de éste de mantener una entrevista cara a cara con su antaño aplaudido canciller. Las vistas se celebraron en la localidad francesa de Montmirail el 22 de julio de 1169 y apenas duraron el tiempo suficiente para que Becket, rodeado de su carismática pureza y advocando a la legalidad eclesiástica, provocase la ira de Enrique II, que se retiró inmediatamente a su reino. Una vez en Inglaterra, el monarca procedió a añadir varias cláusulas a las Constituciones de Clarendon, cláusulas que, de facto, le otorgaban el dominio completo de la jerarquía eclesiástica del reino dejando al papa romano en una posición francamente comprometida. Por si fuera poco, en 1170 Enrique II, tal vez en un error de cálculo, quiso forzar la situación demasiado: en un intento de parar las conspiraciones de sus descendientes contra su gobierno, asoció al trono a su hijo mayor, Enrique el Joven, que fue coronado por Roger de York en una ceremonia celebrada en esta sede arzobispal, y no en Canterbury, donde tradicionalmente debía suceder. Ante esta situación, Becket volvió a apelar al derecho canónico, invalidando la asociación de Enrique el Joven a la monarquía y procediendo a excomulgar a todos los implicados, incluidos el monarca Enrique II, Roger de York y Gilbert Foliot. La protesta del rey inglés ante Alejandro III recibió otra inusitada respuesta: Becket acababa de solicitar formalmente que todo el reino fuese puesto en entredicho, una de las más severas penas espirituales de la época.
Agobiado por la oposición interna, Enrique II se aprestó a negociar. El 22 de julio de 1170, en la ciudad francesa de Fréteval, Becket vio cómo le fueron restituidos todos sus bienes y rentas del arzobispado de Canterbury y también le fue concedido permiso para regresar. El 2 de diciembre de 1170, Tomás Becket regresó a su patria en medio de un clima presidido por la aclamación popular, pero también por el recelo y las maniobras de sus rivales. Curiosamente, nada se había hablado en Fréteval de las Constituciones de Clarendon ni se había pactado en qué condiciones quedaba el enfrentamiento. Por esta razón, el regreso de Becket a Inglaterra sólo podía anticipar la tragedia.
El día de Navidad de 1170, Becket pronunció una homilía en la catedral de Canterbury en la que excomulgaba a Roger de York y a Gilbert Foliot, a la vez que mantenía la amenaza de excomunión sobre Enrique II. Cuando en la corte se tuvo conocimiento de este hecho, el monarca, delante de todos los cortesanos, prorrumpió en gravísimas amenazas contra Becket. El 29 de diciembre, cuando el arzobispo se preparaba para su misa diaria, cuatro hombres de armas del rey irrumpieron en el espacio sagrado y le asestaron diversos tajos con sus armas. Según recogió en su crónica Edward Grim, secretario y más fiel colaborador de Becket, sus últimas palabras fueron «acepto mi muerte en servicio de la Iglesia de Jesucristo».
Valoración
La historia conoce los nombres de los asesinos del arzobispo (Richard de Brit, Reginald Fitz-Urse, Wiliam Tracy y Hugh de Morville), pero desconoce, y parece que sin remedio, si fue la propia iniciativa de estos caballeros, vasallos del rey Enrique II, lo que motivó el homicidio o si, por contra, cumplían órdenes del monarca. Las indagaciones posteriores apenas aportaron gran cosa, ya que enseguida fueron solapadas por otros sucesos más importantes. El primero, como es lógico, el inicio de peregrinaciones masivas para venerar la tumba del arzobispo, instalada en Canterbury en los primeros días de 1171. La segunda, la rapidez con que Alejandro III canonizó al violentamente desaparecido prelado, el 21 de febrero de 1173. En tercer lugar, la santificación del ya Santo Tomás Becket, en 1179, corrió paralela a la penitencia pública que Alejandro III obligó a realizar a Enrique II, para poder absolverle de los cargos morales que se le imputaban con respecto al asesinato: el 12 de julio, el monarca tuvo que peregrinar a la tumba del arzobispo, donde fue flagelado públicamente para purgar sus pecados. Sin embargo, a pesar de todos estos efectos, parece que la política de entendimiento volvió a ser predominante: ni al papa le interesaba demasiado humillar al monarca ni a éste, una vez desaparecido Becket, parecían importarle ya los asuntos religiosos, ocupado como estaba en sortear las rebeliones de sus hijos.
La valoración que puede hacerse alrededor de Tomás Becket es realmente contradictoria. Su primera imagen, la de ambicioso canciller, la de valeroso militar que no dudaba en encabezar las tropas y la de reformista impositivo sin escrúpulos no se contrapone, en efecto, a la vía espiritual que finalizó con su martirio. El cambio operado en Becket a raíz de su designación como arzobispo de Canterbury ha sido tradicionalmente visto por los historiadores como el momento culminante de su vida. Las múltiples explicaciones realizadas para descubrir el trasfondo de esta acción varían desde una supuesta ambición del prelado, totalmente dispuesto a gobernar Inglaterra con la ayuda del Papa, hasta una simple y llana evolución vital, desde un período de juventud marcado por la soberbia hasta la plena consciencia y total madurez acerca de que en el servicio a Dios y en la lucha por la fe, el Becket-creyente necesitaba abandonar las antiguas formas cortesanas del Becket-canciller. Sea como fuere, alguno episodios oscuros de su biografía, sobre todo la negativa a entrevistarse con Teobaldo, así como su carácter enérgico en cualquier circunstancia, invitan a pensar que el enfriamiento de su relación con Enrique II había sucedido con anterioridad y que, amparado en su genio, quiso mantener un duro pulso contra la autoridad regia. Valorar absolutamente tanto la imagen pura y espiritual con que los hagiógrafos de Becket han dibujado su devenir, y hacer lo mismo con el rictus de astuto intrigante con que la propaganda monárquica inmediatamente posterior quiso lavar las culpas de Enrique II, es acceder a dos extremos de una misma realidad que, casi con total seguridad, se escapa de cualquier análisis puramente formal que quiera realizarse en la distancia de los tiempos.
Lo que sí ha de destacarse con claridad es el tremendo valor de Becket en calidad de reformador de la iglesia británica, tanto en su primera etapa de colaboración con Enrique II como una vez posesor del arzobispado de Canterbury. La Reforma Gregoriana, que tantos enfrentamientos derivó en la Europa continental entre papado e imperio, fue impuesta por Becket en Inglaterra, contribuyendo decisivamente con ello a la recuperación moral del clero y a poner la primera piedra en la modernización de la estructura eclesiástica británica.
Es necesario realizar un último apunte al respecto de la visión maniquea con que la historiografía, sobre todo la británica, ha retratado al arzobispo de Canterbury. En 1538, cuando Enrique VIII proclamó la superioridad del rey sobre el papa, la tumba de Becket fue destruida, dentro de la política de desmantelamiento de santuarios católicos efectuada por el fundador de la iglesia anglicana. Desde este momento, Becket pasó a ser una figura alabada por los católicos y denostada por los protestantes anglicanos, de ahí que los juicios de valor vertidos por los historiadores británicos hagan prácticamente imposible discernir objetivamente qué representó el arzobispo para la historia inglesa. Ya en el siglo XX, sólo la soberbia interpretación de Becket realizada por al actor Richard Burton en el film Becket (1964), oponiéndose a un no menos soberbio Peter O’Toole en el papel de Enrique II, sirvió para paliar la poca justicia efectuada en las islas con uno de los personajes más importantes de su historia.
Tomás Becket en España
Desde el mismo momento de su muerte, el arzobispo de Canterbury se convirtió en uno de los más venerados santos de todo la Europa cristiana occidental. En este sentido, enumerar las múltiples manifestaciones espirituales, artísticas o literarias creadas alrededor de su figura sería imposible, por la cantidad y calidad de ellas. Pero sí parece preciso efectuar una breve reseña de la amplia popularidad de la que gozó Santo Tomás Becket en el medievo hispano, especialmente en el reino de Castilla y León.
En septiembre de 1170, el monarca castellano Alfonso VIII tomó en matrimonio a la princesa británica Leonor Plantagenet, hija a la sazón de Enrique II de Inglaterra y de Leonor de Aquitania. No parece probable que la princesa, quien contaba apenas con 10 años en el momento del enlace, hubiese podido conocer al prelado durante su infancia, pero es importante destacar que a Leonor Plantagenet la acompañó al territorio del que habría de ser reina un numeroso séquito de cortesanos ingleses, plagado de clérigos totalmente influidos por la personalidad del arzobispo de Canterbury. Dos de ellos, conocidos por los nombres castellanizados de Ricardo y Randulfo Inglés (Richard y Randolph eran sus nombres vernáculos), fundaron en 1175 la iglesia de Santo Tomás Canturiense en Salamanca, donde Randulfo era profesor de artes en la escuela catedralicia. Se trata, por supuesto, del primer templo dedicado a la memoria del santo, tan solo cinco años más tarde de su fallecimiento, y también el fundamento de su fama en el reino de Castilla y León.
Posteriormente, la reina Leonor se convirtió en difusora de esta corriente favorable al santo natal de sus tierras. En connivencia con el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Rada, la reina ordenó edificar en la catedral de Toledo una capilla dedicada a Tomás Becket, que, a la sazón, fue la primera dedicada al santo británico fuera de las islas. Hoy día, la capilla no se conserva, pero se sabe que estaba radicada en la girola, donde hoy se encuentra la capilla de Santiago que, paradojas de la Historia, se halla reservada al sepulcro del condestable Álvaro de Luna, un noble castellano que en 1453 tendría el mismo fin que Tomás Becket: ser ejecutado por orden del rey. También hay que destacar, por su belleza y simplicidad, el relieve románico, situado en el frontón de la iglesia de San Miguel de Almazán (Soria), en que se representa la escena de la muerte del santo.
Más adelante, sobre todo en los siglos XIV y XV, Santo Tomás fue utilizado como el estereotipo de figura piadosa en contra del ansia de los reyes. Entre otros ejemplos, valga el que durante las Cortes celebradas en Segovia (1386), Juan I inquirió al reino su colaboración económica y militar para frenar el deseo de otro inglés, Juan de Gante, duque de Lancáster, que aspiraba a coronarse monarca castellano por estar casado con Constanza de Castilla, hija de Pedro I. En su discurso ante las Cortes, Juan I, buscando encender las iras del común para que defendiesen la invasión del duque de Lancáster, calificó a los ingleses de apóstatas y enemigos de la Iglesia, haciendo especial mención al réprobo asesinato de Santo Tomás Becket, traicionado por la monarquía inglesa y leal servidor de la fe cristiana.
Como colofón a esta popularidad hispana de Becket, un trovador hispano de entre los siglos XIV y XV, Alfonso Álvarez de Villasandino, resumió en uno de sus poemas el ideal arquetípico de la piedad y beatificación del arzobispo, en detrimento de la maldad del rey Enrique II. El citado poema, que sirve para poner fin a estas líneas, fue recopilado por Juan Alfonso de Baena en su Cancionero (ed. Dutton-González Cuenca, nº 85, pp. 114-115, vv. 25-36):
Estoria tenemos e canonizadade Santo Thomás, a quien Dios bien quiso,el alma del qual es en Paraíso,donde por siempre será conservada;en santa iglesia, madre consagrada,su f