Apollinaire, Guillaume (1880-1918).
Poeta, narrador, ensayista y crítico de arte francés, nacido en Roma el 26 de agosto de 1880 y fallecido en París el 9 de noviembre de 1918. Inscrito en el registro civil como Wilhelm Apollinaris de Kostrowitzky, afrancesó su nombre en la forma Guillaume Apollinaire, con la que ha pasado a la historia de la literatura universal como uno de los poetas más lúcidos, audaces y renovadores de todos los tiempos. En su constante afán de innovación y experimentación, fue precursor de algunas corrientes vanguardistas tan fecundas como el Surrealismo y el Cubismo, incorporó nuevas concepciones estéticas -procedentes de otras civilizaciones, como la del África negra- al arte occidental, y difundió por todo el mundo una suerte de ideogramas líricos -bautizados por él como caligramas- en los que la disposición tipográfica de los versos que configuran el poema adopta la forma de la figura nombrada en su título o en su contenido. A pesar de su breve existencia -falleció, víctima de una mortífera epidemia de gripe, cuando aún le faltaban dos años para alcanzar los cuarenta de edad-, ejerció con su obra literaria y sus postulados estéticos una poderosísima influencia sobre otros creadores, y merced a su fecundo aliento creativo -a la vez iconoclasta y respetuoso con las grandes aportaciones del pasado-, vivificó la poesía y la pintura contemporáneas, dotándolas de nuevos registros temáticos y expresivos y de un candoroso lirismo primitivo que proporcionaron a ambas disciplinas creativas un vigor pocas veces conocido en la historia del arte universal.
Vida y obra
El sincretismo cultural que se oculta tras sus orígenes fue, sin duda alguna, el punto de partida de esa asombrosa capacidad desarrollada luego por Apollinaire para la búsqueda incesante de nuevas vías de expresión artística. Hijo natural de un italiano que había servido en el ejército borbónico, y de una ciudadana rusa perteneciente a una familia aristocrática oriunda de la Polonia austríaca (concretamente, del castillo de Wawel, emplazado en Cracovia), en su acta de nacimiento sólo quedó registrado el apellido de su madre, que profesaba la religión católica y era nieta de un célebre general polaco -antecedente militar que tal vez pueda explicar el entusiasmo del poeta ante el estallido de la Primera Guerra Mundial, en la que tomó parte activa y cayó herido de extrema gravedad-. Tras haber recibido las aguas bautismales en la Basílica de San Pedro, pasó su infancia al lado de su madre, en un constante peregrinar que le llevó a residir, durante estos primeros años de su vida, en Roma, Mónaco, Niza, Cannes y Lyon.
Sobre la identidad de su progenitor han circulado numerosas leyendas alimentadas por la fantasía y la extravagancia del propio poeta, quien, en su etapa de mayor esplendor literario, se complacía en difundir rumores que le hacían proceder de un alto funcionario vaticano, de un cardenal de la curia romana e, incluso, del mismísimo papa. Según las voces más dignas de crédito, el padre del poeta fue un tal Constantino o Francesco Flugi d’Aspremont, miembro de una familia suiza integrada en las altas esferas del Vaticano, quien a los cuarenta y cuatro años había «raptado» a Angélica Alejandrina de Kostrowitzky, hija de Miguel Appollinaris de Kostrowitzky, chambelán honorario del Sumo Pontífice. Este alto cargo desempeñado por su abuelo materno explica que el fruto de las relaciones «ilícitas» de Angélica Alejandrina -inscrito, pese a todo, en el Ayuntamiento de Roma por una comadrona, pues sus padres deseaban mantener el anonimato- fuera cristianado en la Basílica de San Pedro, a pesar de sus oscuros orígenes. Angélica Alejandrina, que ya era sobradamente conocida en Roma por su talante aventurero y libertino (a los dieciséis años había sido expulsada de un colegio religioso por su comportamiento licencioso), dio a luz al futuro poeta a los veintidós años, época por la que el padre del recién nacido le doblaba la edad. Dos años después, fue madre de otro hijo engendrado, también, por un «padre desconocido», y logró sacar adelante a los pequeños Guillaume y Albert merced a los regalos y donativos que le hacía su nutrida corte de admiradores, incrementados por los beneficios que obtenía de su incorregible inclinación al juego. Fue esta pasión por el mundo de las apuestas lo que la condujo hasta algunas ciudades del Sur de Europa célebres por sus casinos, como Mónaco, Niza y Cannes, de la primera de las cuales tuvo que salir precipitadamente debido a las numerosas deudas de juego que había contraído.
En la capital monegasca -protectorado francés desde 1860-, el futuro poeta había iniciado su formación escolar bajo la tutela de los maestros del prestigioso colegio de San Carlos, un centro religioso donde el joven Guillaume y su hermano menor Albert hicieron la primera comunión y recibieron la confirmación. Imbuido, por aquel entonces, de un acusado sentimiento católico que, en opinión de sus más autorizados biógrafos, tenía más que ver con la emoción lírica de la espiritualidad cristiana que con el auténtico fervor religioso, Apollinaire recorría sin cesar iglesias y capillas, haciendo gala de unas firmes creencias que, años después, siguió exhibiendo ostentosamente (solía adornar su pecho con numerosas medallas y escapularios) ante quienes se empecinaban en rastrear en sus orígenes una ascendencia judía, con el propósito de desacreditarle en una época en la que el antisemitismo se extendía velozmente por Europa. En lo que atañe estrictamente a su producción literaria, esta severa educación religiosa dejó un innegable poso de misticismo en sus poemas y relatos, así como un clara tendencia a la discusión de ideas y conceptos propios del debate teológico.
La formación secundaria de Guillaume Apollinaire, completada en diferentes liceos de Niza y Cannes, contribuyó a consolidar su innata vocación literaria y orientó sus estudios hacia la lectura de numerosas y variadísimas obras que, procedentes de las más diversas épocas y culturas, le proporcionaron esa vasta erudición -bien es verdad que un tanto anárquica y caótica- plasmada luego en sus escritos. Sólo contaba trece años de edad cuando compuso sus primeros poemas, firmados con su auténtico nombre (Wilhelm Kostrowitzky) o con el extravagante pseudónimo de Guillermo Macabro, y concebidos bajo la notoria influencia de la poesía de Rimbaud (1854-1891), cuya pasión por la imagen habría de mantenerse constante en la obra de madurez de Apollinaire.
Tras una adolescencia y una primera juventud marcadas por los desplazamientos geográficos al lado de su madre y su hermano menor, llegó en 1898 a París, en donde Angélica Alejandrina de Kostrowitzky conoció a Jules Weil, un joven banquero que habría de acompañarla durante el resto de sus días. En la capital francesa, Guillaume Apollinaire fue subsistiendo durante algunos años merced a la redacción de folletines que se publicaban bajo el nombre de otros autores. Mientras ejercía estas labores de «negro», seguían ampliando su ya extensa formación literaria con -según sus propias palabras- «inmensas lecturas«, al tiempo que complementaba sus menguados ingresos impartiendo clases como preceptor particular. Entre sus pupilos figuraba Gabrielle de Milhau, hija de la vizcondesa viuda de Milhau, una poderosa terrateniente de Renania que invitó al joven escritor a desplazarse con su familia a sus dominios en Alemania. Así fue como, en 1902, Apollinaire conoció en el castillo de la vizcondesa a Annie Playden, una bella muchacha inglesa de ojos azules que ejercía de aya de Gabrielle Milhau. Perdidamente enamorado de ella, le propuso matrimonio y, ante el rechazo de la joven, la amenazó con despeñarla desde la cima del Drachenfels (donde, según la leyenda, Sigfrido había acabado con el dragón). La joven aya, aterrorizada, aceptó la propuesta conyugal de Apollinaire, pero se retractó en cuanto hubieron llegado al pie de la montaña; poco después, abandonó el castillo de la vizcondesa y regresó a su hogar familiar en Londres, mientras el poeta emprendía un largo recorrido por Walonia, Baviera y otras regiones centroeuropeas. Sus inquietudes viajeras y su afán por seguir ampliando horizontes culturales y vitales le permitió olvidar durante algún tiempo el rechazo de Annie, inmerso en una azarosa peregrinación condicionada únicamente por su escasez de recursos económicos (años después, al relatar las aventuras vividas durante esta etapa bohemia y disipada de su vida, Apollinaire exageraba las calamidades pasadas afirmando que había realizado a pie todos sus desplazamientos, y que, durante su estancia en Praga, sobrevivió durante varios días racionándose el consumo de un pequeño queso de Camembert). A su regreso a París, se dio cuenta de que seguía enamorado de la joven inglesa y la visitó en Londres en dos ocasiones (1903 y 1904), donde volvió a renovar su proposición matrimonial y, ante la terca renuencia de Annie Playden, sus amenazas de muerte. Diez días después de la segunda visita de Apollinaire, la joven huyó a los Estados Unidos de América, en donde había buscado un empleo para librarse del acoso del poeta, quien no volvió a verla nunca más. Su desesperación quedó plasmada en patéticos versos de amor no correspondido.
En 1904, Apollinaire se hallaba instalado nuevamente en la mansión familiar de Vesinet, un pequeño núcleo de lujosas villas residenciales ubicado a unos diez kilómetros de París. Comoquiera que pasaba la mayor parte de su tiempo en la gran urbe, cansado de perder siempre el tren nocturno en el que había de retornar a su casa se afincó definitivamente en la Ciudad del Sena, donde pronto se integró de lleno -merced, en buena medida, a uno de los rasgos de su personalidad que más subrayaron quienes le conocieron: la simpatía- en los principales círculos artísticos e intelectuales de la capital francesa. En Vesinet había trabado amistad con los pintores Maurices de Vlaminck (1876-1958) y André Derain (1880-1954), que compartían estudio y habían creado la denominada «Escuela de Chatou». De las largas conversaciones sostenidas con ambos artistas plásticos -que fueron expulsados en 1905 del «Salón de Otoño» de París, y bautizados con el nombre despectivo de fauves («fieras»), del que luego derivó el marbete de fauvisme («fauvismo» o «fovismo»)-, surgió en Apollinaire el vivo deseo de consagrarse al estudio, la difusión y la defensa de la pintura moderna.
Entretanto, se ganaba la vida en París como empleado de un banco, donde pasaba diez horas diarias consagrado a la contabilidad. Aunque sus conocimientos sobre este particular eran prácticamente nulos, fingía ser un competente «financiero» -nombre que, con gran satisfacción para él, le daban sus amigos- y presumía de asesorar con buen tino a todos sus allegados en lo tocante a cualquier operación bursátil o bancaria. Simultáneamente, colaboraba con asiduidad en diferentes rotativos y revistas especializados en el mundo de las finanzas, como La Guía del Rentista -fundada por la entidad bancaria a la que pertenecía- o el periódico bursátil La Información, y llegó a entrevistar en persona al Gran Tesorero del Sultán de Marruecos durante un viaje de este alto funcionario a París. Como recuerdo de esta actividad laboral tan ajena a su sensibilidad de poeta, le quedó -entre sus múltiples y peregrinas extravagancias- la manía de tasar las bellas puertas de todas las grandes mansiones que visitaba.
Pero su impostada condición de competente «financiero» y su irreductible inclinación a la vida nocturna y desordenada -al parecer, era un comedor voraz, un contumaz bebedor y un fumador empedernido, y alardeaba de reponerse de los estragos de una noche de juerga y borrachera con una cabezada de quince minutos- no le impidieron desplegar, por aquellos primeros años del siglo XX, una intensa actividad cultural, plasmada en la fundación de varias publicaciones en las que se anunciaba ya el espíritu rebelde, inquieto, rupturista e innovador de la Vanguardia. En octubre de 1906, en colaboración con su antiguo compañero de bachillerato Toussaint-Luca, fundó en París la revista El Festín de Esopo, de la que sólo salieron a la venta nueve números; poco después, lanzó una nueva publicación cultural, La Revista Inmoralista, cuya cabecera se transformó, en su segunda y última salida a la calle, en Las Letras Modernas. A pesar de su breve andadura, en este medio vieron la luz los primeros poemas de algunos autores tan relevantes luego en la historia del movimiento vanguardista como Max Jacob (1876-1944). A partir de entonces, Apollinaire mantuvo una fructífera colaboración en diferentes periódicos y revistas franceses, como La Democracia Social -en cuya sección «Francia juzgada en el extranjero» firmaba sus artículos con el pseudónimo de El Políglota, a todas luces exagerado, pues sólo dominaba el francés y el italiano, aunque tenía algunos conocimientos de latín, alemán, provenzal y walón-; Verso y Prosa -donde ejerció el cargo de Secretario de Redacción-; Los márgenes -donde, bajo el pseudónimo de Louise Lalanne, firmó poemas y artículos de crítica artística y literaria-; La falange -en cuyo número de febrero de 1908 publicó su célebre poema en prosa «Onirocrítica», que se adelantó en tres lustros a los postulados estéticos formulados por el movimiento surrealista-; y Mercurio de Francia -donde mantuvo una columna fija titulada «La vida anecdótica».
Entretanto, había encontrado un nuevo filón para complementar sus siempre reducidos ingresos: la literatura pornográfica. Ya en 1901 había ganado cien francos con una novelita escabrosa que pronto cayó en el olvido; seis años después, acuciado de nuevo por las deudas, recuperó su juvenil inspiración libertina y escribió dos auténticas obras maestras del género: Les onze mille verges (Las once mil vergas, 1907), un auténtico catálogo de excesos y depravaciones sexuales, desde el sadismo al masoquismo, pasando por la tortura, la humillación y la búsqueda del placer en el asesinato; y Les exploits d’un jeune Don Juan (Las hazañas de un joven Don Juan, 1907). Las ediciones clandestinas de estas dos breves narraciones -firmadas sólo con las iniciales «G. A.»- granjearon a su autor un merecido prestigio entre los lectores y editores habituales del género sicalíptico; y tan alta reputación llegó a alcanzar en esta materia, que en 1909 fue contratado por un sello editor para que dirigiera una colección de clásicos eróticos en la que, bajo el título de «Les maîtres de l’amour» («Los maestros del amor»), publicó algunas obras señeras de la literatura licenciosa de todos los tiempos, minuciosamente analizadas y anotadas. Fueron muy elogiadas las ediciones de las obras de Pietro Aretino (1492-1556) y, sobre todo, del marqués de Sade (1740-1814), escritor -este último- al que Apollinaire rescató del olvido y colocó entre las figuras más influyentes de la literatura contemporánea, gracias a la espléndido estudio introductorio que el propio autor de Las once mil vergas puso al frente de la edición de sus obras.
Tras haber participado activamente en las discusiones del Bateau-Lavoir, de Montmartre, en las que fue tomando vida, entre 1906 y 1908, el movimiento cubista -según el propio Apollinaire, fue Matisse (1869-1954) el primero que utilizó dicho término, aplicándolo a un paisaje de Braque (1882-1963) expuesto en el «Salón de Otoño» de 1908-, a finales de la primera década del siglo XX dio a la imprenta su opera prima, una novela titulada L’enchanteur pourrissant (El encantador putrefacto, 1909), de la que sólo vieron la luz ciento seis ejemplares, enriquecidos por bellos grabados en madera de André Derain. Escrita más de diez años antes -es decir, cuando el joven Guillaume sólo contaba dieciocho-, esta obra está ambientada en la tumba del mago Merlín, el encantador al que alude su título, sepultado en la selva de Broselandia (en Bretaña); por sus páginas transitan santa Angélica, el hada Viviana y varios seres legendarios y mitológicos (druidas, esfinges, etc.). Poco después, en el folleto titulado La poésie symboliste (La poesía simbolista, 1909), vio la luz el texto de una conferencia pronunciada por Apollinaire en abril de 1908 en el transcurso de las jornadas denominadas «Las tardes de los poetas», celebradas en el seno de la 24ª Exposición de los Artistas Independientes; dentro del título general de la sesión, «Los tiempos heroicos», la disertación de Apollinaire se anunció bajo el epígrafe de «La falange nueva».
Desde finales del siglo XIX, Apollinaire venía trabajando en la redacción de una serie de cuentos que, agrupados bajo el título de L’hérésiarque et Cie (El heresiarca y Cía., 1910), constituyeron una grata sorpresa en el panorama literario francés de la época y estuvieron a punto de granjearle el prestigioso «Premio Goncourt», que finalmente no recayó en ese volumen de relatos debido a las acusaciones de extravagancia que contra el libro y su autor lanzó la prensa conservadora. El mismo año en que vieron la luz estas narraciones breves -caracterizadas por su desbordada fantasía- apareció un breve ensayo de Apollinaire, El teatro italiano (1910), obra que escribió por encargo debido a las graves dificultades económicas por las que, a la sazón, atravesaba. Estos problemas monetarios del eficiente «financiero» provocaron su salida de París para buscar residencia en un lugar más modesto: la barriada industrial y periférica de Auteuil, en la que había vivido Honoré de Balzac (1799-1850). Mantenía, por aquel entonces, una relación amorosa con la pintora Marie Laurencin (1885-1956), a la que estuvo unido desde 1908 hasta 1912, autora del célebre cuadro Apollinaire y sus amigos, adquirido por la escritora norteamericana Gertrude Stein (1874-1946); pero pasaba la mayor parte de su tiempo con un viejo camarada de desventuras bohemias, con el que solía compartir, por todo menú, exiguas raciones de carne fiambre. Esta escasez desesperaba al poeta, tan conocido por su glotonería como por sus vastos saberes culinarios, en los que se mostraba tan riguroso, exigente y exhaustivo como en sus críticas de arte (solía ensalzar, por encima de todas, las cocinas italiana y francesa).
De aquella época en Anteuil data su primer libro de poemas, Bestiaire ou Cortège d’Orphée (Bestiario o Cortejo de Orfeo, 1911), un volumen en el que cada página, dedicada a un animal, presentaba una cuarteta de Apollinaire acompañada por una xilografía del pintor fauvista Raoul Dufy (1877-1953). Pero la difusión de sus obras literarias seguía limitada a un reducidísimo círculo de lectores interesados por las propuestas transgresoras de los jóvenes creadores, por lo que no es extrañar que su nombre se hiciera famoso en todo el mundo, antes que por sus méritos artísticos, por los rocambolescos episodios que protagonizó a lo largo de su excéntrica vida. Entre ellos, resulta obligado detenerse en el que tuvo lugar en el transcurso de aquel mismo año de 1911, cuando tras el robo de La Gioconda efectuado en el Museo del Louvre el día 22 de agosto, Apollinaire fue a parar a la prisión de La Salud, acusado de haberse apropiado del lienzo pintado por Leonardo da Vinci. En realidad, el verdadero autor del robo había sido un obrero italiano, apellidado Feruggia, que trabajaba en las labores de reforma del museo; pero esto no se supo hasta dos años después, cuando el cuadro fue recuperado por la policía. La prensa relacionó a Apollinaire con la desaparición de La Gioconda cuando, una semana después del robo, se supo que alguien, misteriosamente, había devuelto al Louvre un par de estatuillas fenicias que también habían sido substraídas del museo, aunque hacía ya varios años. El autor de este otro hurto fue el ciudadano belga Géry Piéret, secretario personal de Apollinaire, quien había vendido las estatuillas a un pintor amigo de ambos -según especulaba la prensa parisina, el español Pablo Picasso (1881-1973)-. Asustados por la repercusión del robo de la obra inmortal de Leonardo, todos los que estaban al tanto del delito de Piéret le instaron a que devolviera cuanto antes las estatuillas; así las cosas, la inepta policía parisina -objeto de numerosas burlas durante los dos años que permaneció La Gioconda en paradero desconocido- detuvo a Apollinaire, convencida de que tanto él como Piéret pertenecían a una red internacional de ladrones de arte empecinada en despojar a Francia de sus tesoros más valiosos. La prensa sensacionalista de París contribuyó a enredar aún más este embrollo recordando que, recientemente, el líder del movimiento futurista, el poeta y narrador italiano Marinetti (19876-1944), había defendido públicamente la necesidad de destruir los museos y las obras de arte del pasado, drásticos postulados con los que se identificaba también a Apollinaire, quien, desde 1910, ejercía una demoledora crítica de arte desde las páginas del diario vespertino L’Intransigeant. Cuando el Juez de Instrucción aclaró el error policial y decretó la inocencia de Apollinaire en el robo de La Gioconda y las dos figuras fenicias, el poeta ya había pasado seis días en la cárcel, donde, muy abatido por la privación de libertad y la gravedad de los cargos que se le imputaban, escribió un sentido poema titulado «Apollinaire en la Salud». Mientras estaba en presidio, sus numerosos amigos recogieron firmas en demanda de su libertad, acción en la que obtuvieron algunas respuestas como la de Franz Jourdain, presidente de la Sociedad del Salón de Otoño, quien declaró que jamás firmaría en pro de la libertad de Apollinaire, aunque con gusto estamparía su rúbrica en la sentencia que decretase su condena a morir en la horca. Tal era el efecto que producían las virulentas críticas de arte publicadas por el poeta en L’Intransigeant, en las que arremetía con saña contra cualquier manifestación artística que no siguiese los postulados de la Vanguardia (y, en particular, de la corriente cubista). En cualquier caso, lo cierto es que, muchos años después de que quedara probada su inocencia, Apollinaire seguía siendo conocido en numerosos lugares del mundo como «el hombre que robó la Mona Lisa».
En 1912, el poeta abandonó su modesta residencia de Auteuil y se afincó nuevamente en París, en un piso alto del céntrico Boulevard Saint-Germain, en donde habría de perder la vida al cabo de seis años. Obsesionado por su defensa a ultranza de cualquier innovación artística -que le llevaba a ensalzar toda obra vanguardista, por mala que fuera, metiendo en un mismo lote a los grandes genios de la pintura del momento y a los mediocres emuladores que intentaban medrar al socaire de la mutación de gustos y criterios de valoración-, dio a la imprenta sus dos escritos sobre arte más conocidos: Les peintres cubistes (Los pintores cubistas, 1913) y L’antitradition futuriste (La antitradición futurista, 1913). En el segundo de ellos, un manifiesto de cuatro páginas, englobaba bajo el marbete de «MERDE» -escrito en mayúsculas y resaltado por notas musicales a su alrededor- a Dante (1265-1321), Shakespeare (1564-1616), Goethe (1749-1832), Beethoven (1770-1827), Wagner (1813-1883), Tolstoi (1828-1910) y otros grandes creadores del pasado, lo que llevó a muchos críticos y lectores a tenerle por loco. La polémica en torno a sus escritos arreció cuando, en el transcurso de aquel mismo año, publicó su espléndido poemario titulado Alcools (Alcoholes, 1913), en el que recogía la mayor parte de sus composiciones líricas escritas en los últimos quince años. Al corregir las pruebas de imprenta, Apollinaire había decidido suprimir en el libro todos los signos de puntuación, innovación que causó tanto estupor como las voces soeces que figuraban en algunos poemas.
Los cincuenta poemas que conforman Alcools suscitaron opiniones muy diversas entre los lectores y la crítica especializada. Entre los partidarios de la renovación radical de la expresión artística, el poemario de Apollinaire fue saludado con alborozo, a pesar de que la amplitud cronológica de la redacción de los poemas (1898-1913) daba cabida a ciertos elementos formales y temáticos propios del neo-romanticismo (así, v.gr., en el poema «Le pont de Mirabeau») y de otros modelos estéticos más novedosos, pero ya en trance de superación por parte de la Vanguardia (como el simbolismo). Sin embargo, fueron muchos los críticos que mostraron su rechazo hacia esa naturaleza heterogénea del poemario, entre ellos Georges Duhamel -que publicaba sus reseñas en Le Mercure de France, revista en la que Apollinaire esperaba que se le elogiase abiertamente, ya que en su páginas había estampado numerosos poemas-, quien comparó el volumen de versos con «una tienda de objetos usados«. En cualquier caso, lo cierto es que algunos de los poemas más rupturistas e innovadores de Alcools (como los titulados «Zona» o «El emigrante de Lander Road») causaron una profunda conmoción por sus audaces propuestas estéticas: discurso fragmentario próximo a las técnicas pictóricas del cubismo, ausencia de signos de puntuación, acumulación de materiales heterogéneos procedentes de la vida cotidiana, reiteración de ideas y expresiones altamente provocadoras, etc.
Fiel, en todo momento, a ese espíritu bohemio y estrafalario que ya le había hecho famoso en el París de comienzos del siglo XX, Apollinaire estuvo a punto de retar a duelo al citado Duhamel (quien, paradójicamente, habría de acabar convirtiéndose en uno de los máximos valedores de su poesía). Poco después, una nueva polémica le animó a recurrir otra vez al campo del honor: Mr. Fabian Lloyd, un ciudadano inglés que firmaba sus artículos con el pseudónimo de «Arthur Cravan», publicó una reseña sobre la Exposición de Pintores Independientes en la que afirmaba que Apollinaire era judío. Una violenta ola de antisemitismo azotaba, a la sazón, a toda Europa, y de forma muy señalada a Francia, todavía conmocionada por las consecuencias políticas y sociales del Caso Dreyfus; de ahí que el poeta nacido en Roma, bautizado en San Pedro, educado en prestigiosos centros religiosos y obsesionado, en su infancia y adolescencia, por la hondura de la espiritualidad católica, se sintiera gravemente ofendido por la reseña de Lloyd, a quien llegó a enviar a sus padrinos, el narrador Tharaud (1874-1953) y el pintor Claude Chéreau. Afortunadamente, las negociaciones de éstos obtuvieron una rectificación de Lloyd que satisfizo al agraviado Apollinaire, con lo que el duelo no llegó a celebrarse.
Por aquel tiempo, Apollinaire dirigía -en colaboración don Jean Cerusse- la revista cultural Las veladas de París, fundada en 1912 por Andrés Billy, René Dupuy y Andrés Tudesq, y adquirida por el autor de Las once mil vergas, previo pago de doscientos francos, tras la publicación de su segundo número. Bajo la dirección de Apollinaire -que la convirtió en «su» revista-, Las veladas de París llegó a ofrecer su ejemplar número veintitrés, fechado el 15 de abril de 1914, cuando ya toda Europa se preparaba para una inminente conflagración bélica internacional. Apollinaire, preso de un entusiasmo tan sincero como extravagante y pueril, recibió con alborozo el estallido de la Primera Guerra Mundial y dispuso todo lo necesario para entrar en combate. En su condición de extranjero, no estaba obligado a incorporarse a la defensa armada de Francia; sin embargo, solicitó la nacionalidad francesa y, a pesar de su ya alarmante obesidad -fruto de su apetito pantagruélico- intentó alistarse en el ejército de su país adoptivo, donde fue en un principio rechazado debido a que contaba ya treinta y cuatro años de edad. Ante su insistencia por acudir al frente, fue finalmente movilizado y destinado a una unidad de artillería de campaña en un campo de instrucción cercano a Nîmes, donde, merced a su carácter abierto y extravertido, pronto se ganó las simpatías de todos los reclutas. Cursó, en dicho destino, estudios destinados a la obtención del grado de suboficial de artillería, y pronto fue nombrado sargento brigadier; promovido, en abril de 1915, a sargento mayor, fue enviado a la segunda línea de trincheras, con gran pesar por su parte, pues deseaba entrar cuanto antes en combate. Para entretenerse durante este período de inacción, editó a mediados de 1915 veinticinco ejemplares de un breve poemario que, publicado bajo el título de Caja de armones, pasó luego a integrar su obra maestra dentro del género poético, Caligramas (1918). Con la ayuda de dos sargentos de artillería que hicieron las veces de impresores, Apollinaire estampó en tinta violeta los ejemplares artesanales de esta reducida tirada, que fueron vendidos a veinte francos; los beneficios obtenidos fueron destinados al socorro de los heridos de guerra.
Desesperado por no poder hallarse en primera línea de batalla, permutó su puesto con otro suboficial y pasó a la infantería, donde la oportunidad de ascender era mayor, debido al incremento de los riesgos. Así logró el grado de teniente y su posterior condecoración con la Croix de Guèrre, por la valentía que había acreditado en la lucha armada. El 17 de marzo de 1916, mientras leía un ejemplar del Mercurio en una trinchera cerca de Verdún, un fragmento de obús perforó su casco militar y se incrustó en su cráneo. Según sus propias declaraciones, siguió leyendo como si nada hubiera pasado, hasta que vio cómo la sangre que manaba de su cabeza teñía de rojo la página en la que estaba enfrascado. Trasladado urgentemente a París, quedó ingresado en el hospital de guerra establecido en la Villa Molière -en aquella barriada de Auteuil donde había residido el poeta-, y hubo de ser sometido a una trepanación que le obligó a guardar un largo período de convalecencia. Durante esta prolongada recuperación, recibía en el hospital a sus amigos con la cabeza vendada, ataviado con su uniforme de la 6ª compañía del 96º regimiento de infantería, en el que había prendido con orgullo la Cruz de Guerra; solía mostrar a las visitas su casco agujereado por la metralla, y bromear sobre su feliz paso por las trincheras, aunque lo cierto es que su carácter alegre y extravagante -en ocasiones, ciertamente infantil- había dado paso a un poso de amargura que le empujaba a mostrarse irascible y desconfiado.
Con la intención de no ser enviado nuevamente a Nîmes, donde la inactividad le abrumaba, solicitó un puesto burocrático en la Censura Militar de París, y quedó encargado de la lectura de pequeñas revistas, así como de la traducción al francés de algunos artículos periodísticos ingleses que, tras su visto bueno, eran publicados luego en el rotativo París-Mediodía. Además, colaboraba con asiduidad en el Boletín de Informaciones Coloniales y, preso de una febril actividad que bien podía ser fruto de la intuición de su próximo fin, se afanaba en la conclusión de