Alí ibn Hammud, Califa de al-Andalus (964-1018)
Sexto califa cordobés de al-Andalus (1016-1018), el primero no perteneciente a la dinastía de los Omeya. Perteneciente a la dinastía norteafricana Idrisí, fundadora de la ciudad de Fez (Marruecos), cuyos orígenes se remontaban al propio Mahoma, su reinado de dos años estuvo constantemente envuelto en una sangrienta fitna (guerra civil) por el trono cordobés, lo que contribuyó al progresivo desmembramiento del Estado califal. Murió asesinado en Córdoba, el 22 de marzo de 1018, mientras estaba tomando un baño en el palacio califal.
Los Hammudíes comenzaron a destacarse en los asuntos internos de al-Andalus bajo el califato de Sulayman, quien les confió el gobierno de Ceuta, Tánger, Málaga y Sevilla, en pago a su colaboración para derribar al anterior califa, Muhammad II. La anarquía que imperaba en al-Andalus incitó al gobernador de Ceuta, Ali Ibn Hammud, a buscar el poder califal. Para conseguir tal fin, Ibn Hammud se presentó ante los ojos de los cordobeses como el heredero legal del depuesto califa omeya Hisham II, quien según éste le había designado su heredero legal (wali al-ahd). Así pues, en la primavera del año 1016, después de haber negociado la neutralidad solidaria de los ziríes de Granada y concluido varios tratados con diversos gobernadores impuestos por el califa Sulayman, entre los que cabía destacar a Jayran de Almería y a Mundir ibn Yahya de Zaragoza, desembarcó en Málaga y se dirigió a Córdoba, de la que se apoderó, el 1 de julio, sin apenas resistencia por parte del desmoralizado Sulayman, que fue inmediatamente decapitado por el propio Ali Ibn Hammud.
Una vez impuesto en el trono, Ali Ibn Hammud adoptó el título o laqab de al-Nasir li-din Allah (‘el defensor de la religión de Alá’), y se dispuso a defender la causa de su legítimo nombramiento además de acrecentar también su propio patrimonio personal. Aunque el nuevo califa, al igual que todos los idrisíes de Marruecos, estada por completo berberizado, desde el primer momento tuvo conciencia de los deberes que le imponían su nueva condición de califa andalusí. Los primeros meses de su reinado los pasó tratando de ganarse las simpatías de los cordobeses, conservadores como en ninguna otra ciudad de al-Andalus, pero terriblemente cansados y diezmados por tanta guerra civil y privaciones de todo tipo. Siempre con una política de exquisita moderación, Ali Ibn Hammud pudo controlar todos los movimientos de los mercenarios beréberes que aún estaban acuartelados en la ciudad. Los crímenes de derecho común que hasta la fecha se cometían en la ciudad amparados por el caos político y la desorganización de la acción de la justicia, fueron castigados con el rigor que marcaba la ley coránica en cada caso, siempre bajo los preceptos de la imparcialidad, bien se tratara de castigar a un beréber o a un árabe. Gracias a la severidad con la que el nuevo soberano velaba personalmente por la estricta observancia de la ley coránica, la gran mayoría de los cordobeses comenzaron a recuperar la calma, la seguridad y, lo que era más importante, la confianza en la institución califal.
Sin embargo, la política imparcial y llena de cordura que Ali Ibn Hammud practicaba en su reinado varió por completo cuando apareció en escena un nuevo pretendiente omeya al trono, otro bisnieto del gran califa Abd al-Rahman III (912-961), también llamado como su bisabuelo, el cual llevaba retirado de toda actividad política en Valencia desde los comienzos del reinado de Hisham II, donde fue descubierto por el intrigante y ambicioso esclavo Jayran de Almería. El pretendiente se hizo llamar Abd al-Rahman al-Murtada (‘el que goza de la satisfacción divina’), y se puso al mando de un potente ejército acantonado en la Marca Superior y en el Levante; contó también con la colaboración del tuchibí Mundhir ibn Yahya de Zaragoza y del conde de Barcelona. Con semejante contingente de tropas, el objetivo no era otro que dirigirse a Córdoba y derrocar a Ali Ibn Hammud.
Al enterarse de los apoyos con los que contaba el pretendiente omeya, Ali Ibn Hammud se alarmó bastante; abandonó la moderación y buscó su propia salvación en el único sitio donde podía encontrarla, al lado de los beréberes, ya que la población cordobesa no estaba por la labor de socorrer a un príncipe que a fin de cuentas era extranjero. Progresivamente, los beréberes recobraron su antigua inmunidad y privilegios mientras los cordobeses, tanto los aristócratas como el resto de la población civil, fueron sometidos a un verdadero régimen de terror y acoso. Ali Ibn Hammud castigó al pueblo cordobés con todo tipo de medidas arbitrarias y autoritarias, como arrestos repetidos, confiscación de armas y de bienes, delaciones inventadas, multas enormes, etc.
La situación dentro de Córdoba llegó a ser tan tensa como cuando el califa hizo su entrada en la ciudad por primera vez, dos años antes. La única salvación posible pasaba por la eliminación del despótico califa y así facilitar el camino al pretendiente omeya.
Ali Ibn Hammud resolvió adelantarse a los sublevados y preparar un potente ejército de mercenarios beréberes con el propósito de hacer frente al omeya en Jaén. Pero, cuando se encontraba ocupado en dicha tarea, la noche del 21 al 22 de marzo del año 1018 fue asesinado por tres de sus domésticos mientras se encontraba tomando un baño en las dependencias del Alcázar. Tras arrojarle un pesado cubo de cobre a la cabeza, le remataron a puñaladas, y los asesinos lograron escapar amparados por la oscuridad de la noche.
Para evitar males mayores, los partidarios hammudíes avisaron al hermano del califa muerto, al-Qasim Ibn Hammud, a la sazón gobernador de Sevilla, para que ocupara rápidamente el lugar dejado por su hermano. Seis días más tarde, al-Qasim Ibn Hammud llegó a Córdoba para proclamarse califa.
La descomposición política y social del califato sólo era ya cuestión de poco tiempo. El proceso entró en una dinámica imparable.
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